DE LA «EXTRAÑA GUERRA» A LA «BLITZKRIEG»
(SEPTIEMBRE DE 1939-MARZO DE 1940)
Cuando se hizo evidente que no iba a producirse inmediatamente la llegada de bombarderos en masa para arrasar Londres y París, comenzó a recuperarse la normalidad en estas ciudades. En palabras de una famosa cronista londinense, la guerra tenía «un carácter curiosamente sonámbulo»[1]. Aparte del riesgo que se corría de chocar contra una farola, el principal peligro que había durante los apagones generales era que te atropellara un automóvil. En Londres, durante los últimos cuatro meses de 1939, más de dos mil peatones perdieron la vida en accidentes de tráfico. La oscuridad total animaba a algunas parejas jóvenes a tener relaciones sexuales de pie en las entradas de las tiendas, deporte que no tardaría en convertirse en uno de los temas favoritos de los chistes que se contaban en los cabarets[2]. Poco a poco, los cines y teatros volvieron a abrir sus puertas. En Londres, los pubs se llenaban de gente. En París, los cafés y restaurantes estaban abarrotados de clientes, y Maurice Chevalier cantaba el hit del momento, Paris sera toujours Paris. Casi todos se habían olvidado de Polonia.
Mientras que por tierra y por aire la guerra languidecía, por mar se intensificaba. Para los británicos, había comenzado con una tragedia. El 10 de septiembre, el submarino Tritón de la Marina Real hundió a otro submarino inglés, el Oxley, pensando que se trataba de una nave enemiga[3]. El 14 de septiembre fue hundido el primer submarino alemán por los destructores que escoltaban al portaaviones británico Ark Royal. Pero el 17 de ese mismo mes, el submarino U-39 consiguió hundir al obsoleto portaaviones Courageous de la Marina Real. Apenas un mes después, los británicos sufrieron un golpe mucho más duro cuando el submarino alemán U-47 penetró las defensas de Scapa Flow, en las islas Orcadas, y hundió al acorazado Royal Oak. Aquel desastre supuso un auténtico varapalo para la confianza de Gran Bretaña en su poderío naval.
Mientras tanto, los dos acorazados de bolsillo alemanes que navegaban por el Atlántico, el Deutschland y el Admiral Graf Spee, habían recibido autorización para empezar la guerra lo antes posible. Pero el 3 de octubre la Kriegsmarine cometió un gravísimo error cuando el Deutschland capturó un buque mercante de los Estados Unidos como botín de guerra. Después de la brutal invasión de Polonia, este episodio no hizo más que contribuir a que la opinión pública norteamericana comenzara a mostrarse contraria a la Ley de Neutralidad, que prohibía la venta de armas a los beligerantes, y favorable a los Aliados, que necesitaban comprarlas.
El 6 de octubre Hitler anunció en el Reichstag su propuesta de paz a Gran Bretaña y Francia, dando por hecho que ambas naciones aceptarían la ocupación alemana de Polonia y Checoslovaquia. Al día siguiente, sin esperar siquiera una respuesta, inició las conversaciones con los comandantes en jefe de su ejército y el general de artillería Halder para la preparación de una ofensiva en el oeste. El OKH, esto es, el alto mando alemán, recibió la orden de esbozar un plan, el llamado «Caso Amarillo», para lanzar un ataque al cabo de cinco semanas. Pero los argumentos de sus altos oficiales sobre las dificultades que entrañaban un nuevo despliegue de tropas y la organización de los suministros, y lo avanzado que estaba el año para emprender una acción de tal envergadura, exasperaron al Führer. Probablemente el 10 de octubre también se sulfurara cuando por Berlín comenzó a correr insistentemente el rumor de que los británicos se avenían a los términos de la paz. Las celebraciones espontáneas tanto en los mercados como en las Gasthäuser de la capital acabaron en una profunda decepción cuando la esperadísima alocución de Hitler por la radio dejó bien claro que esos rumores no eran más que una quimérica ilusión. Goebbels estaba hecho una furia, sobre todo por la falta de entusiasmo por la guerra que todas aquellas demostraciones de júbilo habían puesto de manifiesto.
El 5 de noviembre, Hitler aceptó entrevistarse con el Generaloberst von Brauchitsch, comandante en jefe del ejército. Brauchitsch, al que otros altos oficiales habían pedido que se mantuviera firme en su postura de posponer la invasión, aconsejó a Hitler que no subestimara a los franceses. Debido a la falta de municiones y equipamientos, el ejército necesitaba más tiempo para estar preparado. Hitler lo interrumpió para expresar su desprecio por los franceses. Entonces Brauchitsch intentó explicar que el ejército alemán había dejado patente su falta de disciplina y de preparación durante la campaña de Polonia. Hitler explotó, instándole a que justificara sus palabras con ejemplos. Brauchitsch, sumamente desconcertado y aturdido, fue incapaz de recordar ni un solo caso. Hitler despidió a su comandante en jefe —que marchó de allí tembloroso y humillado— no sin antes comentar con tono amenazador que conocía muy bien cuál era «el espíritu de Zossen [el cuartel general del OKH] y que estaba firmemente determinado a acabar con él»[4].
El Generaloberst Franz Halder, jefe de estado mayor del ejército, que había jugado con la idea de dar un golpe militar para derrocar a Hitler, comenzó a temer entonces que aquel comentario de Hitler no era más que una clara indicación de que la Gestapo estaba al corriente de sus planes. Destruyó todo lo que pudiera incriminarle. Halder, cuyo aspecto más bien recordaba el de un profesor alemán decimonónico, con su pelo cortado a cepillo y sus quevedos, sufriría en sus carnes la impaciencia de Hitler con el conservadurismo del estado mayor.
Stalin, durante este período, no había perdido el tiempo, y había sacado el máximo provecho de los acuerdos Molotov-Ribbentrop. Inmediatamente después de concluirse la ocupación soviética de Polonia oriental, el Kremlin había comenzado a imponer tratados de «ayuda mutua» a los estados bálticos. Y el 5 de octubre se solicitó al gobierno finlandés el envío de una legación a Moscú. Una semana más tarde, Stalin presentó a dicha legación una lista de peticiones en lo que era el borrador de un nuevo tratado. Estas demandas incluían el arriendo a la Unión Soviética de la península de Hangö, la cesión a la Unión Soviética de varias islas del golfo de Finlandia además de una parte de la península de Rybachy próxima a Murmansk y el puerto de Petsamo. En otro punto se insistía en que la línea fronteriza que marcaba el istmo de Carelia por encima de Leningrado fuera trasladada treinta y cinco kilómetros más al norte. A cambio, los finlandeses recibirían una parte prácticamente deshabitada de la Carelia septentrional soviética[5].
Las negociaciones en Moscú se prolongaron hasta el 13 de noviembre, sin alcanzarse acuerdo alguno. Stalin, convencido de que los finlandeses carecían del apoyo internacional y de la voluntad de luchar, decidió invadir el país. Para ello buscó un pretexto muy poco convincente, a saber, la existencia de un «gobierno en el exilio» —en realidad, un gobierno títere— integrado por un puñado de comunistas finlandeses que solicitaban la colaboración fraternal de la Unión Soviética. Las fuerzas rusas provocaron un incidente fronterizo cerca de Mainila, en Carelia. Los finlandeses pidieron ayuda a Alemania, pero el gobierno nazi se negó a prestarla y aconsejó que cedieran.
El 29 de noviembre la Unión Soviética rompió las relaciones diplomáticas con Finlandia. Al día siguiente, tropas del distrito militar de Leningrado se lanzaron sobre diversas posiciones finesas, y los bombarderos del Ejército Rojo atacaron Helsinki. Había estallado la Guerra de Invierno. Los líderes soviéticos pensaron que aquella campaña iba a ser un paseo militar, como lo había sido la invasión de Polonia oriental. Voroshílov pretendía que estuviera concluida a tiempo para las celebraciones del sexagésimo aniversario de Stalin el 21 de diciembre. Dmitri Shostakovich recibió la orden de componer una pieza especial para la conmemoración del evento.
En Finlandia, el mariscal Carl Gustav Mannerheim, antiguo oficial de la Guardia de Caballeros de Su Majestad el Zar, y héroe de la guerra de independencia contra los bolcheviques, aceptó de nuevo el cargo de comandante en jefe del ejército. Las fuerzas finlandesas, con apenas ciento cincuenta mil hombres, muchos de los cuales eran reservistas y adolescentes, tenían que enfrentarse a un Ejército Rojo con más de un millón de efectivos. Sus defensas al otro lado del istmo de Carelia, en el suroeste del lago Ladoga, llamadas línea Mannerheim, estaban formadas principalmente de trincheras, búnkeres construidos con troncos de árboles y unos cuantos puestos fortificados de hormigón. A su favor, los bosques y los pequeños lagos canalizaban cualquier línea de avance hacia los campos que estratégicamente habían sembrado de minas.
A pesar de la ayuda de la artillería pesada, el VII Ejército soviético sufrió un desagradable y duro golpe. Sus divisiones de infantería fueron recibidas cerca de la frontera por grupos de soldados destacados y francotiradores finlandeses que les obligaron a aminorar el paso. Como no disponían de detectores de minas y no habían recibido órdenes perentorias de seguir marchando sin demora, los comandantes soviéticos se limitaron a hacer avanzar a sus hombres por los campos de minas cubiertos de nieve que se extendían frente a la línea Mannerheim. Para los soldados del Ejército Rojo, a los que se les había dicho que los finlandeses iban a recibirlos como hermanos y liberadores de los capitalistas opresores, la realidad de los combates comenzó a minar su moral cuando se vieron obligados a marchar por los campos cubiertos de nieve para alcanzar el bosque de abedules que ocultaba una parte de la línea Mannerheim. Con sus ametralladoras, los finlandeses, maestros en el camuflaje de invierno, los hicieron caer como moscas.
En el extremo septentrional de Finlandia, las tropas soviéticas atacaron desde Murmansk la zona minera y el puerto de Petsamo, pero más al sur su intento de alcanzar el golfo de Botnia, avanzando desde el este y cruzando el centro de Finlandia, acabó en un desastre espectacular. Stalin, asombrado de que los finlandeses no hubieran presentado inmediatamente la rendición, ordenó a Voroshílov que se les aplastara con la superioridad numérica de las fuerzas soviéticas. Los comandantes del Ejército Rojo, aterrorizados por las purgas y atados de pies y manos por la rígida ortodoxia militar imperante, solo podían enviar a más hombres a la muerte. Con unas temperaturas de 40º bajo cero, los soldados soviéticos carecían del equipamiento y de la preparación para una guerra de invierno como aquella. Mientras intentaban abrirse paso entre la espesa nieve, el color marrón de sus abrigos contrastaba marcadamente con el blanco inmaculado del paisaje. En medio de los lagos helados y los bosques del centro y el norte de Finlandia, las columnas soviéticas no tenían más remedio que tomar las pocas carreteras que se abrían en las florestas, donde, a modo de emboscada, sufrían ataques relámpago de las tropas de montaña finesas provistas de esquís y subfusiles, así como de granadas y cuchillos de caza con los que rematar a sus víctimas.
Los finlandeses adoptaron lo que denominaban táctica «taladora», que consistía en escindir las columnas enemigas en varias partes, y luego cortarles todas las vías de suministro para que murieran de hambre. Sus tropas de montaña aparecían silenciosamente entre la niebla helada, lanzaban granadas o bombas incendiarias contra la artillería y los tanques soviéticos, y desaparecían con la misma rapidez con la que habían llegado. Era una forma de guerra de guerrillas para la que el Ejército Rojo no estaba preparado. Los finlandeses prendieron fuego a sus granjas, a sus establos y a sus graneros para impedir que las columnas soviéticas encontraran un lugar en el que cobijarse a medida que avanzaban. Minaron las carreteras y colocaron trampas explosivas. Los que caían heridos en el curso de un ataque morían congelados rápidamente. Los soldados rusos comenzaron a llamar a las tropas de montaña camufladas finlandesas belya smert, «muerte blanca». La 163.ª División de Fusileros fue rodeada cerca de Suomussalmi; a continuación, la 44.ª División de Fusileros, que avanzaba en su ayuda, quedó seccionada tras una serie de ataques, y sus hombres también cayeron víctimas de aquellos fantasmas blancos que aparecían y se esfumaban entre los árboles.
«A lo largo de cuatro millas», escribía la periodista americana Virginia Cowles tras visitar más tarde el campo de batalla, «la carretera y los bosques aparecían sembrados de cadáveres de hombres y caballos; y de tanques averiados, cocinas de campaña, camiones, armones, mapas, libros y prendas de vestir. Los cuerpos inertes y helados como madera petrificada tenían el color de la caoba. Algunos cadáveres estaban apilados unos sobre otros como un montón de basura, cubiertos únicamente por una misericordiosa capa de nieve; otros se encontraban recostados en los árboles en posturas grotescas, como guiñapos. Todos se habían congelado en la misma posición en la que habían caído o se habían acurrucado. Vi a uno presionando con las manos una herida en el estómago; a otro tratando de desabrocharse el cuello del abrigo»[6].
Una suerte similar corrió la 122.ª División de Fusileros que avanzaba hacia el suroeste desde la península de Kola en dirección a Kemijärvi, donde fue sorprendida y aniquilada por las fuerzas del general K. M. Wallenius. «¡Qué extraños eran los cadáveres que yacían en esta carretera!», escribió el primer periodista extranjero que tuvo la oportunidad de comprobar personalmente la eficacia y la bravura de la resistencia finlandesa. «El frío había congelado a los hombres en la misma posición en la que habían caído. Además, había encogido ligeramente sus cuerpos y sus rasgos, dándoles una apariencia artificial, como si fueran de cera. Toda la carretera era como una gran reproducción en cera del escenario de una batalla, perfectamente representada… Costaba creer que aquellas figuras habían sido personas de carne y hueso. Algunos hombres seguían teniendo en las manos granadas, listas para ser arrojadas. Uno estaba apoyado en la rueda de un carro sosteniendo un pedazo de cable; otro estaba colocando el cargador en su fusil»[7].
La condena internacional de la invasión provocó la expulsión de la Unión Soviética de la Sociedad de Naciones, en lo que habría de ser el último acto de dicho organismo. El sentimiento popular en ciudades como Londres y París fue de rabia e indignación; un sentimiento más acentuado aún que cuando tuvo lugar el ataque a Polonia. Alemania, aliada de Stalin, también se encontró en una difícil posición. Si bien recibía una cantidad mayor de suministros de la Unión Soviética, comenzó a temer por el futuro de sus relaciones diplomáticas y comerciales con los países escandinavos, especialmente con Suecia. Lo que más preocupó a las autoridades nazis fueron los llamamientos en Gran Bretaña y Francia que instaban al envío inmediato de ayuda militar a Finlandia. Cualquier presencia aliada en Escandinavia podía poner en peligro el suministro a Alemania de hierro sueco, cuya excelente calidad era esencial para las industrias de guerra del Reich.
En aquellos momentos, sin embargo, Hitler se mostró tranquilo y confiado. Tenía el convencimiento de que la providencia estaba de su lado, protegiéndolo para que pudiera cumplir su gran misión. El 8 de noviembre pronunció su discurso anual en la Bürgerbräukeller de Múnich, el mismo local desde el que había intentado dar un golpe de estado en 1923, el fallido Putsch de la Cervecería. A escondidas, Georg Elser, un carpintero, había conseguido colocar explosivos en el interior de una columna próxima al estrado. Pero, excepcionalmente, Hitler decidió acortar su visita para regresar lo antes posible a Berlín, y doce minutos después de su partida una gran explosión destruyó parte del local, matando a varios miembros de la «vieja guardia» del Partido Nazi. Según una cronista de la época, la reacción a esta noticia en Londres «puede resumirse en un comentario sereno y muy británico, “Mala suerte”, como si a un cazador se le hubiera escapado el faisán»[8]. Con un optimismo a todas luces equivocado, los británicos se consolaron pensando que era simplemente cuestión de tiempo que los alemanes se deshicieran de su espantoso régimen.
Elser fue detenido aquella misma noche, mientras intentaba pasar a Suiza. Aunque era evidente que había actuado en solitario, la propaganda nazi responsabilizó inmediatamente a los servicios de espionaje británicos del atentado contra la vida del Führer. Himmler encontró la oportunidad perfecta para explotar esos vínculos ficticios. Walter Schellenberg, un experto de los servicios de inteligencia de la SS, ya estaba en contacto con dos oficiales ingleses del SIS (Secret Intelligence Service), y los había persuadido de que formaba parte de una conspiración de la Wehrmacht contra Hitler. Al día siguiente, los convenció para que volvieran a encontrarse con él en la ciudad holandesa de Venlo, próxima a la frontera con Alemania. Prometió que con él vendría un general alemán antinazi. Sin embargo, una vez allí, los dos oficiales británicos fueron rodeados y capturados por un grupo de asalto de la SS. Esta unidad estaba dirigida por el Sturmbanführer Alfred Naujocks, que a finales de agosto había capitaneado el falso ataque a la emisora de radio de Gleiwitz. No iba a ser la única operación secreta británica que saldría desastrosamente mal en Holanda.
Este desastre se ocultó a la opinión pública británica, que por fin pudo volver a sentirse orgullosa de su Marina Real poco antes de que finalizara aquel mes. El 23 de noviembre, el Rawalpindi, un crucero mercante armado inglés, plantó cara a los cruceros de batalla alemanes Gneisenau y Scharnhorst. En un arranque desesperado de gran coraje, que, inevitablemente, fue comparado con el arrojo de sir Richard Grenville cuando, a bordo del Revenge, no dudó en atacar y capturar enormes galeones españoles, los artilleros británicos combatieron hasta morir. El Rawalpindi, en llamas de proa a popa, se hundió con su bandera de combate enarbolada.
Poco después, el 13 de diciembre, frente a las costas de Uruguay, la formación naval del comodoro Henry Harwood, con los cruceros Ajax, Achilles y Exeter, divisó el acorazado de bolsillo alemán Admiral Graf Spee, que ya había hundido nueve barcos. El capitán Hans Langsdorff, su comandante, era muy respetado por el buen trato que dispensaba a las tripulaciones de sus víctimas. Pero Langsdorff, erróneamente, pensó que los navíos ingleses eran simples destructores, por lo que no evitó la batalla como debería haber hecho, por mucho que al final destruyera la artillería de sus adversarios con los cañones de 280 mm de su nave. El Exeter, convertido en el principal objetivo del alemán, sufrió cuantiosos daños, mientras que el Ajax y el Achilles, de tripulación neozelandesa, intentaron acercarse a la embarcación enemiga hasta que esta estuviera al alcance de sus torpedos. Aunque la formación británica sufría graves daños, el Admiral Graf Spee, que también había sido alcanzado por los proyectiles de los ingleses, interrumpió el combate y, aprovechando la cortina de humo, puso rumbo al puerto de Montevideo.
Durante los días siguientes, los británicos hicieron creer a Langsdorff que su formación naval había recibido numerosos refuerzos. Y el 17 de diciembre, tras ordenar el desembarco de sus prisioneros y de la mayor parte de la tripulación, Langsdorff condujo al Admiral Graf Spee hasta el estuario del río de la Plata y lo dinamitó. Poco después el capitán alemán se suicidó. Los británicos celebraron esta victoria con júbilo, especialmente porque había llegado en un momento en el que era necesario elevar la moral. Hitler, temeroso de que el Deutschland corriera la misma suerte, ordenó que se rebautizara a esta embarcación con el nombre de Lützow. No quería que los titulares de los periódicos de todo el mundo anunciaran que un barco llamado «Alemania» había sido hundido. Los símbolos tenían una importancia primordial para él, a menudo excediendo en su imaginación la verdadera realidad, como iba a quedar de manifiesto todavía con mayor claridad cuando la guerra comenzara a serle desfavorable.
Después de que el ministerio de propaganda de Goebbels comunicara a bombo y platillo que el Reich se había alzado con la victoria en la batalla del río de la Plata, para los alemanes supuso una gran conmoción enterarse de que el Admiral Graf Spee se había ido a pique. Las autoridades nazis intentaron que la noticia no ensombreciera sus «Navidades de guerra». Los racionamientos se relajaron durante las festividades, y se animó a la población a considerar la aplastante victoria obtenida en Polonia. La mayoría se convenció de que la paz no tardaría en llegar, pues tanto los Estados Unidos como Alemania habían instado a los Aliados a aceptar la realidad de la destrucción de Polonia.
Con sus noticiarios y documentales en los que aparecían niños alrededor de un árbol de Navidad, el ministerio de propaganda hizo un derroche empalagoso de sentimentalismo alemán. Pero a muchas familias les inquietaba un horrible rumor. Aunque oficialmente habían sido informadas de que su hijo discapacitado o un pariente anciano habían fallecido de «pulmonía» en la institución en la que estaban internados, cada vez eran más los que sospechaban que en realidad sus familiares habían sido gaseados siguiendo un plan dirigido por la SS y miembros de la profesión médica. La orden de Hitler de practicar la eutanasia había sido firmada en octubre, pero se le dio carácter retroactivo hasta la fecha de inicio de la guerra, el 1 de septiembre, para ocultar las primeras matanzas de la SS, cuyas víctimas habían sido unos dos mil internos en manicomios polacos, algunos de ellos asesinados con la camisa de fuerza puesta. La agresión encubierta de los nazis a los «degenerados», a las «bocas inútiles» y a las «vidas indignas de existir», representó el primer paso hacia la exterminación deliberada de los que catalogaban como «subhombres». Hitler había esperado a que estallara la guerra para encubrir un programa de eugenesia llevado hasta sus máximas consecuencias. En agosto de 1941 habían sido asesinados más de cien mil alemanes con discapacidades mentales o físicas en virtud de dicho programa. En Polonia estas matanzas continuaron, en la mayoría de los casos disparando en la nuca de las víctimas, aunque a veces estas eran encerradas en camiones en cuyo interior se introducía un conducto conectado al tubo de escape, y, por primera vez, en una cámara de gas improvisada en Posen: un proceso al que quiso asistir Himmler personalmente. Además de los discapacitados, también fueron asesinados gitanos y prostitutas[9].
Hitler, que había dejado de lado su pasión por el cine durante la guerra, también renunció a las Navidades. Aquellas vacaciones invernales las dedicó a realizar una serie de visitas sorpresa, de las que se hicieron gran eco todos los medios, a diversas unidades de la Wehrmacht y de la SS, como, por ejemplo, el Regimiento de Infantería Grossdeutschland, varios aeródromos y baterías antiaéreas de la Luftwaffe, así como la División Leibstandarte Adolf Hitler de la SS, que estaba descansando de su sanguinaria campaña en Polonia. El día de Nochevieja se dirigió a la nación en un discurso radiofónico. Tras anunciar un «nuevo orden» en Europa, dijo: «Solo podremos hablar de paz cuando hayamos ganado la guerra. El mundo capitalista judío no sobrevivirá al siglo XX». No hizo referencia alguna al «bolchevismo judío», pues hacía muy poco que había felicitado a Stalin por su sexagésimo aniversario, expresando, además, sus mejores deseos «de un próspero futuro para las gentes de nuestra amiga, la Unión Soviética». Stalin había contestado, diciendo que «la amistad del pueblo alemán y el pueblo soviético, cimentada con sangre, tiene infinitas razones para perpetuarse y consolidarse». Aun teniendo en cuenta las grandes dosis de hipocresía que exigía una relación tan anormal como aquella, la expresión «cimentada con sangre», en clara alusión al ataque a dos bandas a Polonia, constituía la culminación de la desvergüenza, así como un presagio funesto para el futuro.
Es harto improbable que Stalin estuviera de buen humor a finales de ese año. Las fuerzas finlandesas habían avanzado, entrando en territorio soviético. El dictador, que se había visto obligado a aceptar la desastrosa actuación del Ejército Rojo en la Guerra de Invierno, era en parte culpable de la incompetencia de su camarada, el mariscal Voroshílov. Había que poner fin a la humillación que había sufrido el Ejército Rojo a los ojos del mundo, sobre todo después de comprobar la alarmante y devastadora eficacia de la táctica de la Blitzkrieg alemana durante la campaña de Polonia.
Así pues, Stalin decidió poner el frente noroccidental a las órdenes del comandante del ejército Semión Konstantínovich Timoshenko. Al igual que Voroshílov, Timoshenko era un veterano del Primer Ejército de Caballería en el que Stalin había servido como comisario durante la guerra civil rusa, pero al menos era un poco más imaginativo que su camarada. Sus fuerzas fueron provistas de armamento y equipamientos nuevos, como, por ejemplo, fusiles de último modelo, trineos motorizados y tanques pesados KV. En vez de ataques masivos de la infantería, tratarían de aplastar las defensas finlandesas con la artillería.
El 1 de febrero de 1940 dio inicio una nueva ofensiva soviética contra la línea Mannerheim. Las fuerzas finesas comenzaron a sucumbir ante la violencia del ataque. Al cabo de cuatro días, su ministro de exteriores tuvo un primer contacto con Madame Aleksandra Kollontai, embajadora soviética en Estocolmo. Los británicos, y especialmente los franceses, querían mantener viva la resistencia finlandesa. En consecuencia, entablaron negociaciones con los gobiernos de Noruega y Suecia con el fin de obtener la autorización de paso necesaria para que una fuerza expedicionaria pudiera acudir en ayuda de Finlandia. Los alemanes, alarmados, empezaron a estudiar la posibilidad de enviar tropas a Escandinavia para prevenir un desembarco aliado.
Los gobiernos de Gran Bretaña y Francia también consideraron la posibilidad de ocupar la localidad noruega de Narvik y la zona minera del norte de Suecia, con la finalidad de interrumpir el suministro de hierro a Alemania. Pero las autoridades suecas y noruegas temían verse involucradas en aquella guerra, por lo que rechazaron la petición de británicos y franceses de cruzar su territorio para ayudar a los finlandeses.
El 29 de febrero, los finlandeses, sin esperanzas de recibir ayuda internacional, decidieron llegar a un acuerdo y aceptar las exigencias originales de la Unión Soviética, y el 13 de marzo se firmó en Moscú un tratado. Los términos del mismo fueron durísimos, pero podrían haber sido mucho peores. Los finlandeses habían demostrado la determinación con la que eran capaces de defender su independencia; sin embargo, lo más importante era que Stalin no quería seguir con una guerra que podía acabar en un enfrentamiento contra los Aliados occidentales. El dictador soviético también se vio obligado a reconocer que la propaganda de la Comintern había sido absurda y decepcionante, por lo que abandonó su idea de un gobierno títere de comunistas finlandeses. Las bajas del Ejército Rojo habían sido cuantiosas: ochenta y cuatro mil novecientos noventa y cuatro hombres muertos o desaparecidos, y doscientos cuarenta y ocho mil noventa heridos o enfermos. Los finlandeses habían perdido veinticinco mil efectivos[10].
En lo concerniente a Polonia, sin embargo, Stalin todavía no había saciado su sed de venganza. El 5 de marzo de 1940, aprobó, con el beneplácito del Politburó, un plan de Beria para asesinar a los oficiales y las personalidades de Polonia que habían rechazado participar en los programas comunistas de «reeducación». Todo ello formaba parte de la política de Stalin dirigida a impedir que en el futuro pudiera haber una Polonia independiente. Desde diversas prisiones, sus veintiuna mil ochocientas noventa y dos víctimas fueron trasladadas a cinco lugares distintos. El más famoso es el bosque de Katyń, cerca de Smolensk, en Bielorrusia. Cuando a estos individuos les fue permitido escribir a casa, el NKVD se encargó de tomar buena nota de las direcciones de sus familias, para luego proceder a su detención. Sesenta mil seiscientas sesenta y siete personas fueron deportadas a Kazajstán. Poco después, más de sesenta y cinco mil judíos polacos, que habían huido de la SS, pero rechazaron el pasaporte soviético, también fueron deportados a Kazajstán y a Siberia.
Mientras tanto, el gobierno francés intentaba continuar la guerra lo más lejos posible de su territorio. Daladier, exasperado por el apoyo de los comunistas franceses al pacto nazi-soviético, pensó que los aliados podían debilitar a Alemania lanzando un ataque al socio de Hitler. Su idea consistía en bombardear los yacimientos petrolíferos soviéticos en Bakú y en el Cáucaso, pero los británicos lo convencieron de que, con una acción semejante, se corría el peligro de que la Unión Soviética entrara en guerra del lado de los alemanes. Más tarde Daladier presentaría su dimisión, siendo sustituido el 20 de marzo por Paul Reynaud.
El ejército francés, que en la Primera Guerra Mundial había cargado con la mayor parte del esfuerzo aliado, era considerado por muchos el más poderoso de Europa, y casi nadie dudaba de que no fuera capaz de defender su propio territorio. Pero los observadores más perspicaces no estaban tan seguros de ello. Ya en marzo de 1935, el mariscal M. N. Tukhachevsky había predicho que las fuerzas francesas no serían capaces de frenar un ataque alemán[11]. En su opinión, el talón de Aquiles del ejército galo era una lentitud excesiva para lograr reaccionar a tiempo a una agresión. Esta falta de rapidez no solo se debía a una mentalidad rígidamente defensiva, sino también a la ausencia casi absoluta de comunicaciones por radio. En cualquier caso, ya en 1938, los alemanes habían conseguido descifrar los anticuados sistemas de codificación franceses.
El presidente Roosevelt, que había seguido con atención los comunicados enviados por su embajada en París, también estaba al corriente de la debilidad francesa. Las fuerzas aéreas comenzaban por aquel entonces a sustituir sus obsoletos aparatos. El ejército, aunque fuera uno de los más grandes del mundo, era anticuado y difícil de articular, y su organización y estructura se basaba demasiado en la línea Maginot, provocando su anquilosamiento. Las gravísimas pérdidas sufridas en la Primera Guerra Mundial, con sus cuatrocientas mil bajas solo en la batalla de Verdún, eran la causa de su mentalidad cuadriculada. Y como bien observarían muchos periodistas, agregados militares y cronistas, el malestar político y social reinante en el país, fruto de una sucesión de escándalos y de gobiernos fracasados, pulverizaba cualquier esperanza de unidad y de determinación ante una crisis.
Roosevelt, con admirable clarividencia, se dio cuenta de que la única esperanza que tenían la democracia y los intereses a largo plazo de los Estados Unidos era que su país apoyara a Gran Bretaña y a Francia en su lucha contra la Alemania nazi. Finalmente, el 4 de noviembre de 1939, después de recibir la aprobación del Congreso, fue ratificada la nueva ley que permitía el suministro de bienes y pertrechos a los países beligerantes, siempre y cuando el comprador pagara en efectivo y se encargara del transporte de lo adquirido (cash and carry). Esta primera derrota de los aislacionistas permitió la compra de armas a las dos potencias aliadas.
En Francia persistía el ambiente de irrealidad. Durante su visita al frente, un corresponsal de Reuters preguntó a los reclutas franceses por qué no disparaban a los soldados alemanes que se ponían a tiro. Todos reaccionaron con cara de asombro. «Ils ne sont pas méchants», respondió uno. «Y si abrimos fuego, nos responderán con fuego»[12]. Las patrullas alemanas que vigilaban las líneas no tardarían en descubrir la ineptitud y la falta de instinto agresivo de la mayoría de las formaciones francesas. Y la propaganda nazi seguiría difundiendo la idea de que los británicos estaban utilizando a los franceses para que cargaran con el peso de la guerra.
Aparte de algunos ejercicios en posiciones defensivas, el ejército francés realizó muy pocas operaciones de entrenamiento. Sus soldados se limitaban a esperar. La inactividad dio paso al desánimo y a la depresión, le cafard. A los políticos comenzaron a llegarles informes que hablaban de borracheras, de ausencias sin permiso y del aspecto desaliñado que presentaban las tropas en público. «No podemos estar todo el tiempo jugando a las cartas, bebiendo y escribiendo a nuestras esposas», relataba un soldado. «Nos pasamos el día echados en lechos de paja bostezando, sin ganas de hacer nada. Cada vez nos lavamos menos, y ya no nos afeitamos, y ni siquiera tenemos fuerza para barrer y recoger la mesa después de comer. Además del aburrimiento, reina la suciedad en la base»[13].
En su estación meteorológica militar, Jean-Paul Sartre tuvo tiempo para escribir el primer volumen de Chemins de la liberté y parte de L’Être et le néant. Aquel invierno, escribiría, «todo consistía exclusivamente en dormir, comer y no pasar frío. Y nada más»[14]. El general Édouard Ruby comentaría: «Cualquier ejercicio era considerado una vejación, cualquier trabajo una fatiga. Tras varios meses de inactividad, ya nadie creía en la guerra»[15]. Pero no todos los oficiales se mostraron indulgentes. El coronel Charles de Gaulle, ferviente partidario de la creación de divisiones blindadas como las del ejército alemán, dijo, sin pelos en la lengua, que «la inercia es la derrota»[16]. Pero los generales, con enojo y desdén, hicieron caso omiso de sus advertencias.
Todo lo que hizo el alto mando francés para mantener alta la moral fue organizar espectáculos de entretenimiento en el frente con la colaboración de actores y cantantes famosos, como, por ejemplo, Édith Piaf, Joséphine Baker, Maurice Chevalier o Charles Trenet. Mientras tanto en París, donde la clientela abarrotaba los restaurantes y las salas de cabaret, la canción favorita era J’attendrai, «Esperaré». Pero lo que resultaba más alarmante para la causa aliada eran los derechistas que ocupaban cargos influyentes y decían «Mejor Hitler que Blum», en clara referencia al líder socialista del Frente Popular de 1936, Léon Blum, que, además, era judío.
Georges Bonnet, el ferviente partidario de la política de apaciguamiento que ocupaba el Quai d’Orsay, tenía un sobrino que, antes de estallar la guerra, se había encargado de canalizar el dinero entregado por los nazis para patrocinar la propaganda antibritánica y antisemita en Francia[17]. El gran amigo del ministro de exteriores, Otto Abetz, posteriormente embajador nazi en París durante la Ocupación, estuvo muy implicado en el asunto, por lo que fue expulsado del país. Incluso el nuevo primer ministro, Paul Reynaud, incondicional partidario de la guerra contra el nazismo, tenía una peligrosa debilidad. Su amante, la condesa Hélène de Portes, «mujer cuyas duras facciones rezumaban una extraordinaria vitalidad y una gran seguridad»[18], consideraba que Francia no habría debido cumplir nunca su promesa a Polonia.
Polonia, representada por un gobierno en el exilio, se había establecido en Francia, con el general Vładysłav Sikorski como primer ministro y comandante en jefe del ejército de la nación. Desde su base en Angers, Sikorski emprendió la tarea de reorganizar a las fuerzas armadas polacas con los ochenta y cuatro mil hombres que habían conseguido escapar, a través de Rumania principalmente, tras la caída de su país. Mientras tanto, en su patria, había comenzado a crearse la resistencia polaca, que, de hecho, sería el movimiento que se organizaría más rápidamente en un país ocupado. A mediados de 1940, solo en los territorios del Gobierno General, el ejército clandestino polaco contaba con unos cien mil efectivos[19]. Polonia fue uno de los poquísimos países del imperio nazi en el que el colaboracionismo con el conquistador fue prácticamente nulo.
Los franceses, sin embargo, estaban firmemente decididos a no correr la misma suerte que Polonia. Pero la mayoría de sus líderes y el grueso de la población no acertaron a ver que aquella guerra no iba a ser igual que otras contiendas anteriores. Los nazis nunca iban a darse por satisfechos con el pago de una indemnización y la cesión de una provincia o dos. Su objetivo era el reordenamiento de Europa a su brutal imagen y semejanza.