LA OCUPACIÓN JAPONESA Y LA BATALLA DE MIDWAY
(FEBRERO-JUNIO DE 1942)
En un principio, los japoneses habían querido que la ocupación de Hong Kong se desarrollara de manera sosegada y con contención, pero enseguida comenzó a caracterizarse por una gran violencia y descontrol. Mientras que el sufrimiento de los europeos fue relativamente poco, la población local fue víctima de continuadas violaciones y asesinatos por parte de soldados japoneses ebrios de alcohol, cuya actitud no hizo más que poner claramente de manifiesto la hipocresía de aquel eslogan suyo que proclamaba lo de «Asia para los asiáticos». Los nipones mostraron algo de respeto por sus colegas imperialistas, los británicos, pero ninguno por otras etnias asiáticas, especialmente la china. Se cuenta que un alto oficial ordenó la ejecución de los nueve soldados acusados de haber violado a unas enfermeras británicas del hospital de Happy Valley. Pero nada se hizo por reprimir las crueles violaciones de las que eran víctima las mujeres chinas[1].
Prácticamente no se ponían restricciones al saqueo y a los abusos que cometían tanto los soldados japoneses como los miembros de las Tríadas y los partidarios del gobierno títere de Nanjing de Wai Jingwei, que eran utilizados como policía no regular. A cambio de sus servicios, las autoridades militares permitían a las Tríadas que montaran antros de juego. También campaban a sus anchas otras bandas criminales de menor envergadura. Los japoneses trataron de ganarse a la comunidad india, fomentando el odio a los británicos y otorgando a sus miembros privilegios, como, por ejemplo, mejores raciones de alimentos. Reclutaron para la policía a individuos de los clanes Sikh y Rajput, a los que incluso armaron. Esta política de «divide y vencerás» para enfrentar a indios con chinos siguió practicándose hasta finales de 1942, cuando se enfriaron las relaciones de Japón y la Liga para la Independencia de la India en Singapur, y las autoridades niponas desposeyeron de sus privilegios a los indios, que, de la noche a la mañana, se encontraron viviendo en unas condiciones mucho más precarias que bajo los británicos. Sometidos al régimen brutal del Kempeitai, esto es, la policía militar nipona, los chinos de Hong Kong, miembros de Tríadas incluidos, no tardaron en empezar a sentir nostalgia de la dominación británica.
El nuevo gobernador japonés intentó ganarse a los euroasiáticos y a las familias más prominentes de comerciantes chinos con la finalidad de reactivar la economía del puerto. Al mismo tiempo, los altos oficiales nipones, entusiasmados por el contenido de almacenes y depósitos, desarrollaron un método más sistemático de saqueo, en parte para su beneficio personal, pero también para engordar el botín de guerra que había que enviar a Tokio. Como en muchos otros lugares ocupados por fuerzas japonesas, la situación comenzó a hacerse cada vez más confusa debido a las rivalidades existentes entre la marina y el ejército de tierra. Este último quería convertir Hong Kong en una base desde la que continuar la guerra contra los nacionalistas de Chiang Kai-shek, mientras que la primera pretendía utilizar su puerto para expandirse hacia el sur.
Shanghai, ocupada con rapidez por los japoneses el 8 de diciembre, se encontraba nominalmente bajo la jurisdicción del gobierno títere de Nanjing, presidido por Wang Jingwei. En la ciudad portuaria de los grandes negocios, la corrupción escandalosa, la prostitución y las salas de baile, la situación se deterioró drásticamente para los europeos que quedaban, para la comunidad de rusos blancos y, especialmente, para los pobres chinos. Una epidemia de cólera acabó con miles de ellos, era difícil encontrar alimentos y el mercado negro iba viento en popa.
Todo, y casi todo el mundo, estaba a la venta. Shanghai era la capital del espionaje de Extremo Oriente. La Abwehr y la Gestapo espiaban a los japoneses, que a su vez espiaban a los alemanes. La desconfianza de los nipones hacia su aliado había aumentado vertiginosamente después de que en octubre de 1941 capturaran a un espía comunista alemán llamado Richard Sorge. Pero las fuerzas de ocupación japonesas padecían una enfermedad: sus grandes rivalidades internas. No hay saña mayor que la de dos servicios secretos que compiten entre sí[2].
El 17 de febrero de 1942, en Singapur, el Kempeitai se dedicó a detener a los miembros de la comunidad china del estrecho. Debían recibir un duro castigo por haber prestado ayuda a los nacionalistas de Chiang Kai-shek. El general Yamashita decretó que tenían que entregar la cantidad de cincuenta millones de dólares como «donativo para la expiación del agravio»[3]. Cualquier varón entre los doce y los cincuenta años podía ser ejecutado. Muchos hombres fueron atados y conducidos a la playa de Changi, donde murieron acribillados por las ametralladoras. El Kempeitai reconocería haber ejecutado a más de seis mil individuos, acusados de «antijaponeses», pero la cifra real fue muy superior, sobre todo si tenemos en cuenta las ejecuciones que se llevaron a cabo en el continente. Los que fueron asesinados bajo esta acusación eran supuestamente comunistas o antiguos servidores de los británicos. Los japoneses tampoco tuvieron piedad de los que llevaban tatuajes, pues daban por hecho que pertenecían a alguna organización criminal.
Las provisiones de alambre de espino, que los británicos habrían debido utilizar para la creación de sus defensas, fueron empleadas para cercar el cuartel de Changi en el que permanecían encerrados los prisioneros de guerra aliados. Estos hombres fueron obligados a formar en las calles en el curso de un desfile de la victoria en honor del general Yamashita, al que ya se le llamaba «el Tigre de Malaca». El hotel Raffles fue convertido en burdel para entretenimiento de los altos oficiales. Las mujeres de solaz que tenían que servir allí habían sido traídas a la fuerza desde Corea o eran hermosas jóvenes chinas capturadas en las calles de la ciudad.
Casi todos los civiles de origen europeo fueron encerrados en la cárcel de Changi, los varones en una sección y las mujeres en otra. Dos mil personas se vieron obligadas a instalarse en un espacio concebido para seiscientos individuos. El soborno era el único método que tenían los prisioneros para conseguir más comida o adquirir medicinas. El arroz blanco que recibían apenas tenía valor nutricional, y no tardaron en aparecer numerosos casos de beriberi entre los prisioneros de guerra estadounidenses y australianos, cada vez más demacrados. Entre sus guardias había coreanos y Sikhs antibritánicos, que habían desertado durante el combate y luego se habían presentado voluntarios para servir en el bando japonés. El amargo recuerdo de la matanza de Amritsar hacía que estos indios disfrutaran humillando y vejando a sus antiguos señores. Algunos seguían la costumbre japonesa de abofetearlos en la cara si no se inclinaban a su paso, y unos cuantos llegaron incluso a actuar en los pelotones de ejecución. En la ciudad de Singapur, por otro lado, los saqueadores y los ladrones eran decapitados, y sus cabezas exhibidas en estacas como en la Edad Media. En Extremo Oriente, ser enterrado sin alguna parte del cuerpo era considerado el peor destino posible de cualquier individuo.
Muchos malayos se habían creído la propaganda nipona que afirmaba que el ejército imperial iba a traerles la liberación, y salieron a las calles a recibir a las tropas invasoras, agitando banderitas con el sol naciente. No tardaron en darse cuenta de su equivocación. Enseguida llegaron oportunistas y estafadores de Japón, dispuestos a emprender todo tipo de negocios de dudosa legalidad: clubes nocturnos, tráfico de drogas, prostitución y casas de juego.
En las Indias Orientales Neerlandesas, las autoridades militares niponas se pusieron hechas una furia cuando descubrieron que la mayoría de las instalaciones petrolíferas habían sido destruidas antes de presentar la rendición. Los holandeses y otros europeos se convirtieron en las víctimas de sus terribles actos de represalia. En Borneo y en Java, casi todos los varones blancos de la población civil fueron fusilados o decapitados, y muchas de sus esposas e hijas salvajemente violadas. Tanto las holandesas como las javanesas fueron obligadas a prestar sus servicios en las casas de solaz, en las que les asignaban diariamente «un grupo de veinte reclutas por la mañana, dos suboficiales por la tarde y los oficiales superiores por la noche»[4]. Si alguna de estas muchachas forzadas a prostituirse intentaba escapar o no cooperaba como se esperaba, era brutalmente castigada, y se tomaban represalias contra sus padres o su familia. En total, se calcula que el ejército imperial japonés reclutó a unas cien mil adolescentes y jóvenes para convertirlas en esclavas sexuales. Un gran número de ellas eran muchachas de origen coreano, que fueron enviadas a las guarniciones militares japonesas del Pacífico y de la zona del mar de China Meridional, pero también las malayas, las chinas de Singapur, las filipinas y las javanesas, entre otras de diversas nacionalidades, fueron capturadas por el Kempeitai y se vieron condenadas a compartir tan trágico destino. La política de utilizar a las mujeres de los países conquistados para el disfrute de sus soldados recibió claramente la aprobación de las más altas instancias del gobierno japonés.
Un joven nacionalista indonesio llamado Ahmed Sukarno prestó sus servicios a las autoridades militares japonesas como propagandista y asesor, con la esperanza de que estas concedieran la independencia a la antigua colonia holandesa. Al término de la guerra, en vez de ser acusado de colaboracionista, se convirtió en el primer presidente de Indonesia, a pesar de que decenas de miles de compatriotas suyos habían padecido inanición. Se cree que alrededor de cinco millones de personas murieron durante la guerra en el sudeste asiático, víctimas de la ocupación japonesa[5]. Al menos un millón eran vietnamitas. Se obligó a cultivar en los arrozales otros productos distintos destinados a los japoneses, y se requisaba el arroz y el grano para fabricar alcohol para combustible.
Los partidos políticos fueron prohibidos. Se impuso la censura, acabando con la libertad de prensa. La Kempeitai utilizaba sus técnicas de tortura, atroces y crueles, para vengarse de cualquier acto subversivo e incluso como represalia ante la más mínima sospecha de actitud «antijaponesa». En un programa de «japonización», la lengua y el calendario nipones fueron impuestos en varios lugares. Los países ocupados vieron cómo sus cosechas y sus materias primas eran saqueadas, y se alcanzó una tasa tan elevada de desempleo que, al poco tiempo, la «Esfera de coprosperidad del este de Asia» comenzó a recibir el nombre de «esfera de copobreza». La divisa de la ocupación japonesa era considerada una especie de broma de mal gusto en medio de aquella inflación galopante.
Al principio, en Birmania, muchos nativos recibieron con agrado a los japoneses, pues esperaban que con ellos llegara la ansiada independencia. No obstante, las tribus del norte del país, de etnia distinta, siguieron leales a los británicos. Los japoneses reunieron un contingente de casi treinta mil efectivos para servir en su Ejército Nacional Birmano, pero trataban a esos hombres como inferiores. Hasta los oficiales de raza birmana estaban obligados a saludar al más ínfimo de los reclutas nipones. Los japoneses también reclutaron unos siete mil indios entre los capturados en Malaca y Singapur para el Ejército Nacional Indio, que, supuestamente, iba a ser utilizado para liberar su país del régimen colonial británico.
Los prisioneros de guerra británicos y australianos de Singapur fueron trasladados al norte para trabajar en el infame ferrocarril de Birmania, por muy enfermos, débiles y demacrados que estuvieran. Padecían malaria, beriberi, disentería, difteria, dengue y pelagra. No disponían de medicinas ni de material médico alguno, y la septicemia afectaba rápidamente todo su organismo por culpa de las heridas que se producían cuando despejaban la jungla de maleza. Tenían que inclinarse no solo ante los oficiales, sino también ante cualquier soldado. Eran humillados constantemente: recibían bofetadas en la cara, que a veces los suboficiales o los oficiales cruzaban con el filo de su espada. Los actos de insubordinación o de subversión se castigaban con una de las torturas preferidas de los nipones: tras obligar al prisionero a ingerir agua, hasta llenarlo a reventar, los guardias lo sacaban al exterior, lo tendían en el suelo con las extremidades extendidas y entonces comenzaban a saltar encima de su estómago. El prisionero que intentaba escapar y era capturado solía ser decapitado en presencia del resto de sus compañeros.
Los guardias japoneses gritaban «¡Rápido, rápido!» a sus exhaustas víctimas mientras las golpeaban para que no dejaran de trabajar. Hambrientos, sedientos, con el cuerpo lleno de picaduras de todo tipo de insectos, los prisioneros de guerra realizaban sus labores prácticamente desnudos en medio de un calor horrible. Por culpa de la deshidratación, muchos perdían el sentido y caían al suelo. En total pereció una tercera parte de los cuarenta y seis mil prisioneros de guerra aliados, pero fueron mucho peores las condiciones en las que se veían obligados a vivir los ciento cincuenta mil nativos capturados como mano de obra esclava, de los cuales la mitad perdió la vida.
En la Indochina francesa, las fuerzas de ocupación apenas suavizaron sus métodos tras el primer pacto firmado con el almirante Darlan en Vichy el 29 de julio de 1941. Un segundo acuerdo para la defensa de Indochina fue ratificado en diciembre por el gobernador general, el almirante Jean Decoux, en virtud del cual el gobierno de Vichy seguiría controlando las colonias hasta marzo de 1945. La principal diferencia era que, como Indochina había sido separada definitivamente de Francia, la región quedaba incluida en la esfera económica del imperio nipón. Algunos grupos nacionalistas apoyaban a los japoneses, con la esperanza de obtener la independencia de Francia, pero el comandante nipón garantizó la continuidad del régimen colonial francés. Roosevelt, por su parte, estaba firmemente decidido a impedir que Indochina fuera devuelta a Francia al término de la guerra[6].
El 9 de abril de 1942, justo antes de presentar la rendición de las fuerzas americanas y filipinas presentes en la península de Bataán, el general de división Edward King Jr. preguntó al coronel Nakayama Motoo si sus hombres iban a recibir un trato digno. Nakayama respondió que ellos no eran unos salvajes. Pero los oficiales japoneses no se habían imaginado que iban a capturar un número tan elevado de prisioneros en Bataán. Adoctrinados desde el mismo día en que se habían unido al ejército en la creencia del código Bushido de que un soldado nunca capitula, consideraban que todos los enemigos que se rendían no eran merecedores de respeto alguno. Sin embargo, en lo que cabría calificar de flagrante paradoja, sentían mucho más odio por los enemigos que se habían defendido con gran ferocidad.
De los setenta y seis mil americanos y filipinos, al menos seis mil estaban demasiado enfermos, o habían sufrido heridas demasiado graves, para caminar. Sucios, demacrados y exhaustos tras haber combatido durante tanto tiempo sin poder ingerir alimentos suficientes, unos setenta mil hombres fueron obligados a caminar más de cien kilómetros hasta el Campo O’Donnell. La «marcha de la muerte de Bataán» fue una de las contradicciones de las grotescas garantías ofrecidas por Nakayama. Golpeados y desprovistos de todas sus pertenencias, torturados con el hambre y la sed, obligados a golpe de bayoneta a seguir avanzando, los prisioneros fueron sometidos deliberadamente, y a modo de represalia, a actos vejatorios de gran crueldad. Durante aquellas jornadas de pesadilla que se sucedieron, fueron pocos los guardias que les permitían descansar o tumbarse a la sombra de algún árbol. Más de siete mil soldados americanos y filipinos procedentes de Bataán perecieron en aquellas condiciones. Unos cuatrocientos oficiales y suboficiales filipinos de la 91.ª División murieron asesinados a golpe de espada durante una matanza que se produjo en Batanga el 12 de abril[7]. Sesenta y tres mil salvaron el pescuezo y llegaron al campo de prisioneros, donde cada día caerían cientos de ellos. También dos mil supervivientes de Corregidor perecieron de hambre o de enfermedad en los dos primeros meses de su cautiverio.
Las sucesivas rendiciones de los aliados, así como las humillaciones y los reveses que constantemente recibían, suscitaban el desprecio de los nacionalistas chinos, que ya llevaban resistiendo cuatro años a unas fuerzas japonesas de mucha más envergadura. Los británicos se habían negado a solicitar su ayuda para la defensa de Hong Kong, y tampoco habían querido armar a los chinos y permitir que opusieran resistencia, pues consideraban que todo ello podría repercutir negativamente en sus reivindicaciones sobre la colonia si al final se conseguía derrotar a los japoneses. En cualquier caso, el gobierno de Chiang Kai-shek en Chungking se oponía firmemente a una presencia extranjera en los denominados «puertos del tratado». La administración del presidente Roosevelt simpatizaba muchísimo con aquella postura anticolonialista, y la opinión pública norteamericana apoyaba la idea de que los Estados Unidos no debían ayudar a británicos, franceses y holandeses a recuperar sus posesiones de Extremo Oriente.
Se consideraba que en la guerra contra Japón el fracaso de los británicos se debía a su actitud y su mentalidad colonialista. Pero, por tentadora que pudiera resultar esta explicación por aquel entonces, lo cierto es que distaba mucho de la realidad, sobre todo en unos momentos en los que el esfuerzo de guerra de Gran Bretaña debía concentrarse principalmente a miles de kilómetros al oeste. En la primera mitad de 1942, el gobierno inglés estuvo a punto de ceder a las presiones de Washington y de Chungking que exigían su renuncia a Hong Kong, pero posteriormente, ese mismo año, Londres se mostraría dispuesta a abordar este tema solo una vez concluida la guerra. Los nacionalistas, convencidos de que sus fuerzas ocuparían antes la ciudad, dejaron de presionar.
Chiang Kai-shek consideraba que, como Gran Bretaña había dejado de ser una gran potencia en Extremo Oriente, la China nacionalista estaba llamada a sustituirla. Roosevelt contemplaba la idea con agrado, pero era consciente de que Stalin no estaría dispuesto a aceptar que China se uniera a los «Tres Grandes»[8]. Y Chiang, tan realista como de costumbre, sabía que, independientemente de lo que pensara de los británicos, iba a necesitar el apoyo de Churchill, lo que en parte explica su flexibilidad ante el aplazamiento de las discusiones sobre Hong Kong. Por otro lado, el hecho de que en el sur de China, junto al río del Este, y en los Nuevos Territorios de Hong Kong, la Dirección de Operaciones Especiales de Gran Bretaña colaborara con las guerrillas comunistas chinas enfurecía a los nacionalistas. Los comunistas ayudaban a los prisioneros de guerra británicos que escapaban de la colonia. Un grupo de fugitivos fue agasajado con un banquete alrededor de una hoguera, en el que no faltó la carne de ganso ni el vino de arroz, durante el cual un oficial enseñó a los guerrilleros comunistas a cantar The British Grenadiers y The Eton Boating Song[9].
En la India, las relaciones entre los británicos y el Partido del Congreso, que quería la independencia del país, se habían deteriorado muchísimo. Lord Linlithgow, el virrey, era un individuo arrogante e inepto, tanto desde el punto de vista político como económico. En 1939, ni siquiera se había dignado consultar a los líderes de ese partido y obtener su apoyo para la guerra. La actitud de Churchill, con sus ideas decimonónicas del imperio y el Raj, no fue mucho mejor. Obligado contra su voluntad a enviar una misión a la India presidida por sir Stafford Cripps, el político al que más aborrecía, Churchill detestaba la idea de conceder a la India el estatus de «dominio» al término de la guerra. Gandhi haría famosa su descripción de la propuesta cuando la calificó de «cheque posdatado», y los líderes del Congreso la recibieron con apatía. El 8 de agosto de 1942, a instancias de Gandhi, el Congreso hizo un llamamiento oficial a los británicos, a los que exigía «abandonar la India» de una vez por todas, pero manteniendo sus tropas en el país para defenderlo de los japoneses. A la mañana siguiente, las autoridades británicas detuvieron a sus líderes, dando lugar a una serie de manifestaciones de protesta y de tumultos, que se saldaron con un millar de muertos y cien mil detenidos. Aquellos disturbios no hicieron más que reafirmar a Churchill en sus prejuicios: los indios eran ingratos y traicioneros.
Cuando Birmania cayó en manos de los japoneses en la primavera de 1942, las provisiones de arroz de la India cayeron un 15 por ciento. Los precios se dispararon. En su afán de lucro, comerciantes y mercaderes comenzaron a almacenar grandes cantidades de alimento para que los precios subieran aún más, dando lugar a una espiral inflacionaria. Los pobres simplemente no podían pagar los alimentos. El gobierno de Nueva Delhi no hizo nada para controlar el pujante mercado negro. Se limitó a traspasar esta responsabilidad a las administraciones regionales que reaccionaron con un «malsano proteccionismo provincial»[10]. Las que tenían excedentes, como, por ejemplo, la de Madrás, se negaban a venderlos a las que sufrían una grave escasez de grano.
Bengala fue la que se llevó la peor parte en aquella situación cada vez más calamitosa. Al menos, un millón y medio de personas perecieron como consecuencia directa de la hambruna, que comenzó a finales de 1942 y se prolongó a lo largo de todo el año siguiente. Se calcula que un número similar murió tras contraer alguna enfermedad —cólera, malaria o viruela— porque su organismo se había quedado sin defensas debido a la desnutrición. Churchill, furioso con los indios, se negó a interferir en el plan de envío de ayudas. Solo cuando el mariscal Wavell fue nombrado virrey en septiembre de 1943, el gobierno de la India empezó a tomar cartas en el asunto, encomendando a las tropas la distribución de las reservas de alimentos. Con estas medidas, Wavell no hizo sino granjearse aún más la enemistad de Churchill. Este episodio es probablemente el más vergonzoso y escandaloso de la historia del Raj británico. Además, echó completamente por tierra aquella tesis imperialista de que el dominio británico protegía de los ricos a los pobres de la India.
El ataque japonés a Pearl Harbor habría podido ser mucho peor para los americanos, pues fueron sus acorazados, y no sus portaaviones, los que estaban en el puerto aquel fatídico fin de semana. El almirante Yamamoto, el alto oficial japonés más avezado, no se había jubilado después del ataque precisamente por esa razón.
En Washington, la incertidumbre reinaba en las oficinas de la sede de la Marina. Las ganas de responder con contundencia a la agresión no eran pocas, pero la Flota del Pacífico, tras los graves daños sufridos, debía actuar con precaución. El almirante Ernest J. King, que acababa de ser nombrado comandante en jefe de la Flota de los Estados Unidos, era célebre por su irascibilidad. Estaba muy enfadado porque los británicos habían persuadido al general Marshall y a Roosevelt de la conveniencia de la política de «primero Alemania», lo que implicaba que en el teatro del Pacífico tuviera que adoptarse una postura simplemente defensiva. Los oficiales británicos consideraban que King era un anglófobo acérrimo, pero sus colegas norteamericanos les garantizaban que el almirante carecía de prejuicios. Simplemente detestaba a todo el mundo.
En Washington, el estado mayor de la Marina decidió que era demasiado peligroso enviar una flota de portaaviones en ayuda de las islas Wake. Los comandantes de esta fuerza naval recibieron con amargura la noticia, pero es prácticamente seguro que se trataba de la mejor decisión que podía adoptarse en aquellas circunstancias. A finales de diciembre de 1941, el almirante Chester W. Nimitz llegó a Pearl Harbor para asumir el mando de la Flota del Pacífico. El desdichado almirante Kimmel seguía en su puesto, a la espera de que le comunicaran cuál iba a ser su destino. Sin embargo, sus colegas lo trataron con gran comprensión. En las altas jerarquías de la Marina estadounidense apenas había rivalidades y tampoco se producían importantes enfrentamientos fruto del choque entre individuos con un gran ego. La de Nimitz era una buena elección. Natural de Texas, descendiente de una familia noble alemana venida a menos, este almirante de pelo canoso se expresaba con voz suave y decisión, y era capaz de hacerse valer con gran autoridad. No es de extrañar que inspirara una gran lealtad y mucha confianza, unas virtudes particularmente útiles en un momento en el que Washington aún no había desarrollado un proyecto claro para afrontar la guerra en el Pacífico.
En Washington, sin embargo, sí se seguía insistiendo en poner en marcha una incursión contra Tokio que sirviera para levantar la moral americana. Debía ser dirigida por el teniente coronel James Doolittle, del Cuerpo Aéreo del ejército, con bombarderos medios B-25 que iban a despegar por primera vez de un portaaviones. El 8 de abril de 1942, a las órdenes del vicealmirante William F. Halsey, zarparon los portaaviones Enterprise y Hornet. Halsey se alegraba de tener la oportunidad de devolver el golpe al enemigo, pero Nimitz tenía serias dudas de aquella operación en la que iban a sacrificarse tantos bombarderos en una acción con unas consecuencias probablemente muy limitadas. También le preocupaba disponer de un número de fuerzas suficientes con las que poder responder a la siguiente ofensiva nipona, que se esperaba que fuera a producirse en una zona próxima a las islas Salomón y Nueva Guinea, esto es, en la región del sudeste del Pacífico que estaba bajo el mando del general MacArthur.
El comandante Joseph Rochefort, jefe de los servicios de criptoanalisis de Pearl Harbor, había ayudado a descifrar el sistema de códigos naval de los japoneses en 1940. Oficial poco convencional, que solía calzar pantuflas enfundado en un elegante batín de color rojo, Rochefort no había sido capaz de advertir del ataque a Pearl Harbor debido al estricto silencio de las radios de la flota japonesa. Afortunadamente para la marina norteamericana, sí había conseguido descodificar en aquellos días un mensaje que revelaba que los japoneses planeaban desembarcar en mayo en el extremo suroriental de Nueva Guinea para capturar el aeródromo de Port Moresby. Esta acción permitiría que sus fuerzas aéreas controlaran el mar del Coral y pudieran atacar libremente los territorios del norte de Australia.
En el Pacífico, con sus largas distancias, repostar en medio del mar constituía un verdadero reto para los dos bandos. Cada fuerza operacional de los Estados Unidos compuesta de dos portaaviones y las naves de escolta debía zarpar acompañada de al menos un buque cisterna, que se convertía siempre en el primer objetivo de los submarinos japoneses. Pero, a medida que fue avanzando la guerra, los sumergibles de los Estados Unidos se convirtieron en el método más rentable de destruir los cargueros y los buques cisterna nipones. Este esfuerzo, en el que los submarinos estadounidenses fueron responsables del hundimiento del 55 por ciento de las naves japonesas destruidas, tuvo unas consecuencias devastadoras en el suministro de combustible y pertrechos a fuerzas navales y terrestres[11].
Halsey, tras lanzar el ataque contra Tokio, se convirtió a su regreso en el candidato idóneo para dirigir aquella primera contraofensiva importante. El 30 de abril de 1942 partió al frente de la Fuerza Operacional 16. Sin embargo, como temía Nimitz, la Fuerza Operacional 17, comandada por el vicealmirante Frank J. Fletcher, que ya estaba actuando en el mar del Coral, sería la que tendría que afrontar la mayoría de los combates antes de la llegada de Halsey.
El 3 de mayo, una fuerza japonesa desembarcó en Tulagi, en las islas Salomón. Los comandantes nipones estaban absolutamente seguros de que lograrían derrotar a cualquier fuerza naval americana que navegara por aguas del mar del Coral, al sur de Nueva Guinea y las islas Salomón. Fletcher, con el apoyo de buques de guerra australianos y neozelandeses, puso rumbo hacia el noroeste en cuanto supo que otra fuerza enemiga se dirigía a Port Moresby, en Nueva Guinea. Al poco tiempo reinaba la confusión en ambos bandos, pero los aviones del Lexington avistaron al portaaviones japonés Shohu y lo hundieron. Por su parte, los pilotos japoneses, pensando que habían dado con la fuerza naval norteamericana, hundieron un destructor y un buque cisterna.
El 8 de mayo, americanos y japoneses se enzarzaron en un intenso combate desde sus respectivos portaaviones. Los aviones del Yorktown causaron al Shokaku daños suficientes para que no pudieran despegar más aparatos de su cubierta, y los japoneses alcanzaron al Lexington y al Yorktown. Incapaces de proteger su flota invasora, los comandantes nipones decidieron retirarse de Port Moresby, para gran consternación del almirante Yamamoto. Pero el Lexington, que había parecido que iba a poder mantenerse a flote, empezó a hundirse debido a las explosiones provocadas por la pérdida de combustible.
La batalla del mar del Coral constituyó un éxito parcial para los norteamericanos, pues evitó un desembarco enemigo. Sin embargo, para los japoneses fue una prueba más de su capacidad de infligir «duros reveses»[12]. En cualquier caso, en el bando americano daría lugar a importantes reflexiones acerca de los defectos técnicos de sus aparatos aéreos y su armamento, la mayoría de los cuales todavía no se habrían resuelto cuando tendría lugar el siguiente enfrentamiento.
El almirante Yamamoto, perfectamente consciente de la capacidad de los Estados Unidos de construir portaaviones con mayor rapidez que Japón, esperaba tener tiempo de dar un golpe definitivo antes de que su flota perdiera la iniciativa. Un ataque a la base americana en las islas Midway obligaría a los portaaviones estadounidenses a enzarzarse en una batalla. Tras la llamada «incursión Doolittle» contra Japón, las voces críticas que desde la sede del estado mayor de la marina en Tokio se oponían a su idea habían cambiado de repente de opinión. Los mensajes interceptados y analizados por el comandante Rochefort y sus colegas ponían de manifiesto que los japoneses estaban dispuestos a dirigirse al oeste y al norte para lanzar un gran ataque contra las islas Midway, lo cual parecía indicar que pretendían establecer una base desde la que atacar Pearl Harbor. En Washington, el estado mayor de la marina rechazó esta idea, pero Nimitz ordenó que todos los barcos disponibles se concentraran en Pearl Harbor lo antes posible.
El 26 de mayo, cuando el grueso de la flota invasora japonesa zarpó de Saipan, en las islas Marianas, ya no hubo duda de cuál era su destino. Rochefort había preparado una trampa: envió un mensaje sin codificar en el que se decía claramente que Midway estaba quedándose sin agua. El 20 de mayo, un mensaje japonés se hacía eco de la noticia, utilizando las letras «AF» para indicar «Midway». Como en comunicaciones anteriores se había empleado este mismo código para indicar el objetivo principal, para Nimitz ya no había ninguna duda de cuál era el plan general de Yamamoto. Esto impidió que cayera en la trampa que iban a tenderle y pudiera aprovecharse de ella. Halsey, enfermo y debilitado para asumir el mando, tuvo que ser ingresado en un hospital, por lo que Nimitz decidió que fuera el contraalmirante Raymond Spruance, un fanático del mantenimiento físico, quien estuviera al frente de la Fuerza Operacional 16.
El 28 de mayo, Spruance partió de Pearl Harbor con los portaaviones Enterprise y Hornet y una escolta formada por dos cruceros y seis destructores. Fletcher, que iba a estar al frente de toda la operación, partió dos días después con dos cruceros, seis destructores y el Yorktown, que había sido reparado con asombrosa rapidez. Los buques de guerra estadounidenses zarparon justo a tiempo. Con la intención de tenderles una emboscada, el enemigo formó una línea de submarinos entre Hawái y las islas Midway pocas horas después de que las dos fuerzas operacionales cruzaran aquellas aguas.
Spruance y Fletcher se enfrentaban a unas fuerzas formidables. La Armada Imperial de Japón tenía cuatro flotas en el mar, con once acorazados, ocho portaaviones, veintitrés cruceros, sesenta y cinco destructores y veinte submarinos. Tres fuerzas operacionales se dirigían a las islas Midway y una a las Aleutianas, situadas al sur del mar de Bering, a unos tres mil doscientos kilómetros al norte. Los japoneses creían que los americanos «desconocían nuestros planes»[13].
El 3 de junio, los aviones del aeródromo de Midway fueron los primeros en divisar barcos enemigos aproximándose por el suroeste. Al día siguiente, los japoneses lanzaron su primer ataque contra las islas. Los bombarderos de las Fuerzas Aéreas del Ejército de los Estados Unidos y los bombarderos en picado de la Marina americana de la base de Midway respondieron a la agresión. Sufrieron cuantiosas pérdidas y fallaron numerosos objetivos, lo que no hizo sino aumentar la autosuficiencia de los nipones. El almirante Nagumo Chuichi, comandante de la fuerza operacional nipona, ignoraba todavía la presencia en la zona de portaaviones norteamericanos. Pero Yamamoto, tras recibir un comunicado de Tokio informando del aumento del tráfico de mensajes en Pearl Harbor, ya sospechaba que probablemente los buques enemigos estuvieran navegando por aquellas aguas, pero no quiso romper el silencio de las radios.
Para los jóvenes aviadores americanos que sobrevolaban la aparente inmensidad azul del océano Pacífico, la perspectiva de una gran batalla era tan emocionante como aterradora. Muchos de ellos acababan de salir de la academia de vuelo y carecían de la experiencia de sus adversarios. Sin embargo, esos jóvenes de tez bronceada, y rebosantes de entusiasmo, demostraban un arrojo y una valentía sorprendentes. Bastante peligroso resultaba ya para los pilotos caer derribados en alta mar, pero ser recogidos por un barco japonés suponía casi con toda seguridad morir decapitados.
El caza Zero japonés era superior al amazacotado Grumman F4F Wildcat, que, sin embargo, podía soportar graves daños si era alcanzado por el enemigo, pues disponía de un fuerte blindaje y de depósitos de combustible autosellantes. A no ser que fueran escoltados por cazas, los aviones torpederos y los bombarderos en picado americanos poco podían hacer ante el poderío del Zero japonés. El obsoleto torpedero Douglas TBD Devastator era lento y sus torpedos presentaban graves deficiencias, de modo que atacar un barco de guerra nipón suponía prácticamente una misión suicida para su piloto. El bombardero en picado Douglas SBD Dauntless, por su parte, era mucho más efectivo, especialmente en caída casi vertical, como pronto quedaría demostrado.
Un hidroavión Catalina divisó la flota de portaaviones japonesa e informó de su posición. Fletcher ordenó a Spruance que se le uniera con su aviación para lanzar un ataque. La fuerza operacional de Spruance se dirigió a su encuentro a toda velocidad. Sus objetivos se hallaban al límite del alcance de sus aviones torpederos, pero merecía la pena correr aquel riesgo si se conseguía atrapar a los portaaviones enemigos antes de que sus aparatos aéreos pudieran despegar. Debido a una confusión, los aviones torpederos Devastator fueron los primeros en llegar, pero sin cobertura de los cazas. Fueron destruidos por los Zero de los japoneses, que creyeron que habían obtenido una victoria. Sin embargo, pronto descubrirían que se habían adelantado a los acontecimientos.
«La tripulación del barco recibió con vítores a los pilotos que regresaban, dándoles palmadas en el hombro y diciéndoles palabras de ánimo», escribió el comandante de aviación naval, Fuchida Mitsuo, a bordo del Akagi. Los aviones fueron rearmados, y del hangar otros fueron trasladados a la cubierta de vuelo, todo ello para preparar un ataque contra los portaaviones americanos. El almirante Nagumo decidió entonces esperar hasta que se hubiera procedido al rearme de los aviones torpederos con bombas para atacar objetivos terrestres con el fin de realizar una nueva incursión contra las islas Midway. Algunos historiadores sostienen que esta operación supuso una pérdida de tiempo decisiva, y que, al final, no sirvió para nada. Otros indican que era una práctica habitual no emprender un ataque hasta que todos los aviones estuvieran listos para actuar conjuntamente[14].
«A las 10:20, el almirante Nagumo dio la orden de despegar en cuanto todos estuvieran preparados», sigue contando Fuchida. «En la cubierta de vuelo del Akagi, todos los aviones estaban en posición, calentando motores. El gran navío empezó a girar siguiendo la dirección del viento. En menos de cinco minutos despegarían todos los aviones… A las 10:24, desde el puente se dio la orden por el tubo acústico de comenzar los despegues. El oficial hizo la señal con una bandera blanca, y el primer caza Zero empezó a coger velocidad y salió volando de la cubierta. En aquel instante, un vigía gritó, “¡Bombarderos Helldiver a la vista!”. Alcé la mirada y vi tres aviones negros enemigos descendiendo en picado hacia nuestro barco. Algunas de nuestras ametralladoras pudieron disparar varias ráfagas de tiros contra ellos, pero ya era demasiado tarde. La barriguda silueta de los bombarderos en picado Dauntless americanos se hacía cada vez más grande, y de repente una serie de objetos negros comenzaron a desprenderse amenazadoramente de sus alas».
Los bombarderos en picado Dauntless del Enterprise y del buque insignia de Fletcher, el Yorktown, habían conseguido ocultarse en medio de las nubes a tres mil metros de altitud, de modo que el efecto sorpresa fue absoluto, y la cubierta de vuelo del Akagi se transformó en el objetivo perfecto. Los aviones japoneses, llenos de combustible y perfectamente armados, comenzaron a saltar por los aires uno tras otro. Una bomba abrió un gran agujero en la cubierta de vuelo, y otra estalló en el elevador utilizado para subir los aparatos aéreos del hangar situado debajo. Ni una ni otra habría bastado para hundir el barco, pero la explosión de los aviones, con sus bombas y los torpedos apilados cerca de ellos, convirtió el Akagi en un casco en llamas. El retrato del emperador que había a bordo del Akagi fue trasladado a toda prisa a un destructor.
Muy cerca, unas grandes nubes negras de humo anunciaron que el Kaga también había sido herido de muerte. Los bombarderos en picado americanos alcanzaron a continuación el Soryu. Una fuga de combustible provocó un verdadero infierno. Las municiones y las bombas comenzaron a estallar. De repente, una gran explosión arrojó al agua a los hombres que había en cubierta. «En cuanto estallaron los incendios a bordo del barco», cuenta el almirante Nagumo, «el capitán, Yanagimoto Ryusaku, apareció en la torre de comunicaciones situada a babor del puente. Desde allí, asumió el mando y rogó a sus hombres que se pusieran a resguardo. No permitiría que ninguno de ellos se acercara a él. Las llamas lo rodeaban, pero se negó a abandonar su puesto. Mientras gritaba una y otra vez “¡Banzai!” como un verdadero héroe, se lo llevó la muerte»[15].
Poco después, el Yorktown fue atacado por los bombarderos torpederos japoneses. Sus aparatos aéreos fueron desviados a los portaaviones de Spruance, donde pudieron sustituir a los que se habían perdido. Más tarde, en otra incursión, los aviones del Enterprise alcanzaron el Hyriu, que también se fue a pique. «A las 23:50», informaba el almirante Nagumo, «el capitán Kaki Tomeo y el contraalmirante Yamaguchi Tamon, comandante de escuadrillas, comunicaron un mensaje a la tripulación. Sus palabras fueron recibidas con demostraciones de reverencia y respeto hacia la persona del emperador y con gritos de “Banzai”, y a continuación se procedió a arriar la bandera de combate y la bandera del mando. A las 00:15, todos los hombres recibieron la orden de abandonar el barco, se retiró el retrato del emperador, y se organizó el traslado de la tripulación a los destructores Kaiagumo y Makigumo. El traslado del retrato y del personal concluyó a las 01:30. Tras terminar las operaciones de traslado solo quedaban a bordo de la nave el contraalmirante y el capitán. Agitaron sus gorras, despidiéndose de sus hombres, y con absoluta compostura unieron su destino al de su nave»[16].
Yamamoto, que aún no se había enterado de la trágica situación de sus portaaviones, ordenó más ataques. No es difícil imaginar cuál fue su reacción cuando le dieron la noticia. Inmediatamente, dio instrucciones para que su enorme flota de diez acorazados, incluido el Yamato, el buque de guerra más grande, y dos cruceros de escolta, junto con una gran escuadra de cruceros y destructores de escolta, se dirigieran a la zona a toda velocidad. Spruance, consciente del poderío de las fuerzas de Yamamoto, cambió de ruta por la noche, poniendo rumbo a las Midway para poder contar con la cobertura de los aviones estacionados en el aeródromo de las islas. Al día siguiente, sus bombarderos en picado consiguieron hundir un crucero e infligir graves daños a otro. Pero el 6 de junio, mientras estaba llevándose a cabo una operación de salvamento, el Yorktown, maltrecho, fue alcanzado por los torpedos de un submarino japonés, y se hundió a la mañana siguiente.
Con cuatro portaaviones y un crucero de los japoneses hundidos, además de un acorazado gravemente dañado, por no hablar de los doscientos cincuenta aviones destruidos, y todo ello a cambio de perder solo un portaaviones, la batalla de Midway constituyó para los americanos una victoria decisiva que, sin lugar a dudas, marcó un punto de inflexión en la guerra del Pacífico. Con ella se esfumó cualquier esperanza que pudiera abrigar Yamamoto de acabar con la Flota del Pacífico de los Estados Unidos. Pero como Nimitz reconoció en su informe, «de no haber dispuesto de la información relativa a los movimientos de los japoneses, y de habernos cogido el enemigo con las fuerzas operacionales de portaaviones dispersas, posiblemente en lugares tan alejados como el mar del Coral, la batalla de Midway habría acabado de manera muy distinta»[17].