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LA BATALLA DE MOSCÚ

(SEPTIEMBRE-DICIEMBRE DE 1941)


El 21 de julio de 1941, la Luftwaffe bombardeó la capital soviética por primera vez. El joven médico Andrei Sakharov, a la sazón detector de incendios en la universidad, se pasaba casi todas las noches «en el tejado vigilando mientras los reflectores y las balas trazadoras iban y venían por el agitado cielo de Moscú»[1]. Pero, tras las pérdidas sufridas en la batalla de Inglaterra, las formaciones de bombarderos alemanes seguían estando muy mermadas. Incapaces de infligir graves daños a la ciudad, volvieron a dedicarse a realizar operaciones de apoyo para las fuerzas terrestres.

Una vez que el Grupo de Ejércitos Centro tuvo que detenerse para concentrar sus actividades sobre Leningrado y Kiev, Hitler se dejó finalmente convencer y ordenó lanzar una gran ofensiva contra Moscú. Sus generales tenían opiniones encontradas. La gran maniobra de envolvimiento al este de Kiev había vuelto a insuflar en ellos una sensación de triunfo, pero la vastedad del territorio, la extensión de sus líneas de comunicación y las inesperadas dimensiones del Ejército Rojo los hacían sentirse incómodos. Ahora eran pocos los que creían que la victoria se consiguiera ese año. Temían que llegara el invierno ruso, para el cual se hallaban espantosamente mal preparados. Sus divisiones de infantería tenían escasez de botas después de marchar centenares y centenares de kilómetros, y se había hecho muy poco para abastecerlas de ropas de abrigo, pues Hitler había prohibido todo tipo de discusión al respecto. Las unidades blindadas sufrían una grave escasez de tanques y motores de recambio, que habían quedado dañados por el espeso polvo. Sin embargo, para desesperación de sus altos mandos, Hitler se mostraba reacio a proporcionarles reservas. La gran ofensiva contra Moscú, la Operación Tifón, no estuvo lista hasta finales de septiembre. Se había retrasado porque el 4.º Panzergruppe del Generaloberst Erich Hoepner había quedado atrapado en el punto muerto de la ofensiva contra Leningrado. El Grupo de Ejércitos Centro del Generalfeldmarschall von Bock sumaba un millón y medio de hombres, entre los cuales había tres cuerpos blindados bastante debilitados. Se enfrentaban al Frente de la Reserva del mariscal Semión Budenny y al Frente de Briansk del coronel general Andrei Yeremenko. El Frente del Oeste del coronel general Ivan Konev formaba una segunda línea por detrás de los ejércitos de Budenny. Doce de sus divisiones estaban formadas por milicianos lamentablemente armados y faltos de entrenamiento, muchos de ellos estudiantes y profesores de la Universidad de Moscú. «La mayoría de los milicianos llevaban abrigos y sombreros de paisano», escribía uno de ellos. Cuando desfilaban por las calles, los transeúntes pensaban que eran partisanos a punto de ser enviados a luchar a retaguardia de los alemanes[2].

El 30 de septiembre, en medio de la niebla matutina del otoño, dio comienzo la fase preliminar de la Operación Tifón, cuando el 2.º Ejército Panzer de Guderian se lanzó al ataque por el nordeste en dirección a la ciudad de Orel, situada a más de trescientos kilómetros al sur de Moscú. El cielo no tardó en aclarar, permitiendo que la Luftwaffe despegara para prestar apoyo a las puntas de lanza blindadas. El carácter repentino del ataque sembró el pánico en las zonas rurales.

«Creía haber visto una retirada», escribió Vasily Grossman en su cuaderno de notas, «pero no había visto nunca nada como lo que estoy viendo ahora… ¡Un éxodo! ¡Un éxodo bíblico! Los vehículos avanzan en filas de a ocho, y se oye el violento estruendo de decenas de camiones que intentan sacar sus ruedas del barro todos a la vez. Grandes rebaños de ovejas y vacas son conducidos a través de los campos. Van seguidos de caravanas de carretas tiradas por caballos, miles de carromatos cubiertos de arpilleras de colores. Hay también multitudes de personas a pie con sacos, hatillos, maletas… Cabezas de niños, rubios y morenos, asoman por debajo de los toldos improvisados que cubren las carretas, y también pueden verse las barbas de los judíos ancianos, así como las cabelleras morenas de las niñas y las mujeres judías. ¡Qué silencio en sus ojos, qué dolor tan lúcido, qué sensación de fatalidad, de catástrofe universal! Al atardecer, el sol sale entre los múltiples estratos de nubes azules, negras y grises. Sus rayos son larguísimos, y se extienden desde lo alto del cielo hasta el suelo, como en los cuadros de Doré que representan esas terribles escenas bíblicas en las que las fuerzas celestiales golpean la Tierra»[3].

El 3 de octubre llegaron a Orel rumores de la rapidez del avance enemigo, pero los altos mandos de la ciudad se negaron a creer los informes y se limitaron a seguir bebiendo. Desesperados por aquella funesta complacencia, Grossman y sus compañeros emprendieron la marcha hacia Briansk, temiendo que los tanques alemanes hicieran su aparición de un momento a otro. Pero habían salido justo a tiempo. La punta de lanza de Guderian entró en Orel a las 18:00 horas, y los primeros panzer se cruzaron con los tranvías.

El día antes, el 2 de octubre, más al norte, también había dado comienzo la primera fase de la Operación Tifón. Tras un breve bombardeo y la creación de una cortina de humo, el 3.er y el 4.º Panzergruppen se abrieron paso por la fuerza a uno y otro extremo del Frente de la Reserva, al mando del mariscal Budenny. Budenny, otro oficial de caballería amigo de Stalin desde los tiempos de la guerra civil, era un payaso con grandes bigotes y un borracho incapaz de encontrar su propio cuartel general. El jefe de estado mayor de Konev se encargó de lanzar el contraataque del Frente del Oeste con tres divisiones y dos brigadas de tanques, pero fueron rebasadas. Las comunicaciones quedaron interrumpidas, y al cabo de seis días los dos Panzergruppen habían rodeado a cinco ejércitos de Budenny y se habían reunido en Viazma. Los tanques alemanes se dedicaron a perseguir a los soldados del Ejército Rojo, intentando aplastarlos bajo sus ruedas. Aquello se convirtió en una especie de deporte[4].

El Kremlin no tenía mucha información acerca del caótico desastre que estaba teniendo lugar por el oeste. Hasta el 5 de octubre la Stavka no recibió un informe de un piloto de cazas que había avistado una columna de vehículos blindados alemanes de veinte kilómetros de longitud avanzando hacia Yukhnov. Nadie se atrevió a darle crédito. Se enviaron otros dos vuelos de reconocimiento, y los dos confirmaron el avistamiento, pero Beria siguió amenazando con mandar a su comandante ante un tribunal del NKVD acusado de «alarmista»[5]. Stalin, sin embargo, reconoció el peligro. Convocó una reunión del Comité de Defensa del Estado y envió a Leningrado un aviso a Zhukov diciéndole que regresara de inmediato a Moscú.

Zhukov llegó el 7 de octubre. Luego diría que cuando entró en el despacho de Stalin le oyó decir a Beria que utilizara a sus agentes para ponerse en contacto con los alemanes y estudiar las posibilidades de firmar la paz. Stalin ordenó a Zhukov que se trasladara directamente al cuartel general del Frente del Oeste y que le comunicara desde allí cuál era la situación exacta. Zhukov no llegó hasta después de anochecer y encontró a Konev y a los oficiales de su estado mayor inclinados sobre un mapa a la luz de las velas. Zhukov tuvo que llamar por teléfono a Stalin para decirle que los alemanes habían rodeado a cinco ejércitos de Budenny al oeste de Viazma. A primera hora del 8 de octubre se enteró en el cuartel general del Frente de la Reserva de que hacía dos días que nadie había visto a Budenny.

Las condiciones reinantes dentro de las bolsas de Viazma y Briansk eran indescriptibles. Stukas, cazas y bombarderos atacaban a cualquier grupo que fuera lo bastante grande para llamarles la atención, mientras que los panzer y la artillería que rodeaban a las fuerzas atrapadas disparaban constantemente contra ellas. Los cadáveres en descomposición se apilaban unos encima de otros, los soldados del Ejército Rojo, sedientos y medio muertos de hambre, sacrificaban los caballos para comérselos, mientras que los heridos morían sin que nadie los atendiera en medio del caos. En total, habían quedado incomunicados unos setecientos cincuenta mil hombres. Los que se rendían recibían la orden de tirar las armas y marchar hacia el oeste sin comida. «Los rusos son animales», escribía un comandante alemán. «Por la expresión bestial de sus rostros recuerdan a los negros de la campaña de Francia. ¡Qué chusma!»[6]

Cuando Grossman logró escapar de Orel el 3 de octubre justo antes de que llegaran los alemanes, se dirigió al cuartel general de Yeremenko, en el bosque de Briansk. Durante toda la noche del 5 de octubre, Yeremenko esperó recibir respuesta a su solicitud de retirada, pero no llegó la autorización de Stalin. Durante las primeras horas del 6 de octubre, dijeron a Grossman y a los corresponsales que lo acompañaban que incluso los cuarteles generales del frente estaban amenazados. Tenían que dirigirse lo más rápido que pudieran a Tula antes de que los alemanes cortaran la carretera. Yeremenko había recibido una herida en una pierna y había estado a punto de ser capturado durante la maniobra de envolvimiento del Frente de Briansk. Tras ser evacuado en avión, tuvo más suerte que el general de división Mikhail Petrov, oficial al mando del L Ejército, que murió de gangrena en una cabaña de leñador perdida en el bosque.

Grossman se sintió consternado ante el caos y el miedo que contempló detrás de las líneas. En Belev, en la carretera de Tula, hizo la siguiente anotación: «Circula un montón de comentarios negativos, ridículos y a todas luces generados por el pánico. De repente, se produce una terrible tormenta de disparos. Resulta que alguien ha encendido el alumbrado de las calles, y los soldados y los oficiales han abierto fuego disparando con fusiles y pistolas contra las farolas para apagar la luz. ¡Ojalá hubieran disparado así contra los alemanes!»[7]

Sin embargo, no todas las formaciones soviéticas combatieron mal. El 6 de octubre, el I Cuerpo de Fusileros de la Guardia, al mando del general de división D. D. Lelyushenko, apoyado por dos brigadas aerotransportadas y la 4.ª Brigada de Tanques del coronel M. I. Katukov, lanzó un contraataque contra la 4.ª División Panzer de Guderian cerca de Mtsensk en una emboscada muy astuta. Katukov ocultó sus T-34 en el bosque, permitiendo pasar al primer regimiento acorazado. Luego, cuando los alemanes fueron detenidos por la infantería de Lelyushenko, salieron sus tanques de entre los árboles y atacaron. Debidamente manejados, los T-34 eran superiores a los blindados Mark IV, y la 4.ª División Panzer sufrió graves pérdidas. Guderian quedó a todas luces confundido al descubrir que el Ejército Rojo empezaba a aprender de sus errores y de la táctica alemana.

Aquella noche se puso a nevar, pero la nieve se fundió enseguida. La rasputitsa, la temporada de lluvia y barro, había llegado justo a tiempo para ralentizar el avance alemán. «No creo que nadie haya visto un lodazal tan terrible», anotó Grossman. «Hay lluvia, nieve, granizo, un pantano líquido, sin fondo, una pasta negra mezclada por miles y miles de botas, ruedas y orugas. Y todo el mundo está feliz otra vez. Los alemanes van a quedar empantanados en nuestro maldito otoño»[8]. Pero aunque con más lentitud, el avance hacia Moscú siguió adelante.

En la carretera Orel-Tula, Grossman no pudo resistir la tentación y fue a visitar la finca de Tolstoi en Yasnaya Polyana. Allí encontró a la nieta del escritor recogiendo la casa y el museo para evacuarlo antes de que llegaran los alemanes. Inmediatamente pensó en el pasaje de Guerra y paz en el que el anciano príncipe Bolkonsky tiene que dejar su casa de Lysye Gory al acercarse el ejército de Napoleón. «La tumba de Tolstoi», garabateó en su cuaderno. «Zumbido de cazas sobre ella, estruendo de explosiones y la majestuosa calma del otoño. Es muy duro. Pocas veces he sentido tanto dolor». El siguiente en visitar el lugar después de su partida fue el general Guderian, que convertiría la finca en su cuartel general para el avance hacia Moscú[9].

Solo unas cuantas divisiones soviéticas lograron escapar del envolvimiento de Viazma en dirección al norte. La bolsa de Briansk, bastante más pequeña, se convirtió en el mayor desastre sufrido hasta el momento, siendo más de setecientos mil los hombres muertos o capturados. Los alemanes olían la victoria y la euforia se generalizó. El camino hacia Moscú estaba muy mal defendido. La prensa alemana no tardó en proclamar la victoria total, pero aquellas afirmaciones hicieron que el ambicioso Generalfeldmarschall von Bock se sintiera incómodo.

El 10 de octubre Stalin ordenó a Zhukov que asumiera el mando del Frente del Oeste, que hasta entonces había ostentado Konev, y de lo que quedaba del Frente de la Reserva. Zhukov se las arregló para convencer a Stalin de que había que conservar a Konev y no hacer de él un chivo expiatorio. El Vozhd dijo a Zhukov que mantuviera la línea en Mozhaisk, apenas a cien kilómetros de la capital, en la carretera de Smolensk. Intuyendo la magnitud de la catástrofe, el Kremlin ordenó que se construyera una nueva línea de defensa, tarea que se encargó a un cuarto de millón de civiles, en su mayoría mujeres, reclutados para abrir trincheras y zanjas antitanque. Muchos de ellos murieron ametrallados por los cazas alemanes mientras trabajaban.

La disciplina se volvió incluso más terrible, pues los grupos de bloqueo del NKVD estaban dispuestos a pegar un tiro a todo aquel que se retirara sin la orden pertinente. «Utilizaban el miedo para vencer al miedo», explicaba un agente del NKVD[10]. Los Destacamentos Especiales del NKVD (que en 1943 se convertirían en el SMERSh) se dedicaban ya a interrogar a los oficiales y soldados que habían escapado de las maniobras de envolvimiento. Cualquiera que fuera clasificado como cobarde o sospechoso de haber mantenido contacto con el enemigo era fusilado o enviado a los shtrafroty (batallones de castigo). Allí lo aguardaban las tareas más terribles, como por ejemplo encabezar los ataques a través de los campos de minas. Los delincuentes comunes del Gulag fueron reclutados también como shtrafniks, y siguieron comportándose como delincuentes. Incluso la ejecución del jefe de una banda por un agente del NKVD que le pegó un tiro en la sien tuvo unos efectos solo temporales sobre sus seguidores[11].

Otras secciones del NKVD se trasladaron a los hospitales de campaña para investigar posibles casos de autolesiones. Ejecutaban inmediatamente a los llamados «heridos aposta» o «zocatos», es decir aquellos que se pegaban un tiro en la mano izquierda en un intento ingenuo de librarse de la obligación de combatir. Un oficial médico polaco integrado en el Ejército Rojo reconocería más tarde haber amputado las manos a los chicos jóvenes que intentaban ese tipo de tretas con el único fin de librarlos del pelotón de fusilamiento. Los prisioneros del NKVD naturalmente salían peor librados. Beria mandó ejecutar a ciento cincuenta y siete presos, entre ellos a la hermana de Trotsky. De otros se ocuparon los guardianes de las cárceles, que arrojaban granadas de mano al interior de sus celdas. Solo a finales de mes, cuando Stalin dijo a Beria que sus teorías de la conspiración eran «basura», se detuvo la «picadora»[12].

La deportación de trescientos setenta y cinco mil alemanes del Volga a Siberia y Kazajstán, que había dado comienzo en septiembre, se aceleró para incluir en ella a las personas de origen alemán que residían en Moscú. Comenzaron también los preparativos para volar el metro y los principales edificios de la capital. Fue minada incluso la dacha de Stalin. Los pelotones de asesinos y saboteadores del NKVD se trasladaron a los pisos francos estratégicamente distribuidos por la ciudad, con el propósito de emprender una guerra de guerrillas contra los ocupantes alemanes. El cuerpo diplomático de los distintos países recibió instrucciones para trasladarse a Kuibyshev del Volga, ciudad que ya había sido destinada a convertirse en capital provisional del gobierno. También se avisó a las principales compañías teatrales de Moscú, símbolos de la cultura soviética, de que evacuaran la capital. El propio Stalin estaba indeciso y no sabía si quedarse en el Kremlin o abandonarlo.

El 14 de octubre, mientras por el sur una parte del II Ejército Blindado de Guderian rodeaba la ciudad de Tula, defendida con fiereza, la 1.ª División Panzer tomaba Kalinin, al norte de Moscú, apoderándose del puente sobre el alto Volga y cortando la línea férrea Moscú-Leningrado. En el centro, la División SS Das Reich y la 10.ª División Panzer llegaron al escenario de la batalla napoleónica de Borodino, a solo ciento diez kilómetros de la capital. Allí se enfrentaron a una lucha feroz contra un contingente reforzado por los nuevos lanzacohetes Katiusha y dos regimientos de fusileros siberianos, precursores de muchas otras divisiones, cuyo despliegue alrededor de Moscú pilló a los alemanes por sorpresa.

Richard Sorge, el principal agente soviético en Tokio, había descubierto que los japoneses planeaban dar un golpe al sur del Pacífico contra los americanos. Stalin no confiaba del todo en Sorge, aunque había acertado en lo concerniente a la Operación Barbarroja, pero sus informaciones fueron confirmadas por unos mensajes interceptados. La reducción de la amenaza contra la URSS en el Extremo Oriente permitió al dictador soviético empezar a traer más divisiones al oeste del país a través del Transiberiano. La victoria de Zhukov en Khalkhin-Gol desempeñó un papel trascendental en el importante giro estratégico que dieron los japoneses.

Los alemanes habían subestimado el efecto que pudieran tener sobre su avance la lluvia y la nieve, capaces de convertir los caminos en cenagales de fango espeso y negro. Los suministros de combustible, municiones y raciones de comida no podían seguir adelante, y el avance tuvo que detenerse. También se vio retrasado por la resistencia de los soldados que seguían atrapados en la maniobra de envolvimiento, impidiendo a los invasores liberar tropas para poder seguir avanzando hacia Moscú. El general de aviación Wolfram von Richthofen voló a baja altura sobre lo que quedaba de la bolsa de Viazma y se fijó en los montones de cadáveres y los vehículos y cañones destruidos.

El Ejército Rojo contó también con la ayuda de las interferencias de Hitler. En Kalinin, la 1.ª División Panzer, dispuesta a lanzarse al ataque hacia el sur, en dirección a Moscú, recibió repentinamente la orden de avanzar en dirección contraria junto al IX Ejército para intentar llevar a cabo otra maniobra de envolvimiento con el Grupo de Ejércitos Norte. Hitler y el OKW no tenían la menor idea de cuáles eran las condiciones en las que combatían sus tropas, pero la Siegeseuphorie o euforia de victoria del cuartel general del Führer hizo que se pusiera fin a la concentración de fuerzas contra Moscú.

Stalin y el Comité de Defensa del Estado decidieron el 15 de octubre evacuar el gobierno a Kuibyshev. Se dijo a los funcionarios que dejaran sus despachos y se montaran en una larga fila de camiones que los llevarían a la Estación de Ferrocarril de Kazán. Otros tuvieron la misma idea. «Los directores de muchas fábricas metieron a sus familias en camiones y las sacaron de la capital y ahí empezó todo. La población civil se puso a saquear las tiendas. Yendo por la calle, podían verse por doquier las caras enrojecidas, achispadas, de personas cargadas con ristras de salchichas y rulos de tejidos bajo el brazo. Sucedían cosas que habrían sido impensables solo dos días antes. Por la calle se oía decir que Stalin y el gobierno habían huido de Moscú»[13].

El pánico y los actos de pillaje se vieron estimulados por los rumores de que los alemanes estaban ya a las puertas. Los funcionarios, espantados, destruyeron sus carnets del partido comunista, acto que muchos de ellos tendrían que lamentar más tarde, cuando el NKVD restaurara el orden, pues serían acusados de derrotismo criminal. La mañana del 16 de octubre, Aleksei Kosygin entró en el palacio del Sovnarkom, el Consejo de Comisarios del Pueblo, del que era vicepresidente. Encontró el edificio abierto y abandonado, con muchos documentos secretos tirados por el suelo. Los teléfonos sonaban en los despachos vacíos. Suponiendo que eran llamadas de personas que intentaban saber si el gobierno se había ido o no, respondió a una de ellas. Un funcionario le preguntó si Moscú iba a rendirse.

Por las calles la policía había desaparecido. Como le ocurriera a Europa occidental un año antes, Moscú sufría una psicosis de invasión de paracaidistas enemigos. Natalya Gesse, obligada a caminar ayudándose de muletas como consecuencia de una operación, se vio «rodeada de una pandilla de individuos que sospechaban que se había roto las piernas lanzándose en paracaídas desde un avión»[14]. Muchos de los que se entregaban al saqueo iban borrachos, y justificaban sus actos diciendo que más valía llevarse lo que pudieran antes de que lo hicieran los alemanes. Las multitudes aterrorizadas que se amontonaban en las estaciones intentando asaltar los trenes que aún podían salir fueron descritas como «remolinos humanos», en los cuales los niños eran arrancados de los brazos de sus madres[15]. «Lo que pasaba en la Estación de Kazán va más allá de cualquier posible descripción», escribió Ilya Ehrenburg[16]. Las cosas iban un poquito mejor en las estaciones de Moscú de donde salían trenes hacia el oeste, y en las que habían sido soltados de mala manera cientos de soldados heridos, sin que nadie se ocupara de ellos, en camillas dispuestas en los andenes. Entre ellas iban y venían mujeres buscando desesperadamente a un hijo, a un marido, a un novio.

Al salir de la fortaleza del Kremlin, a Stalin le chocó la visión que apareció ante sus ojos. Se declaró el estado de sitio y regimientos de fusileros del NKVD empezaron a recorrer la ciudad para limpiar las calles, disparando a los saqueadores y a los desertores en cuanto los veían. El orden fue restaurado de manera brutal. Stalin decidió entonces quedarse en la capital, y su decisión fue dada a conocer por radio. Fue un momento crítico, y el efecto que tuvo la noticia fue considerable. Los ánimos dieron un vuelco de ciento ochenta grados, y el pánico masivo se convirtió en determinación generalizada de defender la ciudad a toda costa. Fue un fenómeno similar al cambio de sentimientos que se había producido durante la defensa de Madrid cinco años antes.

Subrayando la necesidad de guardar el secreto, Stalin dijo al Comité de Defensa del Estado que las celebraciones del aniversario de la Revolución Bolchevique debían seguir adelante. Algunos miembros del Comité quedaron sorprendidos, pero reconocieron que probablemente valía la pena correr el riesgo de hacer una demostración ante el país y ante el mundo en general de que Moscú no iba a rendirse nunca. La «víspera de la Revolución», Stalin pronunció en el gran vestíbulo de la estación de metro de Mayakovsky, ricamente engalanado para la ocasión, un discurso que fue retransmitido por radio a todo el país. En él evocó a los grandes héroes de la historia de Rusia, de filiación no precisamente proletaria, Aleksandr Nevsky, Dmitri Donskoy, Suvorov y Kutuzov. «Los invasores alemanes quieren una guerra de exterminio. ¡Pues muy bien, la tendrán!»[17].

Aquella fue la curiosa reaparición de Stalin ante la conciencia del pueblo soviético, tras varios meses de intentar que nadie lo asociara con los desastres de la retirada. «He estado mirando los archivos de algunos periódicos viejos de los meses de julio a noviembre de 1941», escribiría Ilya Ehrenburg muchos años más tarde. «El nombre de Stalin no es mencionado prácticamente nunca»[18].

El líder estaba ahora inextricablemente unido a la valerosa defensa de la capital. Y al día siguiente, 7 de noviembre, desde lo alto del mausoleo de Lenin en la Plaza Roja, en aquellos momentos vacío, Stalin recibió el saludo de las tropas, mientras los interminables escuadrones de refuerzos desfilaban ante él bajo la nieve, dispuestos a girar hacia el noroeste y continuar la marcha con destino al frente. Stalin había previsto astutamente el efecto que podía tener aquel golpe de escena, y se encargó que fuera filmado para los noticiarios cinematográficos nacionales y extranjeros.

Durante la semana siguiente cayeron unas heladas terribles, y el 15 de noviembre se reanudó el avance de los alemanes. Pronto quedó patente para Zhukov que su principal línea de ataque iba a situarse en el sector de Volokolamsk, donde el XVI Ejército de Rokossovsky se vio obligado a emprender la retirada sin dejar de combatir. Zhukov se hallaba sometido a una presión enorme y perdió los estribos con Rokossovsky. El contraste entre los dos hombres no podía ser mayor, aunque los dos pertenecían al arma de caballería. Zhukov era una especie de torbellino achaparrado, lleno de energía y crueldad, mientras que Rokossovsky, alto y elegante, era tranquilo y pragmático. Rokossovsky, perteneciente a una familia de la pequeña nobleza polaca, había sido encarcelado al final de la purga del Ejército Rojo. Tuvo que ponerse nueve dientes de acero para sustituir los que le arrancaron a golpes cuando estuvo en la «cinta transportadora», la larga serie de sesiones de interrogatorios a la que fue sometido. Stalin había ordenado su liberación, pero de vez en cuando se encargaba de recordarle que no era más que una concesión transitoria. Un solo error y sería entregado de nuevo a los brutales esbirros de Beria.

El 17 de noviembre, Stalin firmó una orden diciendo que las tropas regulares y partisanas debían «destruir y reducir a cenizas» todos los edificios situados en la zona de combate y fuera de ella, para impedir que los alemanes tuvieran dónde refugiarse ante la inminente llegada de las heladas[19]. En ningún momento se tuvo en cuenta la suerte que pudiera correr la población civil. Los sufrimientos de los soldados, especialmente los heridos abandonados de cualquier manera en los andenes de las estaciones de ferrocarril, fueron también terribles. «Las estaciones estaban cubiertas de excrementos humanos y de soldados heridos con vendajes sanguinolentos», escribía un oficial del Ejército Rojo[20].

A finales de noviembre, el III Ejército Acorazado (Panzerarmee) alemán estaba a cuarenta kilómetros de Moscú por el noroeste. Una de sus principales unidades se había apoderado incluso de una cabeza de puente al otro lado del Canal Moscú-Volga. Mientras tanto, el IV Ejército Panzer llegaba a un punto situado a dieciséis kilómetros de Moscú por el oeste, tras hacer retroceder al XVI Ejército de Rokossovsky. Se dice que un motociclista del Regimiento SS Deutschland entró incluso en la ciudad aprovechando la espesa niebla y fue abatido a tiros por una patrulla del NKVD cerca de la estación de Bielorrusia[21]. Otras unidades alemanes podían divisar las cúpulas bulbosas del Kremlin con sus potentes gemelos de campaña. Los alemanes habían estado combatiendo desesperadamente, conscientes de que no tardaría en abatirse sobre ellos toda la fuerza del invierno ruso. Pero sus tropas estaban exhaustas y muchos soldados sufrían ya episodios de congelación.

Las obras de defensa en los accesos a Moscú habían continuado a un ritmo frenético. «Erizos» de acero hechos de trozos de vigas unidos entre sí a modo de gigantescos abrojos actuaban como barreras antitanque. El NKVD había organizado «batallones destructores» para enfrentarse a los paracaidistas o combatir los actos de sabotaje lanzados contra algunas fábricas de importancia crucial, y como última línea de defensa. A cada hombre se le entregaba un fusil, diez cartuchos y unas cuantas granadas[22]. Temeroso de que Moscú quedara rodeada por el norte, Stalin ordenó a Zhukov que preparara una serie de contraataques. Pero primero tenía que reforzar los ejércitos situados al noroeste de la capital, que eran machacados por el III y el IV Ejército Panzer.

La situación parecía crítica también al sur del país. El grupo de ejércitos de Rundstedt se había asegurado ya la región minera e industrial de la cuenca del Donets a mediados de octubre, cuando los rumanos tomaron finalmente Odessa. En Crimea el XI Ejército de Manstein había puesto sitio a la gran base naval de Sebastopol. El I Ejército Panzer avanzaba con rapidez hacia el Cáucaso, dejando tras de sí a la infantería. Y el 21 de noviembre la 1.ª División Panzer SS Leibstandarte Adolf Hitler, al mando del Brigadeführer Sepp Dietrich, a quien Richthofen llamaba «el viejo caballo de batalla», había tomado Rostov, a la entrada del Cáucaso, y se había hecho con una cabeza de puente al otro lado del Don[23]. Hitler estaba exultante. Los campos petrolíferos situados más al sur parecían al alcance de su mano. Pero la punta de lanza acorazada de Kleist se veía desbordada y su flanco izquierdo estaba guardado solo por tropas húngaras deficientemente armadas. El mariscal Timoshenko aprovechó la ocasión y lanzó un contraataque a través del río Don, que se había helado.

Rundstedt, dándose cuenta de que era imposible llevar a cabo un avance con todas sus fuerzas en el Cáucaso antes de la próxima primavera, replegó sus fuerzas a la línea del río Mius, que desemboca en el mar de Azov, al oeste de Taganrog. Hitler reaccionó ante esta primera retirada del ejército alemán durante la guerra con una mezcla de cólera e incredulidad. Ordenó que la retirada fuera detenida de inmediato. Rundstedt presentó su dimisión, que fue aceptada ipso facto. El 3 de diciembre, Hitler voló hasta el cuartel general del Grupo de Ejércitos Sur en Poltava, donde en otro tiempo había sido derrotado definitivamente un invasor anterior, Carlos XII de Suecia. Al día siguiente el Führer hizo público el nombramiento del Generalfeldmarschall von Reichenau, un nazi convencido, al que Rundstedt describía en términos despectivos diciendo que era un bruto que andaba corriendo «de un lado a otro medio desnudo cuando hacía ejercicio»[24].

Hitler se quedó desconcertado cuando se enteró de que Sepp Dietrich, al mando de la División SS Leibstandarte, estaba de acuerdo con la decisión de Rundstedt. Y Reichenau, que había asegurado a Hitler que no se replegaría, enseguida siguió adelante con la retirada, presentándola ante el cuartel general del Führer como un hecho consumado. Obligado a dar su brazo a torcer, Hitler compensó entonces a Rundstedt por su destitución con un regalo de cumpleaños de doscientos setenta y cinco mil marcos del Reich. El Führer comentaría a menudo con cinismo lo fácil que resultaba sobornar a sus generales con dinero, o mediante la concesión de bienes inmuebles y condecoraciones.

Leningrado se había salvado de la aniquilación en parte debido a la autoridad implacable de Zhukov y a la determinación de sus tropas, pero sobre todo por la decisión de los alemanes de concentrarse en Moscú. A partir de ese momento, el Grupo de Ejércitos Norte se convertiría en el pariente pobre del Frente Oriental, sin recibir refuerzos prácticamente nunca y siempre con el temor de verse despojado de unidades destinadas a reforzar las formaciones desplegadas en el centro y en el sur del país. Este descuido de los alemanes fue superado incluso por los soviéticos, pues Stalin quiso en varias ocasiones despojar a Leningrado de sus tropas para que acudieran en ayuda de Moscú. El dictador soviético no tenía muchas consideraciones por la que veía como una ciudad de intelectuales, que despreciaban a los moscovitas y sentían una sospechosa afinidad con la Europa occidental. Resulta difícil afirmar hasta qué punto consideró en serio la posibilidad de abandonar la vieja capital imperial a su suerte, pero está bastante claro que durante el otoño y el invierno le preocupó mucho más conservar las fuerzas del Frente de Leningrado que la ciudad, por no hablar de sus habitantes.

Los intentos soviéticos de romper las maniobras de envolvimiento desde fuera por medio del LIV Ejército no lograron desalojar a los alemanes de la ribera meridional del lago Ladoga. Pero al menos los defensores consiguieron retener el istmo que une la ciudad y el lago, aunque ello se debiera en parte a la cautela de los finlandeses, que no se atrevieron a avanzar sobre un territorio que ya era soviético antes de 1939.

El asedio acabó ajustándose a un patrón, marcado por los bombardeos regulares de la ciudad a horas determinadas. Las bajas civiles aumentaron, pero sobre todo a causa del hambre. Leningrado era de hecho una isla. La única conexión posible con el «continente» era a través del lago Ladoga o por vía aérea. Unos dos millones ochocientos mil civiles quedaron atrapados y, debido a la presencia de otro medio millón de soldados, las autoridades se vieron obligadas a suministrar comida a tres millones trescientas mil personas. La distribución de alimentos era sorprendentemente desigual en una sociedad que se suponía igualitaria. Los funcionarios del partido se aseguraban de que sus familias y sus parientes próximos no sufrieran penalidades, y los que controlaban los abastecimientos, empezando por las panaderías y los comedores, se aprovechaban descaradamente de su posición. A menudo era preciso recurrir al soborno para obtener incluso las raciones básicas.

De hecho la comida era poder, tanto para el individuo corrupto como para el estado soviético, que llevaba largo tiempo acostumbrado a imponer la sumisión o a vengarse de las categorías menos favorecidas del pueblo. Los trabajadores de la industria, los niños y los soldados recibían una ración completa, pero otros, como por ejemplo las mujeres casadas que no trabajaban y los adolescentes, recibían solo una ración llamada de «dependiente». Sus cartillas de racionamiento recibían el nombre de smertnik, esto es «cartillas de la muerte»[25]. Según la postura típicamente soviética ante la jerarquía, eran considerados «bocas inútiles», mientras que los jerarcas del partido recibían raciones suplementarias para ayudarles a tomar decisiones en aras del bien común.

«Nuestra situación en materia de provisiones es muy mala», anotaba Vasily Churkin a finales de octubre, cuando defendía la línea en las cercanías de Shlisselburg, a orillas del lago Ladoga. «Nos dan trescientos gramos de pan, negro como la tierra, y una sopa aguada. Alimentamos a nuestros caballos con retoños de abedul, que no tienen ni una sola hoja, y los pobres animales van muriendo uno tras otro. Los habitantes de Beryozovka y nuestros soldados no han dejado más que los huesos de un caballo que cayó muerto. Cortan tajadas de carne y las cuecen»[26].

Los soldados salieron mucho mejor librados que la población civil, y los que tenían familia en la ciudad aguardaban la llegada del invierno cada vez con más angustia. Empezaron a circular historias terribles de canibalismo. Churkin señalaba que «nuestro cabo Andronov, un tipo alto, ancho de espaldas, lleno de energía, cometió un error por el que pagó con la vida. El jefe de abastos lo mandó a Leningrado en un vehículo con no sé qué pretexto. En aquel momento en Leningrado estaban más muertos de hambre que nosotros, y la mayoría de nosotros tenía familia en la ciudad. El vehículo de Andronov fue obligado a detenerse a medio camino. En el vehículo encontraron latas de comida, carne y cereales, que habíamos guardado de nuestras escasas raciones [para mandársela a nuestros familiares]. El tribunal condenó a Andronov y a su jefe a muerte. Su mujer estaba en Leningrado con un niño pequeño. La gente dice que su vecino se comió al niño y que la mujer se volvió loca»[27].

La ciudad hambrienta necesitaba la llegada del frío para que la capa de hielo del lago Ladoga fuera lo bastante fuerte como para aguantar el peso de los camiones que trajeran víveres por el «camino de hielo». Durante la primera semana de diciembre se asumieron muchos riesgos. «Vi un camión Polutorka», escribe Churkin, «cuyas ruedas traseras se habían hundido en el hielo. Iba cargado de sacos de harina que todavía estaban secos… La cabina sobresalía, pues las ruedas delanteras estaban apoyadas en el hielo. Pasé junto a una docena de camiones Polutorka cargados de harina que se había congelado con el hielo. Eran los pioneros de la “Ruta de la Vida”. En los camiones no había nadie»[28]. Los habitantes de Leningrado tendrían que esperar un poco más a que llegaran las reservas ya almacenadas. En la localidad de Kabona, situada junto al lago, Churkin vio que «junto a la orilla, extendiéndose a lo largo de tantos kilómetros que no se veía dónde acababa, había una cantidad enorme de sacos y cajas con productos alimenticios preparados para ser enviados a través del hielo a Leningrado, donde el hambre hacía estragos»[29].

A primeros de diciembre, muchos altos mandos del Grupo de Ejércitos Centro se dieron cuenta de que sus tropas, exhaustas y congeladas de frío, no podrían tomar Moscú. En vista de que sus fuerzas estaban extenuadas, habrían querido replegarlas a una línea que fuera defendible, pero semejantes argumentos habían sido rechazados ya por el general Halder, obedeciendo las instrucciones del cuartel general del Führer. Algunos empezaron a pensar en 1812 y en la terrible retirada del ejército de Napoleón. Ni siquiera ahora que se había helado el barro había mejorado la situación de los suministros de víveres. Con la temperatura descendiendo por debajo de los veinte grados centígrados bajo cero, y a menudo con visibilidad nula, la Luftwaffe se veía obligada a permanecer en tierra la mayor parte del tiempo. Del mismo modo que el personal de tierra de los aeródromos, las tropas motorizadas se veían obligadas a encender hogueras debajo de los motores de sus vehículos antes de poder arrancarlos. Las ametralladoras y los fusiles se congelaban y se ponían duros como piedras porque la Wehrmacht no tenía el lubrificante adecuado para la guerra de invierno, y las radios dejaban de funcionar debido a las temperaturas extremas que se alcanzaban.

Los caballos de tiro utilizados por la artillería y los medios de transporte que habían traído de Europa occidental no estaban acostumbrados al frío y carecían de forraje. El pan llegaba congelado, duro como una piedra. Los soldados tenían que cortarlo con sierras y metérselo en los bolsillos de los pantalones antes de poder comérselo. Los Landser, extenuados, no podían cavar trincheras en aquel terreno duro como el acero sin calentarlo primero encendiendo grandes hogueras. Habían llegado pocos repuestos para sus botas, que se les caían a pedazos después de tanto caminar. Había también escasez de guantes como es debido. Las bajas por congelación superaban el número de los heridos en el campo de batalla. Los oficiales se quejaban de que sus soldados habían empezado a parecerse a los campesinos rusos, pues habían robado las ropas de invierno de la población civil, a veces obligándola a punta de pistola a entregarles sus botas.

Mujeres, niños y ancianos eran obligados a salir a la nieve de sus cabañas de madera o isbas, cuyo pavimento no dudaban en destrozar los soldados en busca de sus reservas de patatas. Habría sido menos cruel matar a sus víctimas que obligarlas a morir de hambre o de frío, medio despojadas de sus vestiduras, durante el que sería el invierno más crudo en muchos años. Las condiciones en las que vivían los prisioneros soviéticos eran aún peores. Morían a millares de agotamiento por las marchas forzadas que debían hacer hacia el oeste a través de la nieve, de hambre o de enfermedad, principalmente tifus. Algunos se vieron obligados a practicar el canibalismo debido al inhumano estado de degradación y sufrimientos al que se habían visto reducidos. Cada mañana, sus guardianes les obligaban a correr unos pocos centenares de metros mientras les golpeaban. Al que caía al suelo lo mataban inmediatamente de un tiro. La crueldad se había vuelto adictiva en aquellos individuos que tenían poder absoluto sobre unos seres a los que se les había enseñado a despreciar y odiar.

El 1 de diciembre Moscú estuvo por fin al alcance de la artillería pesada alemana. Ese día el IV Ejército del Generalfeldmarschall von Kluge inició el asalto definitivo de la ciudad desde el oeste. El viento helado producía ventisqueros enormes y los soldados quedaban agotados cuando intentaban caminar entre ellos. Pero gracias a la cortina de fuego creada por sorpresa por la artillería y un poco de apoyo aéreo de la Luftwaffe, el XX Cuerpo logró romper las defensas del XXXIII Ejército ruso y alcanzar la carretera Minsk-Moscú. También se vio amenazada la retaguardia del V Ejército soviético, situado en las inmediaciones. Zhukov reaccionó inmediatamente y envió hacia allí todos los refuerzos que pudo reunir, incluida la 32.ª División de Fusileros de Siberia.

A última hora del 4 de diciembre, la posición del Ejército Rojo fue restaurada. La infantería alemana se vino abajo debido al agotamiento y al frío. La temperatura había descendido por debajo de los treinta grados bajo cero. «No puedo describirte lo que esto significa», escribía ese día a su familia un cabo de la 23.ª División de Infantería. «Primero este frío espantoso, la ventisca, los pies completamente empapados —las botas no se nos secan nunca y no nos permiten quitárnoslas— y en segundo lugar la prueba de nervios a la que nos someten los rusos»[30]. Kluge y Bock sabían que habían fracasado. Intentaron consolarse con la idea de que también el Ejército Rojo debía de estar en las últimas, como Hitler había insistido tantas veces. No podían estar más equivocados. Durante los últimos seis días, Zhukov y la Stavka habían estado preparando el contraataque.

Con líderes como Zhukov, Rokossovsky, Lelyushenko y Konev, una nueva profesionalidad estaba empezando a surtir efecto. Aquello ya no era la esclerótica organización de junio, en la que los mandos, aterrorizados por la posibilidad de ser detenidos por el NKVD, no se atrevían a mostrar la más mínima iniciativa. También habían sido abandonadas las rígidas formaciones de ese período. Ahora un ejército soviético constaba de poco más de cuatro divisiones. Por lo pronto, el nivel de mando correspondiente al cuerpo de ejército había sido eliminado para mejorar el control.

Habían sido formados otros once ejércitos detrás de las líneas. Algunos incluían batallones de esquiadores y divisiones siberianas, muy bien entrenadas, equipadas adecuadamente para la guerra en invierno, con chaquetas acolchadas y trajes blancos de camuflaje. El nuevo tanque T-34, con sus orugas anchas, podía maniobrar en la nieve y el hielo mucho mejor que los panzer germanos. Y a diferencia del equipamiento de los alemanes, las armas y los vehículos de los soviéticos tenían los lubrificantes adecuados para resistir las bajas temperaturas. Las escuadrillas de aviación del Ejército Rojo se habían reunido en aeródromos situados en los alrededores de Moscú. Con sus cazas Yak y su avión Shturmovik, especializado en ataque de objetivos en tierra, alcanzarían de momento la superioridad aérea, mientras la mayoría de los aparatos de la Luftwaffe permanecían congelados en tierra.

El plan de Zhukov, aprobado por Stalin, tenía por objeto eliminar las dos avanzadillas alemanas a uno y otro lado de Moscú. La principal de ellas, situada al noroeste, estaba formada por el IV Ejército y el III y IV Ejército Panzer, que se hallaban completamente exhaustos. La situada al sur, al este de Tula, estaba formada por el II Ejército Panzer de Guderian. Pero este, dándose cuenta del peligro, había empezado a replegar parte de sus unidades adelantadas.

A las tres de la madrugada del viernes 5 de diciembre, el Frente Kalinin de Konev, que acababa de ser formado, se lanzó contra la avanzadilla principal con el XXIX y el XXXI Ejército, atacando a través del Volga helado. Al día siguiente, avanzaron hacia el oeste el I Ejército de Choque y el XXX Ejército. Luego Zhukov envió otros tres ejércitos, entre ellos el XVI Ejército reforzado de Rokossovsky y el XX de Vlasov, contra el flanco sur. Pretendía así dejar aislados al III y al IV Ejército Panzer. En cuanto se abrió un hueco, el II Cuerpo de Guardias de Caballería del general Lev Dovator arremetió para provocar el caos entre la retaguardia alemana. Los robustos caballos cosacos podían moverse entre la nieve, de un metro de profundidad, y enseguida alcanzaron a la infantería alemana que a duras penas intentaba retirarse por aquel terreno impracticable.

Al sur, el L Ejército atacó el flanco norte del II Ejército Panzer de Guderian desde Tula, mientras que el X avanzaba desde el nordeste. El I Cuerpo de Guardias de Caballería de Pavel Belov, reforzado con tanques, arremetió contra la retaguardia alemana. Guderian se movió con rapidez y logró sacar de la trampa a la mayoría de sus fuerzas. Pero no pudo restaurar la línea, como esperaba, porque entonces el Frente Sudoeste ruso envió al XIII Ejército y a un grupo operacional contra su II Ejército por el flanco sur. Guderian tuvo que replegarse otros ochenta kilómetros. Esta maniobra dejó abierto un gran hueco entre él y el IV Ejército, situado a su izquierda.

El Ejército Rojo seguía estando escaso de tanques y de piezas de artillería, pero gracias a los nuevos ejércitos estaba cerca de alcanzar el número de hombres de que disponían los alemanes en el frente de Moscú. Su principal ventaja era el factor sorpresa. Los alemanes habían descartado por completo los informes de los pilotos de la Luftwaffe que hablaban de movimientos de grandes formaciones militares detrás de las líneas. Además, tampoco tenían reservas. Y con los duros combates que estaban librándose al sudeste de Leningrado y la retirada del Grupo de Ejércitos Sur a la línea del Mius, Bock no podía contar con recibir refuerzos por los flancos. La sensación de precariedad llegó a notarla incluso un Obergefreiter de abastecimientos de la 31.ª División de Infantería. «No sé qué es lo que pasa. Sencillamente tiene uno la extraña sensación de que esta gigantesca Rusia es demasiado para nuestras fuerzas»[31].

El 7 de diciembre, la batalla contra la principal avanzadilla marchaba viento en popa. Parecía que los soviéticos iban a alcanzar su objetivo de atrapar al III Ejército Panzer y parte del IV. Pero el avance era lento, para mayor frustración de Zhukov. Sus ejércitos se veían retrasados al intentar eliminar todos los puestos fortificados del enemigo, defendidos por Kampfgruppen (grupos de combate) improvisados. Dos días después, Zhukov ordenó a sus mandos que detuvieran los ataques frontales y se limitaran a dejar atrás los focos de resistencia para penetrar a fondo en la retaguardia alemana.

El 8 de diciembre, un soldado alemán escribía en su diario: «¿Tendremos que salir huyendo? Pues que Dios nos proteja»[32]. Todos sabían lo que eso podía significar en los campos nevados. La retirada a lo largo del frente vendría marcada por una sucesión de aldeas en llamas, incendiadas por los soldados mientras intentaban replegarse avanzando a duras penas en medio de la nieve, que alcanzaba una altura enorme. La ruta estaba plagada de vehículos abandonados por falta de combustible, caballos muertos de agotamiento e incluso heridos dejados atrás en medio de la nieve. Los soldados, hambrientos, cortaban trozos de carne congelada de los lomos de los caballos para comérsela.

Los batallones de esquiadores siberianos surgían de repente de las brumas heladas para hostigar y acosar al enemigo. Con una satisfacción siniestra, se percataban del equipamiento totalmente inadecuado de los enemigos, obligados a protegerse del frío con los mitones y los mantones que arrebataban a las viejas de sus hombros o que obtenían cuando saqueaban las aldeas. «Las heladas fueron excepcionalmente fuertes», escribió Ehrenburg, «pero los siberianos del Ejército Rojo protestaban: “A ver si viene una helada de verdad, que acabe con ellos de una vez”»[33].

Su venganza fue espantosa, después de lo que habían oído contar del trato dispensado por los alemanes a los prisioneros y a la población civil. Prácticamente sin que la Luftwaffe los molestara, los regimientos de cazas y de Shturmovik del Ejército Rojo hostigaban las interminables columnas de tropas en retirada, cuya negra silueta se destacaba sobre la nieve. Grupos de atacantes del Cuerpo de Guardias de Caballería de Belov y Dovator se internaban en la retaguardia, arremetiendo contra los depósitos y las baterías de artillería con los sables desenvainados. Los partisanos asaltaban las líneas de abastecimiento, a veces uniéndose a la caballería. Y Zhukov decidió lanzar en paracaídas al IV Cuerpo Aerotransportado por detrás de las líneas alemanas. Las tropas soviéticas no tuvieron piedad de la infantería alemana, medio congelada e infestada de piojos.

En los hospitales de campaña alemanes había que amputar cada vez más miembros congelados, pues los casos de congelación mal tratados desembocaban en gangrena. Con las temperaturas por debajo de los treinta bajo cero, la sangre de las heridas se congelaba de inmediato, y muchos soldados tenían problemas intestinales como consecuencia de tener que dormir en el suelo helado. Casi todos sufrían de diarrea, problema todavía más desagradable en aquellas circunstancias. Los que no podían moverse por sí solos estaban condenados. «Muchos heridos se pegan un tiro», anotó un soldado en su diario[34].

Además las armas congeladas a menudo no funcionaban. Los tanques tenían que ser abandonados por falta de combustible. Se generalizó entre los soldados el temor a quedar aislados. Cada vez eran más los oficiales y los soldados que lamentaban el trato que habían dispensado a los prisioneros de guerra soviéticos. Sin embargo, a pesar del recuerdo constante del desastre de 1812 y del temor de que la Wehrmacht estuviera maldita, como la Grande Armée de Napoleón, la retirada no degeneró en una desbandada. El ejército alemán, especialmente cuando estaba al borde del desastre, a menudo sorprendía a sus enemigos por la forma en que se defendía. Algunos Kampfgruppen improvisados, formados a punta de pistola por la Feldgendarmerie, que hacía redadas entre los rezagados de las unidades en retirada y capitaneados por determinados oficiales y suboficiales, lograron resistir. Estaban constituidos por una mezcla de soldados de infantería y zapadores, provistos de armas heterogéneas, como piezas de artillería antiaérea o cañones autopropulsados. El 16 de diciembre, un grupo que había logrado atravesar una bolsa de envolvimiento, pudo llegar finalmente hasta las líneas alemanas. «Hay una enorme cantidad de ataques de nervios», señalaba en su diario un hombre. «Nuestro oficial llora»[35].

Al principio Hitler reaccionó con incredulidad ante la noticia de la ofensiva soviética, pues él solo se había convencido de que los informes acerca de los nuevos ejércitos eran un farol. No podía entender de dónde habían salido. Humillado por el giro totalmente inesperado que habían dado los acontecimientos bélicos después de todas las declaraciones de victoria sobre el Untermensch eslavo que se habían hecho últimamente, estaba furioso y desconcertado. Instintivamente, recayó en su creencia visceral de que la voluntad acabaría por triunfar. El hecho de que sus hombres carecieran de ropa adecuada, de municiones, de raciones de comida y de combustible para sus vehículos blindados resultaba casi irrelevante para él. Obsesionado con la retirada de Napoleón en 1812, estaba decidido a desafiar una eventual repetición de la historia. Ordenó a sus tropas que aguantaran aunque no fueran capaces de cavar posiciones defensivas en aquel terreno duro como la piedra.

Con toda la atención de Moscú fija en la gran lucha que estaba desarrollándose al oeste de la capital, la noticia del ataque de los japoneses a Pearl Harbor no causó demasiada sensación. Pero sí que causó un impacto considerable en la ciudad de Kuibyshev, donde habían sido trasladados todos los corresponsales extranjeros (siempre sometidos a la férrea orden de la censura soviética de fechar todos sus artículos en Moscú). Ilya Ehrenburg observaba con humor que «los americanos del Grand Hotel se liaron a golpes con los periodistas japoneses». Para americanos y japoneses, aquello era un insignificante principio[36].