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LA SHOAH POR MEDIO DEL GAS

(1942-1944)


La envergadura del plan de Heydrich, esbozado en la conferencia de Wannsee en enero de 1942, era sobrecogedora. Como confirmaría uno de sus colegas más próximos, Heydrich poseía «una ambición insaciable, inteligencia y una energía ilimitada»[1]. La Solución Final fue concebida para acabar con más de once millones de judíos, según los cálculos de Adolf Eichmann. Esta cifra incluía a los que vivían en países neutrales, como Turquía, Portugal e Irlanda, así como a los que residían en Gran Bretaña, el enemigo que Alemania no había sido capaz de derrotar.

El hecho de que todas estas deliberaciones tuvieran lugar pocas semanas después del revés sufrido por la Wehrmacht a las puertas de Moscú y de la entrada en la guerra de los Estados Unidos parece indicar que o bien la confianza de los nazis en la «victoria final» seguía siendo inquebrantable, o bien que se vieron obligados a completar su «misión histórica[2]» antes de que otros duros reveses hicieran su cumplimiento imposible. Probablemente la respuesta acertada sea una combinación de ambas cosas. Es evidente que la perspectiva de una victoria a finales del verano de 1941 había contribuido a la espectacular radicalización de la política nazi. Y en aquellos momentos, en los que los acontecimientos mundiales habían llegado a un punto crítico, ya no había vuelta atrás. La «Shoah por medio de las balas» fue, pues, la antesala de la «Shoah por medio del gas».

Al igual que el Hungerplan («Plan Hambre») y el trato dispensado a los prisioneros de guerra soviéticos, la Solución Final tenía un doble objetivo. Además de la eliminación de enemigos raciales e ideológicos, con ella se pretendía la preservación de suministros de alimentos para los alemanes. Esta última estaba considerada sumamente urgente debido al elevado número de trabajadores extranjeros trasladados al Reich como mano de obra esclava. En sí misma, la Solución Final consistiría en un sistema paralelo de eliminación mediante los trabajos forzados y la ejecución inmediata, de los que se encargarían las Totenkopfverbände («Unidades de la Calavera») de la SS. Los únicos judíos que quedarían exentos por el momento iban a ser los ancianos o prominentes, elegidos para el campo de concentración de Theresienstadt —aquella farsa del «gueto ideal»—, los trabajadores cualificados, cuya especialidad los hacía necesarios, y los de los matrimonios mixtos. La suerte que todos ellos tenían que correr podía decidirse más tarde.

El campo de exterminio de Chelmno (Kulmhof) ya estaba en funcionamiento. Poco después fue inaugurado el de Bełżec y el complejo de Auschwitz-Birkenau. En Chelmno se utilizaban furgones de gas para matar a los judíos procedentes de los pueblos y ciudades de la región. En enero de 1942, unos cuatro mil cuatrocientos gitanos de Austria también fueron trasladados a este campo donde murieron gaseados. Los cadáveres eran enterrados en el bosque por equipos de judíos, previamente seleccionados para este fin, vigilados de cerca por la Ordnungspolizei. Chelmno se convertiría en el centro de la ejecución en masa de los judíos que seguían hacinados en el gueto de Łódź, ciudad situada a unos cincuenta y cinco kilómetros al sur.

El campo de Bełżec, entre Lublin y Lwów, estaba considerado un lugar que iba un paso más allá, pues disponía de cámaras de gas construidas para utilizar el monóxido de carbono de los vehículos aparcados en el exterior. Tras una primera prueba con ciento cincuenta judíos efectuada en enero, a mediados de marzo sus instalaciones empezaron a utilizarse para gasear a judíos procedentes principalmente de Galicia. El campo de Majdanek fue erigido a las puertas de la ciudad de Lublin.

Auschwitz, Oswiecim en polaco, había sido un pueblo de Silesia vecino a Cracovia, con un cuartel de caballería del siglo XIX de los tiempos del imperio austrohúngaro. En 1940, el cuartel había sido utilizado como campo de prisioneros polacos por la SS. Recibía el nombre de Auschwitz I. Fue aquí donde se llevaron a cabo en septiembre de 1941 las primeras pruebas del Zyklon B —pastillas de cianuro de hidrógeno utilizadas como pesticidas— con prisioneros de guerra polacos y soviéticos.

A finales de 1941 empezó a construirse en la vecina localidad de Birkenau lo que sería Auschwitz II. Un par de casas de campo fueron transformadas en improvisadas cámaras de gas, que entraron en funcionamiento en marzo de 1942. Las ejecuciones comenzaron a ser considerables a partir de mayo, pero en octubre el comandante de la SS Rudolf Höss ya se dio cuenta de que las instalaciones resultaban totalmente insuficientes y de que los enterramientos en masa contaminaban las aguas subterráneas. Así pues, durante el invierno se procedió a la construcción de un sistema de cámaras de gas y de hornos crematorios completamente nuevo.

Aunque Auschwitz se encontraba en una zona aislada, en la que abundaban los pantanos, los ríos y los bosques de abedules, tenía fácil acceso por tren. Esta fue una de las razones por las que el conglomerado alemán de compañías químicas IG Farben quiso establecer allí una fábrica para la producción de buna, esto es, caucho sintético. Himmler, que deseaba germanizar la región, apoyó la idea con entusiasmo, poniendo a su disposición los prisioneros del campo como mano de obra esclava. Incluso fue en persona a informar a Höss de la propuesta y para ponerlo en contacto con los representantes de IG Farben. Sorprendido por la gran envergadura del proyecto y el gran número de trabajadores que este requería, Himmler dijo a Höss que su campo tendría que triplicar de tamaño para dar cabida a muchos más prisioneros que los diez mil que podía albergar por aquel entonces. El tesoro de la SS iba a ganar hasta cuatro marcos diarios por cada esclavo proporcionado a IG Farben. A cambio, la SS se encargaría de seleccionar a un grupo de violentos y despiadados kapos entre los presos comunes de distintas cárceles para que golpearan a los trabajadores judíos y los hicieran trabajar más.

La construcción de la inmensa Buna-Werke se llevó a cabo en el verano de 1941, mientras las divisiones alemanas que combatían contra la Unión Soviética parecían erigirse con la victoria en el frente oriental. Como aún no disponía de suficiente mano de obra esclava, Himmler dispuso que la Wehrmacht cediera en octubre un grupo inicial de diez mil prisioneros de guerra, todos ellos soldados del Ejército Rojo. El propio Höss escribiría antes de ser ejecutado por sus crímenes de guerra que esos hombres llegaron en unas condiciones patéticas. «Apenas les habían dado nada que llevarse a la boca durante la marcha. Cuando se hacía un alto en el camino, simplemente los conducían al campo más próximo y allí les decían que se pusieran a “pastar”, como ganado, cualquier cosa comible que pudieran encontrar»[3]. Trabajando en pleno invierno sin apenas ropa de abrigo, y viéndose reducidos en algunos casos a practicar el canibalismo, todos los prisioneros exhaustos y enfermos «morían como moscas», como escribiría Höss. «Ya no eran seres humanos», cuenta. «Se habían convertido en unos animales que solo buscaban comida»[4]. No es de extrañar, pues, que no pudieran erigir más de un par de barracones de los veintiocho previstos.

La estrategia de la SS de matar trabajando resultaba incluso menos productiva que la de los gulags de Beria. La única concesión que hicieron los nazis a su pragmatismo fue la construcción de un nuevo campo —Auschwitz III o Monowitz—, junto a la planta de buna, para que los esclavos de IG Farben no tuvieran que malgastar el tiempo en largos desplazamientos. Pero en ese campo de concentración semiprivatizado, los guardias de la SS y los kapos siguieron aplicando la doctrina de la fusta con los trabajadores, como si con ello se pudiera obligarlos a completar una serie de proyectos que estaban más allá de sus posibilidades y de su fortaleza física.

Una vez acabada la guerra, los directores de IG Farben, dueños en parte de la empresa que fabricaba el Zyklon B, declararían no saber nada de las ejecuciones masivas de judíos. Pero lo cierto es que el enorme complejo Buna-Werke de IG Farben estaba dirigido y gestionado por dos mil quinientos empleados alemanes venidos del Reich, que vivían en la ciudad y se relacionaban con los guardias de la SS de Auschwitz-Birkenau. Uno de ellos, justo después de su llegada, preguntó a un guardia de la SS por el hedor sofocante que se olía en toda la zona. El guardia de la SS contestó que era el olor a judío bolchevique «que emanaba por la chimenea de Birkenau»[5].

En mayo de 1942, cuando empezaban a llegar a Auschwitz más judíos que nunca, la SS trasladó a los prisioneros políticos polacos que quedaban a un campo de trabajos forzados de Alemania. El 17 de julio, Himmler llegó para inspeccionar aquel complejo de Auschwitz que no paraba de crecer. En cuanto su automóvil cruzó la puerta de Auschwitz I, los músicos judíos que formaban la orquesta del campo empezaron a tocar la «Marcha triunfal» de la Aída de Verdi.

El Reichsführer-SS bajó del coche, se detuvo para escuchar la música y a continuación devolvió el saludo a Höss. Juntos, pasaron revista a una guardia de honor compuesta por prisioneros vestidos con uniformes a rayas limpios y nuevos. Himmler, con sus característicos anteojos y su mentón huidizo, los miró con gélido distanciamiento. Luego Höss lo condujo a la oficina para enseñarle los últimos planos para la construcción de nuevas cámaras de gas y hornos crematorios. Más tarde, acompañado de su séquito, Himmler se dirigió al pequeño apeadero del campo para ver la llegada de un «cargamento» de judíos holandeses, mientras volvía a tocar la orquesta. «La gente se dejaba engañar al principio por aquel orden aparente y por la música que tocaba la orquesta», contaría más tarde al Ejército Rojo un oficial de la Francia Libre deportado a Auschwitz. «Pero enseguida percibían el olor a cadáver, y cuando los prisioneros eran separados según su estado físico, comenzaban a adivinar la suerte que les esperaba»[6].

En primer lugar, los hombres eran separados de las mujeres y los niños, una división de las familias que causaba grandes alborotos, hasta que los perros y las fustas de los guardias ponían orden en aquel revuelo. En particular, Himmler quería asistir al proceso de selección que llevaban a cabo en la «rampa» dos médicos de la SS, señalando a los que les parecían idóneos para el trabajo y a los que debían ser eliminados sin más. Los seleccionados como mano de obra esclava no eran más afortunados que los que eran asesinados inmediatamente. En dos o tres meses iban a acabar también en una cámara de gas, si no morían antes de extenuación debido a los duros trabajos.

Himmler siguió al grupo seleccionado para las cámaras de gas del Bunker n.º 1, y observó por una ventanilla cómo iban muriendo. También quiso saber si aquello tenía algún efecto en el personal de la SS, pues había vivido con desagrado el estrés psicológico al que se habían visto sometidos los Einsatzgruppen el año anterior. Luego observó cómo los judíos de los equipos de trabajo se deshacían de los cadáveres, y dio instrucciones a Höss para que en un futuro se procediera a incinerarlos. Himmler, que se estremecía solo de pensar en el sacrificio masivo de animales en los mataderos, veía simplemente con interés profesional las matanzas de lo que consideraba escoria humana. «No es una cuestión de Weltanschauung deshacerse de los piojos», escribiría más tarde a uno de sus subordinados. «Es una cuestión de higiene»[7]. Himmler tenía ese aire aséptico de un dentista, aunque le encantaran las fantasías bélicas neogóticas, intentando presentar siempre la SS como una orden de caballeros medievales.

Desde Auschwitz-Birkenau, Himmler y su comitiva recorrieron en automóvil la corta distancia que había hasta Auschwitz-Monowitz para realizar una visita a Buna-Werke. IG Farben fue responsable de la muerte de decenas de miles de prisioneros que trabajaban en su planta, pero el enorme complejo Buna-Werke nunca llegó a producir caucho sintético. La compañía también financió los crueles experimentos llevados a cabo en Auschwitz-Birkenau por el Hauptsturmführer Dr. Josef Mengele con niños, especialmente con gemelos, pero también con adultos. Aparte de extirpar órganos, de esterilizar y de inocular deliberadamente enfermedades a sus víctimas cuidadosamente escogidas, Mengele también hacía ensayos con «prototipos de sueros y fármacos, muchos de los cuales eran proporcionados por la división farmacéutica Bayer de IG Farben»[8].

Mengele no estaba solo. El Dr. Helmuth Vetter, aunque miembro de la SS, también trabajaba para IG Farben en Auschwitz. Realizaba experimentos con mujeres. Cuando IG Farben pidió ciento cincuenta prisioneras para los experimentos de Vetter, Höss exigió el pago de doscientos marcos del Reich por cobaya, pero IG Farben logró rebajar el precio a ciento setenta Reichsmark. Todas esas mujeres acabaron muertas, como confirmaría la propia compañía a Höss en una carta. Vetter estaba entusiasmado con su trabajo. «Tengo la oportunidad de probar nuestros nuevos preparados», escribió a un colega. «Me siento como si estuviera en el paraíso»[9]. También se realizaron peligrosos ensayos farmacéuticos con prisioneros en los campos de concentración de Mauthausen y Buchenwald. IG Farben tenía un interés especial en descubrir un método efectivo de castración química para utilizarlo en los territorios ocupados de la Unión Soviética.

Himmler también apoyó decididamente los experimentos de esterilización del profesor Karl Clauberg en Auschwitz. La grotesca perversión de las obligaciones profesionales de un médico bajo el régimen nazi, con la aquiescencia de numerosos genios de la medicina alemana, constituye un ejemplo escalofriante de cómo la perspectiva de alcanzar un poder y un prestigio casi ilimitados realizando estudios secretos puede obnubilar el juicio de individuos de gran inteligencia. Esos médicos trataban de justificar sus experimentos innecesariamente crueles, presentándolos como una labor de investigación en beneficio de toda la humanidad. Es harto significativo que, en una simbiosis consciente o inconsciente con la profesión médica, la Alemania nazi y otras dictaduras de la época recurrieran a menudo a metáforas quirúrgicas, en particular la de la extirpación de tumores cancerosos desarrollados en el seno de la ciudadanía. Vaya como ejemplo del enfermizo sentido del humor y de la tendencia convulsiva a la mentira de los nazis el hecho de que los suministros de Zyklon B fueran entregados invariablemente en camiones marcados con la Cruz Roja.

A pesar del juramento impuesto a los oficiales y a los hombres de la SS de no revelar nada de sus actividades, lo que ocurría estaba condenado a difundirse, a veces de manera sorprendente. A finales del otoño de 1942, el Obersturmführer Dr. Kurt Gerstein, un experto en gases de la SS, se enfureció tanto por lo que había visto en el curso de una ronda de inspección, que aquella noche, en la intimidad de un compartimento en penumbra de un tren que iba de Varsovia a Berlín, contó todo lo que sabía al barón von Otter, un diplomático sueco. Otter transmitió todo lo que Gerstein había dicho al ministerio de asuntos exteriores en Estocolmo, pero el gobierno sueco, temeroso de provocar a los nazis, se limitó a archivar la información. Las noticias que hablaban de los campos de la muerte, sin embargo, no tardaron en llegar a oídos de los aliados por otros canales, principalmente a través del Ejército Nacional Polaco.

El comandante de Auschwitz, Rudolf Höss, difícilmente habría podido ser más distinto de la élite intelectual de la SS, concentrada principalmente en el Sicherheitsdienst. Höss era un antiguo soldado de mediana edad absolutamente impasible, que había ascendido en el sistema de los campos de concentración sin cuestionar nunca ni una sola orden. Primo Levi no lo definiría como «un monstruo» ni como «un sádico», sino como «un sinvergüenza, un tipo vulgar, estúpido, arrogante y tedioso»[10]. Höss tenía una actitud totalmente servil con sus superiores, sobre todo con el Reichsführer-SS, al que veía como un dios comparable casi con el propio Hitler. Es increíble la falta de imaginación que pone de manifiesto en el relato de sus experiencias cuando se erige en defensor de los valores familiares, hablando de su ejemplar vida hogareña mientras, un día tras otro, se dedicaba a destruir la vida de miles y miles de familias.

Rozando la autocompasión, se lamenta de la baja calidad moral del personal de la SS enviado a Auschwitz, y especialmente de los kapos reclutados entre los prisioneros comunes. Recibían el nombre de «verdes» por el color del triángulo que los identificaba. (Los judíos llevaban triángulos amarillos, los prisioneros políticos rojos, los republicanos españoles de Mauthausen azul oscuro y los homosexuales rosa-malva). Estos kapos, en particular las mujeres delincuentes que estaban al frente de un destacamento de castigo que actuaba en el exterior del campo de Budy, eran célebres por su crueldad. «Me parece increíble que unos seres humanos puedan convertirse en semejantes bestias», escribiría Höss. «La manera en la que las “verdes” arremetían contra las judías francesas, destrozándolas, matándolas a hachazos o estrangulándolas, era simplemente escalofriante»[11].

Sin embargo, por mucho que le horrorizara la crueldad de esas kapos, lo cierto es que Höss premió a los kapos varones poniendo a su disposición un «burdel» en el campo. Era un cobertizo en el que las prisioneras judías se veían obligadas a satisfacer los sádicos caprichos de esos hombres hasta que eran enviadas a la cámara de gas. En el otro extremo de la balanza, las prisioneras más privilegiadas eran las testigos de Jehová, las llamadas «gusanos de la Biblia», que habían acabado en los campos porque su religión rechazaba cualquier forma de servicio militar. Los oficiales de la SS las utilizaban como criadas en sus casas y en sus comedores. Höss tuvo a una trabajando como niñera de sus hijos pequeños. Confiaban tanto en ellas que los hombres de la SS no se quejaban cuando se negaban a lavar, e incluso tocar, los uniformes militares por los principios pacifistas de su fe.

En los campos, el personal de las Hundestaffeln, las unidades caninas, se encargaba de mantener el orden entre las prisioneras. Por lo visto, a ellas les asustaba mucho más que a los varones las fauces y los ladridos de los canes, cuyas correas soltaban de vez en cuando sus cuidadores simplemente por diversión. Es muy probable que fuera la presencia de esos perros lo que disuadía a las mujeres de tomar el camino más fácil para llegar a la muerte como hacían los hombres: «correr hacia la alambrada» con la esperanza de recibir inmediatamente el disparo de uno de los guardias. Las mujeres tenían muchas más probabilidades de que soltaran a los perros para que fueran tras ellas.

Las mujeres podían ser más complicadas, observaría Höss. Uno de los problemas que se daba en los vestuarios de las cámaras de gas era que «muchas mujeres escondían a sus bebés entre las pilas de ropa»[12]. Y por esta razón, las brigadas de trabajo judías debían entrar y comprobar que todo estuviera en orden. A todas las criaturas que encontraban tenían que meterlas dentro de la cámara de gas antes de cerrar las puertas y echar el cerrojo.

A Höss le intrigaba la obediencia demostrada por esos prisioneros judíos, cuya vida lograban conservar durante un tiempo en virtud de una especie de pacto faustiano. En su relato, intentaría presentarlos como cómplices que estaban dispuestos a colaborar. De hecho, las ganas desesperadas de vivir eran más fuertes que cualquier principio moral, una moral que resultaba inimaginable en la escualidez y la degradación de Auschwitz, y eclipsaban incluso la certeza de que, más pronto que tarde, también a ellos les llegaría la hora de morir. Pocos avisaban a los recién llegados del destino que los aguardaba. Los nazis, mediante la ausencia absoluta de humanidad, habían creado las condiciones ideales para aquel darwinismo social exacerbado en el que decían creer.

Esta aniquilación de todos los instintos sociales y de todo tipo de lealtades, en combinación con la pesadilla irreal de su espeluznante misión, estaba condenada a tener un efecto embrutecedor. «Realizaban todas esas tareas con cruel indiferencia», escribiría Höss, «como si todas ellas formaran parte de una jornada corriente de trabajo. Mientras arrastraban de un lado a otro los cadáveres, comían o fumaban. No dejaban de comer ni siquiera cuando se dedicaban al espantoso trabajo de incinerar los cadáveres que habían estado enterrados durante un tiempo en fosas comunes»[13].

Entre los prisioneros varones, los más privilegiados eran los que trabajaban en el almacén que llamaban «Kanada», un departamento en que se clasificaban las pertenencias, la ropa, los zapatos y los anteojos de los prisioneros, y en el que se preparaban las balas de pelo humano. Pero ellos también sabían que eran simplemente muertos vivientes. En el verano de 1944, unos meses antes de que el campo fuera liberado, el Sonderkommando de prisioneros judíos de «Kanada» organizó una revuelta armada para escapar de Auschwitz-Birkenau. Murieron cuatro guardias de la SS, y cuatrocientos cincuenta y cinco prisioneros fueron abatidos a balazos.

Además de los campos construidos en Chelmno, Bełżec y Auschwitz-Birkenau, fueron preparados otros centros de exterminio en Treblinka y Sobibór. Este proyecto recibió el nombre de «Aktion Reinhard», en honor de Reinhard Heydrich, que había muerto víctima de un atentado.

El Obergruppenführer Oswald Pohl de la Oficina Principal de Administración y Economía de la SS (Wirtschafsverwaltungshauptamt) asumió la responsabilidad de supervisar y coordinar sus actividades, ardua misión si tenemos en cuenta las rivalidades existentes entre las distintas facciones nazis. Pohl, un burócrata totalmente dedicado a su trabajo, estaba decidido a conseguir que todo el proceso se desarrollara de la forma más eficiente y provechosa posible. Todos los objetos de valor de las víctimas debían ser cuidadosamente recogidos y clasificados, pero la corrupción que había en algunos campos preocupaba y consternaba a Himmler. Había que extraer los dientes de oro antes de proceder al enterramiento o a la incineración de los cadáveres. Las prendas de vestir, el calzado, los anteojos, las maletas y la ropa interior eran catalogados y trasladados al Reich para entregárselos a los necesitados, generalmente gentes que habían perdido todas sus pertenencias en el curso de un bombardeo. El pelo, que se cortaba a las víctimas antes de hacerlas pasar a la cámara de gas, retenía supuestamente el calor mejor que la lana, por lo que se tejía para hacer con él calcetines para las tripulaciones de la Luftwaffe y de los submarinos, aunque al final casi todo se utilizara como relleno de colchones. A su regreso del Atlántico, las tripulaciones de los submarinos solían ser obsequiadas con una caja de relojes. No tardarían en figurarse el origen de tanta generosidad.

Podríamos decir que el éxito de los asesinatos en masa dependía del flujo ininterrumpido de una cinta transportadora, encargada de ir metiendo a las víctimas, desnudas y sin armar revuelo, en la cámara de gas. Pero en lo tocante al funcionamiento de la mano de obra esclava de ese sistema, Pohl no conseguiría nunca resolver el problema fundamental de los campos de concentración. Cuando uno se dedica a acabar con sus esclavos por medio de los malos tratos, es imposible que se consiga de ellos un buen trabajo, como quedaría demostrado una y mil veces.

El trabajo de investigación que llevó a cabo Vasily Grossman en Treblinka en el verano de 1944 ya subrayaba la importancia del flujo continuo. Los interrogadores del Ejército Rojo permitieron que Grossman se sentara con ellos cuando entrevistaron a varios guardias nazis capturados, a unos cuantos polacos del lugar y a cuarenta supervivientes del campo de trabajo Treblinka I. (Treblinka II era el campo de exterminio contiguo). Grossman se dio cuenta inmediatamente de que ese era el factor clave del sistema nazi: el flujo continuo. Nunca antes en la historia de la humanidad tanta gente había muerto a manos de tan pocos verdugos. Solo en Treblinka, entre julio de 1942 y agosto de 1943, unos veinticinco hombres de la SS y alrededor de un centenar de vigilantes auxiliares ucranianos acabaron con la vida de unos ochocientos mil judíos y «gitanos», esto es, asesinaron a un número de personas equivalente, como indicaría el propio Grossman, a toda la población «de una pequeña capital europea».

Dos aspectos fundamentales para lograr que la operación se desarrollara sin contratiempos eran mantener el secretismo y cultivar el engaño. «A la gente se le decía que la llevaban a Ucrania para trabajar en la agricultura»[14]. Las víctimas no debían saber qué suerte les esperaba hasta el último momento. Para conseguirlo, ni siquiera los guardias que iban en los trenes podían saber la verdad ni entrar en la zona interna de los campos.

En Treblinka, «el apeadero sin salida en el que se detenía el tren trataba de parecer una estación ferroviaria de pasajeros… con su taquilla, su consigna de equipajes y su restaurante. Por todas partes había flechas, unas indicaban “Dirección Byalistok”, otras “Dirección Baranovichi”. Cuando llegaba un tren, siempre había una banda de música tocando en el edificio de la estación, y todos los músicos iban bien vestidos». Cuando comenzaron a correr rumores sobre lo que sucedía en Treblinka, los nazis cambiaron el nombre de la estación por el de Ober-Maidan.

No se conseguía engañar a todo el mundo. Los más perspicaces e inquisitivos enseguida se daban cuenta de que había algo que no encajaba, ya fuera algún objeto personal abandonado en la plaza situada detrás de la estación, que no había sido despejada adecuadamente por el personal encargado después de la llegada del último «cargamento», ya fuera por la enorme muralla que se alzaba frente a ellos, ya fuera por aquella vía de tren que moría en el apeadero sin conducir a ninguna otra parte. Los guardias de la SS habían aprendido a aprovechar el optimismo instintivo de la mayoría de la gente, desesperada por creer que las cosas tenían que irles mejor allí que en el gueto o el campo de tránsito del que venían. Sin embargo, hubo casos, aunque pocos, en los que las víctimas, imaginando el trágico destino que las aguardaba, derribaron de un puñetazo o de un empujón a los guardias que abrían las puertas de los vagones de mercancías en los que viajaban. Cuando esto ocurría, las ametralladoras las abatían a tiros mientras corrían en estampida para refugiarse en el bosque.

A su llegada, el nuevo «cargamento» de tres mil o cuatro mil almas recibía la orden de depositar sus maletas en la plaza, circunstancia que les preocupaba porque temían no poder recuperarlas luego en medio de tanta confusión. El Unteroffizier de la SS les indicaba a gritos que simplemente llevaran consigo los objetos de valor, la documentación y los productos de higiene necesarios para ducharse. La ansiedad iba aumentando a medida que las familias eran conducidas como un rebaño por los guardias armados, algunos de ellos con malévolas sonrisas dibujadas en sus rostros, a través de una puerta que se abría en una alambrada de espino de seis metros de altura rodeada de puestos de ametralladoras. Detrás, en la plaza de la estación, quedaban los «judíos de trabajo» de Treblinka que ya habían empezado a clasificar sus pertenencias, separando lo que debía conservarse para ser trasladado a Alemania de lo que había que quemar. Tenían que ser muy cuidadosos si querían llevarse a la boca a escondidas algún pedazo de comida hallado en una maleta. Un guardia ucraniano los sacaría a rastras de la plaza para pegarles una paliza o simplemente un tiro.

En una segunda plaza, cerca del centro del campo, los ancianos y los enfermos eran conducidos a una salida con un letrero que decía «Sanatorio», donde los esperaba un doctor vestido de blanco y con un brazal de la Cruz Roja. A continuación, el Scharführer de la SS al mando decía a los demás que se separaran, obligando a las mujeres y a los niños a dirigirse a los barracones de la izquierda para desnudarse. Era entonces cuando se producían las escenas más estremecedoras, con protestas, lamentaciones y llantos, pues, como es lógico, las familias temían verse divididas definitivamente. Pero, sabedores de lo que iba a ocurrir, los guardias de la SS aumentaban la presión, dando órdenes más concisas con un tono más seco y abrupto: «Achtung!»… «Schneller!». Y a continuación, «¡Los hombres aquí! ¡Las mujeres y los niños que se desnuden en los barracones situados a la izquierda!».

Cualquier demostración de dolor recibía por respuesta más órdenes a gritos, pero también palabras esperanzadoras que daban a entender que todo aquello era de lo más normal. «Las mujeres y los niños tienen que descalzarse cuando entren en los barracones. Deben colocar las medias dentro de los zapatos, y los niños sus calcetines dentro de las sandalias, las botas o los zapatos. ¡Mantengan el orden!… Cuando vayan a las duchas, lleven consigo su documentación, su dinero, una toalla y jabón. Repito…».

Una vez en los barracones, las mujeres tenían que quitarse toda la ropa. A continuación les rapaban la cabeza, supuestamente como medida de precaución contra los piojos. Desnudas, debían consignar su documentación, su dinero, sus alhajas y sus relojes en una mesa presidida por otro Unteroffizier de la SS. Como observaría Grossman, «una persona desnuda pierde inmediatamente la capacidad de ofrecer resistencia, de luchar contra su destino». Hubo, sin embargo, algunas excepciones. Un joven judío del gueto de Varsovia, relacionado con la resistencia, logró ocultar una granada de mano que arrojó contra un grupo de guardias ucranianos y de la SS. Otro escondió un cuchillo, que clavó a un Wachmann. Y una muchacha bastante alta sorprendió a otro vigilante, arrebatándole su carabina con la que intentó abrir fuego. Pero fue apresada y asesinada más tarde, no sin antes ser sometida a las más atroces torturas.

Llegado este punto, pocas dudas podían albergar las víctimas de que iban a una muerte segura. Los guardias de la SS, vestidos de gris, y los Wachmänner, vestidos de negro, empezaban a dar órdenes a gritos y de manera insistente para confundir y meter prisa a aquellos desdichados. «Schneller!… Schneller!», decían, mientras los conducían como un rebaño por un sendero cubierto de arena y rodeado de abetos que ocultaban las alambradas de espino. Tras ordenarles que levantaran las manos por encima de la cabeza, los obligaban a marchar a golpe de porra, dándoles latigazos o pegándoles con la culata del subfusil. Los alemanes lo denominaban «el camino sin retorno».

Los actos gratuitos de sadismo no hacían más que propiciar el estado de shock de las víctimas, reduciendo las posibilidades de que en el último minuto trataran de rebelarse. Pero los guardias en cuestión también los practicaban para experimentar un placer monstruoso y perverso. Un tal «Zepf», guardia de la SS que destacaba por su gran corpulencia, era capaz de coger a una criatura por las piernas «como si empuñara una porra», y aplastarle la cabeza contra el suelo. Después de ser obligadas a acceder a una tercera plaza, las víctimas se encontraban con una fachada de madera y piedra, parecida a la de un templo, tras la cual se ocultaban las cámaras de gas. Por lo visto, un grupo de ingenuas gitanas, que aún no imaginaban la suerte que las esperaba, se pusieron a aplaudir maravilladas mientras contemplaban el edificio, lo que, al parecer, provocó grandes carcajadas entre los guardias ucranianos y los hombres de la SS que las vigilaban.

Para obligar a los prisioneros a entrar en las cámaras de gas, los guardias aflojaban las correas de sus perros. Se cuenta que podían oírse a kilómetros de distancia los gritos de las víctimas cuando los animales clavaban sus dientes en ellas. Uno de los guardias capturados por el Ejército Rojo dijo lo siguiente a Grossman: «Podían ver que había llegado la hora de su muerte, y eso que allí estaba lleno de gente. Recibían verdaderas palizas, y los perros desgarraban su carne». Solo volvía a reinar el silencio cuando se cerraban las pesadas puertas de las diez cámaras de gas. Veinticinco minutos después de haber comenzado el proceso de gasificación, las puertas traseras se abrían para que entraran los prisioneros que formaban los equipos de trabajo de Treblinka I a retirar aquellos cadáveres de rostro amarillento. Otro grupo de prisioneros judíos se encargaba de extraer los dientes de oro con la ayuda de unas tenazas. Tal vez conservaran la vida más tiempo que las personas cuyos cadáveres debían manipular, pero lo cierto es que su suerte no era envidiable. «Era un lujo recibir un balazo», comentaría a Grossman uno de los pocos supervivientes.

Amontonadas y hacinadas en las cámaras de gas, las víctimas tardaban veinte o incluso veinticinco minutos en morir. El jefe de los guardias observaba el proceso por una mirilla, y esperaba hasta que ya no veía más movimiento. Las grandes puertas situadas al otro extremo de la entrada se abrían, y los cadáveres eran sacados a rastras de la cámara de gas. Si alguno mostraba signos de vida, el Unteroffizier de la SS lo remataba inmediatamente, pegándole un tiro de gracia con su pistola. A continuación, ordenaba a los equipos «dentales» que se pusieran a trabajar con sus tenazas para extraer los dientes de oro. Por último, otro equipo de trabajo, formado por judíos de Treblinka I cuya condena a muerte se veía temporalmente aplazada, cargaba los cadáveres en carros y carretillas para conducirlos al lugar en el que las excavadoras a vapor habían abierto una nueva fosa común.

Mientras tanto, los ancianos y los enfermos, que habían sido separados y conducidos al «Sanatorio», eran liquidados con un Kopfschuss o disparo en la nuca. Los «judíos de trabajo» de Treblinka I se encargaban de arrastrar sus cadáveres hasta las fosas. Pero, como en Auschwitz, la suerte de estos supervivientes temporales no era en absoluto envidiable. También eran víctimas del atroz sadismo de los nazis, que disparaban contra ellos o violaban a las jóvenes judías para después matarlas. Los guardias de la SS obligaban a los prisioneros a cantar un himno especial de Treblinka que había sido compuesto por uno de ellos. Grossman también conoció en Treblinka I la historia del «tuerto de Odessa de origen alemán, Svidersky, apodado el “Maestro del Martillo”. Estaba considerado todo un especialista en la muerte “fría”, y fue él quien mató en unos cuantos minutos a quince niños de edades comprendidas entre los ocho y los trece años que habían sido declarados no aptos para el trabajo»[15].

A comienzos de 1943, Himmler visitó Treblinka y ordenó al comandante del campo que desenterrara todos los cadáveres, los quemara, y esparciera sus cenizas a los cuatro vientos. Al parecer, después de la desastrosa campaña de Stalingrado, los altos cargos de la SS se vieron obligados de repente a contemplar las posibles consecuencias que podría tener el descubrimiento de todas aquellas fosas comunes por parte del Ejército Rojo. Los cadáveres en estado de descomposición, en «lotes» de incluso cuatro mil a la vez, eran esparcidos para prenderles fuego en los llamados «asadores», esto es, montones de traviesas que se convertían en hogueras. Era tal el número de cadáveres que la operación se prolongó durante ocho meses.

Los ochocientos «judíos de trabajo» obligados a realizar esa lúgubre tarea organizaron su venganza, pues sabían perfectamente que no se les permitiría seguir viviendo una vez quemados todos los cadáveres. El 2 de agosto de 1943, durante una larga ola de calor, protagonizaron una sublevación dirigida por Zelo Bloch, un teniente de origen judío del ejército checo. Armados con poco más que unas cuantas layas y hachas, atacaron las torres de vigilancia y el barracón de los guardias, matando a dieciséis hombres entre soldados de la SS y Wachmänner. Prendieron fuego a varias instalaciones del campo y derribaron las alambradas. Se produjo la huida en masa de unos setecientos cincuenta prisioneros, pero la SS trajo tropas de refuerzo y hombres con perros rastreadores para peinar los bosques y los pantanos de los alrededores. Los aviones localizadores sobrevolaban constantemente la zona. Unos quinientos cincuenta fugitivos acabaron siendo atrapados y devueltos al campo, donde fueron ejecutados. Otros simplemente fueron abatidos a balazos en el acto cuando fueron descubiertos. Solo setenta de ellos lograron sobrevivir hasta la llegada del Ejército Rojo al año siguiente.

Pero la revuelta marcó el fin de Treblinka. Fue destruido el resto de los edificios, incluidas las cámaras de gas y la falsa estación de tren. Fueron esparcidas las últimas cenizas de las enormes hogueras, y luego, en un grotesco intento de pretender que el campo no había existido nunca, se plantaron altramuces por todo el lugar. Pero como observaría Grossman, al andar por allí «la tierra vomita huesos triturados, dientes, ropa y documentos. No quiere guardar sus secretos»[16].

Treblinka desarrolló un ciclo mucho más intenso de matanzas que Auschwitz-Birkenau. Su número de víctimas, ochocientas mil, alcanzado en apenas trece meses, no distó mucho del millón de individuos asesinados en Auschwitz-Birkenau en treinta y tres meses. Mientras que Treblinka fue el destino principal de los judíos polacos, y de unos pocos del Reich y de Bulgaria, Auschwitz Birkenau recibió víctimas de toda Europa. Además de judíos polacos, llegaron a este campo gentes procedentes de Holanda, Bélgica, Francia, Grecia, Italia, Noruega, Croacia y, más tarde, Hungría. En Bełżec acabaron unas quinientas cincuenta mil personas, principalmente judíos de origen polaco. El campo de Sobibór, en el que perecieron unos doscientos mil individuos, acogió a los judíos de la región de Lublin, pero también de Holanda, Francia y Bielorrusia. Otras ciento cincuenta mil personas, principalmente judíos de origen polaco, murieron en Chelmno, y cincuenta mil judíos polacos y franceses en Majdanek.

El 6 de octubre de 1943, Himmler pronunció un discurso ante un público de Reichsleiter y Gauleiter en el curso de una conferencia celebrada en Posen. El Grossadmiral Dönitz, el Generalfeldmarschall Milch y Albert Speer (aunque trató de negarlo durante el resto de sus días) también asistieron al acto y escucharon sus palabras. Dejando de lado por una vez todos aquellos eufemismos utilizados para hablar de la Solución Final, como, por ejemplo, «evacuación al este» o «tratamiento especial», Himmler se expresó con absoluta franqueza acerca de lo que estaban haciendo. «Se nos planteaba una cuestión: ¿qué hacer con las mujeres y los niños? En este sentido decidí también que había que encontrar una solución clara y definitiva. No me parecía razonable exterminar a los hombres, esto es, matarlos u ordenar que los mataran, y permitir que los niños crecieran para vengarse en nuestros hijos y en nuestros nietos. Había que adoptar una difícil decisión: hacer que ese pueblo desapareciera de la faz de la tierra»[17].

El 25 de enero de 1944, Himmler volvió a dirigirse a unos doscientos generales y almirantes en Posen. Ellos también tenían que ser perfectamente conscientes de los sacrificios que había hecho la SS. La «lucha racial» emprendida por sus «tropas ideológicas», explicó de nuevo Himmler, no «permitirá que crezcan vengadores para enfrentarse a nuestros hijos»[18]. En la eliminación total de los judíos no había excepciones.

Himmler habría podido jactarse ante su audiencia de que nunca en la historia de la humanidad tan pocos habían conseguido matar a tantos. Con una mezcla de engaños, dudas y, al final, atroz crueldad, la reducidísima fuerza opresora había conseguido atrapar a casi tres millones de víctimas, incapaces de creer que pudieran existir campos de exterminio en Europa, la supuesta cuna de la civilización.