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UCRANIA Y LA CONFERENCIA DE TEHERÁN

(SEPTIEMBRE-DICIEMBRE DE 1943)


Cuando el Ejército Rojo recuperó Kharkov el 23 de agosto de 1943, el ejército alemán tuvo que enfrentarse a una crisis en el sur. La línea defensiva a lo largo del río Mius había sido rota, y el 26 de agosto el Frente Central de Rokossovsky logró abrirse paso en la frontera entre el Grupo de Ejércitos Sur y el Grupo de Ejércitos Centro. El 3 de septiembre, Kluge y Manstein pidieron a Hitler que nombrara un comandante en jefe del frente oriental. El Führer se negó a hacerlo y siguió insistiendo en que la zona industrial de la Cuenca del Don tenía que ser defendida, aunque para entonces era imprescindible efectuar una retirada de la línea del Mius. Hitler prometió una vez más enviar refuerzos, pero para entonces Manstein sabía que ya no podía confiar en él. Ese mismo día las tropas británicas desembarcaban en el sur de la Italia continental.

Cinco días después, tras recibir un teletipo de Manstein en el que informaba de la magnitud del ataque de los soviéticos, Hitler voló al cuartel general del Grupo de Ejércitos Sur en Zaporozhye. El informe leído por Manstein fue tan duro que el propio Führer se vio obligado a autorizar una retirada al río Dniéper. Aquella fue su última visita el territorio ocupado de la Unión Soviética. A su regreso a la Wolfsschanze al final de aquel fatídico día, se le informó del desembarco de los Aliados en Salerno y de la capitulación inminente del ejército italiano.

Tras recibir la autorización de Hitler, aunque fuera a regañadientes, las fuerzas alemanas tuvieron que replegarse rápidamente al Dniéper para no quedar incomunicadas. Aunque debilitado también por la batalla de Kursk, el Ejército Rojo avanzó a toda velocidad para ocupar una serie de puntas de lanza al otro lado del río antes de que los alemanes tuvieran la oportunidad de establecer una defensa eficaz. Se suponía que aquel río inmenso iba a formar la base de una línea bien defendida que iría desde Smolensk hasta Kiev y desde allí bajaría hasta el mar Negro. Como la mayor parte de los grandes ríos rusos que corren de norte a sur, tenía una margen izquierda extraordinariamente empinada que formaba una especie de muralla natural.

En su retirada por el este de Ucrania los alemanes intentaron llevar a cabo un despiadado programa de tierra quemada, pero no les dio tiempo a causar una destrucción tan a fondo como hubieran querido. Tras llenarse los bolsillos y los petates con todo lo que pudieron encontrar, los Landser casi se echaron a llorar al ver cómo sus propios almacenes de avituallamientos eran pasto de las llamas. Acosados por los cazabombarderos Shturmovik durante el día, se replegaron al otro lado del Dniéper aprovechando la oscuridad de la noche y las nieblas otoñales del amanecer.

Stalin prometió conceder la medalla de Héroe de la Unión Soviética al primer soldado que lograra cruzar el río. Utilizando balsas improvisadas, construidas con tablas y barriles de petróleo, pequeñas barcas e incluso a nado, los soldados del Ejército Rojo aceptaron el reto. De hecho, cuatro soldados armados de simples metralletas se convirtieron en Héroes de la Unión Soviética tras tomar por asalto la orilla izquierda del río el 22 de septiembre. «Hubo casos», escribió Vasily Grossman en su diario, «en los que los soldados transportaron los cañones de campaña de su regimiento sobre puertas de madera, y cruzaron el Dniéper en simples lonas rellenas de heno»[1]. La tercera semana de septiembre las fuerzas de Vatutin se apoderaron de algunas cabezas de puente al norte y al sur de Kiev. Poco después algunos soldados ya habían cruzado el río en cuarenta puntos distintos, pero la mayoría eran grupos demasiado pequeños para seguir lanzando ataques tierra adentro. Uno de esos grupos, cuya barca se hundió, logró llegar a la cabaña de unos campesinos. La anciana que vivía en ella los saludó diciendo: «¡Hijos, niños, entrad en mi casa!». Tras ayudarlos a entrar en calor y a secar sus uniformes andrajosos, les ofreció samogon, vodka de destilación casera[2].

En muchos lugares, las bajas soviéticas fueron enormes. Un grupo de seguimiento se encargaba luego de los cadáveres. «Recogíamos a los que habían caído muertos o se habían ahogado», recordaba un miembro de una de esas brigadas, «y los enterrábamos en zanjas, a razón de cincuenta en cada una. Tantos eran los soldados que habían muerto allí. La ribera en poder de los alemanes era muy empinada y estaba bien fortificada, mientras que nuestros muchachos avanzaban a campo abierto»[3].

En un intento de reforzar la cabeza de puente de Velikii Burin, al sudeste de Kiev, tres brigadas aerotransportadas fueron lanzadas en paracaídas sobre la margen izquierda del río. Pero los servicios de inteligencia soviéticos no habían sabido identificar la concentración de alemanes que había en la zona, en total dos divisiones panzer y otras tres de infantería. Muchos paracaidistas cayeron en posiciones ocupadas por la 19.ª División Panzer y fueron masacrados. La cabeza de puente que mejor suerte tuvo fue la de Litezh, al norte de Kiev. Una división de fusileros del Ejército Rojo logró cruzar el Dniéper por una zona pantanosa que los alemanes habían considerado imposible de vadear. Aprovechando la ocasión, Vatutin asumió un riesgo terrible, pero valió la pena. Reforzó esa cabeza de puente con el V Cuerpo de Tanques de la Guardia. Se perdieron muchos T-34 en los pantanos, pero un número suficiente de ellos logró cruzar conduciendo a toda velocidad.

Al norte, a finales de mes, los rusos consiguieron por fin tomar Smolensk después de duros combates. La Ofensiva de Rzhev, que había iniciado el avance hacia el oeste en aquella parte del frente, dejó tras de sí una devastación total. Al corresponsal australiano Godfrey Blunden lo llevaron a dar una vuelta por los alrededores. «Habían vuelto algunas familias campesinas formadas por ancianos, mujeres y niños, que estaban acampadas en tiendas. En muchos lugares habían puesto a secar la ropa en cuerdas tendidas entre los árboles, como si fuera normal tener un día dedicado a la colada en aquella tierra de nadie profanada. Podemos sacar más de una enseñanza acerca del aguante que pueden tener los seres humanos fijándonos en el modo en que esta gente regresa a sus antiguos hogares, pero no puede uno dejar de preguntarse cómo van a sobrevivir al próximo invierno». El periodista se quedó de piedra al descubrir que la «pequeña anciana encogida» que había conocido era en realidad «una chica de trece años»[4].

Por su parte, el Frente del Sur del general F. I. Tolbukhin dejó aislado en Crimea al XVII Ejército, que para entonces había evacuado la cabeza de puente de Kubán que tenía en el Cáucaso. El Frente Central de Rokossovsky había logrado introducir una gran cuña directamente al oeste de Kursk, y en el mes de octubre se aproximaba ya a Gomel, en la frontera de Bielorrusia. Para Stalin, y evidentemente también para Vatutin, el verdadero premio era la capital de Ucrania, Kiev. A finales de octubre, Vatutin había logrado infiltrar en la cabeza de puente de Litezh, noche tras noche, a todo el III Ejército de Tanques de la Guardia del general P. S. Rybalko y al XXXVIII Ejército. Un camuflaje excelente, diversas operaciones de engaño en otros lugares y la falta de vuelos de reconocimiento de la Luftwaffe hicieron que a los alemanes les pasara desapercibida esta amenaza. Cuando los dos ejércitos salieron de la cabeza de puente no tuvieron dificultad en rodear Kiev, que cayó el 6 de noviembre, el día antes de la celebración en Moscú del aniversario de la Revolución. Stalin no cabía en sí de gozo. Vatutin no perdió el tiempo y mandó otros ejércitos a tomar Zhitomir y Korosten. A pesar del barro de la rasputitsa de otoño, sus ejércitos no tardaron en crear una cuña de ciento cincuenta kilómetros de profundidad y trescientos de anchura.

A medida que avanzaban, lo único que fueron encontrando fue desolación y campesinos mudos de dolor. «Cuando escuchaban el ruso», recordaba Vasily Grossman, «los ancianos corrían al encuentro de las tropas y lloraban en silencio, incapaces de articular palabra. Las viejas campesinas decían: “Pensamos que nos pondríamos a cantar y a reír cuando viéramos a nuestro ejército, pero es tanta la pena que embarga nuestros corazones, que se nos saltan las lágrimas”». Contaban su repulsión por la forma en que los soldados alemanes andaban desnudos de un lado a otro, incluso delante de las mujeres y las niñas, y por su «glotonería, su capacidad de comerse veinte huevos o un kilo de miel de una sentada». Grossman se encontró a un niño que iba descalzo y cubierto de harapos. Le preguntó dónde estaba su padre. «Lo mataron», respondió. «¿Y tu madre?». «Murió». «¿Tienes hermanos o hermanas?». «Una hermana. Se la llevaron a Alemania». «¿Tienes parientes?». «No, los quemaron a todos en una aldea de partisanos»[5].

Hubo ucranianos, sin embargo, que no acogieron de buen grado la vuelta de la dominación soviética. Muchos habían colaborado con los alemanes, integrándose en sus milicias o incluso sirviendo como soldados o como guardias de los campos de concentración. Y los nacionalistas ucranianos de la UPA (Ukrainska povstanska armiia), que se había levantado contra los alemanes, estaba dispuesta ahora a emprender una campaña de guerrillas contra el Ejército Rojo. Su víctima más famosa sería el propio general Vatutin, al que mataron en una emboscada.

Las peores pesadillas de Grossman se vieron superadas por la realidad de los descubrimientos que llegó a hacer. La toma de Kiev confirmó los informes acerca de la matanza de Babi Yar. Los alemanes habían intentado ocultar el crimen quemando y quitando de en medio los cuerpos, pero eran demasiados. Tras la matanza inicial de septiembre de 1941, el lugar había continuado siendo usado para las ejecuciones de más judíos, gitanos y comunistas. En otoño de 1943 se calculaba que habían sido asesinadas allí casi cien mil personas.

Grossman consideraba horripilantes las estadísticas de aquel gran vacío. Al no tener los nombres de los individuos concretos, intentaba dar un rostro humano a aquel crimen hasta entonces inimaginable. «Fue el asesinato de una experiencia profesional importantísima y antigua», escribía, «transmitida de generación en generación en miles de familias de artesanos y miembros de la intelligentsia. Fue el asesinato de tradiciones cotidianas que los abuelos transmitían a sus nietos. Fue el asesinato de los recuerdos, de una canción triste, de la poesía popular, de la vida, feliz o desgraciada. Fue la destrucción de hogares y cementerios. Fue la muerte de una nación que había vivido codo con codo con los ucranianos durante cientos de años». Grossman contaba también cuál había sido el destino de un médico judío muy querido llamado Feldman, que se había salvado de la ejecución en 1941 cuando una multitud de campesinas ucranianas suplicó al oficial alemán al mando que le perdonara la vida. «Feldman siguió viviendo en Brovary y tratando a los campesinos del lugar. Fue ejecutado este mismo año en primavera. Khristya Chunyak sollozó y finalmente se puso a llorar cuando me contó cómo el anciano fue obligado a cavar su propia tumba. Tuvo que morir solo. En la primavera de 1943 no quedaban más judíos vivos»[6].

Stalin, comprensiblemente orgulloso de los excelentes logros militares obtenidos aquel año por la Unión Soviética, accedió finalmente a celebrar una conferencia de los Tres Grandes con Roosevelt y Churchill. A finales de noviembre de 1943 se reunirían en Teherán, que, como la mayor parte de Irán, seguía ocupada por tropas soviéticas y británicas, encargadas de proteger los pozos de petróleo y la ruta de abastecimiento del Cáucaso por vía terrestre. Stalin había elegido la capital iraní para poder estar en contacto directo con la Stavka.

En el mes de octubre debía celebrarse primero en Moscú una reunión de los ministros de asuntos exteriores, encargados de preparar la conferencia de Teherán. El trabajo que aguardaba en el Palacio Spiridonovka era enorme. A los británicos les preocupaban muchas cosas, desde la cuestión polaca hasta las relaciones internacionales de posguerra, el trato que debía dispensarse a los estados enemigos, la creación de una Comisión Asesora Europea sobre Alemania, los juicios de los criminales de guerra, y los acuerdos sobre Francia, Yugoslavia e Irán. Cordell Hull, el secretario de estado norteamericano, subrayó el deseo de Roosevelt de crear un organismo sucesor de la desacreditada Sociedad de Naciones. Era esta una cuestión muy sensible para Molotov y Litvinov, el subcomisario de asuntos exteriores, pues la Unión Soviética había sido expulsada de su seno a raíz de su invasión de Finlandia en 1939. El proyecto que tenía Roosevelt de una Organización de las Naciones Unidas, que nacería al término de la guerra, tendría en su núcleo central a los países vencedores para darle así mayor fuerza.

Los representantes soviéticos insistían en que los ingleses y los americanos pusieran encima de la mesa unas propuestas detalladas, que luego pudieran ser tratadas en Teherán. Pero ellos no dejaban traslucir cuál era su postura, y hacían hincapié en un solo punto: «Medidas para acortar la guerra contra Alemania y sus aliados en Europa»[7]. Es decir, pretendían obtener una fecha concreta para la invasión de Francia. Suscitaron también la cuestión de meter a Turquía en la guerra y atraerla hacia el bando aliado, y sugerían que había que presionar a Suecia, que se había declarado neutral, para que permitiera el establecimiento de bases aéreas aliadas en su territorio. Cuando concluyó la reunión, los dos bandos consideraron que en general esta había ido muy bien.

El mayor éxito de la Conferencia de Moscú, según el australiano Godfrey Blunden, llegó en forma de «una cajita de madera con dos oculares». Era «en todos sentidos similar a los estereoscopios que solían verse en las ferias, solo que en vez de chicas bailando lo que se veía era una serie de escalofriantes imágenes estereoscópicas de la Alemania bombardeada». Esta ocurrencia del mariscal en jefe del Aire Harris fascinó e impresionó a los generales del Ejército Rojo con sus imágenes tridimensionales de destrucción urbana.

Blunden se enteró de todo esto de labios del propio Harris cuando fue a visitarlo al cuartel general del Mando de Bombarderos. Harris le enseñó el enorme álbum de fotografías que había mandado encuadernar especialmente en cuero de la misma tonalidad de azul que los uniformes de la RAF para impresionar a sus visitantes. Cada serie de fotografías aéreas, todas a la misma escala, estaba cubierta con una hoja de papel de calco que mostraba los contornos de las zonas industriales y residenciales. La primera página del libro contenía la destrucción de Coventry. Harris iba luego pasando las páginas una a una y mostrando las ciudades alemanas bombardeadas. En un momento dado, Blunden exclamó ante la magnitud de los daños: «¡Pero ahí cabe por lo menos seis veces Coventry!».

«No, se equivoca», respondió Harris con satisfacción. «Caben diez». Cuando llegó a otra ciudad en la que la extensión de los daños no era tanta, Harris comentó: «Hará falta otro buen bombardeo y se habrá acabado».

«En efecto, estas fotografías», escribe Blunden, «muestran de manera muy gráfica cómo los bombardeos de área practicados al principio por los alemanes se han convertido en un arma de un poder inmenso. Los daños infligidos a Coventry hace diez años —acción que llevó a los alemanes a acuñar el término coventrieren, con el sentido de borrar del mapa una ciudad— son ahora casi insignificantes comparados con los destrozos, mucho mayores, causados en las ciudades alemanas»[8].

En aquellos momentos los americanos intentaban también promover la entrada de la China Nacionalista en lo que debía convertirse en la alianza de los «Cuatro Grandes». Roosevelt, sabiendo las ambiciones de Chiang Kai-shek en este sentido, esperaba que así conseguiría mantener a los nacionalistas en la guerra, a pesar de su decepción por la escasez de los pertrechos suministrados a sus ejércitos. Chiang jugó con los Estados Unidos el mismo juego que había jugado antes con la Unión Soviética: usó sutiles amenazas de una eventual firma de la paz por separado con Japón para conseguir más apoyos. Aunque se trataba de una carta deliberadamente poco poderosa, la jugada de Chiang tuvo bastante efecto, pues las tropas chinas mantenían ocupados, al menos en teoría, a más de un millón de soldados japoneses en el continente. Pero Roosevelt iba más allá y veía un mundo de posguerra en el que la inclusión de China era trascendental para el liderazgo de las Naciones Unidas. Se trataba de una idea que desde luego no aplaudían ni Churchill ni su entorno. Los soviéticos se mostraron incluso más reacios a respaldar la propuesta después de las presiones de Chiang para expulsarlos de la provincia de Sinkiang, pero en la conferencia de Moscú se llegó en principio a un acuerdo.

Chiang había cambiado de postura en un sentido muy importante. Ahora quería el apoyo de los americanos para asegurarse de que la Unión Soviética no se quedara con zonas del norte de China si entraba en la guerra contra Japón. Chiang, que había hecho todo lo posible para convencer a Roosevelt de que empujara a Stalin a declarar la guerra a los nipones, ahora quería ver la derrota de Japón sin la ayuda de los soviéticos. Temía, y sus temores estaban más que justificados, que la intervención soviética acrecentara el poder y el armamento de los comunistas chinos.

La cuarta semana de noviembre de 1943, Roosevelt y Churchill se encontraron en El Cairo de camino a Teherán. En aquella miniconferencia más o menos improvisada, Roosevelt había acordado en privado con Chiang Kai-shek que este asistiría a las reuniones desde el principio y no al final, como pensaban los ingleses, que se enfadaron bastante. «El generalísimo me recordaba a un cruce de marta y hurón», escribió Brooke. «Una expresión sagaz, de zorro astuto. Evidentemente no tenía ni idea de la guerra en sus aspectos más generales, pero estaba decidido a sacar tajada de las negociaciones». Para mayor consternación de los generales británicos, Madame Chiang Kai-shek, vestida con un vistoso cheongsam de seda negra abierto hasta la cadera, intervenía a menudo para corregir la versión que hacía el traductor de lo que había dicho su marido, y luego procedía a dar su interpretación de lo que debería haber dicho[9]. Stalin, todavía resentido por el revés sufrido con lo de Sinkiang, se había negado a enviar un representante a la conferencia alegando que todavía tenía un pacto de no agresión con Japón.

Churchill era perfectamente consciente de que su «relación especial» con Roosevelt había bajado de categoría. Ello se debía en parte a su propia renuencia a comprometerse con la Operación Overlord, y a su deseo de penetrar en la Europa central para impedir su ocupación por la Unión Soviética. Manifestando su pleno acuerdo con Chiang Kai-shek en que el imperialismo occidental en Asia debía llegar a su fin con la victoria sobre Japón, Roosevelt prometió que Indochina no sería devuelta a Francia, propuesta que, de haberla conocido, habría sacado de quicio a De Gaulle. Durante toda la conferencia, el ambiente distó mucho de ser amistoso y a veces fue abiertamente hostil. Los americanos estaban decididos a no dejarse embaucar por los británicos y especialmente que estos no los arrastraran por sendas que se alejaran de Normandía y fueran a los Balcanes. Los ingleses encontraron a los americanos totalmente sordos a sus argumentos, y empezaron a temer cómo iría a actuar Roosevelt en Teherán, cuando tuviera a Stalin para apoyarle en los asuntos clave.

Roosevelt y Churchill volaron juntos desde El Cairo hasta Teherán para celebrar su entrevista con Stalin, que dio comienzo el 28 de noviembre. Por expreso deseo del dictador soviético, Roosevelt se alojó en un ala de la embajada soviética, situada justo enfrente de la legación británica. Stalin fue a visitarlo vestido con su uniforme de mariscal, con los pantalones remetidos en unas botas caucasianas provistas de alzas para hacerlo parecer más alto. Los dos estadistas se habían propuesto seducirse uno a otro con un espectáculo de familiaridad campechana, que solo causó efecto en Roosevelt.

El presidente norteamericano intentó congraciarse con el dictador soviético a expensas de Churchill. Planteó la cuestión del colonialismo. «Estoy tratando de esto en ausencia de nuestro camarada Churchill, pues no le gusta hablar del tema. Los Estados Unidos y la Unión Soviética no son potencias coloniales, y por eso nos resulta más fácil hablar de estas cuestiones»[10]. Según el intérprete de Stalin en este tête-à-tête, el mandatario soviético no tenía ganas de hablar de «un tema tan delicado», pero reconocía que «la India es un punto muy doloroso para Stalin»[11]. No obstante, pese a los esfuerzos del presidente norteamericano por crear un clima de confianza mutua, Stalin no podía olvidar su falsa promesa de abrir un Segundo Frente en 1942, simplemente para mantener a la Unión Soviética en la guerra.

Stalin se manifestó con contundencia en lo tocante a Francia a raíz de los disturbios del Líbano, donde las tropas de la Francia Libre habían intentado reafirmar el poder colonial. El dictador soviético consideraba que la mayoría de los franceses eran colaboracionistas e incluso dijo que Francia «debe ser castigada por la ayuda prestada a los alemanes»[12]. Indudablemente seguía recordando que la rendición del ejército francés en 1940 había puesto en manos de la Wehrmacht la mayoría de sus vehículos, que fueron utilizados para la posterior invasión de la Unión Soviética un año más tarde.

Cuando dio comienzo la sesión plenaria a última hora de la tarde, el principal tema de debate fue la Operación Overlord. Con el apoyo tácito de Roosevelt, Stalin sacó a colación el deseo de Churchill de llevar a cabo una operación al norte del Adriático dirigida a la Europa central. Insistió en la primacía de la Operación Overlord, y se mostró de acuerdo con el plan de una invasión simultánea del sur de Francia.

Rechazó firmemente cualquier otra operación considerándola una simple dispersión de fuerzas. El dictador soviético acogió con buen humor el intento de Churchill de justificar su plan alegando que habría supuesto una ayuda para el Ejército Rojo. Según el intérprete soviético, Roosevelt hizo un guiño al mandatario soviético cuando lo vio deshacer unos cuantos cigarrillos Herzegovina Flor para llenar su pipa. Stalin se sentía en condiciones de atormentar tranquilamente a Churchill con este asunto, pues sabía que los americanos estaban en contra de la idea, y en cualquier caso se guardaba todas sus cartas cuando se trataba de decidir la estrategia de los Aliados. Su insistencia en que estos cumplieran su promesa de una gran invasión de Francia en la primavera de 1944 significaba que su avance por el norte de Europa dejaría los Balcanes y la Europa central bajo el control del Ejército Rojo, tal como temía Churchill.

Observando interactuar a los tres líderes, el general Brooke quedó profundamente impresionado por la forma en que Stalin manejó la discusión. El dictador seguía rechazando la campaña de Italia, probablemente porque estaba irritado por el hecho de que sus aliados no hubieran dejado participar a la Unión Soviética en la rendición de Italia. Resultó un grave error por su parte, pues Stalin utilizó después este argumento cuando se pasó a discutir el futuro de los países ocupados por el Ejército Rojo. Stalin, consciente de que las victorias de Stalingrado y Kursk habían convertido a la Unión Soviética en una superpotencia, ya se había jactado ante su entorno de que «ahora el destino de Europa central está sellado, haremos lo que nos dé la gana con el consentimiento de los Aliados»[13].

Estaba bien informado además sobre la manera de pensar y las reacciones de ingleses y americanos. Antes de la reunión, Stalin había mandado llamar a Sergo, el hijo de Beria, y le había confiado «una misión que es delicada y moralmente censurable». Quería saberlo todo acerca de los americanos y los ingleses, dijo en privado. Todas y cada una de sus palabras serían grabadas mediante micrófonos ocultos en sus habitaciones, y cada mañana Sergo Beria tenía que informarle de todas las conversaciones. El dictador soviético quedó asombrado por la ingenuidad de los Aliados al hablar con tanta franqueza, cuando sin duda alguna debían de haberse dado cuenta de que eran espiados. Quería conocer el tono de voz usado por cada uno, y no solo sus palabras. ¿Hablaban con convicción o sin entusiasmo? ¿Y cómo reaccionaba Roosevelt[14]?

Stalin quedó encantado cuando Sergo Beria le informó de la auténtica admiración que Roosevelt sentía por él y por su negativa a seguir el consejo del almirante Leahy de adoptar una línea más firme. Pero siempre que Churchill pretendió adularlo durante la conferencia, el dictador soviético reaccionó recordándole algún comentario hostil que había hecho en el pasado. Las grabaciones secretas también le ayudaron a explotar las diferencias entre Churchill y Roosevelt. Al parecer, cuando Churchill reprochó en privado a Roosevelt que estaba ayudando a Stalin a establecer un gobierno comunista en Polonia, el presidente norteamericano le contestó que él también estaba apoyando un gobierno anticomunista, así que ¿qué diferencia había[15]?

Polonia constituía, en efecto, una cuestión fundamental tanto para Churchill como para Stalin, mientras que a Roosevelt parecía preocuparle solo asegurarse el voto de los estadounidenses de origen polaco en las elecciones presidenciales previstas para el año siguiente. Eso suponía parecer que se mostraba duro con Stalin hasta que se tuvieran los resultados de las votaciones. Considerando que Roosevelt había rechazado anteriormente cualquier idea de modificar las fronteras de Polonia basándose en la Carta del Atlántico, tanto Churchill como él se sentían ahora obligados a tener en cuenta las pretensiones de Stalin sobre la parte oriental del país, que se había anexionado en 1939 llamándolas «Bielorrusia occidental» y «Ucrania occidental». La inminente ocupación de la región por el Ejército Rojo convertiría esa anexión en un hecho consumado. Según los planes de Stalin, Polonia sería compensada con parte del territorio alemán hasta la orilla del río Oder. El presidente estadounidense y el primer ministro británico sabían que nunca serían capaces de obligar a la Unión Soviética a devolver esa presa, pero la forma en que Roosevelt mostró su aquiescencia indujo a Stalin a creer que no tendría ningún problema en imponer un gobierno comunista a los polacos.

Stalin logró sacar a los Aliados una fecha para la invasión de Francia, pero cuando los americanos y los ingleses se vieron obligados a reconocer que todavía no había sido nombrado un comandante en jefe, manifestó su desprecio por semejante falta de seriedad en la planificación. Se mostró de acuerdo, no obstante, en lanzar una gran ofensiva inmediatamente después de los desembarcos y declaró su intención de unirse a la guerra contra Japón en cuanto Alemania fuera derrotada. Eso era exactamente lo que Roosevelt quería, por mucho que lo temiera Chiang Kai-shek. Una vez concluida la conferencia, Stalin pensó que había «ganado la partida»[16]. En privado, Churchill se mostraría de acuerdo con esa valoración. Se sintió a todas luces desmoralizado por el modo en que Roosevelt se había puesto constantemente del lado de Stalin en la creencia de que iba a poder manejarlo. «Ahora ve que no puede fiarse del apoyo del Presidente», escribiría en su diario lord Moran, el médico personal del primer ministro, cuando Churchill manifestó sus temores sobre el futuro. «Y lo que es más importante, se da cuenta de que los rusos también lo han visto»[17].

Tras el momento de humillación que supuso la conferencia de Teherán, Roosevelt tomó la determinación de nombrar al comandante en jefe de la Operación Overlord cuando los delegados aliados y él regresaron a El Cairo. Pidió a Marshall que convocara al general Eisenhower. En cuanto Roosevelt y Eisenhower se instalaron en el coche presidencial, el político se volvió hacia el militar y dijo: «Bueno, Ike, vas a estar al mando de la Operación Overlord»[18]. Roosevelt había decidido que no podía prescindir de Marshall como jefe de estado mayor debido a su conocimiento de todos los teatros de operaciones, a su extraordinario talento para la organización y sobre todo por su habilidad para tratar con el Congreso. Marshall era considerado además la única persona que podía mantener a raya al general MacArthur en el Pacífico. Marshall se sintió decepcionado (aunque no tanto como se había sentido Brooke), pero aceptó la decisión con lealtad. La buena suerte de Eisenhower parecía confirmar el mote que le daba Patton en privado, «Destino Divino», basado en las iniciales de sus dos nombres de pila.

En El Cairo reinaba una euforia irracional entre los jefes de estado mayor aliados. Todos parecían seguros de que la guerra habría acabado en el mes de marzo, o a lo sumo en noviembre de 1944, y no tenían inconveniente en hacer apuestas al respecto. Considerando que aún faltaban seis meses para el lanzamiento de la Operación Overlord, y que el Ejército Rojo estaba todavía a varios centenares de kilómetros de Berlín, semejante actitud denotaba cuando menos un exceso de optimismo[19]. Churchill, por otra parte, se encontraba totalmente agotado tras las durísimas batallas libradas en El Cairo y Teherán. Se vino abajo en Túnez como consecuencia de una neumonía que lo tuvo al borde de la muerte. A su restablecimiento contribuyeron unas cuantas copitas de coñac con motivo de la Navidad y la noticia de que la Marina Real había hundido el crucero de batalla Scharnhorst frente a las costas del norte de Noruega. Casi dos mil marineros de la Kriegsmarine perecieron en las gélidas aguas del Atlántico.

Como había subrayado Stalin en Teherán, las fuerzas de Vatutin se enfrentaban a constantes contraataques del Grupo de Ejércitos Sur de Manstein. Esperando repetir el golpe de fuerza que había dado en Kharkov a primeros de año, Manstein envió dos cuerpos panzer contra los flancos del ejército de Vatutin, rebautizado Primer Frente de Ucrania. Pretendía obligar a los soviéticos a replegarse al Dniéper, reconquistar Kiev y cercar a una gran formación del Ejército Rojo cerca de Korosten.

Hitler, que había envejecido de forma espectacular en los últimos meses y padecía estrés, entró en un estado de negatividad todavía más profundo. Rechazaba cualquier propuesta de retirada. Incluso su favorito, el general Model, describía su situación en el frente oriental como una «lucha marcha atrás»[20]. El ejército alemán se estaba contagiando de la sensación de fatalidad. Un oficial de infantería capturado en el frente de Leningrado lo reconoció en su interrogatorio: «Vivimos en medio de la mierda. No hay esperanza»[21]. Pero mientras que Hitler echaba la culpa de cualquier revés a sus generales y a su falta de determinación, le inquietaba profundamente la propaganda distribuida en el frente por la organización soviética de prisioneros de guerra alemanes «antifascistas», Freies Deutschland. Ello lo indujo a crear el 22 de diciembre el cargo de jefe nacionalsocialista en todas las unidades, homólogo del comisario u oficial político soviético.

Tres días después, Manstein, que pensaba que había estabilizado el frente, recibió una sorpresa de lo más desagradable. El Ejército Rojo había hecho avanzar al I Ejército de Tanques y al III Ejército de Tanques de la Guardia cerca de Brusilov sin que nadie supiera de dónde habían salido, y el día de Navidad ambas formaciones se lanzaron hacia Zhitomir y Berdichev. Poco después, el Segundo Frente de Ucrania de Konev logró abrirse paso también por el sur y enseguida los dos cuerpos alemanes que continuaban defendiendo la línea del Dniéper al sudeste de Kiev quedaron rodeados en la bolsa de Korsun. Hitler se negó a permitirles emprender la retirada, y de ese modo su destino sería uno de los más crueles que sufriera la Wehrmacht en el frente oriental.