STALINGRADO
(AGOSTO-SEPTIEMBRE DE 1942)
Stalin se puso furioso cuando se enteró de que las fuerzas soviéticas habían sido obligadas a retroceder a las afueras de Stalingrado. «¿Qué es lo que les pasa?», gritó por teléfono al general Aleksandr Vasilevsky, al cual había enviado a la zona para que informara a la Stavka. «¿Acaso no se dan cuenta de que eso es una catástrofe no solo para Stalingrado? ¡Perderíamos también nuestra principal vía fluvial y nuestro petróleo!»[1]. Además de las fuerzas de Paulus que amenazaban la ciudad por el norte, los dos cuerpos panzer de Hoth avanzaban rápidamente por el sur.
Vasily Grossman, el primer corresponsal en llegar a la ciudad machacada por la Luftwaffe, estaba tan alarmado como el que más. «Esta guerra en la frontera de Kazajstán, en la cuenca baja del Volga, le da a uno la terrible sensación de un cuchillo clavado muy hondo». Mientras inspeccionaba los edificios bombardeados con las ventanas vacías y los tranvías carbonizados en medio de las calles, comparaba las ruinas de la ciudad con «Pompeya, víctima de la catástrofe en un día en el que todo estaba en auge»[2].
El 25 de agosto de 1942, se declaró el estado de sitio en Stalingrado. La 10.ª División de Fusileros del NKVD organizó «batallones destructores» de trabajadores, hombres y mujeres, de la Fábrica de Munición Barrikady, de las Acererías Octubre Rojo, y de la Fábrica de Tractores Dzerzhinsky. Escasamente armados, fueron enviados a combatir contra la 16.ª División Panzer con los resultados previsibles. Grupos de bloqueo de militantes del Komsomol (Juventudes Comunistas), provistos de armas automáticas, fueron situados tras ellos para impedir cualquier posible retirada. Al noroeste de la ciudad, el I Ejército de Guardias recibió la orden de atacar el flanco del XIV Cuerpo Panzer del general Gustav von Wietersheim, que se hallaba a la espera de refuerzos y pertrechos. El plan consistía en unirse al LXII Ejército, que estaba siendo obligado a replegarse al interior de la ciudad, pero los panzer, con el apoyo de la aviación de Richthofen, los hicieron retroceder durante la primera semana de septiembre.
La Luftwaffe continuó machacando la ciudad en ruinas. Bombardeó y ametralló los transbordadores, los vapores de ruedas y las pequeñas barcazas que intentaban evacuar a la población civil de la margen derecha del Volga a la izquierda. Hitler, obcecado con la aniquilación del enemigo bolchevique, promulgó una nueva disposición el 2 de septiembre. «El Führer ordena que, en el momento de la entrada en ella, sea eliminada toda la población masculina de la ciudad, pues Stalingrado, con su población de un millón de habitantes, comunistas convencidos, es particularmente peligrosa»[3].
Los sentimientos de los soldados alemanes eran muy variados, como ponen de manifiesto las cartas enviadas a sus familias. Algunos se mostraban exultantes ante la proximidad de la victoria, pero otros se quejaban de que, a diferencia de lo que ocurría en Francia, no había nada que comprar para mandar a casa. Sus esposas les pedían pieles, especialmente de astracán. «Por favor, mándame un regalo de Rusia, cualquier cosa, no me importa lo que sea», reclamaba la mujer de uno de ellos[4]. Con los bombardeos de la RAF, las noticias procedentes de Alemania no eran demasiado alentadoras. Los parientes se quejaban del aumento de las movilizaciones. «¿Cuándo va a acabarse toda esta Sckweinerei?», decía una carta recibida por el soldado Müller. «No tardarán en ser enviados al campo de batalla los muchachos de dieciséis años». Y su novia le decía que ya no iba al Kino, pues le resultaba «demasiado triste ver los noticiarios cinematográficos con las últimas informaciones sobre el Frente»[5].
Al anochecer del 7 de septiembre, aunque el avance hacia Stalingrado parecía un éxito, Hitler tuvo un ataque de furia como no se le había visto nunca. El general Alfred Jodl acababa de regresar al Cuartel General del Führer en Vinnitsa de una visita al Generalfeldmarschall List, comandante en jefe del Grupo de Ejércitos A en el Cáucaso. Cuando Hitler se quejó de que List no hubiera conseguido hacer lo que se le había ordenado, Jodl replicó que List había hecho lo que le habían dicho que hiciera. Hitler gritó: «¡Eso es mentira!», y salió violentamente de la habitación. A continuación dio instrucciones para que los estenógrafos copiaran todas y cada una de las palabras que se dijeran en la conferencia sobre la situación vigente que se celebraba a diario[6].
El general Warlimont, del estado mayor del OKW, quedó sorprendido por el espectacular cambio que, según pudo constatar, se había producido en el ambiente cuando regresó después de una breve ausencia. Hitler lo saludó con una «larga mirada de violento odio». Más tarde el general afirmaría que pensó: «Este hombre se ha puesto en evidencia; se ha dado cuenta de que su juego fatal se ha acabado»[7]. Otros miembros del estado mayor de Hitler pensaban también que se había encerrado en sí mismo. Ya no comía con los miembros de su estado mayor ni los saludaba dándoles la mano. Parecía desconfiar de todo el mundo. Apenas dos semanas después el Führer destituyó al general Halder como jefe del estado mayor general.
La ocupación de territorios por parte del Tercer Reich había llegado al máximo. Sus fuerzas se extendían desde el Volga hasta la costa atlántica de Francia, y desde el Cabo Norte hasta el Sahara. Pero en aquellos momentos Hitler estaba obsesionado con la captura de Stalingrado, principalmente porque llevaba el nombre de Stalin. Beria decía refiriéndose a la batalla en torno a la ciudad que era «una confrontación entre carneros», pues se había convertido en una cuestión de prestigio para los dos líderes[8]. Sobre todo Hitler se aferraba a la idea de alcanzar una victoria simbólica en Stalingrado, para compensar el inminente fracaso de su intento de conquistar los campos petrolíferos del Cáucaso. De hecho la Wehrmacht había alcanzado el «punto culminante», en el que su ofensiva se había quedado sin fuelle y ya no era capaz de rechazar ulteriores ataques.
Pero a los angustiados ojos del mundo exterior, no había nada que pareciera capaz de detener el avance alemán por Oriente Medio simultáneamente desde el Cáucaso y desde el norte de África. La embajada norteamericana en Moscú esperaba que se produjera de un momento a otro el colapso de la Unión Soviética. En aquel año de desastres para los Aliados casi nadie se dio cuenta de que la Wehrmacht había llevado a cabo una excesiva dispersión de sus fuerzas que podía resultar muy peligrosa. Y tampoco casi nadie supo apreciar la resolución de contraatacar mostrada por el Ejército Rojo acorralado.
Mientras el LXII Ejército se replegaba hacia las afueras de la ciudad, el general Yeremenko, al mando del Frente de Stalingrado, y Khrushchev, su comisario político en jefe, convocaron al general Vasily Chuikov a su nuevo cuartel general en la orilla izquierda del Volga. Chuikov debía ponerse al mando del LXII Ejército en Stalingrado.
«Camarada Chuikov», dijo Khrushchev, «¿cómo interpretas la labor que se te ha encomendado?».
«Defenderemos la ciudad o moriremos en el intento», contestó Chuikov. Yeremenko y Khrushchev afirmaron que lo había entendido muy bien[9].
Chuikov, que tenía una cara de rasgos marcados típicamente rusa y una espesa mata de pelo rizado, se reveló un líder despiadado, dispuesto a golpear o a pegar un tiro a cualquier oficial que no cumpliera con su deber. En aquel clima de caos y pánico, era casi con toda seguridad el mejor hombre para una tarea como aquella. En Stalingrado no se necesitaba un genio estratégico: solo la inteligencia de un campesino y una determinación despiadada. La 29.ª División Motorizada alemana había llegado al Volga, por el extremo sur de la ciudad, aislando al LXII Ejército de su vecino, el LXIV, al mando del general Mikhail Shumilov. Chuikov sabía que tenía que aguantar, desgastando a los alemanes, sin tener en cuenta las bajas que se pudieran sufrir. «El tiempo es sangre», como diría más tarde con una claridad brutal[10].
Para poner freno a los intentos de las tropas de escapar cruzando el Volga, cada vez más numerosos, Chuikov ordenó al coronel Sarayan, al mando de la 10.ª División de Fusileros del NKVD, que situara piquetes en todos los pasos del río para matar a tiros a los desertores. Sabía que la moral de la gente estaba viniéndose abajo. Incluso un comisario político había anotado imprudentemente en su diario el siguiente comentario: «Nadie cree que Stalingrado vaya a aguantar. Me parece que no vamos a vencer nunca»[11]. Sarayan, sin embargo, se sintió ofendido cuando Chuikov le dijo que desplegara al resto de sus tropas para ponerlas a combatir a sus órdenes. El NKVD no aceptaba de buen grado que ningún oficial del ejército asumiera el control de sus hombres, pero Chuikov sabía que podía soportar cualquier amenaza. No tenía nada que perder. Su ejército había quedado reducido a veinte mil hombres, con menos de sesenta tanques, muchos de ellos inmovilizados, de modo que habían sido arrastrados hasta las posiciones de fuego para ser protegidos en las trincheras.
Chuikov ya había tenido la impresión de que a las tropas alemanas no les gustaban los combates cuerpo a cuerpo, de modo que su intención era mantener sus líneas lo más cerca posible del enemigo. Esa proximidad habría impedido también que actuaran los bombarderos de la Luftwaffe, por temor a alcanzar a sus propios hombres. Pero quizá la mayor ventaja que tenía era el destrozo que los enemigos habían causado ya en la ciudad. El paisaje de ruinas que los bombardeos de Richthofen habían creado proporcionaría el campo de batalla en el que se batirían sus hombres. Chuikov tomó además la decisión adecuada manteniendo su artillería pesada y de medio calibre en la margen izquierda del Volga, con el fin de disparar sobre las concentraciones de tropas alemanas cuando formaran para lanzar sus ataques.
La primera gran acometida de los nazis dio comienzo el 13 de septiembre, al día siguiente de que Hitler obligara a Paulus a fijar una fecha para la captura de la ciudad. Paulus, que tenía un tic nervioso y padecía disentería crónica, calculaba que sus tropas tomarían la plaza en veinticuatro días. Los oficiales alemanes habían animado a sus hombres con la idea de que iban a llegar a las orillas del Volga rápidamente efectuando una gran carga. Las escuadrillas de la Luftwaffe de Richthofen ya habían comenzado el bombardeo, sobre todo con aviones Stuka zumbando sobre su objetivo. «Sobre nuestras cabezas pasó una multitud de Stukas», escribía en una carta un Gefreiter de la 389.ª División de Infantería, «y después de que atacaran, no podía uno creer que hubiera quedado vivo ni un ratón». Nubes de polvo blanquecino procedente de los ladrillos pulverizados se mezclaban con el humo de los edificios y los depósitos de petróleo en llamas[12].
Sin protección alguna en su cuartel general del Mamaev Kurgan, Chuikov había perdido el contacto con los mandos de sus divisiones, pues los bombardeos habían cortado las líneas telefónicas. Se vio obligado a llevarse a su estado mayor arrastrándose a toda prisa por el suelo hasta un búnker excavado en la roca que llegaba hasta la orilla misma del río Tsaritsa. Aunque la mayor parte de los ataques alemanes habían sido frenados por la feroz resistencia que se les opuso, la 71.ª División de Infantería logró penetrar hasta el centro mismo de la ciudad. Yeremenko se enfrentó a la tarea nada envidiable de tener que informar por teléfono de lo sucedido a Stalin, que se encontraba en medio de una reunión con Zhukov y Vasilevsky. El dictador ordenó inmediatamente que la 13.ª División de Guardias, al mando del general Aleksandr Rodimtsev, héroe de la Guerra Civil Española, cruzara el Volga para unirse a los combates en la ciudad.
Dos regimientos de fusileros del NKVD de Sarayev lograron frenar a la 71.ª División de Infantería durante el 14 de septiembre e incluso llegaron a reconquistar la estación central del ferrocarril. Esto dio apenas tiempo a que los guardias de Rodimtsev empezaran a cruzar el río esa misma noche, en una flotilla heterogénea de barcas de remo, pinazas, lanchas cañoneras y gabarras. Fue una travesía larga y terrible en medio del fuego de la artillería, pues en Stalingrado el Volga alcanzaba los mil trescientos metros de anchura. Cuando los hombres de las primeras barcas se aproximaron a la margen derecha del río, pudieron ver la silueta de los soldados de infantería alemanes recortándose sobre la luz de los edificios en llamas situados por encima de ellos cerca de la orilla. Los primeros soldados soviéticos que desembarcaron se lanzaron directamente al ataque en la empinada pendiente que formaba la margen del río, sin tiempo siquiera de armar las bayonetas en sus fusiles. Cuando se unieron a los fusileros del NKVD situados a su izquierda, obligaron a los alemanes a replegarse. A medida que iban desembarcando más batallones, fueron avanzando a brazo partido hacia la línea férrea, al pie del Mamaev Kurgan, donde se desencadenó una cruenta lucha por dominar la cumbre, situada a ciento dos metros de altura. Si los alemanes la tomaban, podrían controlar todas las travesías del río con su artillería. La colina sería vapuleada por las bombas durante tres meses, y los cadáveres serían enterrados y desenterrados una y otra vez en los escombros.
Como es natural muchos fusileros del NKVD lanzados a primera línea de combate se vinieron abajo debido a la tensión. El Destacamento Oficial comunicó que «la unidad de bloqueo del LXII Ejército arrestó entre el 13 y el 15 de septiembre a mil doscientos dieciocho soldados y oficiales, de los cuales fueron ejecutados veintiuno, diez fueron encarcelados y otros fueron devueltos a sus unidades. La mayoría de las tropas arrestadas pertenecía a la 10.ª División del NKVD»[13].
«Stalingrado parece un cementerio o un basurero», escribió en su diario un soldado del Ejército Rojo. «La ciudad entera y la zona circundante están negras, como si las hubieran pintado con hollín»[14]. Los uniformes de un bando y otro apenas podían distinguirse al quedar impregnados de suciedad y cubiertos por la polvareda levantada por los escombros. Y la mayor parte de los días el humo y el polvo eran tan espesos que no se podía ver el sol. El hedor de los cuerpos en descomposición abandonados en medio de las ruinas se mezclaba con el de los excrementos y el hierro calcinado. Al menos cincuenta mil civiles (un informe del NKVD habla de doscientos mil) no habían podido cruzar el Volga, o no se lo habían permitido, pues en aquellos momentos se daba prioridad a la evacuación de los heridos. La gente se hacinaba, muerta de hambre y de sed, en los sótanos de los edificios en ruinas mientras la batalla se desarrollaba sobre sus cabezas y el suelo temblaba con las explosiones.
La vida era mucho peor para los que habían quedado atrapados detrás de las líneas alemanas. «Desde los primeros días de la ocupación», informaría más tarde el Destacamento Especial del NKVD, «los alemanes empezaron a liquidar a los judíos que habían quedado en la ciudad, así como a los comunistas, a los miembros del Komsomol y a las personas sospechosas de ser partisanos. Fueron sobre todo la Feldgendarmerie y la policía auxiliar de Ucrania las que se encargaron de la búsqueda y la detención indiscriminada de judíos. Los traidores existentes entre la población local también desempeñaron un papel significativo. Para localizar y asesinar a los judíos, registraban las viviendas, los sótanos, los escondites y los refugios subterráneos. De la búsqueda de comunistas y de miembros del Komsomol se encargaba la Geheime Feldpolizei, que contó con la ayuda activa de los traidores a la Madre Patria…, Hubo también violaciones salvajes de mujeres soviéticas por parte de los alemanes»[15].
Muchos soldados rusos no fueron capaces de aguantar la tensión del combate. Durante la batalla de Stalingrado fueron ejecutados por cobardía o deserción unos trece mil hombres en total. Los detenidos eran obligados a desnudarse antes de ser fusilados, para que su uniforme pudiera ser utilizado de nuevo sin llevar agujeros de bala, que habrían resultado desalentadores. Los soldados hacían alusión a los prisioneros que recibían sus «nueve gramos» de plomo, la última ración que les daba el estado soviético[16]. Los que hacían la vista gorda con los camaradas que intentaban desertar también eran detenidos. El 8 de octubre el Frente de Stalingrado comunicaba a Moscú que tras la imposición de una férrea disciplina «el clima derrotista ha sido eliminado casi del todo, y el número de incidentes traicioneros va disminuyendo»[17].
Los comisarios políticos se sentían particularmente molestos por los rumores que corrían acerca de que los alemanes permitían irse a casa a los desertores rusos que se pasaban a ellos. La falta de instrucción política, informaba a Moscú un comisario político de alto rango, «es explotada por agentes alemanes que llevan a cabo su labor de corrupción, intentando convencer a los soldados más inestables de que deserten, especialmente a aquellos cuyas familias han quedado en los territorios ocupados temporalmente por los alemanes»[18].
Parece que los más vulnerables eran los ucranianos, que sentían nostalgia de su tierra, muchos de ellos refugiados que huían del avance de los alemanes y a los que habían puesto un uniforme para mandarlos directamente al frente, de modo que no tenían noticia alguna de la suerte que habían corrido sus familiares y sus casas.
El departamento político habría podido precisar que solo el cincuenta y dos por ciento de los soldados del LXII Ejército era de nacionalidad rusa, como prueba del carácter multinacional de la Unión Soviética. Y ni siquiera esta cifra tiene en cuenta el fuerte contingente siberiano. Más de un tercio de los hombres de Chuikov eran ucranianos. El equilibrio se conseguía contando a los kazajos, los bielorrusos, los judíos (jurídicamente definidos como no rusos), los tártaros, los uzbecos y los azerbaiyanos. Se esperaba demasiado de la leva masiva llevada a cabo en Asia central, cuyos integrantes nunca se habían enfrentado a la tecnología militar moderna. «Les cuesta trabajo entender las cosas», comunicaba un teniente ruso puesto al mando de un pelotón de metralletas, «y resulta muy difícil trabajar con ellos»[19]. La mayoría llegaba sin haber recibido instrucción alguna y sus sargentos y oficiales tenían que enseñarles a utilizar una ametralladora.
«Cuando fuimos trasladados a la segunda línea debido a las enormes pérdidas sufridas», anotó un soldado tártaro de Crimea, «recibimos refuerzos: uzbecos y tayikos, que seguían llevando sus gorras típicas, incluso en el frente. Los alemanes nos decían en ruso a través de la megafonía: “¿De dónde habéis sacado a esos animales?”»[20].
La propaganda dirigida a los soldados fue brutal, pero probablemente eficaz. Una imagen aparecida en el periódico del Frente de Stalingrado mostraba a una chica asustada con las piernas y brazos atados. «¿Qué dirías si tu amada fuera atada así por los fascistas?», rezaba el letrero correspondiente. «Primero la violarán con la mayor desvergüenza, y luego la arrojarán debajo de un tanque. ¡Avanza, guerrero! ¡Dispara al enemigo! ¡Tu obligación es impedir al violador que abuse de tu novia!»[21] Creían apasionadamente en el slogan propagandístico que decía: «¡Para los defensores de Stalingrado no hay tierra al otro lado del Volga!»[22]
A comienzos de septiembre, a los soldados alemanes les dijeron sus oficiales que Stalingrado caería pronto y que eso supondría el fin de la guerra en el frente oriental, o al menos la oportunidad de obtener un permiso para ir a casa. El círculo en torno a Stalingrado se cerró cuando las tropas del IV Ejército Panzer se unieron con el VI Ejército de Paulus. Todos sabían que la gente en Alemania aguardaba la llegada de noticias de la victoria. La aparición de la 13.ª División de Fusileros de la Guardia y la incapacidad de los alemanes de apoderarse de los atracaderos del centro de la ciudad fueron consideradas meros reveses temporales. «Desde ayer», decía en una carta a su familia un integrante de la 29.ª División de Infantería Motorizada, «la bandera del Tercer Reich ondea sobre el centro de la ciudad. El centro y la zona de la estación están en manos alemanas. No podéis imaginaros cómo recibimos la noticia»[23]. Por el flanco izquierdo, los ataques soviéticos desde el norte fueron repelidos, aunque con un elevado número de bajas. La 16.ª División Panzer había situado sus tanques en una ladera resguardada, de modo que destruía todos los vehículos blindados soviéticos que aparecían por la cima de la colina. La victoria parecía inevitable, pero con las primeras heladas empezaron a surgir dudas en la mente de algunos.
A última hora de la tarde del 16 de septiembre, el secretario de Stalin entró en su despacho silenciosamente y puso sobre la mesa del dictador la copia de un comunicado de radio alemán que había sido interceptado. Se afirmaba en él que Stalingrado había sido tomada y que Rusia había quedado dividida en dos. Stalin se acercó a la ventana y miró al exterior. A continuación llamó por teléfono a la Stavka. Ordenó que enviaran un comunicado por radio a Yeremenko y a Khrushchev exigiéndoles que dijeran exactamente la verdad sobre la situación existente. Pero de hecho la crisis inmediata ya había pasado. Chuikov había empezado a traer nuevos refuerzos a través del río para reemplazar las terribles pérdidas sufridas. La artillería soviética, concentrada en la margen izquierda del río, era cada vez más experta en frustrar los ataques alemanes. Y el VIII Ejército Aéreo empezaba a mandar que despegaran cada vez más aviones para enfrentarse a la Luftwaffe, aunque a sus tripulantes seguía faltándoles seguridad en sí mismos. «Nuestros pilotos creen que cuando despegan ya son cadáveres», reconocía el comandante de un caza. «De ahí es de donde vienen las bajas»[24].
La táctica de Chuikov consistía en no hacer caso de las órdenes del Frente de Stalingrado, que le establecía la necesidad de lanzar grandes contraataques. Sabía que no podía permitirse las bajas que aquello comportaba. Por el contrario, se decantó por el sistema de «rompeolas», utilizando como plazas fuertes casas bien guarnecidas y cañones antitanques ocultos entre las ruinas con el fin de fragmentar los ataques alemanes. Acuñó la expresión «academia de lucha calle por calle de Stalingrado», mediante la cual designaba los asaltos nocturnos llevados a cabo por patrullas de combate de hombres armados con ametralladoras, granadas, cuchillos e incluso palas afiladas, que atacaban a través de los sótanos y las alcantarillas.
Los combates se producirían de día y de noche, planta por planta, en las distintas manzanas de casas en ruinas, con grupos de enemigos situados en diferentes pisos, disparando y lanzando granadas a través de los agujeros abiertos por las bombas. «Una ametralladora es muy útil en la lucha casa por casa», anotó un soldado. «Los alemanes a menudo nos tiraban granadas y nosotros por nuestra parte les tirábamos granadas a ellos. De hecho en varias ocasiones cogí una granada de los alemanes y se la devolví; las bombas estallaban incluso antes de caer al suelo. Mi sección recibió la orden de defender una casa, y de hecho estábamos todos en el tejado. Los alemanes llegaron a los bajos y al primer piso, y abrimos fuego contra ellos»[25].
El reabastecimiento de municiones se convirtió en un problema desesperante. «La munición que nos traen durante la noche no es recogida a tiempo por los representantes del mando del LXII Ejército», informaba el Destacamento Especial del NKVD. «Es descargada a la orilla del río y a menudo estalla como consecuencia del fuego enemigo durante el día. Los heridos no se evacuan hasta la caída de la noche. Los hombres que sufren heridas graves no reciben ayuda alguna. Mueren y sus cadáveres no son recogidos. Los vehículos pasan por encima de ellos. No hay médicos. Los heridos reciben ayuda de las mujeres del lugar»[26]. Aunque sobrevivieran a la travesía del Volga y llegaran a algún hospital de campaña, sus perspectivas distaban mucho de ser alentadoras. Las amputaciones se llevaban a cabo a toda prisa. Muchos heridos eran evacuados en trenes hospital a Tashkent. Un soldado apuntó que en la sala en la que fue colocado con otros catorce soldados de Stalingrado, solo cinco hombres conservaban «todas sus extremidades»[27].
Los alemanes, desconcertados por haber perdido las ventajas de maniobra de las que gozaban, denominaron aquella nueva forma de combate Rattenkrieg o guerra de ratas. Sus mandos, horrorizados por la tremenda ferocidad de semejante lucha, en la que sus bajas alcanzaban unas cotas elevadísimas, pensaron que estaban obligándolos a recurrir a las viejas tácticas de la Primera Guerra Mundial. Intentaron responder con grupos de asalto, pero a sus soldados no les gustaba combatir de noche. Y los centinelas, asustados ante la idea de que los siberianos se presentaran sigilosamente para cogerlos prisioneros y convertirlos en «lenguas» de interrogatorio, eran presa del pánico en cuanto se producía algún ruido, por pequeño que fuera, y empezaban a disparar. El gasto del VI Ejército en munición superaría solo en el mes de septiembre los veinticinco millones de cartuchos. «Los alemanes combaten sin escatimar la munición», informaba el Destacamento Especial a Beria en su despacho de Moscú. «Son capaces de abrir fuego con cañones de campaña contra un solo hombre, mientras que nosotros asignamos a cada ametralladora una cinta y gracias»[28]. Pero los soldados alemanes también escribían a sus familias quejándose de la escasez de las raciones y del hambre que pasaban. «No podéis imaginaros lo que estoy pasando aquí», decía uno de ellos. «El otro día había unos perros corriendo por aquí y disparé contra uno, pero resultó que al que di estaba muy flaco»[29].
Se utilizaron también otros medios para desgastar a los alemanes e impedir que pudieran descansar. El 588.º Regimiento de Bombarderos Nocturnos se especializó en volar por la noche con sus obsoletos biplanos P0-2 sobre las líneas alemanas apagando los motores cuando iniciaban su ataque. El fantasmal silbido que producían resultaba siniestro. Todos sus pilotos, caracterizados por su extraordinario valor, eran mujeres jóvenes. No tardaron en ser bautizadas como las «Brujas de la Noche», primero por los alemanes y luego por sus propios compatriotas.
Durante el día los encargados de ejercer presión psicológica eran los grupos de francotiradores. Al principio, la actividad de los tiradores era esporádica y estuvo mal planificada. Pero los mandos de las divisiones soviéticas se dieron cuenta rápidamente de su importancia a la hora de inspirar miedo al enemigo y para levantar la moral de sus propios hombres. La actividad del francotirador se convirtió casi en un culto debido a la influencia de los comisarios políticos, y por consiguiente debemos tener mucha cautela ante las numerosas afirmaciones estajanovistas que se hacen acerca de sus logros, especialmente cuando la propaganda convertía a los ases de la puntería en algo casi comparable a los astros del fútbol actual. El francotirador más famoso de Stalingrado, Vasily Zaitsev, que no era el que más puntería tenía, probablemente fuera elevado al estrellato por pertenecer a la 284.ª División de Fusileros de Siberia del coronel Nikolai Batyuk, formación que contaba con el favor de Chuikov. El general en jefe del ejército sentía envidia de la publicidad concedida a la 13.ª División de Fusileros de la Guardia de Rodimtsev, así que el francotirador estrella de esta unidad, Anatoly Chekhov, recibió menos atención.
El terreno resquebrajado de la ciudad en ruinas y la proximidad de las primeras líneas eran ideales. Los tiradores podían esconderse casi en cualquier sitio. Un edificio alto ofrecía un campo de tiro mucho mayor, pero en cambio escapar de él resultaba mucho más peligroso. Vasily Grossman, el corresponsal del que más se fiaban los soldados, obtuvo incluso permiso para acompañar a Chekhov, un chico de apenas diecinueve años, en una de sus expediciones. Chekhov, que tenía un carácter callado e introvertido, contó a Grossman sus experiencias en una serie de largas entrevistas. Describía en ellas cómo escogía a sus víctimas por su uniforme. Los oficiales constituían un objetivo prioritario, especialmente los observadores de artillería. Y también los soldados encargados de acarrear agua cuando los soldados alemanes sufrían más a causa de la sed. Existen incluso informes de que los francotiradores tenían orden de disparar contra los niños rusos hambrientos a los que los soldados alemanes sobornaban con mendrugos de pan para que les llenaran las cantimploras en el Volga. Y los francotiradores soviéticos no tenían desde luego el menor reparo en pegar un tiro a cualquier mujer rusa que vieran en compañía de los alemanes.
Como si de una excursión de pesca se tratara, Chekhov ocupaba una posición cuidadosamente escogida antes del amanecer para estar listo «al rayar el alba». Desde que mató a su primera víctima, buscaba los tiros en la cabeza y contemplaba con satisfacción el chorro de sangre que producían. «Vi una cosa negra salir de su cabeza, cayó al suelo… Cuando disparo, la cabeza se echa inmediatamente hacia atrás, o hacia un lado, [la víctima] deja caer cualquier cosa que lleve en las manos y se desploma… ¡No bebían nunca agua del Volga!»[30]
El diario de un suboficial alemán de la 297.ª División de Infantería capturado al sur de Stalingrado ponía de manifiesto el efecto desmoralizador que tenían los francotiradores incluso fuera de las ruinas de la ciudad. El 5 de septiembre el Unteroffizier en cuestión escribía: «El soldado que nos traía el desayuno fue abatido por un francotirador justo cuando estaba a punto de saltar a nuestra trinchera». Cinco días después anotaba: «He estado últimamente en la retaguardia y no soy capaz de describir lo bien que se estaba allí. Puede uno caminar erguido sin temor de ser alcanzado por un francotirador. Me lavé la cara por primera vez en trece días». Y al volver al frente escribía: «Los francotiradores no nos dan tregua. ¡Tienen una puntería de la hostia!»[31]
La mentalidad estajanovista estaba profundamente enraizada en el Ejército Rojo y los oficiales se sentían obligados a hinchar la magnitud de los sucesos o incluso a inventárselos, tal como explicaba un teniente bisoño. «Había que mandar cada mañana y cada tarde un informe sobre las bajas causadas al enemigo y sobre el heroísmo de los hombres del regimiento. Tenía que llevar los informes yo mismo porque había sido nombrado oficial de enlace, pues a nuestra batería no le quedaban cañones… Una mañana, solo por curiosidad, leí un documento marcado como “SECRETO” que había enviado el oficial al mando de un regimiento. Decía que las tropas de su regimiento habían repelido el ataque del enemigo y habían causado daños a dos tanques, habían silenciado cuatro baterías y habían matado a una docena de soldados y oficiales de Hitler con fuego de artillería, de fusil y de ametralladora. Pero yo sabía perfectamente que los alemanes habían pasado todo el día sin hacer nada en sus trincheras y que nuestros cañones de 75 mm no habían disparado ni un solo obús. En realidad no puedo decir que me sorprendiera semejante informe. En aquellos momentos ya estábamos acostumbrados a seguir el ejemplo del Sovinform [agencia de noticias oficial]»[32].
Los soldados del Ejército Rojo no solo se veían obligados a sufrir el tormento del miedo, el hambre y los piojos, a los que denominaban «francotiradores», sino que además padecían la angustia de no tener qué fumar. Algunos se arriesgaban incluso a sufrir severos castigos por utilizar su documento de identidad para liarse un cigarrillo si por ventura les quedaba un poco de tabaco tipo makhorka. Y cuando estaban realmente desesperados, se fumaban el relleno de algodón de sus guerreras acolchadas. Todos echaban de menos su ración de cien gramos diarios de vodka, pero los cabos del servicio de abastos robaban una parte de las asignaciones y rellenaban el resto con agua. Siempre que tenían ocasión, los soldados cambiaban con la población civil pertrechos o prendas de ropas por samogonka o licor destilado ilegalmente[33].
En Stalingrado, las más valientes entre los valientes eran las jóvenes auxiliares de enfermería, que salían constantemente en medio del fuego graneado a recoger a los heridos y llevarlos, aunque fuera a rastras, detrás de las líneas. A veces respondían al fuego de los alemanes. Con camillas no había ni que contar, así que la auxiliar o bien se escabullía colocándose debajo del herido y arrastrándose cargándolo sobre su espalda, o bien lo envolvía en una lona o en un capote y tiraba de él. Los heridos eran llevados luego a algún embarcadero para su evacuación al otro lado del anchuroso río, donde tenían que aguantar los embates de la artillería, las ametralladoras y los ataques aéreos. A menudo eran tantos que quedaban desatendidos durante horas, a veces incluso días. Los servicios médicos no daban abasto. Y en los hospitales de campaña, que carecían de bancos de sangre, las enfermeras y los médicos se ofrecían voluntarios para hacer transfusiones de brazo a brazo. «Si no lo hacen así, los soldados morirán», comunicaba el Frente de Stalingrado a Moscú. Muchos se desmayaban por haber donado demasiada sangre[34].
En su momento más crítico, durante la batalla de Stalingrado se produjo un cambio de poder dentro del propio Ejército Rojo. El 9 de octubre, el Decreto N.º 307 anunció «la introducción de una estructura de mando unificada en el Ejército Rojo y la eliminación del puesto de comisario»[35]. Los mandos militares que habían sufrido las intromisiones de los comisarios políticos estaban exultantes. Aquella medida fue un elemento fundamental para el ulterior resurgimiento de un cuerpo de oficiales profesionales. Los comisarios políticos, por su parte, quedaron horrorizados al comprobar que los mandos militares dejaban de hacerles caso. El departamento político del Frente de Stalingrado deploraba la «actitud absolutamente incorrecta» que se puso de manifiesto. Se notificaron numerosos ejemplos a Moscú. Un comisario comunicaba que «el departamento político es considerado un apéndice innecesario»[36].
El servicio de inteligencia militar soviético y el NKVD se alarmaron también cuando, a raíz de los interrogatorios de los prisioneros, se descubrió que un gran número de soldados suyos capturados por los alemanes trabajaban para el enemigo realizando diversas funciones[37]. «En algunos puntos del frente», comunicaba a Moscú el departamento político del Frente de Stalingrado, «ha habido casos de antiguos rusos que se han puesto el uniforme del Ejército Rojo y han penetrado en nuestras posiciones con el fin de realizar labores de reconocimiento y de capturar a oficiales y prisioneros para su interrogatorio»[38]. Pero nunca pudieron imaginarse que había más de treinta mil de ellos adscritos solo al VI Ejército. Hasta que no acabó la batalla no descubrieron a través de los interrogatorios el volumen de los que había ni la forma que tenía de funcionar el sistema.
«Los rusos que hay en el ejército alemán pueden dividirse en tres categorías», dijo un prisionero al oficial del NKVD encargado de interrogarlo. «En primer lugar los soldados movilizados por las tropas alemanas, los llamados pelotones de cosacos [combatientes], adscritos a las divisiones alemanas. En segundo lugar los Hilfsfreiwillige [llamados “Hiwis”], contingente formado por la población local y los prisioneros rusos que se presentaban voluntarios, así como por los soldados del Ejército Rojo que desertaban para unirse a los alemanes. Los miembros de esta categoría visten el uniforme alemán y tienen grados y distintivos. Comen lo mismo que los soldados alemanes y están adscritos a regimientos alemanes. En tercer lugar, están los prisioneros rusos que realizan labores sórdidas, como las cocinas, las cuadras, etcétera. Estas tres categorías reciben tratos distintos, reservándose naturalmente el mejor de ellos a los voluntarios»[39].
En octubre de 1942, Stalin se enfrentaba además a otros problemas. Chiang Kai-shek y las autoridades del Kuomintang en Chungking estaban interesados en explotar las debilidades que sufrían los soviéticos en aquellos momentos, en los que los ejércitos alemanes amenazaban los pozos de petróleo del Cáucaso. Durante varios años Stalin había ido intensificando el control soviético sobre la remota provincia noroccidental de Sinkiang, con sus minas y sus importantes pozos de petróleo de Dushanzi. Con exquisita diplomacia, Chiang empezó a reafirmar la soberanía de la China Nacionalista sobre la provincia. Obligó a los soviéticos a retirar sus tropas y a devolver las empresas mineras y de fabricación de aviones que habían creado. Pero además intentó obtener ayuda norteamericana, y los soviéticos acabaron retirándose a regañadientes. Stalin no podía arriesgarse a enemistarse con Roosevelt. El hábil manejo de la situación de que hizo gala Chiang Kai-shek evitó que la Unión Soviética se apoderara de Sinkiang, de la misma manera que ya controlaba Mongolia Exterior. La retirada de los soviéticos supuso también un importante revés para los comunistas chinos de la provincia. No volverían a ella hasta 1949, cuando el Ejército Popular de Liberación de Mao la conquistara casi al final de la guerra civil[40].
Los implacables ataques de los alemanes en Stalingrado se reanudaron con una fuerza aún mayor durante el mes de octubre. «Comenzó un feroz bombardeo de la artillería cuando estábamos preparando el desayuno», escribía un soldado soviético. «La cocina en la que estábamos reunidos se llenó de repente de un humo maloliente. Nuestras escudillas de caldo de mijo aguado se llenaron de yeso. Nos olvidamos inmediatamente de nuestra sopa. Fuera alguien gritó: “¡Tanques!”. Aquel alarido se abrió paso sobre el estruendo de las explosiones, de las paredes que se venían abajo y de los terribles gritos que daba no sé quién»[41].
Aunque el LXII Ejército había sido obligado a replegarse peligrosamente cerca de la orilla del Volga, continuó librando una terrible batalla de desgaste en las fábricas en ruinas de la parte norte de la ciudad. El Frente de Stalingrado informó de que sus tropas mostraban un «verdadero heroísmo de masas»[42]. Dicho heroísmo, sin embargo, contó en buena parte con la ayuda del enorme incremento del fuego de la artillería soviética situada al otro lado del Volga, que frustró los ataques de los alemanes.
Durante la primera semana de noviembre, el Frente de Stalingrado experimentó un cambio notable. «En los dos últimos días», señalaba un informe a Moscú enviado el 6 de noviembre, «el enemigo ha estado cambiando de táctica. Probablemente debido a las ingentes pérdidas sufridas durante las últimas tres semanas, ha dejado de utilizar grandes formaciones»[43]. A lo largo de tres semanas de potentes y costosísimos ataques, los alemanes no habían sido capaces de avanzar más de «cincuenta metros al día» por término medio. Los rusos identificaban la nueva táctica alemana de «patrullas de combate[*1] en busca de los puntos débiles existentes entre nuestros regimientos». Pero aquellos nuevos «ataques repentinos» no tuvieron más éxito que los anteriores. La moral de los soldados soviéticos estaba mejorando. «A veces pienso en las palabras de Nekrasov, cuando decía que el pueblo ruso es capaz de soportar todo lo que Dios pueda mandarle», escribía un soldado. «Aquí en el ejército puede uno imaginarse con toda facilidad que no hay fuerza en la tierra capaz de acabar con nuestra fuerza rusa»[44].
La moral de los alemanes, por su parte, sufrió mucho. «Resulta imposible describir lo que está pasando aquí», decía en una carta a su familia un cabo alemán. «En Stalingrado todo aquel que todavía tiene cabeza y manos, tanto hombres como mujeres, sigue luchando»[45]. Otro reconocía que «estos perros [soviéticos] pelean como leones»[46]. Y un tercero decía incluso a sus familiares: «Cuanto antes esté bajo tierra, menos sufriré. A menudo pensamos que los rusos deberían capitular, pero esta gente sin educación es demasiado estúpida para entenderlo»[47]. Comidos de piojos, debilitados por la escasez de las raciones de comida y vulnerables a múltiples enfermedades, la más habitual de las cuales era la disentería, su único consuelo era pensar en los cuarteles de invierno y esperar la llegada de las Navidades.
Hitler exigió una acometida final para apoderarse de la margen derecha del Volga antes de que llegaran las nieves. El 8 de noviembre, se jactó en un discurso ante la «Vieja Guardia» nazi (los Alte Kämpfer), pronunciado en la Bürgerbräukeller de Múnich, de que la ciudad estaba prácticamente tomada. «El tiempo no tiene importancia», afirmó. Muchos oficiales del VI Ejército escucharon con incredulidad sus palabras, retransmitidas por Radio Berlín[48]. La Panzerarmee Afrika de Rommel estaba en retirada y las fuerzas aliadas acababan de desembarcar en la costa del norte de África. Era un ejemplo de aquella funesta bravuconería que tendría unas consecuencias tan desastrosas sobre la suerte de los alemanes, especialmente los integrantes del VI Ejército. Simplemente por orgullo, Hitler sería incapaz de permitir que se llevara a cabo una retirada estratégica.
A continuación se produjo una serie de decisiones precipitadas. El cuartel general del Führer ordenó que la mayoría de los ciento cincuenta mil caballos de transporte y que la artillería que el VI Ejército tenía a su servicio, fueran enviados a la retaguardia, a varios centenares de kilómetros de distancia. Ya no habría que enviar enormes cantidades de forraje a primera línea, ahorrándose así mucho en transporte. Esta medida privó completamente de movilidad a las divisiones no motorizadas, aunque lo que tal vez pretendiera Hitler fuera conjurar toda posibilidad de retirada. Su orden más desastrosa fue mandar a Paulus que enviara casi todas sus fuerzas blindadas a la batalla «final» por Stalingrado, incluso a los conductores de tanque de reserva, para ser utilizadas como infantería. Paulus obedeció la orden. De haber estado en su lugar, es casi seguro que Rommel no habría hecho caso de ella.
El 9 de noviembre, el día después de que Hitler pronunciara su discurso, llegó el invierno a Stalingrado. La temperatura descendió de repente a menos dieciocho grados centígrados, lo que hacía la travesía del Volga todavía más peligrosa. «Los témpanos de hielo chocan unos con otros ruidosamente y se rompen», escribía Grossman, impresionado por aquel sonido fantasmal[49]. El reabastecimiento y la evacuación de los heridos se hicieron casi imposibles. Los mandos de la artillería alemana, conscientes del problema al que se enfrentaba el enemigo, concentraron todavía más el fuego en los puntos utilizados para cruzar el río. El 11 de noviembre, empezaron la ofensiva grupos de combate de seis divisiones alemanas, apoyados por otros cuatro batallones de zapadores. Chuikov lanzó varios contraataques esa misma noche.
En sus memorias Chuikov afirma que no tenía la menor idea de lo que planeaba la Stavka, pero eso es falso. Como revela un informe enviado a Moscú, sabía que en aquellos momentos debía mantener ocupado luchando en la ciudad al mayor número posible de fuerzas alemanas, de modo que el VI Ejército no pudiera reforzar sus flancos, que eran más vulnerables.
Los mandos y los oficiales del estado mayor alemán hacía tiempo que conocían la debilidad de sus flancos. Por la izquierda su retaguardia a lo largo del Don era defendida por el III Ejército rumano, y del sector situado al sur se encargaba el IV Ejército de esta misma nacionalidad. Ninguna de estas formaciones estaba bien armada, sus hombres estaban desmoralizados y no tenían cañones antitanque. Hitler había hecho oídos sordos a todas las advertencias, asegurando que el Ejército Rojo estaba dando las últimas boqueadas y que era incapaz de lanzar una ofensiva eficaz. Se negó además a aceptar los cálculos acerca de la producción soviética de tanques. El rendimiento de los trabajadores y trabajadoras de la Unión Soviética en las fábricas improvisadas y sin calefacción montadas en los Urales, había más que cuadruplicado de hecho la producción de la industria alemana.
Los generales Zhukov y Vasilevsky habían sido conscientes de la gran oportunidad que se les presentaba desde el 12 de septiembre, cuando parecía que Stalingrado estaba a punto de caer. A Chuikov se le habían suministrado refuerzos suficientes para defender la ciudad, pero no más. De hecho el LXII Ejército había sido puesto como cebo en una trampa enorme. Durante todas las terribles batallas del otoño, la Stavka había estado acumulando sus reservas y formando nuevos ejércitos, especialmente unidades de tanques, y desplegando baterías de lanzacohetes Katiusha. Las autoridades soviéticas habían descubierto lo eficaz que era esta nueva arma a la hora de aterrorizar al enemigo. El soldado Waldemar Sommer, de la 371.ª División de Infantería dijo al oficial del NKVD que lo interrogó: «Si el Katiusha canta un par de veces más, lo único que quedará de nosotros serán nuestros botones de hierro»[50].
Stalin, por lo general tan impaciente, había escuchado por fin los argumentos de sus generales. Estos le habían convencido de que necesitaban tiempo y de que machacar el flanco norte del VI Ejército desde el exterior era inútil. Lo que el Ejército Rojo necesitaba era una gigantesca maniobra de envolvimiento con grandes formaciones de tanques desde mucho más atrás, por el oeste a lo largo del Don y desde el sur de Stalingrado. Al dictador no le molestaba lo más mínimo que ello supusiera una vuelta a la doctrina de las «operaciones en profundidad» defendidas por el mariscal Mikhail Tukhachevsky, declaradas heréticas tras su ejecución durante las purgas. La perspectiva de una venganza masiva abrió la mente de Stalin a este osado plan que «cambiaría decisivamente la situación estratégica en el sur»[51]. La ofensiva debía llamarse Operación Urano.
Desde mediados de septiembre, Zhukov y Vasilevsky habían estado reuniendo nuevos ejércitos y los habían adiestrado enviándolos durante breves períodos a diferentes sectores del frente. Este sistema tenía la ventaja añadida de confundir a los servicios de inteligencia alemanes, que empezaban a esperar que se produjera una gran ofensiva contra el Grupo de Ejércitos Centro. Fueron puestas en práctica las medidas de engaño[*2] —maskirovka— con lanchas de asalto desplegadas en el Don en las inmediaciones de Voronezh, donde no estaba previsto llevar a cabo ningún ataque, mientras que se ordenó a las tropas cavar a la vista de todo el mundo posiciones defensivas en los sectores en los que estaba previsto lanzar la ofensiva. En cambio, las sospechas alemanas de que iba a tener lugar una gran ofensiva contra el saliente de Rzhev, al oeste de Moscú, estaban bien fundadas.
Los servicios de inteligencia militar soviéticos habían acumulado numerosos informes alentadores acerca del estado del III y IV Ejército rumano. Los interrogatorios pusieron de manifiesto el odio que reinaba entre los reclutas contra el mariscal Antonescu, que había «vendido la Patria a los alemanes»[52]. El jornal de un soldado no daba «apenas para comprar un litro de leche»[53]. Los oficiales eran «muy groseros con los soldados y a menudo les pegan». Se producían muchos casos de autolesiones, a pesar de las prédicas de los oficiales que aseguraban que aquellos actos constituían «un pecado contra la Patria y contra Dios». Las tropas alemanas los insultaban a menudo, lo que daba lugar a peleas, y los soldados rumanos llegaron a matar a un oficial alemán que había fusilado a dos camaradas suyos. El oficial soviético encargado de los interrogatorios llegaba a la conclusión de que las fuerzas rumanas se hallaban en un «estado de moral política muy bajo»[54]. Los interrogatorios de prisioneros llevados a cabo por el NKVD pusieron asimismo de manifiesto que los soldados del Tercer Reich habían «violado a todas las mujeres de las aldeas situadas al sudoeste de Stalingrado»[55].
En el Frente Kalinin y en el Frente del Oeste, la Stavka planeaba también el lanzamiento de la Operación Marte contra el IX Ejército alemán. El principal objetivo era asegurarse de que ni una sola división pudiera ser «trasladada desde el sector central del frente al sector sur»[56]. Aunque Zhukov era responsable de la supervisión de esta operación como representante de la Stavka, dedicó mucho más tiempo a planificar la Operación Urano que la Operación Marte. Zhukov pasó los primeros diecinueve días en Moscú, solo ocho y medio en el sector Kalinin del frente, y ni más ni menos que cincuenta y dos en el eje de Stalingrado. Solo esta circunstancia indica que Marte fue una operación secundaria, a pesar de que en ella se desplegaran seis ejércitos[57].
A juicio de los especialistas en la historia militar de Rusia, el factor que demuestra de manera concluyente que la Operación Marte fue una maniobra de diversión y no, como ha sostenido David Glantz, una operación de la misma categoría que la otra, es la asignación de munición de artillería[58]. Según el general del ejército M. A. Gareev, de la Asociación Rusa de Historiadores de la Segunda Guerra Mundial, la ofensiva Urano recibió «entre 2,5 y 4,5 cargas de munición [por cañón] en Stalingrado, frente a las menos de una asignadas en la Operación Marte»[59]. Este sorprendente desequilibrio nos habla de un curioso desprecio de la vida humana por parte de la Stavka, que estaba dispuesta a enviar a seis ejércitos al combate con un apoyo insuficiente de la artillería con el único fin de mantener ocupado al Grupo de Ejércitos Centro durante la maniobra de envolvimiento de Stalingrado.
Según un superespía, el general Pavel Sudoplatov, esa actitud despiadada fue absolutamente cínica. Cuenta cómo los detalles de la inminente Ofensiva de Rzhev fueron comunicados deliberadamente a los alemanes. La Administración de Misiones Especiales del NKVD y los servicios de inteligencia militar del GRU habían preparado conjuntamente la Operación Monasterio, consistente en una infiltración en la Abwehr alemana. Aleksandr Demyanov, nieto del caudillo de los cosacos de Kubán, había recibido del NKVD la orden de dejarse reclutar por la Abwehr. El Generalmajor Reinhard Gehlen, jefe de los servicios de inteligencia alemanes para el frente oriental, le dio el nombre clave de Max y llegó a decir que era su mejor agente y que había organizado una excelente red de espías. Pero la organización clandestina de simpatizantes anticomunistas de Demyanov estaba controlada completamente por el NKVD. Max hizo «defección» y cruzó las líneas en esquís durante el caos del contraataque soviético de diciembre de 1941. Como los alemanes ya lo habían identificado como probable agente en tiempos del pacto nazi-soviético, y además su familia era bien conocida en los círculos de los emigrados Blancos, Gehlen no dudó en confiar ciegamente en él. Max se lanzó entonces en paracaídas detrás de las líneas del Ejército Rojo en febrero de 1942 y no tardó en empezar a transmitir por radio informaciones plausibles, pero inexactas, proporcionadas por los miembros del NKVD que lo controlaban.
A primeros de noviembre ya estaban bastante avanzados los preparativos para la Operación Urano en las proximidades de Stalingrado y el ataque diversivo de la Operación Marte, cerca de Rzhev. Max recibió entonces la orden de dar a los alemanes detalles sobre Marte. «La ofensiva anunciada por Max en el frente del centro cerca de Rzhev», escribe el general Sudoplatov, jefe de la Administración de Misiones Especiales, «fue planificada por Stalin y Zhukov para distraer a los alemanes y obligarlos a desplazar sus esfuerzos de Stalingrado. La desinformación pasada por Aleksandr fue mantenida en secreto incluso para el general Zhukov, y a mí me la comunicó personalmente el general Fedor Fedorovich Kuznetsov, del GRU, en un sobre lacrado… Zhukov, que no sabía que este juego de desinformación estaba jugándose a sus expensas, pagó un alto precio con la pérdida de miles de hombres a su mando»[60].
Ilya Ehrenburg fue uno de los pocos escritores que visitó las zonas de combate. «Una parte de un pequeño bosque situado a las afueras [de Rzhev] se había convertido en un verdadero campo de batalla; los árboles, destrozados por el estallido de las bombas y de las minas, parecían postes plantados al azar. Las trincheras parecían surcar el suelo, como si fueran cicatrices y los parapetos sobresalían, a modo de ampollas, en el terreno. El hoyo abierto por una bomba se confundía con el de la siguiente… El profundo fragor de los cañones y el feroz ladrido de los morteros eran ensordecedores, y luego, de repente, durante un pequeño respiro de dos o tres minutos, podía oírse el tableteo de las ametralladoras… En los hospitales de campaña se hacían transfusiones de sangre, se amputaban brazos y piernas»[61]. El Ejército Rojo había sufrido muchísimas bajas, setenta mil trescientos setenta y cuatro muertos y ciento cuarenta y cinco mil trescientos heridos, un trágico sacrificio masivo que fue mantenido en secreto durante casi sesenta años[62].
Para la gran operación de envolvimiento contra el VI Ejército, Zhukov reconoció personalmente los sectores de ataque a orillas del Don, mientras que Vasilevsky visitaba los ejércitos desplegados al sur de Stalingrado. Vasilevsky ordenó allí un avance limitado justo hasta un poco más allá de la línea de las salinas, con el fin de tener un punto de partida mejor. El secreto tenía una importancia trascendental. Ni siquiera se habló del plan a los altos mandos del ejército. La población civil que se encontraba detrás de la línea del frente fue evacuada. Sus aldeas iban a necesitarse para ocultar las tropas que iban a ser traídas por la noche. El camuflaje soviético era bueno, pero no lo suficiente para ocultar la concentración de tantas formaciones. Ese punto, sin embargo, no era decisivo. Mientras que los oficiales de estado mayor del VI Ejército y del Grupo de Ejércitos B esperaban una especie de ataque contra el sector defendido por los rumanos al noroeste con el fin de cortar la línea férrea de Stalingrado, nunca se imaginaron que fuera a producirse un intento de maniobra de envolvimiento en toda regla. Los ineficaces ataques contra su flanco norte cerca de Stalingrado los habían convencido de que el Ejército Rojo era incapaz de lanzar un golpe mortal. A lo más que estaba dispuesto Hitler era a destinar al XLVIII Cuerpo Panzer como reserva detrás del III Ejército rumano. Este Cuerpo Panzer, por lo demás sumamente débil, estaba formado por la 1.ª División Acorazada rumana, dotada de tanques obsoletos, la 14.ª División Panzer, muy mermada a raíz de los combates por Stalingrado, y la 22.ª División Panzer, cuyos vehículos llevaban inmovilizados tanto tiempo debido a la falta de combustible, que los ratones se habían escondido en ellos para refugiarse del frío y se habían comido los cables.
Como consecuencia de la escasez de medios de transporte, la Operación Urano tuvo que ser pospuesta hasta el 19 de noviembre. La paciencia de Stalin fue puesta duramente a prueba. Con más de un millón de hombres en posición, le horrorizaba la idea de que los alemanes descubrieran lo que estaba pasando. Desde el norte del Don, el V Ejército de Tanques, el IV Cuerpo de Tanques, dos cuerpos de caballería y otras divisiones de fusileros, cruzaron las líneas por la noche para dirigirse a las cabezas de puente. Al sur de Stalingrado, dos cuerpos mecanizados, un cuerpo de caballería y algunas formaciones de apoyo cruzaron el Volga en la oscuridad, en una empresa peligrosísima, en medio de los témpanos de hielo que bajaban por el río.
Durante la noche del 18-19 de noviembre, los zapadores soviéticos de las cabezas de puente del Don avanzaron arrastrándose entre la nieve con uniformes de camuflaje blancos para limpiar los campos de minas. En medio de la espesa niebla helada pasaron inadvertidos a los centinelas rumanos. A las 07:30, hora de Moscú, varios regimientos de obuses, artillería, morteros y lanzacohetes Katiusha abrieron fuego simultáneamente. A pesar del bombardeo, que hizo temblar el suelo a cincuenta kilómetros a la redonda, los soldados rumanos resistieron con mayor tenacidad de lo que habían esperado los oficiales de enlace alemanes. En cuanto los tanques fueron lanzados al ataque, apisonando las alambradas bajo su peso, dio comienzo el avance soviético, con los T-34 y la caballería aproximándose a toda velocidad por los campos nevados. Las divisiones de infantería alemanas, pilladas al descubierto, se vieron de pronto intentando rechazar las cargas de la caballería «como si estuviéramos en 1870», decía en una carta un oficial[63].
El cuartel general del VI Ejército se sintió alarmado, y con razón, pero se le dijo que el XLVIII Cuerpo Panzer avanzaba ya dispuesto a frenar la incursión. No obstante, las interferencias del cuartel general del Führer y los cambios de órdenes provocaron una gran confusión. La 22.ª División Panzer había quedado prácticamente inmovilizada, pues la electricidad de la mayoría de sus tanques no había sido reparada todavía, de modo que el contraataque del Generalleutnant Ferdinand Heim se convirtió en un caos y fracasó. Cuando Hitler se enteró, dijo que había que fusilar a Heim.
Cuando Paulus quiso empezar a reaccionar era demasiado tarde. A sus divisiones de infantería les faltaban los caballos y por lo tanto carecían de movilidad. Sus formaciones acorazadas seguían empantanadas en la propia Stalingrado, y no pudieron retirarse con rapidez debido a los ataques lanzados por el general Chuikov con el fin de impedírselo. Cuando finalmente tuvieron las manos libres, las tropas panzer recibieron la orden de trasladarse al oeste para unirse al XI Cuerpo del Generalleutnant Karl Strecker con el fin de bloquear la gran incursión que había tenido lugar muy lejos de allí, en su retaguardia. Pero eso suponía que el flanco sur, a cargo del IV Ejército rumano, se quedaba solo con la 29.ª División Motorizada como reserva.
El 20 de noviembre, el general Yeremenko dio la orden de que comenzara el ataque por el sur. Encabezados por dos cuerpos mecanizados y un cuerpo de caballería, el LXIV Ejército, el LVII y el LI empezaron a avanzar. Había llegado el momento de la venganza, y la moral de las tropas estaba altísima. Los soldados heridos se negaron a ser evacuados a la retaguardia. «No voy a irme», dijo un integrante de la 45.ª División de Fusileros. «Quiero atacar al lado de mis camaradas»[64]. Los soldados rumanos se rindieron en gran cantidad, y muchos fueron fusilados en el acto.
Al no contar con la ayuda de vuelos de reconocimiento en aquel momento trascendental, el cuartel general del VI Ejército no pudo comprender cuál era el plan de los soviéticos. Este consistía en que las dos ofensivas coincidieran en la zona de Kalach del Don, tras rodear a todo el VI Ejército. La mañana del 21 de noviembre, en su cuartel general de Golubinsky, a veinte kilómetros al norte de Kalach, Paulus y su estado mayor seguían sin tener idea del peligro. Pero a medida que fue avanzando la jornada y a la vista de los alarmantes informes que llegaban acerca del avance de las puntas de lanza soviéticas, se dieron cuenta de la catástrofe que se les venía encima. No había unidades disponibles para detener al enemigo y su propio cuartel general se veía amenazado. Se quemaron los archivos rápidamente, y los aviones de reconocimiento averiados situados en las pistas de aterrizaje fueron destruidos. Aquella tarde el cuartel general del Führer transmitió la siguiente orden de Hitler: «VI Ejército resista a pesar del peligro momentáneo de envolvimiento»[65]. El destino de la formación más grande de toda la Wehrmacht estaba a punto de ser decidido. Kalach, con su puente sobre el Don, estaba prácticamente indefensa.
El oficial al mando de la 19.ª Brigada de tanques soviética se enteró gracias a una mujer de la localidad de que los tanques alemanes siempre se acercaban al puente con las luces encendidas. Por consiguiente puso al frente de su columna dos panzer capturados, y ordenó a los conductores de todos los demás tanques que apagaran las luces y se dirigieran al puente de Kalach antes de que la unidad improvisada de defensores y el personal de las baterías antiaéreas de la Luftwaffe se percataran de lo que sucedía.
Al día siguiente, el domingo 22 de noviembre, las dos puntas de lanza soviéticas se dirigieron una al encuentro de otra, guiándose por medio de bengalas verdes, hasta que se encontraron en medio de la estepa helada. Los soldados se abrazaron como osos, compartiendo las salchichas y el vodka para celebrar el suceso. Para los alemanes daba la casualidad de que aquel día era el Totensonntag, el domingo en que conmemoraban a los difuntos. «No sé cómo va a acabar todo esto», decía en una carta a su esposa el Generalleutnant barón Eccard von Gablenz, comandante en jefe de la 384.ª División de Infantería. «Todo esto me resulta muy difícil, porque debería intentar inspirar a mis subordinados una fe inconmovible en la victoria»[66].