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GUERRA EN TODO EL MUNDO

(DICIEMBRE DE 1941-ENERO DE 1942)


Aunque la guerra contra Alemania y la guerra contra Japón se desarrollaron como dos conflictos distintos, lo cierto es que influyó la una en la otra mucho más de lo que pueda parecer a primera vista. La victoria soviética en Khalkhin-Gol en agosto de 1939 no solo contribuyó a la decisión de los japoneses de atacar por el sur, y de meter así a los Estados Unidos en la guerra, sino que permitió también que Stalin pudiera trasladar sus divisiones siberianas hacia el oeste para frustrar el intento de Hitler de conquistar Moscú.

El pacto nazi-soviético, que había supuesto un gran golpe emocional para Japón, afectó también a sus planteamientos estratégicos. Esta situación no se vio favorecida desde luego por la sorprendente falta de coordinación entre Alemania y el Imperio del Sol Naciente, que concluyó su pacto de neutralidad con Stalin apenas dos meses antes de que Hitler lanzara su invasión de la Unión Soviética. En Tokio se impuso la facción del «golpe en el sur», no solo sobre los que deseaban la guerra contra la Unión Soviética, sino también frente a los miembros del Ejército Imperial que pretendían poner primero fin a la guerra en China. En cualquier caso, el pacto de neutralidad entre la URSS y Japón supuso que los Estados Unidos se convirtieran en el principal proveedor de los nacionalistas chinos. Chiang Kai-shek intentó todavía persuadir al presidente Roosevelt de que presionara a Stalin para que se uniera a la guerra contra Japón, pero se negó a regatear con la Ley de Préstamo y Arriendo. Y Stalin se mostró inflexible en la idea de que el Ejército Rojo solo podía responsabilizarse de un frente a la vez.

El enorme aumento del apoyo de Roosevelt a Chiang Kai-shek en 1941 enfureció a Tokio, pero fue la decisión adoptada por Washington de imponer el embargo de petróleo lo que los nipones consideraron una especie de declaración de guerra. El hecho de que esta medida fuera tomada en respuesta a la ocupación de Indochina por los japoneses y como advertencia para que no invadieran otros países no afectó a la versión que estos tenían de la lógica, basada en el orgullo nacional.

Debido a su creencia en la supremacía de su imperio, los militaristas japoneses, al igual que los nazis, se vieron impelidos a confundir la causa y el efecto. Como acaso fuera previsible, les irritó sobremanera la Carta del Atlántico suscrita por Roosevelt y Churchill, que vieron como un intento de imponer la versión angloamericana de democracia a todo el mundo. Habrían podido perfectamente sacar a colación la paradoja del Imperio Británico, que promovía la autodeterminación, pero su idea de liberación imperial por medio de la Esfera de Coprosperidad de la Gran Asia Oriental era mucho más opresiva. De hecho, su nuevo orden asiático era curiosamente similar a la versión alemana, y el trato que dispensaban a los chinos era análogo a la actitud adoptada por los nazis ante los Untermenschen eslavos.

Japón no se habría atrevido nunca a atacar a los Estados Unidos si Hitler no hubiera iniciado la guerra en Europa y en el Atlántico. Una guerra en dos océanos ofrecía una ocasión única de actuar contra el poderío naval de los Estados Unidos y del Imperio Británico. Fue por eso por lo que en noviembre de 1941 los japoneses intentaron que la Alemania nazi les garantizara que declararía la guerra a los Estados Unidos en cuanto ellos atacaran Pearl Harbor. Ribbentrop, resentido sin duda todavía por el rechazo de los japoneses a la petición que les hiciera en el mes de julio de avanzar sobre Vladivostok y Siberia, se mostró al principio evasivo. «Roosevelt es un fanático», dijo, «así que es imposible prever lo que va a hacer»[1]. El general Oshima Hiroshi, embajador de Japón, preguntó secamente qué pensaba hacer Alemania.

«Si Japón se viera envuelto en una guerra contra los Estados Unidos», se vio obligado a responder Ribbentrop, «Alemania se uniría inmediatamente a la guerra, por supuesto. No cabe la más mínima posibilidad de que Alemania firme una paz por separado con los Estados Unidos en tales circunstancias: el Führer está decidido respecto a ese punto».

Los japoneses no habían hablado de sus planes a las autoridades de Berlín, así que la noticia del ataque sobre Pearl Harbor llegó, según Goebbels, «como un rayo caído del cielo»[2]. Hitler recibió la información con enorme alegría. Los japoneses iban a mantener ocupados a los americanos, pensaba, y la guerra en el Pacífico reduciría sin duda los suministros enviados a la Unión Soviética y Gran Bretaña. Calculaba que los Estados Unidos estaban obligados a entrar en guerra contra Alemania en un futuro próximo, pero no estarían en condiciones de intervenir en Europa hasta 1943 como muy pronto. No estaba al corriente de la política de «Alemania primero» acordada por los jefes de estado mayor americanos e ingleses.

El 11 de diciembre de 1941, el encargado de negocios norteamericano en Berlín fue convocado a la Wilhelmstrasse, donde Ribbentrop le leyó el texto de la declaración de guerra de la Alemania nazi a los Estados Unidos. A última hora de la tarde, entre aclamaciones de «Sieg heil!» por parte de los miembros del partido, el propio Hitler anunció en el Reichstag que Alemania e Italia estaban en guerra con los norteamericanos, al lado de Japón, en virtud del Pacto Tripartito. En realidad el Pacto Tripartito era una alianza de defensa mutua. Alemania no estaba obligada ni mucho menos a ayudar a los japoneses si ellos eran los agresores.

En un momento en el que las tropas alemanas se hallaban en plena retirada del frente de Moscú, la declaración de guerra de Hitler contra los Estados Unidos parece un tanto precipitada, por no decir más. Aquella decisión apestaba a orgullo desmesurado, especialmente cuando Ribbentrop (probablemente rememorando las palabras de Hitler), afirmó en tono grandilocuente: «Una gran potencia no deja que le declaren la guerra. La declara ella»[3]. Pero Hitler ni siquiera había consultado al OKW ni a los principales mandos militares del cuartel general del Führer, como por ejemplo los generales Alfred Jodl y Walter Warlimont. Estos se alarmaron ante la falta de cálculo que comportaba aquella decisión, especialmente porque Hitler había sostenido el verano anterior que no quería entrar en guerra con los americanos hasta no haber aplastado al Ejército Rojo.

De un plumazo, la estrategia de autojustificación de Hitler, según la cual una victoria sobre la Unión Soviética habría obligado a Gran Bretaña a salir definitivamente de la guerra, daba un giro de ciento ochenta grados. En realidad ahora Alemania iba a enfrentarse a una guerra en dos frentes. Los generales estaban desconcertados ante aquella evidente ignorancia del poderío industrial de Estados Unidos. Y la población alemana en general empezó a temer que el conflicto se dilatara años. (Resulta sorprendente constatar cuántos alemanes llegaron a convencerse al término de la guerra de que habían sido los Estados Unidos los que habían declarado la guerra a Alemania, y no al revés).

Los soldados del Frente Oriental se enteraron de la noticia, decididos a verla desde la mejor perspectiva posible. «El mismo 11 de diciembre pudimos escuchar el discurso del Führer, acontecimiento absolutamente singular», escribía un soldado de la 2.ª División Panzer, jactándose de que habían llegado a estar a doce kilómetros del Kremlin. «Ahora ha estallado la verdadera guerra mundial. Tenía que llegar»[4].

El elemento clave del pensamiento de Hitler radicaba en la guerra por mar. La agresiva política de «abrir fuego a las primeras de cambio» preconizada por Roosevelt, que ordenaba a los buques de guerra estadounidenses atacar a los submarinos alemanes donde los encontraran, y la decisión de proveer de escoltas a los convoyes desde el oeste de Islandia había hecho que la batalla del Atlántico se decantara a favor de los Aliados. El Grossadmiral Raeder había venido presionando a Hitler para que permitiera a sus manadas de lobos submarinos responder al fuego. Hitler había compartido la frustración del almirante, pero hasta que los japoneses no obligaron a la Marina de los Estados Unidos a permanecer en el Pacífico y accedieron formalmente a no buscar una paz por separado con los americanos, no se había atrevido a dar ningún paso. Ahora el Atlántico occidental y toda la línea costera norteamericana podían convertirse en zona militar sin restricciones en la «guerra de torpedos». En opinión de Hitler, aquella circunstancia podía proporcionar al fin y al cabo otra forma de obligar a Gran Bretaña a doblegarse, antes incluso que la conquista de la Unión Soviética.

El contraalmirante Karl Dönitz, comandante en jefe de la flota de submarinos, había pedido a Hitler en septiembre de 1941 que le avisara lo antes posible de la declaración de guerra contra los Estados Unidos. Necesitaba tiempo para preparar a sus manadas y conseguir que estuvieran en condiciones de arremeter despiadadamente contra los barcos americanos a lo largo de la costa oeste de su país mientras todavía estaban desprevenidos. Pero a la hora de la verdad la repentina decisión de Hitler se produjo en un momento en el que no había submarinos alemanes disponibles en la zona[5].

La obsesión antisemita de Hitler lo había convencido de que los Estados Unidos eran básicamente un país nórdico dominado por partidarios de la guerra de origen judío, y ese era un motivo más de que resultara inevitable el enfrentamiento entre su Nuevo Orden en Europa y los americanos. Pero no supo apreciar que el ataque contra Pearl Harbor logró unir a los norteamericanos con unos lazos mucho más fuertes que los que él hubiera podido forjar. El lobby aislacionista que proclamaba el slogan «América primero» fue silenciado por completo, y la declaración de guerra de Hitler acabó definitivamente por hacerle el juego a Roosevelt. Sin ella, el presidente no habría podido contar con el Congreso para seguir adelante con su «guerra no declarada» en el Atlántico.

Aquella segunda semana de diciembre de 1941 fue sin duda alguna el momento decisivo de la guerra. A pesar de las horribles noticias procedentes de Hong Kong y de Malaca, Churchill sabía por fin que Gran Bretaña no podría ser derrotada nunca. Tras conocer la noticia de Pearl Harbor, Churchill dijo que «se fue a la cama y durmió el sueño de los salvados y los agradecidos»[6]. El retroceso de los ejércitos alemanes ante Moscú demostraba además que era muy improbable que Hitler obtuviera la victoria allí sobre su adversario más terrible por tierra. Se produjo además un alivio temporal en la batalla del Atlántico, e incluso las noticias que llegaban del Norte de África eran por una vez alentadoras, pues la ofensiva de la Operación Crusader de Auchinleck supuso la expulsión de Rommel de Cirenaica. Así, pues, Churchill volvió a embarcarse rumbo al Nuevo Mundo con un entusiasmo enorme, esta vez en el acorazado Duke of York, de la Marina de Su Majestad, hermano gemelo del Prince of Wales. La serie de reuniones que mantendría con Roosevelt y los jefes de estado mayor norteamericanos recibió el nombre clave de Conferencia Arcadia.

Mientras cruzaba el Atlántico, Churchill elaboró sus conjeturas acerca de la forma de organizar la guerra en el futuro a partir de un fermento básico de ideas. Dichas ideas, debatidas con sus jefes de estado mayor, fueron perfiladas hasta acabar formando el plan estratégico británico. No debía hacerse ningún intento de desembarco en el norte de Europa hasta que la industria alemana, especialmente la producción de aviones, hubiera sido reducida al máximo mediante duros bombardeos, campaña a la que pretendían que se uniera la fuerza aérea estadounidense. Las fuerzas angloamericanas debían desembarcar en el Norte de África en 1942 para contribuir a la derrota de Rommel y asegurarse el Mediterráneo. Luego en 1943 podían efectuarse desembarcos en Sicilia e Italia, o en otros lugares de la costa del norte de Europa. Churchill reconocía asimismo que los americanos debían contraatacar a los japoneses con portaaviones[7].

Después de realizar una travesía bastante dura debido al mal estado de la mar, el Duke of York llegó por fin a los Estados Unidos el 22 de diciembre. Churchill fue recibido por Roosevelt y alojado en la Casa Blanca, donde acabó resultando un huésped agotador a lo largo de las siguientes tres semanas. Él, sin embargo, se encontraba en su elemento y recibió una acogida apoteósica cuando pronunció su discurso ante el Congreso. Aquellos dos líderes no podían ser más distintos. Roosevelt era indudablemente un gran hombre, pero, aunque desplegaba un encanto irresistible y producía una impresión artificial de intimidad, en el fondo era bastante vanidoso, frío y calculador.

Churchill, por su parte, era apasionado, expansivo, sentimental y voluble. Sus famosas depresiones, a las que él llamaba el «perro negro», casi nos hablan de una modalidad de trastorno bipolar. La mayor diferencia entre uno y otro radicaba en sus respectivas actitudes ante el imperio. Churchill estaba orgulloso de descender del gran duque de Marlborough y seguía siendo un imperialista a la vieja usanza. Roosevelt consideraba semejantes actitudes no solo anticuadas, sino también profundamente equivocadas. El presidente norteamericano estaba además convencido de que despreciaba la Realpolitik, aunque en todo momento estuviera dispuesto a obligar a los países más pequeños a plegarse a su voluntad. Anthony Eden, que en aquellos momentos era de nuevo secretario del Foreign Office, no tardaría en observar con ironía a propósito de las dificultades de la relación triangular con la Unión Soviética que «la política norteamericana es de una moralidad exagerada, al menos en lo que concierne a los intereses de los demás»[8].

Los jefes de estado mayor norteamericanos aseguraron a la delegación británica que su opción política seguía siendo la de «Alemania primero». Semejante decisión vino determinada también por el problema de la escasez de barcos. Debido a las enormes distancias que había que salvar, cada navío podía hacer solo tres viajes de ida y vuelta al año hasta el teatro de operaciones del Pacífico. Pero la falta de embarcaciones significaba también que la acumulación de fuerzas norteamericanas en Gran Bretaña con vistas a una invasión a través del Canal de la Mancha iba a tardar más de lo imaginado. Este problema no empezaría a resolverse hasta que se pusiera en marcha el programa de construcción de barcos, los «buques Liberty», cuya finalidad era la producción masiva de naves de transporte de tropas.

Con su entrada en la guerra, los Estados Unidos estaban a punto de convertirse en algo más que «el gran arsenal de la democracia». Ya había dado comienzo el «Programa Victoria», sugerido en un principio por Jean Monnet, uno de los pocos franceses a los que la administración norteamericana respetaba sinceramente. Desarrollando un plan destinado a incrementar las fuerzas estadounidenses hasta más de ocho millones de hombres, y haciendo unos cálculos muy generosos del armamento, los aviones, los tanques, las municiones y los barcos que se necesitaban para derrotar a Alemania y Japón, la industria americana empezó a volcarse en una producción de guerra total. El presupuesto ascendía a los ciento cincuenta mil millones de libras esterlinas. La munificencia militar sería asombrosa. Como comentaba un general, «el ejército americano no resuelve sus problemas, los hace trizas»[9].

En octubre también había sido aprobado el plan de Préstamo y Arriendo a la Unión Soviética. Además, se proporcionaron cinco millones de dólares en suministros médicos a través de la Cruz Roja americana. Roosevelt insistió en la necesidad de enviar suministros a la Unión Soviética. Churchill, por su parte, había alimentado las sospechas de Stalin haciendo exageradas promesas de ayuda que luego no cumplía. El 11 de marzo de 1942, Roosevelt dijo a Henry Morgenthau, su secretario del tesoro, que «todas las promesas que los ingleses han hecho a los rusos las han incumplido… El único motivo de que nosotros nos llevemos tan bien con los rusos es que hasta la fecha hemos mantenido nuestras promesas»[10]. El presidente escribió a Churchill en los siguientes términos: «Sé que no le importará que le diga con una franqueza brutal que creo que personalmente puedo manejar a Stalin mejor que su Foreign Office o que mi Departamento de Estado. Stalin odia las agallas que tienen todos sus hombres más destacados. Piensa que yo le gusto más, y espero que siga siendo así»[11]. La confianza más bien arrogante y exagerada de Roosevelt en su influencia sobre Stalin se convertiría en algo muy peligroso, especialmente al final de la guerra.

Stalin pretendía que Gran Bretaña reconociera los presuntos derechos de la Unión Soviética sobre el este de Polonia y las Repúblicas Bálticas, ocupadas a raíz del Pacto Molotov-Ribbentrop, y presionaba a Anthony Eden para que diera su beneplácito. Al principio los británicos se habían negado a discutir aquella flagrante contradicción en la importancia que daba la Carta del Atlántico en la autodeterminación. Pero Churchill, temeroso de que Stalin intentara firmar una paz por separado con Hitler, planteó a Roosevelt la posibilidad de que quizá debieran dar su conformidad al plan. Roosevelt rechazó de plano la propuesta. Fue entonces, paradójicamente, Roosevelt el que provocó la mayor desconfianza de Stalin haciendo una promesa irrealizable. En abril de 1942, sin haber estudiado previamente el asunto, ofreció al líder soviético la posibilidad de abrir un Segundo Frente a lo largo de ese mismo año.

Al general Marshall le preocupaba mucho que Churchill tuviera un acceso tan directo al presidente en la Casa Blanca, sabedor de la tendencia de Roosevelt a formular la política a seguir a espaldas de sus propios jefes de estado mayor. Mayor espanto sintió incluso cuando más tarde, en junio de 1942, durante otra visita de Churchill, descubrió que el presidente había dado su conformidad al plan propuesto por el primer ministro británico de realizar desembarcos en el norte de África, la Operación Gymnast, que muchos altos mandos del ejército norteamericano veían como una simple estratagema de los británicos para salvar su imperio.

Churchill regresó exultante de los Estados Unidos, pero muy pronto, agotado y enfermo, se sentiría abrumado ante una nueva serie de desastres. La noche del 11 de febrero de 1942 y durante todo el día siguiente, los cruceros de batalla alemanes Scharnhorst y Gneisenau, junto con el crucero pesado Prinz Eugen, llevaron a cabo la «irrupción en el Canal de la Mancha», desde Brest hasta las aguas de su propio país, aprovechando la mala visibilidad. Los numerosos ataques llevados a cabo durante la travesía por los bombarderos de la RAF y los torpederos de la Marina Real fracasaron. El país quedó desconcertado y airado. El clima de derrotismo se impuso incluso en muchos ambientes. Poco después, el 15 de febrero, se rendía Singapur. La humillación de Gran Bretaña parecía completa. Churchill, el venerado líder de guerra, se veía en aquellos momentos atacado por todos los frentes, por la prensa, en el Parlamento y por el gobierno de Australia. Para empeorar las cosas, empezaron a organizarse grandes concentraciones y manifestaciones exigiendo la creación de «Un Segundo Frente Ya» con el fin de ayudar a la Unión Soviética, la única operación ofensiva que Churchill no podía ni quería emprender.

Pero en aquellos momentos la mayor amenaza no tenía nada que ver con los fracasos militares británicos. La Kriegsmarine acababa de cambiar el mecanismo de Enigma añadiendo un rotor más. En Bletchley Park no eran capaces de descifrar ni una sola transmisión. Las manadas de Dönitz, desplegadas en su totalidad por el Atlántico Norte y a lo largo de la costa de Norteamérica, empezaron a infligir una cantidad de pérdidas que respondía plenamente a los mejores sueños de Hitler. En 1942 fueron hundidos en total mil setecientos sesenta y nueve barcos aliados y noventa neutrales. Tras la euforia inicial de Churchill por la entrada de los Estados Unidos en la guerra, Gran Bretaña se enfrentaba al hambre y la ruina si se perdía la batalla del Atlántico. No es de extrañar que, con todos los problemas y las humillaciones que se le venían encima, envidiara el éxito cosechado por Stalin repeliendo a los alemanes a las puertas de Moscú.

El gran éxito obtenido por el Ejército Rojo en la batalla de Moscú en el mes de diciembre no tardó en verse socavado por el propio Stalin. La noche del 5 de enero de 1942 el líder soviético convocó una reunión de la Stavka y del Comité de Defensa del Estado en el Kremlin. El dictador tenía una sed infinita de venganza y se había convencido a sí mismo de que había llegado el momento de llevar a cabo una ofensiva general. Los alemanes estaban sumidos en el caos. No se habían preparado para el invierno y no estarían en condiciones de repeler un gran ataque hasta que llegara la primavera. Mientras iba y venía por su despacho, dando lentas chupadas a su pipa, insistía en su plan de lanzar maniobras de envolvimiento masivas: el Frente Central debía llevarlas a cabo en Moscú, pero también había que hacerlo al norte, en los alrededores de Leningrado, con el fin de romper el asedio, y en el sur, contra el ejército de Manstein, en Crimea y en la Cuenca del Donets, para poder así reconquistar Kharkov.

Zhukov, a quien nadie había dicho nada de las órdenes de Stalin a la Stavka, estaba horrorizado. En una entrevista con el dictador sostuvo que la ofensiva debía concentrarse en el «Eje occidental», en las cercanías de Moscú. El Ejército Rojo carecía de reservas y suministros suficientes, especialmente de munición para llevar a cabo un avance general. Después de la batalla de Moscú, los ejércitos participantes en la operación habían sufrido graves pérdidas y estaban agotados. Stalin escuchó atentamente, pero no hizo caso de las advertencias de Zhukov. «¡Cumple lo que se te ha mandado!», dijo. La reunión había concluido. Solo más tarde descubriría Zhukov que había estado perdiendo el tiempo hablando. A sus espaldas ya habían sido dadas órdenes detalladas a los mandos del frente[12].

El ejército alemán estaba efectivamente muy maltrecho y sufría toda clase de penalidades. Sus soldados, víctimas de la congelación, vestidos con ropas robadas aquí y allá a los campesinos, con la barba descuidada, la nariz pelada y las mejillas quemadas por el frío, resultaban irreconocibles: nadie habría podido ver en ellos a los mismos que habían avanzado hacia el este el verano anterior cantando marchas militares. Las tropas alemanas seguían la costumbre local de cortar las piernas de los muertos para arrojarlas al fuego y poder así quitarles las botas. Ni siquiera envolver el calzado con tela bastaba para protegerse de la congelación durante las guardias. Los miembros congelados, si no eran tratados inmediatamente, se gangrenaban enseguida y tenían que ser cortados. Los cirujanos militares de los hospitales de campaña, abrumados por el elevado número de bajas, se limitaban a arrojar al exterior las manos y las piernas amputadas, que se amontonaban en la nieve.

Pero sus adversarios subestimaron siempre la capacidad que tenía el ejército alemán de recuperarse de los desastres. La disciplina, que había estado a punto de venirse abajo, había sido restaurada rápidamente. Durante su caótica retirada, los oficiales habían improvisado Kampfgruppen de infantería, formados por unos cuantos cañones de asalto, algunos zapadores y unos cuantos carros blindados. Y la primera semana de enero, por insistencia de Hitler, las aldeas se habían convertido en verdaderos fortines. Cuando el suelo congelado estaba demasiado duro para cavar trincheras, se utilizaban explosivos o bombas para abrir cráteres, o se construían fosos de mortero y posiciones de tiro detrás de simples montones de nieve y hielo reforzados con troncos. Los soldados alemanes se veían obligados a veces a retirar la nieve utilizando la culata de sus fusiles a modo de palas. Todavía no habían recibido ropas de invierno. Abrigaban la esperanza de despojar a los enemigos muertos de sus chaquetas acolchadas antes de que se congelaran y se convirtieran en una masa sólida, pero la dureza de las heladas hacía que pocas veces se les presentara la ocasión. La disentería, de la que sufrían casi todos los soldados, suponía una doble desventura, pues obligaba a los hombres a bajarse los pantalones con aquellas temperaturas. Y comer nieve con el fin de rehidratarse normalmente no hacía más que empeorar las cosas.

El XVI Ejército de Rokossovsky y el XX Ejército del general Andrei Vlasov atacaron al norte de Moscú y, cuando se abrió un hueco, el II Cuerpo de Guardias de Caballería, con el apoyo de varios batallones de tanques y esquiadores, lograron colarse en él. Pero, como había advertido Zhukov, los alemanes ya no estaban desorganizados. Las fuerzas soviéticas no tardaron en descubrir que, en vez de rodear a los alemanes, fueron ellos mismos los que quedaron aislados. Algunas formaciones alemanas fueron rebasadas, pero resistieron y lucharon, recibiendo suministros por el aire. El Kessel más grande estaba formado por seis divisiones alemanas rodeadas en las inmediaciones de Demyansk, en la carretera de Leningrado a Novgorod.

Más al noroeste, el Frente Volkhov del general Kirill Meretskov intentó de nuevo romper el asedio de Leningrado, utilizando el LIV Ejército y el II Ejército de Choque. Stalin lo intimidó para que lanzara un ataque prematuro, con formaciones poco entrenadas y unidades de artillería cuyos cañones carecían de visor, hasta que el general Voronov le llevó una remesa en avión. El II Ejército de Choque avanzó cruzando el río Volkhov y penetró rápidamente en la retaguardia de los alemanes, amenazando con dejar incomunicado su XVIII Ejército. Pero el avance soviético se vio ralentizado por los contraataques alemanes y las duras condiciones del invierno. «Con el fin de abrirse paso a través de la nieve, que era altísima, tuvieron que formar columnas en filas de quince. Los hombres de la primera fila avanzaban pisando la nieve, que en algunos lugares les llegaba a la cintura. Al cabo de diez minutos la primera fila se retiraba y ocupaba una posición al final de la columna. Las dificultades de movimiento aumentaban porque de vez en cuando se encontraban con tramos de cieno medio congelado y con arroyos cubiertos de una capa de hielo demasiado fina». Con los pies empapados y helados, los rusos sufrieron numerosas bajas por congelación. Los caballos, mal alimentados, estaban exhaustos, de modo que los propios hombres se veían obligados a cargar con la munición y los pertrechos[13].

Stalin envió al general Vlasov, que tan elogiado había sido últimamente por el papel desempeñado en la defensa de Moscú, para que asumiera el mando. Le prometieron refuerzos y suministros, pero no llegaron hasta que era demasiado tarde. Las municiones se las lanzaron en paracaídas, pero la mayoría de ellas cayó detrás de las líneas alemanas. El ejército de Vlasov no tardó en quedar completamente aislado en los pantanos helados y los bosques de abedules. Meretskov avisó a Stalin del desastre que se les venía encima. Poco después de que llegaran la primavera y el deshielo, el II Ejército de Choque prácticamente había dejado de existir. Se perdieron unos sesenta mil hombres. Solo se salvaron trece mil. Vlasov, acorralado, fue capturado finalmente en el mes de julio. Los alemanes no tardaron en convencerlo de que formara un Ejército Ruso de Liberación, la ROA. La mayoría de los hombres que se presentaron voluntarios para ingresar en él lo hicieron simplemente para no morir de hambre en los campos de prisioneros de guerra. La reacción de Stalin ante la traición de Vlasov puso de manifiesto las engañosas obsesiones de los tiempos del Gran Terror y de las purgas del Ejército Rojo. «¿Cómo se nos escapó antes de la guerra?», preguntó a Beria y a Molotov[14].

Los emisarios de Stalin, entre los que se contaba el siniestro e incompetente comisario del pueblo Lev Mekhlis, se limitaban a hostigar a los mandos, echándoles la culpa de cualquier deficiencia, aunque la falta de pertrechos y de vehículos no fuera achacable a ellos. Nadie se atrevía a hablar a Stalin del caos provocado por sus planes ridículamente ambiciosos, que llegaban incluso a pretender reconquistar Smolensk. Los refuerzos alemanes traídos de Francia fueron puestos de inmediato a combatir, todavía sin equipos de invierno, mientras que muchas divisiones soviéticas habían quedado reducidas a poco más de dos mil hombres cada una.

El intento de llevar a cabo una gran maniobra de envolvimiento en torno a Vyazma fracasó. Zhukov incluso lanzó a parte del IV Cuerpo Aerotransportado detrás de las líneas alemanas, pero la Luftwaffe contraatacó sus aeródromos en los alrededores de Kaluga, bien conocidos por los alemanes, pues acababan de abandonarlos. Por todo el Frente Oriental, desde Leningrado hasta el mar Negro, las posiciones fortificadas alemanas lograron evitar que se produjeran grandes avances. En Crimea, Manstein consiguió frustrar una invasión anfibia de la península de Kerch, mediante la cual los soviéticos pretendían obligarle a romper el asedio de Sebastopol.

La mayor crisis se produjo en Rzhev, donde el IX Ejército alemán corría el riesgo de verse rodeado. El general Walther Model, que se había convertido en uno de los favoritos del Führer por su energía despiadada, fue enviado para asumir el mando. Model hizo gala no solo de un gran coraje físico, sino también, en otras ocasiones, de un gran coraje moral por la forma en que se enfrentó a Hitler. Inmediatamente lanzó un contraataque que pilló desprevenidas a las fuerzas soviéticas. Logró así restablecer la línea del frente y atrapar al XXIX Ejército ruso. Pero los soldados del Ejército Rojo que habían sido rodeados, enterados de la suerte que los aguardaba si eran hechos prisioneros por las tropas de Model, lucharon hasta el final.

Otro favorito de Hitler, el Generalfeldmarschall von Reichenau, que había sido nombrado comandante en jefe del Grupo de Ejércitos Sur después de la destitución de Rundstedt, había pasado a engrosar el número de bajas por razones bien distintas. El 12 de enero había ido a dar su paseo matutino por las inmediaciones de su cuartel general en Poltava. A la hora del almuerzo se sintió mal y se desplomó víctima de un ataque al corazón. Hitler ordenó inmediatamente que fuera trasladado en avión para ser tratado en Alemania, pero el mariscal murió cuando iba de camino. Poco antes de su muerte, von Reichenau, cuyo VI Ejército había ayudado al Sonderkommando de la SS en la matanza de Babi Yar, había convencido al Führer de que nombrara a su jefe de estado mayor, el Generalleutnant Friedrich Paulus, para que se hiciera cargo del VI Ejército.

Los alemanes lograron asimismo reaprovisionar a las tropas que estaban rodeadas en Demyansk, Kholm y Belyi. La gran bolsa de Demyansk pudo salir adelante gracias a la misión que llevaban a cabo diariamente más de cien aviones de transporte Junker 52. Este éxito tendría consecuencias muy serias al cabo de un año, cuando Göring asegurara a Hitler que podía mantener al VI Ejército de Paulus atrapado en los alrededores de Stalingrado. Pero aunque las tropas alemanas rodeadas en Demyansk recibieran comida suficiente para seguir combatiendo, la población civil rusa que había quedado dentro del Kessel pereció de hambre sin que nadie se ocupara de ella.

En torno a Kursk, las fuerzas de Timoshenko consiguieron que los alemanes se replegaran en medio de combates a la desesperada. Los campos de batalla quedaron convertidos en una especie de tableau mort helado. Un oficial del Ejército Rojo llamado Leonid Rabichev se encontró con «una chica muy guapa, una telefonista que había permanecido escondida en el bosque desde que llegaron los alemanes. Quería unirse al ejército. Le dije que se subiera al carro». Un poco más adelante, «contemplé un espectáculo horrible. Había un espacio enorme que se extendía hasta la línea del horizonte lleno de tanques de los nuestros y de los alemanes. Entre medias había millares de hombres, sentados, de pie o a gatas, rusos y alemanes, completamente congelados, duros como una piedra. Algunos estaban recostados en otros, otros estaban abrazados. Unos se apoyaban en su fusil, otros sujetaban en sus manos una metralleta. A muchos les habían cortado las piernas. Las amputaciones habían sido obra de nuestros soldados de infantería, incapaces de quitar las botas a los cadáveres congelados de los alemanes, de modo que les habían cortado las piernas para calentarlas luego en los refugios. Grishechkin [su ordenanza] registró los bolsillos de los soldados congelados y encontró dos encendedores y varios paquetes de cigarrillos. La chica miraba todo aquello con indiferencia. Lo había visto muchas otras veces, pero yo estaba horrorizado. Había tanques que habían intentado chocar con otros o embestirlos y habían quedado de pie sobre la trasera después de la colisión. Era horrible pensar en los heridos, tanto en los nuestros como en los alemanes, que habían muerto por congelación. El frente había avanzado y nadie se había acordado de enterrar a aquellos hombres»[15].

Los sufrimientos de la población civil fueron aún mayores. La gente quedó atrapada entre la crueldad de los alemanes y la de su propio Ejército Rojo y los partisanos, que habían recibido de Stalin la orden de destruir cualquier edificio que los alemanes pudieran utilizar como refugio. En todas las zonas recién liberadas, las tropas del NKVD arrestaban a los campesinos que pudieran haber colaborado con los alemanes. Durante el mes de enero fueron detenidas casi mil cuatrocientas personas, aunque resultaba muy difícil definir la línea divisoria entre supervivencia y colaboración. En su avance, las tropas soviéticas iban encontrándose horcas y los aldeanos les contaban otros ejemplos de atrocidades cometidas por los alemanes, pero en algunos casos, los soldados invasores habían sido clementes. A los aldeanos les convenía en estos casos guardar silencio, para no ser acusados de traición a la Madre Patria[16].

Las esperanzas a todas luces vanas de Stalin, convencido de que la Wehrmacht estaba a punto de correr la misma suerte que la Grande Armée de Napoleón, no fueron abandonadas hasta abril, momento en el que las bajas soviéticas ascendían ya a más de tres millones de soldados, la mitad de ellos muertos o desaparecidos[17].

Como la principal prioridad de los medios de transporte era el movimiento de tropas y los suministros militares, la población de Moscú estaba a punto de morir de hambre. Se desarrolló un mercado negro de prendas de vestir y de calzado que se cambiaban por patatas. La gente de más edad recordaba los años del hambre de la guerra civil. Los niños sufrían raquitismo. No había combustible ni leña para las estufas, de modo que las tuberías del suministro de agua y las cloacas se congelaban. Cien mil mujeres y niños fueron enviados a los bosques de las inmediaciones a cortar leña. La electricidad escaseaba, y se producían numerosos cortes de suministro. Aquel año murió de tuberculosis el doble de personas que el año anterior, y en general el índice de mortalidad se triplicó. Se temía que estallara una epidemia de tifus, pero los denodados esfuerzos de las autoridades sanitarias de la ciudad lo impidieron[18].

Las condiciones por las que atravesó Leningrado durante su asedio fueron inmensamente peores. La artillería alemana bombardeaba la ciudad regularmente cuatro veces al día. Pero las defensas aguantaban, principalmente gracias a los cañones de la marina, tanto aquellos que habían sido desmontados de los barcos como los que permanecían a bordo de la Flota del Báltico en la base naval de Kronstadt o atracados en el Neva. La llave de la supervivencia de la ciudad estaba ahora más que nunca en aquella pequeña tabla de salvación.

Las autoridades soviéticas realizaron denodados esfuerzos, aunque a menudo ineficaces, por mantener vivo el frágil lazo que unía la ciudad con el este. Con los alemanes instalados en la ribera sur del lago Ladoga, la única ruta que quedaba era el «camino de hielo». El hielo no fue lo bastante espeso para soportar el peso de los medios de transporte a motor o de tracción animal hasta pasada la tercera semana de noviembre, cuando solo quedaban en la ciudad víveres para dos días. El gran peligro era que se produjera un deshielo repentino.

Por el este, los alemanes tomaron Tikhvin el 8 de noviembre de 1941. Esto obligó a los soviéticos a construir un «camino de troncos» hecho de abedules talados que iba hacia el norte cruzando los bosques. Varios millares de personas condenadas a realizar trabajos forzados —campesinos, prisioneros del Gulag y tropas de la retaguardia— murieron mientras llevaban a cabo la tarea, y sus cadáveres fueron arrojados al barro acumulado debajo del sendero de troncos. Todo aquel sacrificio resultó prácticamente inútil, pues las tropas de Meretskov, con ayuda de algunos destacamentos de partisanos de la retaguardia alemana, volvieron a tomar Tikhvin el 9 de diciembre, tres días después de que fuera concluido el camino de troncos. Pudo reabrirse de ese modo la estación de origen y final de la línea férrea, reduciéndose así enormemente la duración del viaje hasta el extremo sudoriental del lago Ladoga[19].

El tráfico de doble sentido a través del lago helado, que llevaba maquinaria fabril de la ciudad en dirección este y víveres en dirección oeste, supuso un logro extraordinario. El camino sobre el lago helado era defendido de los ataques de las tropas de esquiadores alemanes con puestos de ametralladoras y baterías antiaéreas en fortines construidos sobre el hielo. Contaban con iglús para que se refugiaran los soldados del Ejército Rojo. Los soviéticos habían construido también aerotrineos provistos de motores de avión, con hélices en la parte trasera, como una versión invernal de los planeadores usados en los pantanos. Se instalaron centros médicos y puntos de control con el correspondiente personal para dirigir el tráfico a través del hielo. Pero la atención prestada a la población civil de Leningrado que había sido evacuada se caracterizó a menudo por una incompetencia y una falta de imaginación brutal. Incluso el NKVD se lamentó del «trato irresponsable y despiadado» que se les dispensó y de las condiciones «inhumanas» reinantes en los trenes. No se hizo nada para ayudar a los que llegaban vivos al «continente». Su supervivencia dependía de que tuvieran familiares o amigos que los ayudaran proveyéndoles de comida y refugio[20].

Incluso después de la reconquista de Tikhvin, los habitantes de Leningrado estaban tan débiles a consecuencia del hambre que muchos se caían en medio de las calles heladas mientras buscaban inútilmente combustible o comida. Las cartillas de racionamiento eran robadas de inmediato. Cuando una persona salía de la panadería, siempre había alguien dispuesto a quitarle el pan. Nada destruye la moralidad más elemental con tanta rapidez como el hambre. Cuando moría alguien, su familia ocultaba el cadáver en la vivienda helada para poder seguir reclamando su ración de comida.

Pero, pese a los temores de las autoridades, se produjeron pocos intentos de asaltar y saquear las panaderías. Solo los jerarcas del partido y los que estaban más cerca de la cadena de abastecimientos, los distribuidores y los dependientes de las tiendas, habrían tenido fuerza suficiente. La gente del montón, los que no trabajaban en las fábricas y por lo tanto no tenían acceso privilegiado a comedores subvencionados, era muy improbable que pudieran sobrevivir. Empezaban a tener aspecto avejentado con tanta rapidez que ni siquiera los parientes próximos eran capaces de reconocerlos. La gente se comió primero los cuervos, las palomas y las gaviotas; luego los gatos y los perros (incluso los famosos perros de los experimentos de Pavlov fueron consumidos en el Instituto de Fisiología), y por último las ratas.

Casi todos los que tenían que ir andando a trabajar o a ponerse a la cola para conseguir la comida tenían que pararse a descansar a los pocos metros, pues estaban demasiado débiles debido a la falta de alimento. Los trineos de los niños eran usados para transportar leña. No tardarían en ser utilizados para transportar a la fosa común los cadáveres, que la gente llamaba «momias», pues iban envueltos en sudarios hechos de papel o de jirones de tela. No podía desperdiciarse la madera de los ataúdes. Había que guardarla para calentar a los que seguían vivos.

De los dos millones doscientos ochenta mil habitantes que tenía la ciudad en diciembre de 1941, quinientos catorce mil fueron evacuados al «continente» en primavera, y seiscientos veinte mil murieron. Para la gente de más edad, el asedio supuso la segunda gran hambruna que soportaba, pues la primera dio comienzo en 1918 con la guerra civil. Muchos observaron que una persona presentía su muerte unas cuarenta y ocho horas antes de que se produjera. Con las últimas fuerzas que les quedaban, muchos avisaban a sus puestos de trabajo diciendo que no iban a volver y pidiendo a sus jefes que cuidaran de su familia.

Leningrado, que estaba muy orgullosa de su herencia cultural, convirtió el Hotel Astoria en hospital de escritores y artistas. Allí les suministraban vitaminas por medio de una bebida hecha a base de hojas de pino machacadas. También se hicieron intentos de atender a los huérfanos. «Ya ni siquiera parecían niños», decía un director de escuela. «Guardaban un extraño silencio, con una especie de mirada reconcentrada en los ojos». Pero en algunas instituciones el personal de las cocinas escamoteaba la comida de las despensas para alimentar a su propia familia, y dejaba que los niños se murieran de hambre[21].

Las autoridades de la ciudad no habían almacenado leña antes de que diera comienzo el asedio, de modo que la mayoría de la gente tenía que intentar mantenerse caliente quemando libros, o los muebles o las puertas de la vivienda en las viejas estufas ventrudas. Las antiguas construcciones de madera fueron desmanteladas para suministrar combustible a los edificios públicos. En enero de 1942, la temperatura de Leningrado cayó a veces por debajo de los cuarenta grados bajo cero. Mucha gente se acostaba con el único fin de mantener el calor corporal, pero este se esfumaba rápidamente. La muerte por inanición llegaba en silencio y de forma anónima. Se pasaba de vivir a medias a no vivir. «No sabe usted lo que era aquello», le contó una mujer poco después a un periodista británico. «Por la calle caminaba una pisando cadáveres, y lo mismo al subir las escaleras. Sencillamente dejaba una de darse cuenta»[22].

La mayor parte de la gente moría de una mezcla de inanición y frío. La hipotermia y la tensión, mezcladas con el hambre, alteraban tanto el metabolismo que la gente no podía absorber ni siquiera las pocas calorías que consumía. En teoría, los soldados tenían garantizada una ración de comida mucho más abundante que la de la población civil, pero en muchos casos esas raciones no llegaban nunca. Los oficiales las robaban y se las quedaban para ellos y para sus familias[23].

«Las personas se vuelven animales ante nuestros propios ojos», anotó una mujer en su diario[24]. Algunos se volvían locos como consecuencia del hambre. Los historiadores soviéticos han intentado hacer creer que no se produjeron casos de canibalismo, pero las fuentes orales y los archivos indican lo contrario. Unos dos mil individuos fueron detenidos por el «uso de carne humana como alimento» durante el asedio, ochocientos ochenta y seis de ellos durante el primer invierno de 1941-1942. La «necrofagia» es el consumo de la carne de una persona muerta. Y en efecto hubo quienes robaron cuerpos del depósito de cadáveres o de las fosas comunes. Fuera de Leningrado, varios soldados y oficiales recurrieron a la necrofagia e incluso llegaron a comerse los miembros amputados que se tiraban en los hospitales de campaña[25].

La «antropofagia», que es algo más raro, comporta el asesinato deliberado de un individuo con la finalidad de comérselo. No es de extrañar que los padres retuvieran a sus hijos en casa por miedo a lo que pudiera pasarles. Se decía que la carne de los niños, seguida de la de las mujeres jóvenes, era la más tierna. Aunque eran frecuentes las historias de bandas que vendían carne humana picada en forma de kotlyeta o albóndigas, casi todos los casos de canibalismo tuvieron lugar dentro del hogar o en las casas de pisos, obra de padres enloquecidos que se comían a sus propios hijos, o de vecinos que se apoderaban de ellos. Algunos soldados hambrientos de la 56.ª División de Fusileros del LV Ejército tendieron una emboscada a los encargados del transporte de las raciones de comida, los mataron, les quitaron los alimentos que llevaban, enterraron los cadáveres en la nieve y volvieron luego para comérselos poco a poco[26].

No obstante, aunque el hambre hizo que saliera lo peor de cada individuo, hubo ejemplos de altruismo y de autosacrificio con los vecinos y con personas absolutamente extrañas. Parece que los hijos tuvieron mayores índices de supervivencia que sus padres, presumiblemente porque los adultos daban a los pequeños parte de sus propias raciones de comida. Las mujeres solían sobrevivir más tiempo que los hombres, pero a menudo después se derrumbaban. Se enfrentaron también al terrible dilema de ceder a los ruegos de sus hijos o de comer lo suficiente para conservar las fuerzas con el fin de cuidar de su familia. El índice de natalidad se vino abajo, en parte debido a la malnutrición extrema, que provocaba que las mujeres perdieran la menstruación y que los hombres se volvieran estériles, pero también porque la mayoría de los varones estaban en el frente.

Los soldados del Ejército Rojo y de la infantería de marina que había en Leningrado estaban seguros de que los alemanes no entrarían nunca en la ciudad. Tenían el convencimiento de que el principal motivo de que los nazis perseveraran en el asedio era que deseaban mantener a los finlandeses en la guerra. Los habitantes de Leningrado estaban irritados con los Aliados occidentales, que eran reacios a considerar a Finlandia un país enemigo. No podían aceptar el hecho de que la agresión de Stalin contra Finlandia en 1939 había sido totalmente no provocada. El odio al enemigo fue fomentado en todo momento por los servicios de propaganda del Ejército Rojo. Había carteles que mostraban a un niño de mirada brutal, con una aldea en llamas al fondo, que exclamaba: «Papa, ubei nemtsa!». («¡Papá, mata al alemán!»)[27].

La ofensiva general de Stalin no fue la única que trajo consigo el nuevo año, 1942. El 21 de enero, el Generaloberst Rommel pilló por sorpresa a los británicos en el Norte de África. Desde que la situación de los suministros había mostrado los primeros síntomas de mejora, el ambicioso Rommel había empezado a planear otro ataque. El envío de refuerzos al teatro de operaciones del Mediterráneo había dependido de que la Unión Soviética fuera conquistada rápidamente, pero el fracaso de la Operación Tifón contra Moscú no lo arredró. Cuando el 5 de enero llegó a Trípoli un convoy con cincuenta y cinco panzer, así como varios carros armados y cañones antitanque, su determinación de dar un contragolpe se intensificó mientras gozó de una ventaja temporal.

El VIII Ejército estaba en un estado lamentable. La 7.ª División Acorazada, que en aquellos momentos estaba recuperándose en El Cairo, había sido reemplazada por la 1.ª División Acorazada, carente de experiencia. Otras formaciones veteranas, incluidas las australianas, habían sido trasladadas al Extremo Oriente. Los alemanes conocían muy bien el esquema organizativo de los británicos gracias a la interceptación de los informes del agregado militar norteamericano en El Cairo, cuyo código habían descifrado fácilmente. Pero Rommel, que abrigaba la idea fija de invadir Egipto y Oriente Medio, no informó de lo que planeaba ni al Comando Supremo italiano ni al OKW. Sus soldados, sin embargo, estaban en su mayoría entusiasmados ante la idea de volver a atacar. Un integrante de la 15.ª División Panzer escribía a su casa el 23 de enero diciendo: «¡Una vez más estamos avanzando a la Rommel!»[28]

Cuando este se lanzó al contraataque en Cirenaica el 21 de enero, hizo caso omiso de todas las órdenes que le instaban a no seguir adelante. Una columna avanzó por la carretera de la costa hacia Bengasi, mientras las dos divisiones panzer se desviaron hacia el interior del país. Los blindados encontraron la marcha muy dificultosa, pero en cinco días de combates los británicos llegaron a perder cerca de doscientos cincuenta vehículos blindados. Hitler estaba entusiasmado y ascendió a Rommel al rango de General der Panzertruppen. El desventurado general Ritchie, ascendido acaso a su puesto con demasiada ligereza, había supuesto que se trataba de una simple incursión, pero enseguida se dio cuenta de que su 1.ª División Acorazada corría el riesgo de ser víctima de una maniobra de envolvimiento. Por fortuna para los ingleses, las excesivas ambiciones de Rommel y la lentitud del avance de sus dos divisiones blindadas permitieron al grueso de las fuerzas británicas escapar a tiempo. Ritchie las replegó a la línea Gazala, abandonando casi toda Cirenaica. Las tropas de Rommel, agotadas y carentes de combustible, ni siquiera se molestaron en no quedar atrás. Sabían que podrían acabar con ellas más adelante.

Los soldados alemanes enviados como refuerzos a la ribera sur del Mediterráneo estaban entusiasmados y orgullosos de unirse al «pequeño Afrika Korps» en el desierto[29]. Un suboficial médico manifestaba la buena impresión que le causaba «la labor colonizadora de los italianos» en Trípoli. «Las fuerzas navales italianas que escoltaron nuestro convoy eran también muy gallardas», decía en su carta a la familia[30]. Pero casi todas esas primeras impresiones serían efímeras. En el desierto de Libia, los soldados se encontrarían «siempre el mismo paisaje, arena y piedras»[31]. La guerra en el norte de África era «totalmente distinta de la de Rusia, por ejemplo», subrayaba[32]. Pero ellos también sentían nostalgia cuando oían a alguien tocar la armónica por la noche a la luz de las estrellas y se ponían a pensar en la primavera y la posibilidad de regresar a Alemania.