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EL SUR DE RUSIA Y TÚNEZ

(NOVIEMBRE DE 1942-FEBRERO DE 1943)


La noticia de la maniobra de envolvimiento de los soviéticos corrió rápidamente entre el VI Ejército a lo largo de la estepa helada del Don. El 21 de noviembre de 1942, Paulus y su jefe de estado mayor abandonaron su cuartel general de Golubinsky en los dos aviones ligeros Fieseler Storch que quedaban y se trasladaron a Nizhne-Chirskaya, localidad situada fuera del Kessel. Allí celebraron al día siguiente una reunión con el general Hoth del IV Ejército Panzer con el fin de analizar la situación y discutir la manera de mantener una línea segura con el Grupo de Ejércitos B. Pero al enterarse de dónde estaba Paulus, Hitler lo acusó de abandonar a sus tropas y le ordenó que regresara para reunirse con su estado mayor en Gumrak, a quince kilómetros al oeste de Stalingrado. Paulus se sintió profundamente ofendido por esta calumnia y Hoth no tuvo más remedio que calmarlo.

Los dos altos mandos estudiaron la orden de Hitler que instaba al VI Ejército a resistir pese al peligro «momentáneo de envolvimiento»[1]. Suponiendo que Hitler no tardaría en volver a entrar en razón, acordaron que, para poder romper el cerco, el VI Ejército necesitaba con urgencia ser reabastecido de combustible y municiones por vía aérea. Pero el oficial al mando del VIII Fliegerkorps les advirtió que la Luftwaffe sencillamente no tenía suficientes aparatos de transporte para abastecer a todo un ejército. Como sus formaciones blindadas estaban sin combustible y sus divisiones de infantería se habían quedado sin sus caballos, Paulus se dio cuenta de que el VI Ejército tendría que abandonar toda su artillería, por no hablar de los heridos, si quería escapar del cerco. Su jefe de estado mayor, el Generalleutnant Arthur Schmidt, «hombre corpulento, con cuello de toro, ojos pequeños y labios finos»[2], observó que «iba a ser un final napoleónico»[3]. Paulus, que había estudiado muy detalladamente la campaña de 1812, estaba aterrado ante semejante perspectiva. En plena reunión llegó el Generalmajor Wolfgang Pickert, al mando de la 9.ª División Antiaérea de la Luftwaffe. Dijo que se disponía a retirar su unidad inmediatamente. También él era consciente de que no cabía esperar en ningún momento que la Luftwaffe pudiera abastecer al VI Ejército por el aire.

Hitler no tenía ninguna intención de permitir que sus tropas se retiraran de Stalingrado. Había invertido demasiado en la toma de la ciudad y se jugaba su propia reputación, especialmente a raíz de las baladronadas pronunciadas apenas dos semanas antes en el discurso de Múnich, de modo que no podía soportar la idea de una retirada. Ordenó al Generalfeldmarschall von Manstein abandonar el frente del norte y formar un nuevo Grupo de Ejércitos del Don para romper el cerco y liberar al VI Ejército. Al enterarse de lo que pretendía hacer Hitler, Göring convocó a sus oficiales de transporte más veteranos. Aunque el VI Ejército necesitaba setecientas toneladas de pertrechos diarios, Göring preguntó a sus oficiales si podrían suministrar quinientas. Su respuesta fue que el máximo absoluto sería de trescientas cincuenta, y eso solo durante un breve período de tiempo. Con la esperanza de congraciarse con Hitler, Göring aseguró entonces al cuartel general del Führer que la Luftwaffe iba a poder reabastecer al VI Ejército. Esta falsa promesa marcó el fatídico destino de Paulus y de sus tropas. El 24 de noviembre, Hitler ordenó a la «Fortaleza Stalingrado» y su frente del Volga que resistiera «fueran cuales fuesen las circunstancias»[4].

En total el Ejército Rojo había rodeado a unos doscientos noventa mil hombres en el Kessel de Stalingrado, cifra que incluía a más de diez mil rumanos y a más de treinta mil Hiwis rusos empleados como tropas auxiliares[5]. Hitler prohibió que la noticia se diera a conocer en Alemania. Los comunicados del OKW tergiversaron deliberadamente la verdadera situación, pero enseguida empezaron a correr rumores por todo el país. Hitler pretendía echar la culpa del triunfo soviético a cualquiera menos a sí mismo. En la Wolfsschanze, en Prusia oriental, se produjo un violento altercado con el mariscal Antonescu, cuando el Führer intentó achacar la responsabilidad del desastre a los ejércitos rumanos que guardaban los flancos. Antonescu recordó airadamente que los alemanes se habían negado a suministrar a sus hombres artillería antiaérea adecuada, y que todas sus advertencias acerca de la inminencia de la ofensiva habían sido desoídas. Lo que no sabía era que en aquellos momentos el VI Ejército se negaba a suministrar raciones de comida a sus soldados. Los oficiales alemanes decían: «Es inútil dar de comer a los rumanos, porque van a rendirse igual»[6].

Las tropas del VI Ejército, aisladas al oeste del Don, habían conseguido replegarse justo a tiempo para unirse al grueso de las fuerzas. El Kessel de Stalingrado adoptó la forma de un cráneo aplastado, cuya frente era la ciudad y el resto defendía un perímetro externo de sesenta por cuarenta kilómetros en la estepa del Don. Los soldados alemanes lo llamaban cínicamente «la fortaleza sin tejado». Las raciones, que ya eran insuficientes antes incluso de que se produjera el cerco, fueron reducidas drásticamente. Los hombres quedaban agotados cavando trincheras en el terreno helado. En la estepa desnuda, había muy poca madera para cubrir los refugios de tierra. Los oficiales intentaban fortalecer la determinación de los soldados con el siguiente argumento: «Incluso la muerte es preferible a una cárcel rusa, así que debemos resistir hasta el final. La Patria no podrá olvidarnos»[7].

La maniobra de envolvimiento de los soviéticos condujo a la recuperación de grandes áreas de territorio ocupado. La llegada de las tropas del Ejército Rojo fue recibida con lágrimas de alegría por la población civil, hambrienta y víctima de toda clase de abusos y saqueos, pero detrás de ellas vino el NKVD para detener a cualquiera que resultara sospechoso de colaboración. El cuartel general del Don lanzó una serie de ataques durante la primera semana de diciembre con la esperanza de romper el cerco, pero su departamento de inteligencia había infravalorado burdamente el número de tropas que tenía rodeadas. El jefe de inteligencia del general Rokossovsky pensaba que habían atrapado a ochenta y seis mil hombres, no a doscientos noventa mil.

Los oficiales soviéticos tampoco podían imaginarse cuán decididos estaban los alemanes a resistir. La promesa del Führer de que sus tropas iban a ser relevadas fue aceptada como una verdad tan cierta como el evangelio, especialmente por los soldados más jóvenes que habían crecido bajo la férula del nacionalsocialismo. «Lo peor ha pasado», decía un soldado de la 376.ª División en una carta a su familia dando muestras de un optimismo ingenuo. «Todos esperamos estar fuera del Kessel antes de Navidades… Una vez que llegue a su fin esta maniobra de envolvimiento, la guerra de Rusia habrá acabado»[8]. Los oficiales del servicio de abastecimientos, que habían recortado las raciones entre una tercera parte y la mitad de la cantidad normal, eran más realistas. La escasez de forraje significaba que los pocos caballos que quedaban iban a tener que ser sacrificados.

Según los cálculos del oficial superior de intendencia del VI Ejército, iban a necesitarse un mínimo de trescientos vuelos al día, pero durante la primera semana del puente aéreo se llevaron a cabo menos de treinta vuelos diarios por término medio. En cualquier caso, una proporción considerable del tonelaje suministrado era combustible de avión para el viaje de vuelta. Göring tampoco había tenido en cuenta el hecho de que los aeródromos existentes dentro del Kessel estaban al alcance de la artillería pesada soviética, mientras que los cazas y las baterías antiaéreas enemigas creaban un peligro constante. En un solo día se perdieron veintidós aparatos de transporte debido a la acción del enemigo y a los accidentes. Y a los pocos días el tiempo empeoró de tal modo que casi no pudo llegar ni un solo avión. Richthofen telefoneó una y otra vez al Generaloberst Hans Jeschonnek, jefe de estado mayor de la Luftwaffe, para decirle que todo el plan de reabastecimiento por vía aérea estaba condenado al fracaso. Nadie pudo ponerse en contacto con Göring porque se había retirado al Hotel Ritz de París.

Durante este período, Stalin había puesto a la Stavka a elaborar unos planes más ambiciosos. Tras el éxito de la Operación Urano, pretendía dejar incomunicado al resto del Grupo de Ejércitos del Don y atrapar al I Ejército Panzer y al XVII Ejército en el Cáucaso. La Operación Saturno debía consistir en un gran ataque del Frente del Sudoeste y del Frente de Voronezh, pasando por encima del VIII Ejército italiano, en dirección a la cuenca baja del Don, en la zona en la que el río desemboca en el mar de Azov. Pero Zhukov y Vasilevsky coincidieron en que, como probablemente Manstein intentaría liberar al VI Ejército atacando por el nordeste desde Kotelnikovo al mismo tiempo, convenía restringir el plan a un ataque contra el flanco izquierdo de la retaguardia del Grupo de Ejércitos del Don. La misión fue rebautizada con el nombre de Operación Pequeño Saturno.

En efecto, Manstein planeaba hacer lo que los dos generales rusos se imaginaban. El avance desde Kotelnikovo era prácticamente la única vía que le quedaba. Su ofensiva recibió el nombre clave de Operación Tormenta de Invierno (Unternehmen Wintergewitter). Hitler pretendía simplemente reforzar el VI Ejército, para poder mantener su «piedra angular» del Volga lista para ulteriores operaciones a lo largo de 1943. Manstein, sin embargo, estaba preparando en secreto una segunda operación bautizada Trueno (Donnerschlag), con el fin de sacar de la trampa al VI Ejército y con la esperanza de que Hitler entrara en razón.

El 12 de diciembre, lo que quedaba del IV Ejército Panzer de Hoth inició su ataque por el norte. Había sido reforzado con la 6.ª División Acorazada, llegada de Francia, y un batallón de los nuevos tanques Tiger. Los soldados del VI Ejército situados en el extremo sur del Kessel escucharon la cortina de fuego inicial a cien kilómetros de distancia y empezó a propagarse el rumor: «der Manstein kommt». La promesa de Hitler estaba a punto de cumplirse, se decían unos a otros. No sabían que el Führer no tenía la menor intención de permitir que se retiraran.

El ataque de Hoth se produjo antes de lo que esperaban los altos mandos soviéticos. Vasilevsky temía por el LVII Ejército que estaba en camino, pero Rokossovsky y Stalin se negaron a modificar sus órdenes. Finalmente Stalin consintió y ordenó el desvío del II Ejército de Guardias del general Rodion Malinovsky. El retraso no fue tan grave como habría podido ser, porque un deshielo repentino acompañado de lluvias torrenciales hizo que los tanques de Hoth quedaran atascados mientras libraban una dura batalla junto al río Myshkova, a menos de sesenta kilómetros de los bordes del Kessel. Manstein esperaba que Paulus tomara la iniciativa y empezara a avanzar hacia el sur, haciendo caso omiso de las órdenes de Hitler. Pero Paulus era demasiado obediente a la cadena de mandos y no se habría movido nunca sin una orden directa del propio Manstein. En cualquier caso, sus tropas estaban demasiado hambrientas para llegar demasiado lejos y sus blindados no tenían suficiente combustible.

Stalin dio su consentimiento a la versión modificada de la Operación Saturno, el Pequeño Saturno, y ordenó que diera comienzo en tres días. El 16 de diciembre, el I y el III Ejército de Guardias y el VI Ejército atacaron el frente italiano, cuya defensa era muy débil. La actitud de los italianos ante la guerra contra la Unión Soviética era muy distinta de la de los alemanes. A los oficiales italianos les sorprendió la actitud racista de los alemanes frente a los eslavos, y cuando reemplazaron a las unidades de la Wehrmacht se esforzaron mucho más que estas en dar de comer a los prisioneros rusos empleados en tareas durísimas. Asimismo hicieron amistad con los aldeanos de la zona, a los que los alemanes habían despojado de su comida y de sus ropas.

Las mejores formaciones italianas eran las cuatro divisiones integradas en el Cuerpo de Ejército de Alpinos, la Tridentina, la Julia, la de Cuneo y la de Vicenza. A diferencia de la infantería ordinaria italiana, los alpinos estaban habituados a durísimas condiciones invernales, pero su equipamiento era muy deficiente. Se vieron obligados a fabricar calzado nuevo con los neumáticos de los vehículos soviéticos destruidos. Carecían de armas antitanque, sus fusiles databan de 1891, y sus ametralladoras, al no estar diseñadas para soportar aquellas condiciones propias del Ártico, a menudo se congelaban. Sus vehículos, todavía con la pintura de camuflaje del desierto, tampoco funcionaban a aquellas temperaturas extremas, que a veces descendían por debajo de los treinta grados centígrados negativos. Y sus mulas, incapaces de moverse con una nieve tan alta, murieron de agotamiento, por falta de forraje, o de frío. Muchos hombres sufrieron episodios de congelación y, al igual que los alemanes, intentaron suplir sus deficiencias quitando las chaquetas acolchadas y las botas de fieltro o valenki a los soldados del Ejército Rojo muertos. Las raciones de minestrone y de pan llegaban congeladas. Incluso las raciones de vino se solidificaban por el camino. Los soldados y los oficiales italianos odiaban y despreciaban al régimen fascista, que los había mandado a aquella guerra tan mal preparados.

Ante el ataque en oleadas de las divisiones del Ejército Rojo lanzando su grito de guerra: «¡Hurra! ¡Hurra!», muchas formaciones del VIII Ejército italiano resistieron con una determinación mucho mayor de la esperada. Pero al estar mal armadas y carecer de reservas, sus defensas no tardaron en precipitarse en el caos. Las tropas italianas, agotadas y debilitadas por la disentería, se retiraron en largas columnas a través de la nieve como si fueran refugiados, con el cuerpo y la cabeza envueltos en mantas. El Cuerpo de Ejército de Alpinos, por su parte, resistió, reforzando el flanco del II Ejército húngaro a su izquierda.

Las brigadas de tanques soviéticas se desplegaron en abanico por la retaguardia, y las amplias orugas de los T-34 avanzaron sobre la nieve recién caída. Un repentino descenso de las temperaturas supuso que el terreno se endureciera de nuevo. Los depósitos de pertrechos y los enlaces ferroviarios, atestados de buenos trenes fueron tomados con total impunidad. Como la 17.ª División Panzer había sido trasladada para ayudar en el ataque de Hoth, las zonas de la retaguardia del Grupo de Ejércitos del Don habían quedado sin reservas.

El mayor peligro para el VI Ejército se produjo cuando el 24.º Cuerpo de Carros invadió el aeródromo situado cerca de Tatsinskaya, que era la principal base de transporte aéreo para abastecer al Kessel. El General der Flieger Martin Fiebig ordenó a las tripulaciones de sus Junker 52 que despegaran y se dirigieran a Novocherkassk cuando los tanques llegaban ya a los límites del aeródromo. Empezaron a despegar en hilera mientras los tanques abrían fuego. Algunos estallaron convertidos en auténticas bolas de fuego, y un tanque embistió a un avión cuando este rodaba por la pista para situarse en posición de despegue. En total lograron salvarse ciento ocho Junker 52, pero la Luftwaffe perdió setenta y dos aparatos, casi el diez por ciento de la totalidad de su flota de aviones de transporte. Los únicos aeródromos capaces de abastecer Stalingrado que quedaban se hallaban mucho más lejos.

La operación Pequeño Saturno obligó a Manstein a replantearse toda su estrategia. Ahora no solo no cabía ni pensar en prestar ayuda al VI Ejército, sino que además pronto tendría también que retirarse del Cáucaso. Manstein no tuvo valor o si se quiere no tuvo la sangre fría necesaria para decir a Paulus cuál era la situación verdaderamente desesperada a la que se enfrentaba su ejército. Algunos oficiales tenían una idea muy clara de lo que les esperaba. «No volveremos a ver nuestra patria», decía un capellán de la 305.ª División de Infantería, «nunca saldremos de este embrollo»[9]. Los oficiales de inteligencia soviéticos, sin embargo, pudieron comprobar que los prisioneros alemanes seguían negando la posibilidad de su derrota y los encontraron en un estado de confusión lógica al respecto. «Tenemos que creer que Alemania ganará la guerra», decía un copiloto de un Ju 52 de la Luftwaffe abatido en la ruta de Stalingrado. «Si no, ¿de qué sirve seguir con esto?»[10] Un soldado reflejaba la misma obstinación: «Si perdemos la guerra, no tenemos ninguna esperanza»[11]. En Stalingrado no tenían ni idea de que en aquellos momentos los territorios de Alemania en el norte de África estaban a punto de ser estrangulados por un lado y por otro.

El principal objetivo de la Operación Torch era ocupar la Tunicia francesa antes de que el Eje trasladara allí sus tropas, pero los alemanes reaccionaron con una rapidez pasmosa. El 9 de noviembre por la mañana, antes de que Argel y Orán pudieran ser tomadas, aterrizaron los primeros cazas alemanes. Al día siguiente llegaron en aviones grupos de avanzada formados por soldados de infantería y paracaidistas. El oficial francés al mando de la plaza, actuando todavía a las órdenes del gobierno de Vichy, se abstuvo de protestar por esta infracción de las condiciones del Armisticio de 1940.

Hitler no tenía la menor intención de permitir que los Aliados dispusieran de una base para la invasión del sur de Europa, ofensiva que sabía que habría supuesto la salida de Italia de la guerra. Lo que él pretendía era un reforzamiento masivo del norte de África, incluso en aquellos momentos tan críticos para el frente oriental. De ese modo, a pesar del escepticismo de Stalin y de las manifestaciones masivas celebradas en Londres para exigir un «Segundo Frente Ya», el teatro de operaciones del norte de África se revelaría mucho más eficaz que el malogrado plan de invadir Francia en 1942. Y el puente aéreo a través del Mediterráneo mantuvo ocupada a toda una flota de aviones de transporte Junker 52, que habrían podido ser usados para abastecer al VI Ejército.

El avance de los Aliados por el este en dirección a Túnez estuvo muy mal organizado y casi careció por completo de planificación. El I Ejército británico, reducido a la mínima expresión, al mando de un escocés sombrío, el teniente general Kenneth Anderson, fue reforzado con varias unidades acorazadas americanas y algunos batallones de la infantería francesa. Aún admitiendo las reducidas dimensiones de sus fuerzas, que sumaban poco más que un cuerpo de ejército, Anderson cometió el error de dividirlas en cuatro líneas de avance. No tenía ni idea de que el 25 de noviembre el Eje ya había desplegado veinticinco mil hombres en la zona.

El único verdadero éxito del I Ejército se produjo precisamente ese día, cuando la Blade Force, formada por el 1.er Batallón del 1.er Regimiento Acorazado de los Estados Unidos y el 17.º/ 21.º Regimiento de Lanceros del ejército inglés, avanzaron hacia Túnez desde el oeste. Los tanques americanos Stuart dieron de manos a boca con un aeródromo avanzado de la Luftwaffe cerca de Djedeïda. En un ataque parecido a una incursión del SAS, los tripulantes de los tanques cruzaron la pista disparando contra los Junker 52, los Messerschmitt y los Stuka allí estacionados. Destruyeron más de veinte aparatos. Este ataque sembró el pánico entre el enemigo y convenció al Generalleutnant Walther Nehring, que había estado al mando del Afrika Korps con Rommel, de que debía replegarse a su perímetro defensivo. Pero el ataque contra el aeródromo no hizo demasiada mella en la superioridad aérea de los alemanes.

Por otra parte, unos paracaidistas alemanes y algunas fuerzas de otro tipo tendieron una emboscada a las columnas principalmente británicas, causando muchas bajas. El 2.º Batallón de los Fusileros de Lancashire perdió en Madjez a ciento cuarenta y cuatro hombres en un solo ataque contra un batallón de paracaidistas, respaldado por cañones de 88 mm y algunos panzer. Para empeorar las cosas, la aviación americana se equivocó y ametralló a sus propias tropas terrestres. Estas empezaron a abrir fuego contra cualquier avión que vieran haciendo bueno el slogan: «If it flies, it dies», («Si vuela, muere»). La llegada de la 10.ª División Panzer y unos pocos nuevos carros Tiger supuso el 3 de diciembre un severo castigo para las tropas de Anderson, al obligarlas a retirarse tras sufrir numerosas pérdidas. Fue una lucha desigual contra un adversario mucho más competente y mejor armado.

Eisenhower se sintió aliviado al llegar a Argel tras pasar varias semanas en los húmedos túneles del Peñón de Gibraltar. Pero en vez de poder concentrarse en la apurada campaña de Túnez, se vio envuelto en los espinosos problemas del abastecimiento y de la política francesa. Los oficiales franceses con su «enfermizo sentido del honor» distraían constantemente a Eisenhower[12]. El general norteamericano esperaba que los Aliados hubieran llegado a un compromiso factible, con el nombramiento de Darlan como alto comisionado para el norte de África y de Giraud como comandante en jefe de las fuerzas francesas, aunque él seguía pretendiendo el mando supremo sobre todas las tropas aliadas. Por otra parte, el único motivo que tenía Churchill para apoyar a Darlan —la posibilidad de que convenciera a la flota francesa de Toulon de que se pasara a su bando— había desaparecido al ser hundidos sus barcos.

Eisenhower no tardó en recibir un susto tremendo. Cuando se filtró en los Estados Unidos y en Gran Bretaña la noticia de los «Acuerdos de Darlan», el escándalo no conoció límites. La prensa y la opinión pública estaban escandalizadas por el hecho de que el comandante supremo de las fuerzas aliadas hubiera nombrado como máxima autoridad del norte de África a un colaboracionista de Vichy, especialmente cuando se supo que la legislación antisemita seguía vigente y que sus adversarios políticos no habían sido sacados de la cárcel. De hecho estos, y especialmente los gaullistas, recibían un trato malísimo. Sin embargo, Darlan no daba muestras de estar demasiado satisfecho con su posición. Era consciente de que los americanos podían prescindir de él y quitárselo de encima como un «limón ya exprimido».

De Gaulle se guardó prudentemente de manifestarse en público, pues el problema lo habían creado los americanos. Tal vez se hubiera dado cuenta ya de que los oficiales de Vichy lo odiaban casi tanto como odiaban a los británicos. Aunque nunca llegara a reconocerlo, la política de los americanos de pactar con Darlan y Giraud en vez de hacerlo con él redundaría en último término en beneficio suyo. Aquellos dos trampolines evitaron el estallido de una guerra civil en el norte de África.

La Ejecutiva de Operaciones Especiales (Special Operations Executive, SOE) estaba muy alarmada por la profunda desconfianza que los Acuerdos de Darlan estaban suscitando no solo entre los gaullistas de Londres, sino sobre todo en las relaciones de los Aliados con la resistencia francesa en el interior e incluso en otros países. Junto con el OSS (Office of Strategic Services, Departamento de Servicios Estratégicos) norteamericano, la SOE sentó rápidamente en Argel las bases para formar a numerosos jóvenes voluntarios franceses con el fin de contar con su colaboración en Túnez. Uno de esos reclutas, llamado Fernand Bonnier, había empezado mezclándose con los círculos monárquicos y en un gesto de fatuidad había añadido a su nombre el apelativo de la Chapelle, presentándose como Fernand Bonnier de la Chapelle. Los que soñaban con la restauración de la monarquía y con convertir al conde de París en rey de Francia, veían en De Gaulle a un posible regente que allanara el camino, aunque solo fuera porque era bien sabido que la familia del general había sido monárquica.

En aquel mundo sombrío de complejidades conspiratorias se elaboró una trama para asesinar a Darlan. Intervinieron en ella gaullistas, que suministraron desde Londres dos mil dólares a través del general François d’Astier de la Vigerie para financiar la operación; el teniente coronel Douglas Dodds-Parker, del Cuerpo de Granaderos del ejército británico, el máximo oficial de la SOE en Argel; y Fernand Bonnier, que perpetró el atentado. Dodds-Parker, que había acompañado al líder de la resistencia francesa Jean Moulin al avión que lo llevaría definitivamente de regreso a Francia, enseñó a Bonnier a disparar la pistola y luego afirmaría, aunque en realidad no fuera verdad, que en el asesinato se había utilizado su propia arma. El plan preveía que Bonnier fuera sacado inmediatamente de Argel a bordo del Mutin, barco al mando de Gerry Holdsworth, de la flotilla secreta que tenía la SOE para infiltrar agentes en el Mediterráneo. Pero después de acechar a Darlan y descerrajarle un tiro en el estómago el 24 de diciembre, Bonnier fue capturado, sometido a un consejo de guerra y ejecutado con una precipitación repugnante.

Eisenhower, turbado por el suceso, por mucho que antes hubiera ansiado que apareciera cuanto antes «un maldito asesino», llamó a Dodds-Parker al cuartel general de las Fuerzas Aliadas para exigirle una seguridad categórica de que la SOE no había estado envuelta en el asesinato. Resulta difícil de saber con exactitud hasta qué punto era conocida de antemano la existencia de la conspiración. Desde luego el OSS de Londres tenía conocimiento de ella y le dio su aprobación, pero parece que ni Churchill ni sir Charles Hambro, el director de la SOE, dieron forma alguna de autorización. La eliminación del «limón exprimido» provocó pocas lágrimas, incluso entre aquellos de los Aliados que lo habían apoyado[13]. Roosevelt comentó fríamente a uno de sus invitados a la cena de fin de año en la Casa Blanca que Darlan no era más que «un hijo de puta»[14].

En la bolsa de Stalingrado, las tropas del VI Ejército seguían animadas ante la proximidad de las Navidades. Aunque sufrían a causa de los piojos, el frío y el hambre, las fiestas ofrecían una alternativa escapista que les permitía no pensar en lo fatal de su situación. Sabían que la Operación Tormenta de Invierno organizada por Manstein con el fin de liberarlos había fracasado, pero muchos soldados seguían sufriendo la «fiebre del Kessel», imaginando que podían escuchar la artillería del Ejército Panzer SS que venía a rescatarlos, como había prometido Hitler. No podían creer que su Führer fuera a abandonar a su VI Ejército. Pero tanto el OKW como Manstein se daban cuenta de que iba a ser sacrificado para mantener ocupados a los ejércitos soviéticos que lo rodeaban, mientras eran evacuadas las fuerzas alemanas del Cáucaso.

Los soldados del VI Ejército soñaban con celebrar la Navidad «a la alemana»[15]. Prepararon pequeños regalos para ofrecérselos unos a otros, en su mayoría pequeñas tallas o cosas de comer celosamente guardadas, lo que buenamente pudieran permitirse. En sus refugios bajo la nieve se desarrolló una generosidad y una camaradería extraordinarias frente a la adversidad. El día de Nochebuena cantaron Stille Nacht, heilige Nacht («Noche de paz»), y aquellas palabras de todos conocidas hicieron que muchos se deshicieran en llanto al pensar en sus familias y en su hogar. Pero los sentimientos cristianos no llegaron a los prisioneros soviéticos retenidos en dos campamentos dentro del Kessel. Privados por completo de alimento para no tener que reducir todavía más las raciones de los alemanes, los pocos supervivientes que quedaban se vieron obligados a comerse los cadáveres de sus compañeros.

En cualquier caso la realidad no podría ser negada demasiado tiempo. Durante dos días no llegaron vuelos de aprovisionamiento, debido al ataque de los tanques soviéticos contra el aeródromo de Tatsinskaya. El VI Ejército iba muriéndose poco a poco de consunción con su dieta de Wassersuppe («sopa de agua»), confeccionada con unos cuantos trozos de carne de caballo hervida en nieve derretida. El patólogo de la unidad, el Dr. Hans Girgensohn, que se había trasladado al interior del Kessel en avión a mediados de diciembre, no tardó en hacer un descubrimiento muy alarmante después de realizar cincuenta autopsias. Los soldados se morían de hambre con mucha más rapidez de lo que lo habrían hecho en otras circunstancias. Llegaba a la conclusión de que ello se debía a la interacción de la tensión, la malnutrición prolongada, la falta de sueño y el frío intenso. Todos estos factores interferían con el metabolismo corporal. Aunque el soldado hubiera tomado alimentos por valor de unos cuantos centenares de calorías, su aparato digestivo probablemente asimilaba solo una pequeña parte. La debilidad resultante reducía además su capacidad de superar la enfermedad. Incluso los que no estaban enfermos se encontraban demasiado débiles para intentar una salida a través de la nieve, que alcanzaba una altura considerable, y en cualquier caso Paulus no tuvo el valor de desafiar las órdenes de Hitler.

Las condiciones en los hospitales de campaña eran espantosas por encima de toda ponderación. La sangre de las heridas abiertas se congelaba incluso dentro de las tiendas. Los miembros gangrenados como consecuencia de la congelación eran amputados. Para los dedos se utilizaban alicates. No quedaba anestesia, y a los que tenían heridas graves en el estómago o en la cabeza se les dejaba morir sin más. Los cirujanos, desesperados y extenuados por el exceso de trabajo, tenían que llevar a cabo una selección despiadada de los heridos. «El soldado alemán sufre y muere con un valor tremendo», escribía el capellán de la 305.ª División de Infantería. «Hasta los amputados se mostraban serenos»[16].

Solo los heridos que podían andar eran evacuados en aviones de transporte, pues las camillas ocupaban demasiado espacio. Agentes de la Feldgendarmerie, armados con metralletas, intentaban mantener a raya a las multitudes de heridos y falsos enfermos que intentaban asaltar los aviones en las pistas heladas de los aeródromos de Gumrak y Pitomnik. Ni siquiera el hecho de tener una plaza asegurada en un avión era garantía de supervivencia. Los Junker 52 y los Focke-Wulf Condor cargados hasta los topes, se esforzaban por ganar altura antes de alcanzar el perímetro en el que las baterías antiaéreas disparaban contra ellos. Los soldados vieron precipitarse a varios aviones convertidos en auténticas bolas de fuego sabiendo que iban llenos de compañeros heridos.

1943 trajo una nueva ola de esperanza irracional cuando en su mensaje de Año Nuevo Hitler prometió que «Yo y toda la Wehrmacht alemana queremos hacer cuanto esté en nuestras manos para aliviar a los defensores de Stalingrado, y sabemos que con vuestra firmeza se producirá la hazaña más gloriosa en la historia de las armas alemanas»[17]. Por respeto a los sufrimientos del VI Ejército, Hitler prohibió el consumo de brandy y de champaña en el cuartel general del Führer.

Al pueblo alemán no se le había dicho todavía que el VI Ejército se hallaba rodeado y los soldados que escribían a sus casas eran amenazados con severos castigos si revelaban este hecho. Uno de ellos envió a su familia un dibujo para felicitar el Año Nuevo, pero en una esquina escribió en letra pequeñísima en francés la siguiente nota: «Hace veinte días que estamos rodeados. Es terrible estar aquí encerrados en esta trampa. Solo nos dicen: “¡Aguantad, aguantad!”, pero nos dan doscientos gramos de pan al día y un poco de sopa de carne de caballo. Casi no tenemos sal. Los piojos son una tortura y es absolutamente imposible librarse de ellos. No hay luz en los búnkeres y fuera hace veinte o treinta grados bajo cero»[18]. Pero la carta nunca llegó a su destino, pues se encontraba en la saca de la Feldpost que iba en uno de los aviones de transporte abatidos. El departamento de inteligencia del Frente del Don utilizó a comunistas y desertores alemanes para analizar todo aquel correo interceptado. Otro soldado escribía en tono sarcástico: «El primer día de las fiestas tuvimos de cena oca con arroz, y el segundo oca con guisantes. Llevamos comiendo oca mucho tiempo. Solo que nuestras ocas tienen cuatro patas y llevan herraduras»[19].

Stalin admitía a regañadientes todos los retrasos que se producían en la organización de la Operación Anillo, que debía asestar el golpe de gracia al VI Ejército. Rokossovsky dispondría de cuarenta y siete divisiones apoyadas por trescientos aviones. El 8 de enero, el cuartel general del Frente del Don envió dos emisarios con bandera blanca a ofrecer a Paulus los términos de la rendición. Pero fueron despachados de vuelta con el documento que habían traído casi con toda seguridad por orden del jefe de estado mayor, el Generalleutnant Schmidt.

Dos días después, al amanecer dio comienzo la Operación Anillo con un bombardeo de artillería pesada y el estridor de las baterías de lanzacohetes Katiusha. En aquellos momentos los oficiales del Ejército Rojo llamaban orgullosamente a la multitud de sus cañones el «Dios de la Guerra». El grueso del ataque fue dirigido contra la «nariz Marinovka», una avanzadilla situada al sudoeste del Kessel. Los soldados alemanes, envueltos en harapos, de tal modo que parecían espantapájaros, apenas podían encajar sus dedos hinchados por la congelación en el hueco del gatillo. La blancura del paisaje, en el que los pequeños montículos de nieve señalaban la presencia de los cadáveres insepultos, estaba acribillada de cráteres negros, producidos por las bombas, con los bordes amarillos por efectos de la cordita. En el sector sur, lo que quedaba de la división rumana había logrado escapar y salir corriendo, dejando un hueco de un kilómetro en la línea defensiva. El LXIV Ejército envió inmediatamente una brigada de tanques T-34, cuyas orugas hacían saltar la costra de nieve helada.

Las divisiones alemanas del sudoeste, obligadas a emprender la retirada, vieron que era imposible establecer una nueva línea de defensa, pues el terreno estaba demasiado duro para cavar trincheras. Les quedaba tan poca munición que los soldados aguardaban casi hasta que podían disparar a quemarropa a los atacantes soviéticos. El capellán de la 305.ª División señala la despiadada acometida de los rusos, «aplastando a los heridos con sus tanques, abatiendo sin piedad de un tiro a los heridos y a los prisioneros»[20].

El aeródromo de Pitomnik era un caos desastroso, lleno de aviones calcinados y aplastados y montones de cadáveres congelados fuera de las tiendas-hospital. Quedaba muy poco combustible para evacuar al resto de los heridos a los hospitales de campaña. Algunos eran arrastrados en trineos, hasta que sus camaradas paraban porque no podían más. Las escenas de sordidez eran casi inimaginables. Algunos soldados deprimidos y víctimas del shock de los bombardeos intentaban volver a la ciudad en ruinas en busca de refugio, en tan gran cantidad que la Feldgendarmerie necesitó Dios y ayuda para mantener la disciplina. No obstante, la mayoría de los hombres siguió luchando, y con ellos en muchos casos los Hiwis rusos, que sabían perfectamente lo que les aguardaba cuando acabara la batalla.

El 16 de enero, Pitomnik fue abandonado y los últimos Messerschmitt allí estacionados despegaron por orden de Richthofen. Gumrak, el otro aeródromo, de menor tamaño, no estaba en condiciones de recibir aviones de transporte y además estaba directamente bajo el fuego de la artillería. La Luftwaffe empezó a lanzar pertrechos en paracaídas, pero la mayor parte de ellos volaba a la deriva y caía detrás de las líneas soviéticas. Todo un batallón de la 295.ª División de Infantería alemana se rindió ese mismo día. En algunos casos, los oficiales al mando de los batallones no fueron capaces de enfrentarse a los sufrimientos de sus hombres. Estos caminaban cojeando con los pies congelados, tenían grietas en los labios, y sus caras, sin afeitar, tenían el color amarillento, céreo, de los agonizantes. Los cuervos volaban en círculos a su alrededor y se posaban para picotear los ojos de los muertos y de los moribundos.

El Ejército Rojo no tuvo piedad, especialmente tras los terribles descubrimientos que habían hecho. «Cuando liberamos la aldea de Novo-Maksimovsky», informaba el NKVD del Frente del Don, «nuestros soldados encontraron en dos edificios con las ventanas y las puertas tapiadas a setenta y seis prisioneros soviéticos, sesenta de los cuales habían muerto de hambre, y algunos cuerpos estaban ya en descomposición. El resto de los prisioneros estaban medio vivos, pero la mayoría no podía ni ponerse en pie de pura extenuación. Resultó que aquellos prisioneros habían pasado casi dos meses en aquellos edificios. Los alemanes estaban matándolos de hambre. A veces les tiraban carne podrida de caballo y les daban de beber agua salada»[21]. El oficial al mando del campo de prisioneros Dulag-205, declararía después en el curso de un interrogatorio del SMERSh que «desde primeros de diciembre de 1942, un mando del VI Ejército alemán, el teniente general Schmidt, prohibió personalmente suministrar comida al campamento y entonces dieron comienzo las muertes masivas por inanición»[22]. Los soldados soviéticos no tuvieron compasión de los alemanes heridos, especialmente cuando vieron a los últimos prisioneros rusos a los que habían dejado morir de hambre en otro campo en Gumrak. En un episodio trágico, sus salvadores los mataron sin querer al darles demasiada comida de golpe[23].

El 22 de enero, el cuartel general del VI Ejército recibió un comunicado telegráfico de Hitler. «La rendición está fuera de discusión. Las tropas deben luchar hasta el final. Si es posible, hay que defender la Fortaleza reducida con las tropas todavía en condiciones de combatir. La valentía y la tenacidad de la Fortaleza nos han dado la oportunidad de establecer un nuevo frente y de lanzar contraataques. El VI Ejército ha realizado así una contribución histórica al episodio más grandioso de la historia de Alemania»[24]. En Stalingrado, donde los hombres tenían que arrastrarse a cuatro patas, «como fieras», las condiciones reinantes en los sótanos eran incluso peores, contándose tal vez casi cuarenta mil heridos y enfermos entre los hombres del VI Ejército que quedaban vivos[25]. Los dedos de los pies y las manos de los heridos, completamente congelados, a menudo saltaban solos, cuando eran retirados los vendajes. Nadie tenía fuerzas para retirar los cadáveres de los que morían. Podía verse cómo los piojos los abandonaban para buscar los cuerpos de los vivos.

El 26 de enero, lo que quedaba del VI Ejército fue dividido en dos cuando el XXI Ejército llegó a las líneas de la 13.ª División de Guardias de Rodimtsev al norte del Mamaev Kurgan. El propio Paulus, que también padecía disentería, sufrió un ataque de nervios en los sótanos de los almacenes Univermag, situados en la Plaza Roja. Quedó así al mando Schmidt. Varios generales y oficiales de alta graduación se pegaron un tiro antes que arrostrar la deshonra de la capitulación. Algunos hombres eligieron el «suicidio del soldado», poniéndose de pie en la trinchera y esperando que el enemigo disparara.

Hitler anunció el ascenso de Paulus al rango de Generalfeldmarschall. El nuevo mariscal comprendió que el anuncio era la orden cifrada de que debía quitarse la vida, pero ahora que su admiración por Hitler se había evaporado, no tenía la menor intención de dar semejante satisfacción al Führer. El 31 de enero, los soldados del Ejército Rojo entraron en el edificio del Univermag. «Paulus estaba completamente trastornado», escribió el intérprete soviético, un teniente judío llamado Zakhary Rayzman. «Le temblaban los labios. Dijo al general Schmidt que estaba haciéndose demasiado jaleo, que había demasiada gente en la habitación». Rayzman escoltó a ciento cincuenta y un soldados y oficiales alemanes de regreso al cuartel general de su división. Por el camino, tuvo que detener a los soldados del Ejército Rojo que intentaban humillarlos. «Esa es la ironía del destino», declaró un coronel alemán, con la intención de que todos lo oyeran. «Un judío se encarga de que no nos hagan daño»[26]. Paulus y Schmidt fueron conducidos al cuartel general del LXIV Ejército del general Shumilov, donde se filmó la firma de la rendición. Todavía podía verse perfectamente el tic nervioso de Paulus.

Hitler escuchó la noticia de la rendición en silencio. Se quedó mirando aparentemente su sopa de verduras. Pero al día siguiente estalló en cólera contra Paulus por no haberse pegado un tiro. El 2 de febrero el general Strecker, al mando de lo poco que quedaba del XI Cuerpo en las ruinas de la zona norte de Stalingrado, también se rindió. El Ejército Rojo descubrió con estupor que tenía en sus manos a más de noventa y un mil prisioneros, muchos más de los que se esperaba. Debido sobre todo a la falta de preparativos, no recibieron alimento ni asistencia médica durante algún tiempo. Cuando llegó la primavera había muerto casi la mitad de ellos.

Las bajas soviéticas durante toda la campaña de Stalingrado ascendieron a un millón cien mil, y de ellas casi medio millón murieron. El ejército alemán y sus aliados también perdieron más de medio millón de hombres, entre muertos y prisioneros. En Moscú, las campanas del Kremlin repicaron por la victoria. Stalin fue presentado como el gran arquitecto de aquel triunfo histórico. La reputación de la Unión Soviética creció vertiginosamente en todo el mundo, atrayendo a muchos hacia los movimientos de resistencia capitaneados por los comunistas.

En Alemania, las emisoras de radio recibieron la orden de transmitir música solemne. Tras negarse obstinadamente a reconocer que el VI Ejército se hallaba rodeado desde el mes de noviembre, Goebbels intentaba ahora fingir que la totalidad del VI Ejército había perecido en una batalla final: «Han muerto para que Alemania viva». Pero su intento de crear un mito heroico fracasó. Enseguida empezó a correr por toda Alemania, especialmente entre los que escuchaban en secreto la BBC, el rumor de que Moscú había anunciado la captura de noventa y un mil hombres. La impresión causada por la derrota en Alemania fue demoledora. Solo los nazis fanáticos seguían creyendo que todavía podía ganarse la guerra.

El OKW quedó trastornado ante la «gran conmoción causada entre la opinión pública alemana» por la rendición del VI Ejército en Stalingrado y envió un severo aviso a los oficiales advirtiéndoles que no exacerbaran la situación con críticas a las autoridades militares y políticas a través de los llamados «relatos factuales» del combate[27]. Se multiplicaron los intentos de inculcar a las fuerzas armadas «la visión nacionalsocialista», aunque las autoridades recibieron informes que comunicaban que los oficiales de más edad, pertenecientes a los «días de la carrera militar apolítica» de la Reichswehr[28], no mostraban demasiado interés por el adoctrinamiento de sus soldados. Los oficiales más comprometidos y la SS se quejaban de que la labor de adoctrinamiento ideológico del Ejército Rojo era mucho más eficaz.

El 18 de febrero Goebbels recurrió al lema: «¡Guerra total! ¡Guerra Corta!», en un mitin masivo celebrado en el Sportpalast de Berlín. El ambiente estaba electrizado. Alzándose en el podio gritó: «¿Queréis una Guerra Total?»[29] El público saltó de sus asientos y respondió afirmativamente con un aullido. Incluso un periodista antinazi encargado de cubrir el acto confesaría más tarde que él también había saltado de su asiento lleno de entusiasmo y que apenas pudo frenarse y dejar de gritar: «¡Sí!», como el resto de la multitud. Posteriormente contaría a sus amigos que si Goebbels hubiera dicho: «¿Queréis ir todos a la muerte?»[30], la multitud habría respondido atronadoramente que sí. El régimen nazi había atrapado a toda la población del país y la había convertido, quieras o no, en cómplice de sus crímenes y de su locura[31].