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«LA DESTRUCCIÓN TOTAL DE POLONIA[1]»

(SEPTIEMBRE-DICIEMBRE DE 1939)


En las primeras horas del 1 de septiembre de 1939, las fuerzas alemanas estaban listas para cruzar la frontera polaca. Para todos sus efectivos, con la excepción de los veteranos de la Primera Guerra Mundial, iba a ser la primera experiencia en el campo de batalla. Como cualquier soldado, la mayoría de esos hombres se preguntaba en la soledad de la noche cuántas probabilidades tenían de sobrevivir y si iban a salir indemnes de aquella empresa. Mientras aguardaban la orden de encender motores, el comandante de uno de los tanques que se encontraban en la frontera de Silesia describió el fantasmagórico paisaje que lo rodeaba en los siguientes términos: «El bosque en tinieblas, la luna llena y una ligera neblina conforman un escenario irreal»[2].

A las 04:45 se dispararon desde el mar, cerca de Danzig, los primeros obuses. El Schleswig-Holstein, un veterano de la batalla de Jutlandia, se había trasladado durante las últimas horas de la noche previas al alba a una posición próxima a las costas de la península de Westerplatte. Abrió fuego contra la fortaleza polaca con su armamento principal de 280 mm. Una compañía de las tropas de asalto de la Kriegsmarine, que había permanecido escondida a bordo del Schleswig-Holstein, lanzó más tarde un ataque en la costa, pero fue repelida con gran firmeza. En la ciudad de Danzig, los voluntarios polacos se volcaron en la defensa de las oficinas centrales de Correos situadas en Heveliusplatz, pero poco pudieron hacer cuando las tropas de asalto nazis, la SS y las fuerzas regulares alemanas comenzaron a ocupar sigilosamente la ciudad. Casi todos los supervivientes polacos fueron ejecutados tras la batalla.

Las banderas nazis empezaron a ondear en los edificios públicos, y las campanas de las iglesias a sonar, mientras sacerdotes, profesores y maestros y otras figuras destacadas de la ciudad eran detenidas junto a los judíos[3]. En el vecino campo de concentración de Stutthof tuvieron que acelerarse los trabajos para acomodar a los nuevos prisioneros que iban llegando. Más tarde, ya en plena guerra, Stutthof se convertiría en el principal centro de suministro de cuerpos humanos para los experimentos del Instituto Médico Anatómico de Danzig en los que se procesaban cadáveres para la obtención de cuero y jabón[4].

La decisión de Hitler de retrasar seis días la invasión había supuesto para la Wehrmacht la oportunidad de movilizar y desplegar otras veintiuna divisiones de infantería y dos divisiones motorizadas más. En aquellos momentos, el ejército alemán contaba con casi tres millones de hombres, cuatrocientos mil caballos y doscientos mil vehículos[5]. Un millón y medio de efectivos había sido trasladado a la frontera con Polonia, muchos de ellos provistos exclusivamente de cartuchos de fogueo con el pretexto de que iban a realizar ejercicios de maniobras. Pero cualquier duda sobre su verdadera misión quedó disipada cuando recibieron la orden de cargar sus armas con balas reales.

No se procedió, en cambio, al despliegue de todas las fuerzas polacas, pues los gobiernos británico y francés habían advertido a Varsovia de que un llamamiento a las armas prematuro habría dado a Hitler la excusa perfecta para lanzar un ataque. Los polacos habían pospuesto la orden de movilización general al 28 de agosto, pero luego, al día siguiente, volvieron a cancelarla cuando los embajadores de Francia y Gran Bretaña les instaron a contener la acción en la esperanza de que, en el último minuto, fructificaran las negociaciones diplomáticas. Al final, la orden fue dada el 30 de agosto. Pero tantos cambios habían dado lugar a una situación de verdadero caos. Solo alrededor de un tercio de las tropas de vanguardia polacas se encontraban en su puesto el 1 de septiembre.

Su única esperanza era resistir hasta que los franceses lanzaran en el oeste la ofensiva prometida. El general Maurice Gamelin, el comandante en jefe francés, les había garantizado el 19 de mayo que dicha ofensiva tendría lugar con «el grueso de sus fuerzas[6]» como máximo quince días después de que su gobierno ordenara la movilización. Pero los tiempos, al igual que la geografía, no favorecieron a los polacos. Los alemanes no tardarían en alcanzar el corazón de su país desde Prusia oriental por el norte, Pomerania y Silesia por el oeste y la Eslovaquia bajo control nazi por el sur. Desconocedor del protocolo secreto del pacto Molotov-Ribbentrop, el gobierno polaco no puso empeño en establecer una férrea defensa en la frontera oriental. La idea de una doble invasión coordinada conjuntamente por los gobiernos nazi y soviético seguía pareciendo una paradoja política demasiado lejana.

A las 04:50 del 1 de septiembre, mientras esperaban recibir la orden de ataque, las tropas alemanas pudieron oír el rugido de los motores de los aparatos aéreos que se acercaban por la retaguardia. Y cuando la nube de aviones Stuka, Messerschmitt y Heinkel pasaba por encima de sus cabezas, los soldados del Reich comenzaron a proferir gritos de júbilo, sabedores de que la Luftwaffe se dirigía hacia los aeródromos polacos para llevar a cabo un ataque preventivo. Sus oficiales les habían informado de que los polacos responderían con tácticas engañosas, utilizando francotiradores civiles y prácticas de sabotaje[7]. Se decía que los judíos polacos eran «amigos de los bolcheviques y germanófobos»[8].

El plan de la Wehrmacht consistía en invadir Polonia simultáneamente desde el norte, desde el oeste y desde el sur. Su avance debía ser «rápido e implacable»[9], utilizando tanto columnas blindadas como aviones de la Luftwaffe para coger por sorpresa a los polacos antes de que estos pudieran establecer unas líneas defensivas adecuadas. Las formaciones del Grupo de Ejércitos Norte atacarían desde Pomerania y Prusia oriental. Su prioridad sería enlazar en el corredor de Danzig y avanzar hacia Varsovia en dirección sudeste. El Grupo de Ejércitos Sur, a las órdenes del coronel general Gerd von Rundstedt, tenía que avanzar rápidamente desde el sur de Silesia hacia Varsovia formando un gran frente. El objetivo era que los dos grupos de ejércitos cortaran el paso al grueso de las fuerzas polacas que se encontraban al oeste del Vístula. El X Ejército, situado en el centro de aquella hoz en el sur, disponía del mayor número de formaciones motorizadas. Por su derecha, el XIV Ejército avanzaría hacia Cracovia, mientras tres divisiones de montaña, una división panzer, una división motorizada y tres divisiones eslovacas atacaban hacia el norte desde Eslovaquia, estado títere de los alemanes.

En el centro de Berlín, la mañana de la invasión, formaciones de guardias de la SS ocupaban la Wilhelmstrasse y la Pariser Platz mientras Hitler se dirigía desde la cancillería del Reich hasta la Ópera de Kroll, donde el Reichstag celebraba sus sesiones tras el famoso incendio de su sede. El Führer manifestó que sus razonables peticiones a Polonia, aquellas que con tanta cautela había evitado exponer al gobierno de Varsovia, habían sido rechazadas. Ese «plan de paz de dieciséis puntos» fue publicado aquel mismo día en un cínico intento de demostrar que las autoridades polacas eran las únicas responsables del conflicto. Para júbilo de todos los presentes, anunció la recuperación de Danzig para el Reich[10]. El diplomático suizo Carl-Jakob Burckhardt, alto comisionado de la Sociedad de Naciones para esta ciudad, fue obligado a abandonarla de inmediato.

En Londres, una vez aclaradas ciertas dudas referentes al modo en que se había desarrollado la invasión, Chamberlain dio la orden de movilización general. Hacía diez días que Gran Bretaña había dado los primeros pasos con el fin de prepararse para la guerra. Chamberlain no había querido ordenar una movilización total por miedo a que ello provocara, como ocurrió en 1914, una reacción en cadena en Europa. Las defensas antiaéreas y las de las costas habían sido su principal prioridad. En cuanto se tuvo noticia de la invasión alemana, su postura dio un giro de ciento ochenta grados. En aquellos momentos nadie podía creer que las declaraciones de Hitler habían sido simples faroles. En el país y en la Cámara de los Comunes los ánimos estaban mucho más exacerbados que un año atrás, cuando la crisis de Múnich. No obstante, el Gabinete y el Foreign Office tardaron casi todo el día en redactar un ultimátum dirigido a Hitler exigiendo que retirara sus tropas de Polonia. Pero cuando ya estuvo terminado, el documento en cuestión distaba mucho de parecer un verdadero ultimátum, pues en él no se fijaba plazo alguno para cumplir con lo requerido.

Al día siguiente de recibirse en el consejo de ministros francés un informe de Robert Coulondre desde Berlín, Daladier dio la orden de movilización general. «La palabra guerra, propiamente dicha, no será pronunciada en el curso de este Consejo», dijo uno de los asistentes al mismo[11]. Se hizo referencia a la guerra solo con eufemismos. También se dictaron instrucciones para proceder a la evacuación de niños en ambas capitales. Todos suponían que las hostilidades comenzarían con numerosas incursiones aéreas de los bombarderos alemanes. Aquella misma noche se impuso un apagón eléctrico general.

En París las noticias de la invasión habían provocado una gran conmoción, pues durante los últimos días habían aumentado las esperanzas de que pudiera evitarse el estallido de un conflicto bélico en Europa. Georges Bonnet, ministro de exteriores y el más firme partidario del apaciguamiento, culpaba a los polacos por su «estúpida y obstinada actitud»[12]. Continuaba queriendo recurrir a Mussolini para que actuara como mediador con el fin de llegar a otro acuerdo como el de Múnich. Pero la mobilisation genérale siguió adelante, con trenes llenos de reservistas partiendo de la Gare de l’Est de París rumbo a Metz y a Estrasburgo.

Como cabía esperar, en el gobierno polaco de Varsovia se empezaba a temer que los Aliados volvieran a tener miedo de enfrentarse a Hitler. Incluso algunos políticos de Londres sospecharon, por la imprecisión de la nota emitida y por la ausencia en ella de un plazo determinado de tiempo, que Chamberlain quisiera intentar rehuir su compromiso con Polonia. Pero lo cierto es que Gran Bretaña y Francia estaban siguiendo las vías diplomáticas convencionales, como si con ello estuvieran marcando las diferencias con los partidarios de una Blitzkrieg no declarada.

En Berlín, la noche del 1 de septiembre seguía siendo atípicamente densa y calurosa. La luz de la luna iluminaba las calles oscuras de la capital del Reich que en aquellos momentos sufría un apagón eléctrico general por temor a posibles incursiones aéreas de los polacos. También se impuso otro tipo de apagón. Goebbels decretó una ley en virtud de la cual quedaba terminantemente prohibido escuchar emisiones radiofónicas extranjeras. Ribbentrop se negó a recibir la visita conjunta de los embajadores británico y francés, de modo que a las 21:20 Henderson entregó la carta exigiendo la retirada inmediata de las fuerzas alemanas que habían entrado en Polonia. Media hora después Coulondre entregaba la versión francesa de esta petición. Hitler, tal vez incitado por la poca contundencia de dichas misivas, seguía estando convencido de que, en el último momento, los gobiernos de ambos emisarios se echarían atrás.

Al día siguiente, antes de trasladarse al hotel Adlon, situado a la vuelta de la esquina, el personal de la embajada británica se despidió de los alemanes que estaban a su servicio. Dio la impresión de que las capitales de las tres naciones entraban en una especie de limbo diplomático. En Londres volvió a pensarse en una nueva posibilidad de apaciguamiento, pero el retraso se debía a una petición del gobierno francés, pues este necesitaba más tiempo para movilizar a sus reservistas y proceder a la evacuación de civiles. Los dos gobiernos estaban convencidos de la necesidad de una actuación conjunta, pero Georges Bonnet y sus aliados seguían esforzándose por posponer el funesto momento. Por desgracia, Daladier, cuya falta de resolución era notoria, permitía que Bonnet siguiera alentando la idea de celebrar una conferencia internacional con el gobierno fascista de Roma. Bonnet se puso en comunicación telefónica con Londres para solicitar el apoyo inglés, pero tanto lord Halifax, ministro de exteriores británico, como Chamberlain, hicieron hincapié en que no había nada de qué hablar mientras las tropas alemanas siguieran en territorio polaco. Más tarde, Halifax también se puso en comunicación telefónica con Ciano para despejar cualquier posible duda en este sentido.

La frustración por no haber conseguido fijar un plazo en el impreciso ultimátum había provocado una crisis de gobierno en Londres a última hora de aquella tarde. Chamberlain y Halifax explicaron que era necesario actuar codo con codo con los franceses, lo que significaba que de estos dependía la decisión final. Pero los escépticos, con el respaldo de los jefes del estado mayor que se encontraban presentes, rechazaron esta lógica. Su temor era que, sin una iniciativa firme por parte de Gran Bretaña, los franceses no dieran ningún paso. Había que fijar un plazo de tiempo. Chamberlain estaba aún más conmocionado por la manera en la que había sido recibido en la Cámara de los Comunes hacía apenas tres horas. Los argumentos que había esgrimido para justificar su tardanza en declarar la guerra fueron escuchados con un silencio hostil. Luego, cuando Arthur Greenwood, actuando como líder del Partido Laborista, se levantó para responderle, pudo oírse gritar incluso a algunos de los conservadores más acérrimos: «¡Habla en nombre de Inglaterra!». Greenwood dejó bien claro que Chamberlain tenía que dar una respuesta a la Cámara a la mañana siguiente.

Aquella noche, mientras en Londres resonaban con furia los truenos de una fuerte tormenta, Chamberlain y Halifax se reunieron con el embajador francés, Charles Corbin, en Downing Street. Se pusieron en comunicación telefónica con París para hablar con Daladier y Bonnet. El gobierno galo seguía insistiendo en que no se le pusiera prisa, aunque Daladier ya hubiera recibido hacía unas pocas horas el apoyo unánime de la Chambre des Députés para entrar en guerra. (Sin embargo, la palabra «guerra» propiamente dicha seguía evitándose supersticiosamente en los círculos oficiales franceses. En su lugar se habían utilizado durante los debates en el Palais Bourbon eufemismos como las «obligations de la situation Internationale»). Como Chamberlain, llegado este punto, ya estaba plenamente convencido de que su gobierno iba a caer al día siguiente si no se presentaba un ultimátum rotundo, Daladier acabó por aceptar que la respuesta firme de su país no podía ser objeto de más dilaciones. Dio su promesa de que Francia también presentaría su ultimátum al día siguiente. A continuación, Chamberlain reunió a los miembros del Gabinete británico. Poco antes de la medianoche quedó redactado y aprobado el ultimátum definitivo. Sería presentado en Berlín al día siguiente, a las 09:00, por sir Nevile Henderson, y expiraría dos horas después.

La mañana del domingo, 3 de septiembre, sir Nevile Henderson cumplió al pie de la letra las instrucciones que había recibido. Hitler, al que Ribbentrop había asegurado una y otra vez que los británicos se echarían atrás en el último momento, quedó petrificado. Cuando terminaron de leerle el texto del ultimátum, se produjo un largo silencio. Finalmente, el Führer, dirigiendo su mirada a Ribbentrop, preguntó furioso: «¿Y ahora qué?»[13] Ribbentrop, un tipo arrogante y afectado, cuya propia suegra no había dudado en describirle como «un tonto extremadamente peligroso»[14], llevaba tiempo garantizándole a Hitler que sabía perfectamente cómo iban a reaccionar los británicos. En aquellos momentos acababa de quedarse sin respuesta. Cuando más tarde Coulondre entregó el ultimátum francés, Göring, dirigiéndose al intérprete de Hitler, comentó: «¡Que el cielo se apiade de nosotros si perdemos esta guerra!».

Tras la tormenta de la noche anterior, Londres amaneció con el cielo sereno y despejado. No había llegado respuesta alguna de Berlín al ultimátum cuando el Big Ben repicó once veces. Desde Berlín, Henderson confirmó telefónicamente que tampoco tenía noticias. Uno de los secretarios a su servicio detuvo el reloj de la embajada cuando este marcaba las once, y en la tapa de cristal que cubría su esfera pegó un papel en el que se decía que el aparato no volvería a funcionar hasta que Hitler hubiera sido derrotado.

A las 11:15, Chamberlain se dirigió por radio a la nación desde la sala de reuniones del gabinete en el n.º 10 de Downing Street. En todo el país, hombres y mujeres se pusieron en pie cuando al finalizar la transmisión sonó el himno nacional. A muchos se les saltaron las lágrimas. El primer ministro había hablado con sencillez y elocuencia, pero gran parte de la población destacaría cuán triste y cansado había parecido el tono de su voz. En cuanto terminó de pronunciar su brevísimo discurso, saltaron las sirenas que anunciaban la inminencia de un ataque aéreo. En tropel, hombres y mujeres de todas las edades y condición se dirigieron a sótanos y refugios, esperando que el cielo se cubriera con la llegada de enjambres de aviones negros. Pero se trataba de una falsa alarma, y no tardó en oírse la señal de «todo despejado». Una reacción muy británica y generalizada fue poner a calentar agua en una caldera para preparar el té. Y en numerosísimos casos, sin embargo, la reacción distó mucho de ser flemática, como demuestra un informe de la organización Mass Observation. «De casi todas las poblaciones de cierta importancia se dijo que durante los primeros días de la guerra habían sido bombardeadas hasta quedar en ruinas», comunicaba el documento. «Centenares de individuos habían visto aviones precipitándose en llamas»[15].

A los soldados que cruzaban la ciudad en los camiones de tres toneladas del ejército se les podía oír entonar It’s a long way to Tipperary, canción que, a pesar de su alegre música, recordaba a la gente los horrores de la Primera Guerra Mundial. Londres estaba poniendo en marcha su aparato de guerra. En Hyde Park, enfrente del cuartel de Knightsbridge, las excavadoras a vapor comenzaron a remover toneladas de tierra con las que habrían de rellenarse los sacos que serían utilizados para proteger edificios gubernamentales. La Guardia Real del palacio de Buckingham había cambiado sus gorros de piel de oso y sus casacas rojas por otra indumentaria. En aquellos momentos llevaban cascos metálicos, trajes de faena y bayonetas afiladas. Por todo Londres se veía cómo flotaban los globos de barrera plateados que cambiaban por completo el paisaje de la ciudad. En los característicos buzones de correos de color rojo había parches de pintura amarilla capaz de detectar gases venenosos. En las ventanas se habían pegado tiras de papel adhesivo para minimizar el peligro de las posibles roturas de cristales. La población de la ciudad también cambió, con muchos más uniformes y numerosos civiles que llevaban sus máscaras antigás en cajas de cartón. Las estaciones ferroviarias se llenaron de niños evacuados que llevaban colgadas de la ropa etiquetas de identificación con su nombre y dirección, y muñecas de trapo y ositos de peluche entre los brazos. Por la noche, debido a la orden de apagón general, todo resultaba completamente irreconocible. Solo unos pocos se aventuraban a transitar muy cautelosamente con sus vehículos con los faros medio tapados. Muchos se limitaban simplemente a quedarse en casa a escuchar la BBC por la radio con las cortinas corridas[16].

Australia y Nueva Zelanda también declararon la guerra a Alemania aquel mismo día. El gobierno británico de la India hizo lo mismo, pero sin consultarlo con ningún líder indio. Sudáfrica la declaró tres días más tarde, después de un cambio de gobierno, y Canadá entró oficialmente en guerra al cabo de una semana. Esa noche el crucero británico Athenia fue hundido por el submarino alemán U-30. De las ciento doce personas que perecieron en el incidente, veintiocho eran de origen norteamericano[17]. Uno de los asuntos examinados a lo largo de aquel día fue la decisión de Chamberlain, escasamente entusiasta, de hacer entrar en el gobierno al hombre que más crítico se había mostrado con él. El regreso de Churchill al Almirantazgo hizo que el Primer Lord del Mar comunicara a todos los buques de la Marina Real: «¡Winston ha vuelto!».

En Berlín hubo muy pocas celebraciones cuando se dio la noticia de que Gran Bretaña había declarado la guerra. Casi todos los alemanes quedaron perplejos y abatidos. Habían confiado en la extraordinaria racha de suerte de su Führer, pensando que esta también le permitiría obtener una victoria rotunda sobre Polonia sin que se desencadenara ningún conflicto en Europa. Además, a pesar de todos los intentos de prevaricación de Bonnet, el plazo que daba el ultimátum francés (cuyo texto seguía evitando la palabra maldita, «guerra») expiraba a las 17:00 horas. Aunque la postura predominante en Francia era reconocer con resignación que «il faut en finir» —«hay que acabar con ello»—, parecía que la izquierda antimilitarista coincidía con los derrotistas de derechas en no querer «morir por Danzig». Y lo que resultaba más alarmante: algunos oficiales franceses empezaban a convencerse de que los británicos los habían empujado a la guerra. «Es para ponernos ante el hecho consumado», escribió el general Paul de Villelume, oficial de enlace en jefe con el gobierno, «pues los ingleses tienen miedo de que nos volvamos blandos»[18]. Nueve meses más tarde ejercería una nefasta influencia derrotista en el siguiente primer ministro de Francia, Paul Reynaud.

No obstante, la noticia de la doble declaración de guerra produjo escenas de gran júbilo en las calles de Varsovia. Desconocedora de las reticencias francesas, una multitud de entusiasmados polacos se congregó frente a las embajadas de los dos países. Los himnos nacionales de los tres aliados sonaban constantemente por la radio. El optimismo desmesurado convenció a muchos polacos de que la prometida ofensiva francesa iba a cambiar rápidamente el curso de la guerra a su favor.

En otras zonas del país se produjeron, sin embargo, escenas mucho menos emotivas. Algunos polacos se volvieron contra sus vecinos de origen alemán para vengarse de la invasión. En medio del pánico, la rabia y el caos provocados por aquella guerra repentina, la población de origen alemán fue víctima de agresiones en diversas localidades. En Bydgoszcz (Bromberg en alemán), el 3 de septiembre, una serie de tiroteos efectuados de manera aleatoria en las calles de la ciudad contra ciudadanos polacos desencadenó una matanza en la que perdieron la vida doscientas veintitrés personas de origen germano, aunque la historia oficial alemana eleva esta cifra a mil[19]. El número total de individuos de origen alemán asesinados en Polonia varía según los cálculos, pues unos hablan de dos mil y otros incluso de trece mil, pero lo más probable es que fueran alrededor de seis mil. Más tarde, Goebbels elevaría la cifra a cincuenta y ocho mil, en su intento por justificar el programa alemán de limpieza racial emprendido contra los polacos.

Aquel primer día de guerra en Europa, el IV Ejército alemán que lanzaba un ataque desde Pomerania consiguió por fin asegurar el corredor de Danzig en el punto en que este más se ensanchaba. Prusia oriental quedó anexionada al resto del Reich. Varios elementos de la avanzadilla del IV Ejército también ocuparon una cabeza de puente en el bajo Vístula.

El III Ejército, en su avance desde Prusia oriental, marchó hacia el sureste, en dirección al río Narew, con la intención de rodear Modlin y Varsovia. El Grupo de Ejércitos Sur, por su parte, obligó a los ejércitos de Łódź y de Cracovia a emprender la retirada, provocando un gran número de bajas. La Luftwaffe, tras haber acabado con el grueso de las fuerzas aéreas polacas, comenzó a concentrarse en apoyar a sus tropas de tierra y a destruir ciudades tras las líneas polacas con el fin de bloquear las comunicaciones.

Los soldados alemanes no tardaron en expresar una mezcla de horror y desdén por el estado de miseria que presentaban las aldeas polacas por las que iban pasando. En muchas de ellas parecía que no había ningún polaco, solo judíos. Las describieron como lugares «terriblemente sucios y culturalmente muy atrasados»[20]. El sentimiento de desprecio de los soldados alemanes aumentó aún más cuando vieron a «judíos orientales» con largas barbas y vestidos con caftanes. Su aspecto físico, su «mirada huidiza[21]» y la manera «zalamera[22]» con la que «se quitaban respetuosamente el sombrero[23]» parecían encajar mucho mejor con las caricaturas de la propaganda nazi del semanario Der Stürmer[24], obsesivamente antisemita, que con los habitantes de origen judío perfectamente integrados en la sociedad alemana que habían conocido en el Reich. «Cualquiera que todavía no fuera un antisemita radical», escribió un Gefreiter (cabo), «lo sería después de ver esto»[25]. Los reclutas alemanes, no ya solo los miembros de la SS, comenzaron a disfrutar maltratando a los judíos, propinándoles palizas, cortando las barbas de los ancianos, humillando, e incluso violando, a las mujeres jóvenes (a pesar de las leyes de Núremberg que prohibían cualquier tipo de contacto sexual con judíos) y prendiendo fuego a las sinagogas.

Lo que sobre todo recordaban los soldados eran las advertencias que habían recibido acerca del peligro de posibles sabotajes y de los disparos a traición de los francotiradores. Cuando se oía un disparo aislado, solía sospecharse de cualquier judío que anduviera por allí, aunque fuera mucho más probable que se tratara de un ataque de partisanos polacos. Al parecer, se produjeron diversas matanzas después de que algún centinela, asustado, abriera fuego, y se unieran al tiroteo el resto de sus compañeros, llegando a veces a matarse unos a otros. Los oficiales estaban sumamente preocupados por la falta de rigor a la hora de abrir fuego, pero daba la impresión de que eran incapaces de detener lo que denominaban una Freischärlerpsychose[26] esto es, un miedo obsesivo a recibir un disparo de algún civil armado. (A veces lo llamaban una Heckenschützenpsychose, esto es, la obsesión de que alguien disparara contra ellos oculto tras un seto). Pero fueron pocos los oficiales que intervinieron para detener los horribles actos de represalia que más tarde se produjeron. Los soldados alemanes comenzarían a lanzar granadas en los sótanos de las casas, que eran los lugares en los que solían refugiarse las familias, no los partisanos. En su opinión, semejantes prácticas no eran crímenes de guerra, sino actos de legítima defensa.

La continua obsesión del ejército alemán con los francotiradores dio lugar a un patrón sistemático de ejecuciones sumarísimas y de quema de pueblos y aldeas. Muy pocas unidades quisieron perder tiempo con procedimientos legales. En su opinión, los polacos y los judíos simplemente no merecían un trato tan exquisito. Algunas formaciones destacaron más que otras en la ejecución y el asesinato de civiles. Según parece, la guardia personal armada del Führer, la SS Leibstandarte Adolf Hitler, fue la peor. Sin embargo, en su mayoría las matanzas fueron llevadas a cabo en la retaguardia por Einsatzgruppen de la SS, por la Policía de Seguridad y por la milicia del Volksdeutscher Selbstschutz (Autodefensa del Pueblo Alemán), cuya sed de venganza era insaciable.

Las fuentes alemanas dicen que en el curso de los cinco días de campaña fueron ejecutados más de dieciséis mil civiles[27]. La cifra real probablemente sea muy superior, pues rondó los sesenta y cinco mil a finales de año. Unos diez mil polacos y judíos fueron asesinados por las milicias germanas en unas canteras cerca de Mniszek, y otros ocho mil en un bosque próximo a Karlshof[28]. También se prendió fuego a casas, y a veces a aldeas enteras, a modo de represalia colectiva. En total, fueron más de quinientos los pueblos y aldeas arrasados. En algunos lugares, la línea del avance alemán quedaba marcada por la noche por un resplandor rojizo en el horizonte provocado por las aldeas y las granjas en llamas.

Los judíos, al igual que los polacos, no tardaron en buscar escondites en los que refugiarse cuando llegaban las tropas alemanas. Esta circunstancia aumentaba el nerviosismo de los soldados, pues estaban convencidos de que no solo eran observados desde las ventanas de los sótanos y los tragaluces, sino que también les apuntaban armas que no podían ver. A veces, da la impresión de que muchos soldados quisieran destruir lo que consideraban unas aldeas insalubres y hostiles para que la infección que a su juicio estas suponían no lograra expandirse a la vecina Alemania. Sin embargo, esta idea no impidió que se dedicaran al saqueo en cuanto tenían la oportunidad: dinero, ropa, joyas, alimentos, sábanas y mantas. Y en lo que cabría calificar de una confusión más de causa y efecto: el odio que encontraban a medida que avanzaban parecía en cierto sentido justificar la propia invasión.

Aunque a menudo combatiera con desesperación y evidente bravura y arrojo, el ejército polaco tenía dos graves carencias: un armamento obsoleto y, sobre todo, falta de aparatos de radio. La retirada de una formación no podía ser comunicada a las que se encontraban a sus flancos, con unas consecuencias desastrosas. El mariscal Śmigły-Rydz, su comandante en jefe, ya se había convencido de que la guerra estaba perdida. Incluso si los franceses lanzaban al final la ofensiva prometida, esta llegaría demasiado tarde. El 4 de septiembre, Hitler, cada vez más seguro de su triunfo, dijo a Goebbels que no temía un ataque por el oeste. Pronosticaba allí una Kartoffelkrieg[29], una «guerra de la patata» estacionaria.

La antigua ciudad universitaria de Cracovia fue ocupada el 6 de septiembre por el XIV Ejército, y el Grupo de Ejércitos Sur de Rundstedt seguía implacablemente su avance mientras los defensores de Polonia huían en retirada. Pero al cabo de tres días, al alto mando del ejército —el OKH, esto es, el Oberkommando des Heeres— empezó a preocuparle la posibilidad de que los ejércitos polacos trataran de evitar la operación de envolvimiento planeada al oeste del Vístula. Dos cuerpos del Grupo de Ejércitos Norte recibieron, pues, la orden de avanzar más hacia el este, si era necesario hasta la línea del Bug, o más allá de este río, para atrapar al enemigo en una segunda línea.

Cerca de Danzig, los heroicos polacos encargados de la defensa de las posiciones de Westerplatte, tras quedarse sin municiones, se vieron obligados a deponer las armas el 7 de septiembre después de sufrir los constantes ataques de los bombarderos Stuka y de las baterías del Schleswig-Holstein. El viejo acorazado puso a continuación rumbo al norte para participar en el ataque al puerto de Gdynia, que cayó el 19 de septiembre.

En Polonia central, la resistencia había ido endureciéndose a medida que los alemanes se aproximaban a la capital. Una columna de la 4.ª División Panzer llegó a las inmediaciones de la ciudad el 10 de septiembre, pero fue obligada a emprender una veloz retirada. La firme determinación de los polacos de pelear ferozmente por Varsovia se puso en evidencia con la concentración en la margen derecha del Vístula de su artillería, dispuesta a abrir fuego contra su propia ciudad. El 11 de septiembre, la Unión Soviética retiró a su embajador y a su personal diplomático de Varsovia, pero los polacos seguían ignorando la puñalada trapera que les preparaban por el este.

En otros lugares, las operaciones de envolvimiento de tropas polacas llevadas a cabo por los alemanes con la ayuda de sus fuerzas mecanizadas ya habían comenzado a producir cantidades ingentes de prisioneros. El 16 de septiembre, los alemanes empezaron una gran batalla de envolvimiento a unos ochenta kilómetros al este de Varsovia, después de atrapar a dos ejércitos polacos en la confluencia del río Bzura con el Vístula. Con los ataques de la Luftwaffe allí donde se concentraban las tropas se logró acabar con la férrea resistencia que ofrecían los polacos. Fueron hechos prisioneros unos ciento veinte mil hombres. Ante el poderío de los impecables aviones Messerschmitt, poco pudo hacer la valiente fuerza aérea polaca con sus apenas ciento cincuenta y nueve P-11, unos aparatos obsoletos que, más que cazas, parecían Lysanders[*].

Pronto se esfumaron las pocas esperanzas que abrigaban los polacos de ser salvados por una ofensiva aliada en el oeste. El general Gamelin, con el apoyo del primer ministro francés, Daladier, se negó a dar ningún paso hasta que se hubiera desplegado la Fuerza Expedicionaria Británica y se hubieran movilizado a todos sus reservistas. También dijo que Francia necesitaba adquirir equipamiento militar de Estados Unidos. En cualquier caso, la doctrina militar francesa era fundamentalmente defensiva. Gamelin, a pesar de su promesa a los polacos, quiso desentenderse de la posibilidad de llevar a cabo una gran ofensiva, convencido de que superar la barrera formada por el valle del Rin y la línea defensiva alemana del Muro del Oeste era una hazaña impracticable.

Los británicos apenas mostraron mayor agresividad en su postura. El nombre que daban al Muro del Oeste era «línea Sigfrido», en la que, según una jocosa y célebre canción de los tiempos de la «guerra extraña», querían colgar su colada. Los británicos consideraban que el tiempo estaba de su parte, con la curiosa lógica de que la mejor estrategia era el bloqueo de Alemania, estratagema muy poco efectiva, pues era evidente que la Unión Soviética habría podido ayudar a Hitler a conseguir todo lo necesario para su industria de guerra.

Muchos británicos sentían vergüenza por la falta de agresividad demostrada a la hora de ayudar a los polacos. La RAF comenzó a sobrevolar territorio alemán, lanzando panfletos de propaganda, lo que suscitó numerosos comentarios en tono jocoso que hablaban del «Mein Pamf[30]» y de una «guerra de confeti». Una incursión aérea de los bombarderos británicos contra la base naval alemana de Wilhelmshaven efectuada el 4 de septiembre había resultado humillantemente inefectiva. Grupos de avanzadilla de la BEF, esto es, la Fuerza Expedicionaria Británica, desembarcaron en Francia aquel mismo día, y a lo largo de las cinco semanas siguientes un total de ciento cincuenta y ocho mil efectivos cruzaría el canal. Pero hasta diciembre no se produciría enfrentamiento alguno con las fuerzas alemanas.

Lo único que hicieron prácticamente los franceses fue avanzar unos pocos kilómetros en territorio alemán, llegando a las inmediaciones de Saarbrücken. En un principio, los alemanes temieron que se produjera un gran ataque. Con el grueso de su ejército en Polonia, Hitler estaba especialmente preocupado, pero la naturaleza tan limitada de aquella ofensiva puso de manifiesto que se trataba simplemente de un mero gesto simbólico. El OKW (Oberkommando der Wehrmacht, esto es, Alto Mando de la Wehrmacht) no tardó en recuperar la calma. No había necesidad de proceder al traslado de tropas. Los franceses y los británicos habían fracasado vergonzosamente en el cumplimiento de sus obligaciones, sobre todo si se tenía en cuenta que en el mes de julio los polacos ya les habían entregado sus réplicas de la máquina de cifrado alemana Enigma.

El 17 de septiembre, el martirio de Polonia quedó sellado cuando las fuerzas soviéticas cruzaron su frontera oriental en virtud del protocolo secreto firmado en Moscú hacía apenas un mes. A los alemanes les sorprendió que no lo hubieran hecho antes, pero Stalin había considerado que, si atacaba demasiado pronto, los Aliados occidentales probablemente se habrían visto en la obligación de declarar la guerra también a la Unión Soviética. Los rusos afirmaban, con lo que tal vez deberíamos calificar de cinismo predecible, que las provocaciones de Polonia les habían obligado a intervenir con el fin de proteger a las minorías bielorrusas y ucranianas. Además, el Kremlin sostenía que la Unión Soviética ya no tenía que responder al tratado de no agresión firmado con Polonia porque el gobierno de Varsovia había dejado de existir. En efecto, el gobierno polaco había abandonado Varsovia aquella misma mañana, pero simplemente para huir de allí antes de caer presa de las fuerzas soviéticas. Sus ministros tuvieron que dirigirse a toda prisa a la frontera rumana, antes de que el camino quedara cortado por las unidades del Ejército Rojo que avanzaban desde Kamenets Podolsk, en el suroeste de Ucrania.

El embotellamiento de vehículos militares y de automóviles civiles que se produjo en los puestos fronterizos fue inmenso, pero al final aquella noche se permitió el paso de los polacos derrotados. Antes de entrar en Rumania, casi todos cogieron un puñado de tierra o una piedra de su país. Muchos lloraban. Algunos optaron por acabar con su vida. El pueblo rumano se mostró comprensivo con los exiliados, pero su gobierno estaba presionado por los alemanes, que exigía la repatriación de los polacos. Los sobornos salvaron a la mayoría de ellos de la detención y el internamiento, siempre y cuando el oficial al mando no fuera un adepto del movimiento fascista «Guardia de Hierro». Algunos lograron escapar en pequeños grupos. Otros grupos más grandes, organizados por las autoridades polacas en Bucarest, partieron en barco de Constanza y otros puertos del mar Negro rumbo a Francia. Varios huyeron por Hungría, Yugoslavia y Grecia, y unos pocos, que toparían con muchas más dificultades, se dirigieron a los estados bálticos para luego pasar a Suecia[31].

Siguiendo instrucciones de Hitler, el OKW emitió inmediatamente una orden dirigida a las formaciones alemanas presentes al otro lado del Bug para que se prepararan para abandonar la zona. El acuerdo de estrecha colaboración entre Berlín y Moscú garantizaba que la retirada de los alemanes de la zona concedida a la Unión Soviética en virtud del protocolo secreto estaría coordinada con el avance de las formaciones del Ejército Rojo.

El primer contacto entre las fuerzas de los dos países de aquella efímera alianza tuvo lugar al norte de Brest-Litovsk (la Brześć de los polacos). Y el 22 de septiembre, la gran fortaleza de esta ciudad fue entregada al Ejército Rojo con un ceremonioso desfile. Para desgracia de los oficiales soviéticos vinculados con este episodio, aquel contacto con oficiales alemanes los convertiría más tarde en objetivo principal de las detenciones efectuadas por el NKVD de Beria.

La resistencia polaca siguió activa; sus formaciones, rodeadas, seguían intentando abrirse paso, y elementos aislados de su ejército crearon grupos irregulares para combatir en las zonas menos accesibles de los bosques, los pantanos y las montañas. Las carreteras que conducían al este estaban atascadas por el gran número de refugiados que, con carros, vehículos maltrechos e incluso bicicletas, trataba de escapar de las atrocidades de la guerra. «El enemigo llegaba siempre por aire», escribió un joven soldado polaco, «e incluso cuando volaba muy bajo, seguía estando fuera del alcance de nuestros anticuados Mauser. El espectáculo de la guerra no tardó en volverse monótono; día tras día, veíamos las mismas escenas: civiles que corrían para protegerse de las incursiones aéreas, convoyes dispersados, camiones y carros en llamas. El olor que se percibía en la carretera también era siempre el mismo. Era el olor que desprendían los caballos muertos que nadie se había preocupado de enterrar, un olor pestilente. Solo nos movíamos de noche, y aprendimos a dormir mientras marchábamos. Estaba prohibido fumar por temor a que la luz de un cigarrillo hiciera caer sobre nosotros a la todopoderosa Luftwaffe»[32].

Mientras tanto, Varsovia seguía siendo el bastión principal de la resistencia polaca. Hitler deseaba impacientemente que la capital de Polonia fuera sometida, por lo que la Luftwaffe comenzó a realizar una serie de bombardeos intensivos sobre la ciudad. En el aire encontró muy poca oposición, y la capital polaca carecía de unas defensas antiaéreas efectivas. El 20 de septiembre, los alemanes se lanzaron sobre Varsovia y Modlin con seiscientos veinte aviones. Y al día siguiente, Göring ordenó que la Luftflotte 1.ª y la Luftflotte 4.ª organizaran diversos ataques masivos. Los bombardeos se sucedieron con gran intensidad —la Luftwaffe no dudó en utilizar aviones de transporte Junker 52 para lanzar bombas incendiarias— hasta que Varsovia se rindió el 1 de octubre. El hedor que desprendían los cadáveres enterrados bajo los escombros y los cuerpos abotagados de los caballos inundaba las calles de la ciudad. Unos veinticinco mil civiles y alrededor de seis mil soldados perecieron en el curso de esas incursiones aéreas.

El 28 de septiembre, mientras Varsovia sufría los ataques de la aviación alemana, Ribbentrop voló de nuevo a Moscú para firmar un «tratado de amistad y de delimitación de las fronteras» adicional con Stalin en el que se contemplaban diversas alteraciones en la línea de demarcación. En virtud de dicho tratado, la Unión Soviética se quedaba con prácticamente toda Lituania, a cambio de aumentar ligeramente la extensión de territorio polaco de ocupación alemana. Los individuos de origen alemán que se encontraran en el territorio ocupado por los soviéticos serían trasladados a la zona nazi. El régimen de Stalin también entregaba a las autoridades del Reich un número considerable de comunistas alemanes y de oponentes políticos. A continuación, ambos gobiernos hicieron un llamamiento a la paz en Europa puesto que la «cuestión polaca» había quedado resuelta.

No cabe duda de quién ganó más con los dos acuerdos del pacto nazi-soviético. Alemania, amenazada con un bloqueo naval por los británicos, ya podía obtener lo que necesitara para seguir con la guerra. Aparte de todo lo que suministraba la Unión Soviética, como, por ejemplo, grano, petróleo y manganeso, el gobierno de Stalin también podía actuar de conducto de otros productos, especialmente caucho, que Alemania no podía comprar en otros países.

Coincidiendo con las conversaciones en Moscú, los soviéticos empezaron a ejercer presión sobre los estados bálticos. El 28 de septiembre impusieron a Estonia un tratado de «ayuda mutua». A continuación, durante las dos semanas siguientes, Letonia y Lituania fueron obligadas a firmar un acuerdo similar. Por mucho que Stalin hubiera garantizado personalmente que su soberanía iba a ser respetada, lo cierto es que estos tres estados fueron anexionados a la Unión Soviética a comienzos del verano siguiente, y el NKVD procedió a la deportación de unos veinticinco mil elementos considerados «indeseables»[33].

Aunque habían aceptado que Stalin se adueñara de los estados bálticos e incluso de Besarabia, hasta entonces región de Rumania, a los nazis les parecía no solo una provocación, sino una amenaza en toda regla, las pretensiones del líder soviético de controlar la costa del mar Negro y la desembocadura del Danubio, que se encontraba muy cerca de los yacimientos petrolíferos de Ploesti.

Siguieron produciéndose acciones aisladas de la resistencia polaca hasta bien entrado el mes de octubre, pero con un número de fracasos impactante. Las pérdidas sufridas por las fuerzas armadas polacas que combatían a los alemanes fueron ingentes. Se calcula que murieron setenta mil hombres, que ciento treinta y tres mil resultaron heridos y que unos setecientos mil fueron hechos prisioneros. Los alemanes tuvieron alrededor de cuarenta y cuatro mil cuatrocientas bajas, de las cuales unas once mil fueron mortales. La reducida fuerza aérea polaca había sido aniquilada, pero la pérdida de quinientos sesenta aviones de la Luftwaffe durante la campaña puede calificarse de sorprendentemente cuantiosa. Los cálculos disponibles de las bajas provocadas por la invasión soviética son escalofriantes. Indican que en el Ejército Rojo hubo novecientos noventa y seis muertos y dos mil dos heridos, y que perdieron la vida cincuenta mil polacos, sin precisar ninguna cifra relativa al número de sus heridos. Semejante disparidad probablemente solo encuentre una explicación en las ejecuciones que se llevaron a cabo, y es muy posible que en dichos cálculos se hubieran computado las víctimas de las matanzas perpetradas en la primavera siguiente, incluida la del bosque de Katyn[34].

Hitler no dio inmediatamente por muerto y enterrado al estado polaco. Esperaba que en octubre los británicos y los franceses se avinieran a llegar a un acuerdo. El hecho de que los aliados no hubieran lanzado ninguna ofensiva en el oeste para ayudar a los polacos le indujo a creer que los británicos y, especialmente, los franceses no querían seguir con la guerra. El 5 de octubre, tras presenciar un desfile triunfal en Varsovia acompañado del general de división Erwin Rommel, el Führer pronunció unas palabras ante un grupo de periodistas extranjeros. «Caballeros», dijo. «Han podido contemplar las ruinas de Varsovia. Que estas sirvan de advertencia a los estadistas de Londres y París que aún piensan seguir con la guerra»[35]. Al día siguiente, anunció en el Reichstag una «propuesta de paz». Pero al final, cuando dicha propuesta fue rechazada por los dos gobiernos aliados, y se hizo evidente que la Unión Soviética tenía la firme determinación de erradicar de su zona cualquier forma de manifestación de la identidad polaca, Hitler decidió destruir completamente Polonia.

Bajo la ocupación alemana, se procedió a la partición de Polonia, que quedó dividida del siguiente modo: por una parte, los territorios del centro y el suroeste del país administrados por el Generalgouvernement, o Gobierno General, y por otra, las regiones que debían ser anexionadas al Reich (Prusia occidental-Danzig y Prusia oriental en el norte, la del Varta en el oeste y la Alta Silesia en el sur). Con un programa intensivo de limpieza étnica se empezó a vaciar estas últimas regiones «germanizadas». Tenían que ser colonizadas por Volksdeutsche de los estados bálticos, Rumania y otros lugares de los Balcanes. Las ciudades polacas fueron rebautizadas. Poznan pasó a ser Posen, capital del Gau del Varta. Łódź recibió el nombre de Litzmannstadt, en honor de un general alemán asesinado en las inmediaciones de esta localidad durante la Primera Guerra Mundial.

La iglesia católica de Polonia, símbolo del patriotismo del país, fue perseguida implacablemente, sufriendo la detención y la deportación de muchos de sus sacerdotes. En un intento de eliminar la cultura polaca y destruir cualquier futuro liderazgo, se procedió al cierre de escuelas y universidades. Únicamente iba a permitirse impartir las enseñanzas más básicas; las enseñanzas que solo podían satisfacer las necesidades de una clase servil. Los profesores y el personal de la Universidad de Cracovia fueron deportados en noviembre al campo de concentración de Sachsenhausen. Los prisioneros políticos polacos fueron enviados a un antiguo cuartel de caballería en Oświęcim, que recibió el nombre de Auschwitz.

Los oficiales del Partido Nazi comenzaron la selección del gran número de polacos que enviarían a Alemania como mano de obra esclava, así como la de las mujeres jóvenes que serían utilizadas como criadas. Hitler comunicó al comandante en jefe del ejército, el general Walther von Brauchitsch, que querían «esclavos baratos» y limpiar de «chusma» el territorio alemán[36]. Los niños rubios que respondían a los ideales arios fueron enviados a Alemania para ser adoptados. Sin embargo, Albert Förster, Gauleiter de Prusia occidental-Danzig, provocó la ira de los puristas nazis cuando permitió una reclasificación masiva de polacos como individuos de etnia alemana. Por humillante y ofensiva que pudiera resultar, lo cierto es que aquella reconsideración de sus orígenes supuso para esos polacos la única manera de evitar la deportación y la pérdida de sus hogares. Los varones, sin embargo, no tardarían en verse obligados a engrosar las filas de la Wehrmacht.

El 4 de octubre Hitler decretó una amnistía general para los soldados que habían matado a prisioneros y civiles. Sus actos fueron atribuidos al «resentimiento provocado por las atrocidades cometidas por los polacos». Muchos oficiales sentían disgusto por lo que consideraban un relajamiento de la disciplina militar. «Hemos visto y presenciado escenas espeluznantes en las que los soldados alemanes se dedican a saquear e incendiar las casas, a asesinar y a robar sin pensar en lo que hacen», decía en una carta el jefe de un batallón de artillería. «Hombres adultos que, sin ser conscientes de sus actos ni preocuparse de lo que hacen, contravienen las leyes y normas establecidas y pisotean el honor del soldado alemán»[37].

El teniente general Johannes Blaskowitz, comandante en jefe del VIII Ejército, protestó vehementemente por la matanza de civiles llevada a cabo por la SS y sus auxiliares, la Sicherheitspolizei (Policía de Seguridad) y el Volksdeutscher Selbstschutz. Hitler, al escuchar su informe, gritó hecho una furia, «no puede dirigirse una guerra utilizando los criterios del Ejército de Salvación»[38]. Todas las demás objeciones que planteó el ejército recibieron por respuesta comentarios igualmente mordaces. No obstante, eran muchos los oficiales alemanes que seguían creyendo que Polonia no merecía existir. Prácticamente ninguno se opuso a la invasión aduciendo razones morales. Como miembros del Freikorps, tras la Primera Guerra Mundial, algunos de los más veteranos habían participado en sangrientas escaramuzas y duros enfrentamientos fronterizos con los polacos, especialmente en la zona de Silesia.

La campaña polaca y los sucesos posteriores se convirtieron, por varias razones, en un ensayo de la subsiguiente Rassenkrieg (guerra de razas) de Hitler contra la Unión Soviética. Unos cuarenta y cinco mil individuos, entre polacos y judíos, murieron a manos de soldados regulares de las fuerzas alemanas. Los Einsatzgruppen de la SS ejecutaron con sus ametralladoras a los internos de los sanatorios mentales. Bajo el nombre secreto de «Operación Tannenberg», se ordenó colocar uno de estos Einsatzgruppen en la retaguardia de cada uno de los ejércitos, con el objetivo de capturar, e incluso asesinar, a aristócratas, jueces, periodistas prominentes, profesores y cualquier otro individuo que en un futuro pudiera crear una forma de liderazgo para el movimiento de resistencia polaco. El 19 de septiembre, Heydrich informó con bastante claridad al general Franz Halder de que iba a llevarse a cabo «una limpieza: judíos, intelectuales, sacerdotes y aristócratas»[39]. Al principio, aquellos actos de terror se realizaron de una manera caótica, sobre todo los emprendidos por las milicias formadas por elementos de la minoría de origen germano, pero a finales de año comenzaron a ser más coherentes y a estar mejor dirigidos.

Aunque Hitler nunca mostró vacilación alguna en su odio a los judíos, el genocidio industrial que comenzó en 1942 no siempre había formado parte de sus planes. Se regocijaba en su obsesivo antisemitismo, y estableció la doctrina nazi de que había que «limpiar» Europa de cualquier influencia judía. Pero antes de la guerra sus planes no contemplaban llevar a cabo una sangrienta aniquilación. Se concentraban en crear una opresión insostenible que obligara a los judíos a emigrar.

La política nazi de la «cuestión judía» no había sido siempre la misma. De hecho, el término «política» puede inducir a error cuando se considera el desorden institucional que reinaba en el Tercer Reich. La actitud desdeñosa de Hitler ante todo lo relacionado con la administración permitió una proliferación extraordinaria de departamentos y ministerios en clara competencia. Esas rivalidades, especialmente las existentes entre los Gauleiter, la SS, los oficiales del Partido Nazi y el ejército, dieron lugar a una sorprendente y ruinosa falta de cohesión que se contradecía a todas luces con la imagen de implacabilidad y eficacia del régimen. Simplemente por oír un comentario casual del Führer, o por un intento de adelantarse a sus deseos, los que competían por congraciarse con él no dudarían en poner en marcha los programas que creyeran convenientes, sin consultar con las demás organizaciones interesadas.

El 21 de septiembre de 1939, Reinhard Heydrich emitió una orden que establecía las «medidas preliminares» para abordar la cuestión de los judíos de Polonia, cuyo número —3,5 millones antes de la invasión— representaba el 10 por ciento de la población, el porcentaje más alto de Europa. En la zona soviética había alrededor de un millón y medio, cifra que se vio aumentada por unos trescientos cincuenta mil judíos que habían huido al este ante el avance de las tropas alemanas. Heydrich ordenó que los que se encontraran en territorio alemán tenían que ser concentrados en grandes ciudades con buenos enlaces ferroviarios. Se preveía un movimiento masivo de población. El 30 de octubre, Himmler dio instrucciones para que todos los judíos del Gau del Varta fueran trasladados inmediatamente a los territorios administrados por el Generalgouvernement. Sus casas debían ser entregadas a colonos Volksdeutsche, que nunca habían vivido dentro de las fronteras del Reich, y de cuyo alemán solía decirse que resultaba incomprensible.

Hans Frank, el matón nazi corrupto y despótico que desde el castillo real de Cracovia movía los hilos del Gobierno General en su propio beneficio, se puso hecho una furia cuando fue informado de que tenía que prepararse para la llegada de varios cientos de miles de judíos y polacos desplazados. No se había previsto plan alguno para alojar y alimentar a las víctimas de aquella migración forzosa, y nadie había pensado qué hacer con todas ellas. En teoría, los judíos que estuvieran en buenas condiciones físicas debían ser utilizados como mano de obra esclava. Los demás serían confinados temporalmente en los guetos de las grandes ciudades hasta que pudieran ser realojados. En muchos casos, a los judíos encerrados en guetos sin dinero y sin apenas alimentos, se les dejó morir de hambre y de enfermedad. Aunque todavía no se tratara de un programa de exterminio, lo cierto es que aquellas medidas fueron un paso importante en esa dirección. Y como las dificultades que planteaba el realojo de judíos en una «colonia» todavía por determinar fueron muchas más de las imaginadas, comenzó a considerarse seriamente la idea de que acabar con ellos tal vez fuera más fácil que trasladarlos de un lugar a otro.

Si bien los saqueos, las ejecuciones, los asesinatos y el caos hacían que la vida fuera atroz en los territorios ocupados por los nazis, en el lado soviético de la nueva frontera interior la situación no resultaba mucho más agradable para los polacos.

El odio que sentía Stalin por Polonia se remontaba a la guerra polaco-soviética y a la derrota sufrida por el Ejército Rojo en la batalla de Varsovia de 1920, el llamado «Milagro en el Vístula» por los polacos. Stalin había sido objeto de duras críticas por su implicación en una acción de consecuencias funestas, a saber, la falta de apoyo del Primer Ejército de Caballería a las fuerzas del mariscal M. N. Tukhachevsky, al que en 1937 mandó ejecutar con acusaciones falsas en lo que sería el comienzo de su purga del Ejército Rojo. En los años treinta, en sus denuncias por espionaje, el NKVD encontraría un chivo expiatorio en el gran número de polacos que vivía en la Unión Soviética, en su mayoría comunistas.

Nikolai Yezhov, jefe del NKVD durante el Gran Terror, se obsesionó imaginando conspiraciones polacas. En el NKVD se llevó a cabo una purga de polacos, los cuales, en virtud de la Orden 00485 del 11 de agosto de 1937, fueron definidos implícitamente como enemigos del estado[40]. Cuando, tras los primeros veinte días de detenciones, torturas y ejecuciones, Yezhov presentó su informe, Stalin alabó el trabajo realizado: «¡Muy bien! Sigue buscando y limpiando en este montón de basura polaca. Elimínala por el bien de la Unión Soviética»[41]. En la campaña contra los polacos que se puso en marcha en tiempos del Gran Terror fueron detenidos por espionaje ciento cuarenta y tres mil ochocientos diez individuos, y se ejecutaron a ciento once mil noventa y uno. La probabilidad de que un polaco fuera ejecutado durante este período multiplicaba por cuarenta la de cualquier otro ciudadano soviético.

En virtud del Tratado de Riga de 1921, que había puesto fin a la guerra polaco-soviética, la victoriosa Polonia se había anexionado algunos territorios del oeste de Bielorrusia y de Ucrania, territorios que luego colonizó con muchos de los legionarios del mariscal Józef Piłsudski. Pero tras la invasión del Ejército Rojo en el otoño de 1939, más de cinco millones de polacos se encontraron bajo la dominación soviética, que por definición consideraba contrarrevolucionaria cualquier forma de patriotismo polaco. El NKVD procedió a la detención de ciento nueve mil cuatrocientas personas, la mayoría de las cuales fueron enviadas al gulag; ocho mil quinientas trece fueron ejecutadas. Las autoridades soviéticas actuaron con más saña contra todos los que pudieran desempeñar algún papel en la preservación del nacionalismo polaco, como, por ejemplo, terratenientes, juristas, maestros, sacerdotes, periodistas, oficiales y funcionarios. Fue una política deliberada de guerra de clases y decapitación nacional. Polonia oriental, ocupada por el Ejército Rojo, debía ser dividida y anexionada a la Unión Soviética, convirtiéndose la región del norte en parte de Bielorrusia, y la del sur en parte de Ucrania.

Las deportaciones en masa a Siberia o a Asia central comenzaron el 10 de febrero de 1940. Los regimientos de fusileros del NKVD se encargaron de la custodia de ciento treinta y nueve mil setecientos noventa y cuatro polacos a unas temperaturas inferiores a los -30º. A gritos y a golpes de culata en las puertas de sus casas se «comunicaba» su nuevo destino a las familias que habían sido seleccionadas para la primera expedición. Los hombres del Ejército Rojo y de las milicias ucranianas, a las órdenes de un oficial del NKVD, irrumpían en sus domicilios, apuntando con sus armas y profiriendo amenazas. Se daba la vuelta a los colchones y se inspeccionaban los armarios en busca, decían, de armas ocultas. «Sois de la élite polaca», dijo el oficial del NKVD a la familia Adamczyk. «Sois amos y señores polacos. Sois enemigos del pueblo»[42]. Una de las fórmulas más habituales del NKVD era: «El que ha sido polaco, es siempre un kulak»[43].

A las familias apenas se les daba tiempo para prepararse para el horrible viaje, viéndose obligadas a abandonar sin más sus casas y sus granjas. En su mayoría, quedaban paralizadas ante aquella perspectiva. Los varones, ya fueran adultos o niños, eran obligados a arrodillarse de cara a la pared, mientras las mujeres de la casa recogían a toda prisa algunas de sus pertenencias, como, por ejemplo, una máquina de coser para ganar algo de dinero allí donde los enviaran[44], cacharros de cocina, ropa de cama, fotografías familiares, una muñeca de trapo y libros de texto. Algunos soldados soviéticos se avergonzaban claramente de este tipo de misiones y, musitando, pedían perdón. Unas pocas familias fueron autorizadas a ordeñar su vaca antes de partir o a matar alguna gallina o un lechón que les sirviera de alimento durante el viaje de tres semanas en un vagón de ganado que les aguardaba[45]. Tenían que dejar atrás todas sus otras pertenencias. Había comenzado la diáspora polaca.