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LA «GRAN ALIANZA»

(JUNIO-DICIEMBRE DE 1941)


Churchill fue célebre por su aluvión de ideas de cómo había que continuar con la guerra. Uno de sus colegas comentaría que el problema radicaba en que no sabía cuáles eran las buenas. Pero Churchill no era solo un verdadero zorro, en el sentido que indicaba Isaiah Berlín. También era un erizo, con una gran idea desde un principio. Sola, Gran Bretaña no tenía nada que hacer frente a la Alemania nazi. El primer ministro era perfectamente consciente de que necesitaba conseguir que los Estados Unidos entraran en guerra, como había pronosticado a su hijo Randolph en mayo de 1940.

Aunque siempre se mostró firme en sus propósitos, Churchill no perdió tiempo a la hora de establecer una alianza con el régimen bolchevique que tanto detestaba. «No me desdiré de nada de lo que he dicho sobre él», declaró en un discurso transmitido por radio el 22 de junio de 1941, tras tener noticia de la invasión de la Unión Soviética por tropas alemanas. «Pero cualquier cosa que dijera pierde valor ante el panorama que ahora se nos presenta». Y más tarde diría a su secretario privado, John Colville, que «si Hitler invadiera el infierno, yo, como poco, haría un comentario favorable acerca del diablo en la Cámara de los Comunes». Con su alocución de aquella tarde, preparada con el embajador estadounidense, John G. Winant, se comprometía a proporcionar a la Unión Soviética «toda la ayuda técnica y económica que nos sea posible»[1]. Sus palabras causaron buena impresión en Gran Bretaña, en los Estados Unidos y en Moscú, aunque Stalin y Molotov siguieran convencidos de que los británicos continuaban ocultando la verdadera naturaleza de la misión de Hess.

Dos días más tarde, Churchill ordenó a Stewart Menzies, jefe de los servicios secretos de inteligencia, que enviara los mensajes descifrados por Ultra al Kremlin. Menzies le advirtió que aquello «sería un gravísimo error»[2]. El Ejército Rojo no disponía de un buen sistema criptográfico, y los alemanes podrían seguir la pista de los códigos con mucha facilidad. Churchill estuvo de acuerdo, pero más tarde se pasaría información secreta procedente de Ultra, debidamente disimulada. Poco después se negoció un acuerdo de cooperación militar entre los dos países, aunque a aquellas alturas el gobierno británico no confiaba en que el Ejército Rojo lograra sobrevivir al ataque de los nazis.

Churchill se sintió aliviado por el desarrollo de los acontecimientos en el Atlántico. El 7 de julio, Roosevelt comunicó al Congreso que fuerzas estadounidenses habían desembarcado en Islandia para reemplazar a las tropas británicas y canadienses. El 26 de julio, los Estados Unidos y Gran Bretaña llevaron a cabo una acción conjunta: la congelación de los activos japoneses, en represalia por la ocupación nipona de la Indochina francesa. Los japoneses querían disponer de unas bases aéreas desde las que poder atacar la carretera de Birmania, a través de la cual se hacían llegar pertrechos y provisiones a las fuerzas nacionalistas chinas. Roosevelt decidió apoyar a los nacionalistas de Chiang Kai-shek, y una fuerza de pilotos americanos mercenarios, los llamados «Tigres Voladores», fue reclutada en los Estados Unidos para encomendarle la defensa de la carretera de Birmania desde Mandalay. Sin embargo, las cosas fueron realmente a peor cuando los Estados Unidos y Gran Bretaña impusieron un duro embargo a Japón, prohibiendo la venta de petróleo y otros productos a este país. Los japoneses se encontraban en aquellos momentos a tiro de piedra de Malaca, Tailandia y los yacimientos petrolíferos de las Indias Orientales Neerlandesas, territorios que parecían que iban a convertirse en el siguiente objetivo de sus ataques. Y no era de extrañar que Australia se sintiera también amenazada.

Ningún pretendiente podría haberse preparado mejor para el cortejo como Churchill en su primera entrevista en tiempos de guerra, a comienzos de agosto, con el presidente norteamericano. Por ambas partes se mantuvo un efectivo secretismo. Churchill y sus acompañantes, muchos de los cuales ignoraban a dónde iban, embarcaron en el acorazado Prince of Wales. El primer ministro llevaba consigo unos urogallos cazados antes de que se levantara la veda con los que pretendía agasajar al presidente, así como unos «huevos de oro» en forma de mensajes descifrados por Ultra para impresionarlo. A Harry Hopkins, amigo y consejero de Roosevelt que viajaba con ellos, lo martilleaba a preguntas, pues quería saber todo lo que pudiera contarle acerca del líder americano. Churchill no tenía un buen recuerdo de su primera entrevista con Roosevelt en 1918, cuando no consiguió causar precisamente muy buena impresión al futuro presidente.

Roosevelt, junto con sus jefes de estado mayor, también había tenido que superar algunos problemas para poder celebrar la entrevista. Con el fin de burlar a la prensa, había zarpado en el yate presidencial, el Potomac, para luego subir a bordo del crucero pesado Augusta, que el 6 de agosto, fuertemente escoltado por varios destructores, puso rumbo a la bahía de Placentia, en la costa de Terranova, lugar elegido para la reunión. Enseguida nació un sentimiento de cordialidad entre los dos líderes, y la celebración de un servicio religioso en la cubierta de popa del Prince of Wales, cuidadosamente escenificada por Churchill, causó un profundo impacto emocional. Sin embargo, Roosevelt, por muy impresionado y encantado que quedara con el primer ministro, seguía distante. Como advertiría uno de sus biógrafos, poseía «un talento especial para tratar a todas sus nuevas amistades como si se conocieran de toda la vida, una capacidad para crear una apariencia de confianza que explotaba inexorablemente»[3]. En interés de la concordia, se evitaron cuestiones controvertidas, sobre todo las relacionadas con el imperialismo británico que tanto desaprobaba Roosevelt. La declaración conjunta firmada por los dos líderes el 12 de agosto, la Carta del Atlántico, prometía la autodeterminación a un mundo liberado, con la excepción implícita del mundo sometido al Imperio Británico y, evidentemente, de la Unión Soviética.

Durante varios días las conversaciones abordaron distintos y múltiples temas, desde el peligro de que España se uniera al bando del Eje, hasta la amenaza que suponían las ambiciones de Japón en el Pacífico. Para Churchill, los frutos más importantes de aquella entrevista fueron que los norteamericanos aceptaban proporcionar convoyes de escolta al oeste de Islandia y bombarderos a Gran Bretaña y que garantizaban toda la ayuda posible a la Unión Soviética para que pudiera continuar la guerra. Sin embargo, en los Estados Unidos Roosevelt debía enfrentarse a una oposición generalizada a cualquier movimiento que implicara entrar en guerra con la Alemania nazi. Mientras regresaba de Terranova, se enteró de que la Cámara de Representantes había aprobado la Ley del Servicio Selectivo, que inauguraba el primer reclutamiento forzoso en tiempos de paz, por solo un voto.

Los aislacionistas americanos se negaban a reconocer que, con la invasión de la Unión Soviética por parte de los nazis, la guerra estaba condenada a extenderse más allá de los límites de Europa. El 25 de agosto, desde Irak, tropas del Ejército Rojo y fuerzas británicas invadieron un país neutral, Irán, para asegurarse su petróleo y una vía de abastecimiento que fuera del golfo Pérsico al Cáucaso y a Kazajstán. Durante el verano de 1941, en Gran Bretaña aumentaron los temores de que Japón atacara sus colonias. Siguiendo los consejos de Roosevelt, Churchill canceló un ataque planeado por la Dirección de Operaciones Especiales (SOE por sus siglas en inglés) contra un mercante japonés, el Asaka Maru, que estaba cargando en Europa los pertrechos y provisiones necesarios para mantener activa la máquina de guerra nipona. Gran Bretaña no podía aventurarse sola a entrar en guerra en el Pacífico con Japón. Su principal prioridad debía ser asegurar su posición en el norte de África y en el Mediterráneo. Hasta que los Estados Unidos no entraran en guerra, Churchill y sus jefes de estado mayor tendrían que limitarse a garantizar la supervivencia de su país, creando una fuerza aérea de bombarderos con la que atacar Alemania y ayudando a los soviéticos a combatir a las tropas nazis.

Para Stalin, una campaña de intensos bombardeos contra Alemania era una de las principales ayudas que esperaba recibir de los Aliados, pues en el verano de 1941 la Wehrmacht causaba unas pérdidas devastadoras al Ejército Rojo. También pedía que se invadiera lo antes posible el norte de Francia para aliviar el frente oriental. En una reunión celebrada con sir Stafford Cripps cinco días después de que los alemanes comenzaran la campaña de Rusia, Molotov intentó que el embajador británico especificara claramente la magnitud de la ayuda que Churchill estaba dispuesto a proporcionar. Pero Cripps no estaba en condiciones de concretar nada. Al cabo de dos días, el ministro de exteriores soviético volvió a presionar al embajador británico, instándole a que le diera una respuesta, después de que se hubieran reunido en Londres el ministro de abastos de Churchill, lord Beaverbrook, y el embajador soviético en Inglaterra, Ivan Maisky. Por lo visto, Beaverbrook, sin consultarlo con los jefes del estado mayor británico, había hablado con Maisky sobre la posibilidad de invadir Francia. A partir de aquel momento, uno de los principales objetivos de la política exterior soviética sería conseguir de los británicos una promesa en firme en ese sentido. Los rusos sospechaban, no sin razón, que los británicos se mostraban reticentes porque creían que la Unión Soviética no sería capaz de resistir «más de cinco o seis semanas»[4].

Un error de cálculo más grave por parte de los soviéticos envenenó las relaciones de los dos países hasta comienzos de 1944. Stalin, midiendo a los Aliados por su propio rasero, esperaba que lanzaran una operación a través del Canal de la Mancha, fuera cuales fueran las pérdidas y las dificultades. La reticencia de Churchill a comprometerse a llevar a cabo una invasión del noroeste de Europa suscitaba en el líder soviético la sospecha de que Gran Bretaña pretendía que el Ejército Rojo cargara con el peso de la guerra. Había, por supuesto, mucho de cierto en ello, así como mucha hipocresía por parte de los rusos, pues el propio Stalin había abrigado la esperanza de que los capitalistas occidentales y los alemanes nazis se enzarzaran en una lucha a muerte en 1940. Sin embargo, el dictador soviético no supo entender en absoluto las presiones a las que se veían sometidos los gobiernos democráticos. Creía erróneamente que Churchill y Roosevelt tenían un poder absoluto en sus respectivos países. El hecho de que hubieran de rendir cuentas de sus actos a la Cámara de los Comunes o al Congreso, o que prestaran atención a la prensa, era, en su opinión, una excusa patética. Para él era inconcebible que Churchill pudiera verse realmente obligado a dimitir si ponía en marcha una operación que acabara saldándose con un número espectacular de bajas.

Después de pasarse décadas leyendo de manera obsesiva, Stalin tampoco logró entender ni siquiera la esencia de la estrategia tradicional británica de guerra periférica, de la que ya hemos hablado. Gran Bretaña no era una potencia continental. Seguía confiando en su poderío naval y en coaliciones para mantener un equilibrio de poder en Europa. Con la notable excepción de la Primera Guerra Mundial, trataba de evitar su participación en una gran confrontación por tierra hasta que ya se vislumbrara el final de la guerra. Churchill tenía la firme determinación de seguir este modelo, aunque sus aliados estadounidenses y soviéticos fueran partidarios de la doctrina diametralmente opuesta de afrontar un enfrentamiento masivo y rotundo lo antes posible.

El 28 de julio, dos semanas después de la firma del acuerdo anglo-soviético, Harry Hopkins llegó a Moscú en misión de reconocimiento, siguiendo instrucciones de Roosevelt. Tenía que averiguar qué necesitaba la Unión Soviética para continuar la guerra, tanto a corto como a largo plazo. Las autoridades soviéticas enseguida le dedicaron toda su atención. Hopkins puso en tela de juicio los informes siempre pesimistas del agregado militar norteamericano en Moscú, que consideraba que el Ejército Rojo no tardaría en caer. Pronto se convenció de que la Unión Soviética iba a ser capaz de resistir.

La decisión de Roosevelt de ayudar a la Unión Soviética no solo fue un acto de autenticidad, sino también de generosidad. El programa de préstamo y arriendo a los soviéticos tardó en ponerse en marcha, para exasperación del presidente norteamericano, pero su envergadura sería un factor decisivo en la victoria final de la URSS (un hecho que aún hoy día muchos historiadores rusos se niegan a reconocer). Aparte de acero de primera calidad, de cañones antiaéreos, de aviones y de cantidades ingentes de alimentos que sirvieron para salvar al pueblo ruso de la hambruna en el invierno de 1942-1943, la mayor aportación norteamericana fue dotar de movilidad al Ejército Rojo. Sus espectaculares avances de los siguientes años fueron posibles gracias exclusivamente a los jeeps y camiones estadounidenses.

En cambio, la retórica de Churchill prometiendo ayuda nunca se tradujo en hechos, en gran medida debido a la precariedad económica de Gran Bretaña y a la obligación de cubrir sus necesidades más básicas. Buena parte del material proporcionado era obsoleto o poco apropiado. Los abrigos del ejército británico resultaban inútiles en el invierno ruso, las tachuelas y los revestimientos de hierro de sus botas propiciaban la congelación de los pies, los tanques Matilda eran claramente inferiores a los T-34 soviéticos, y los pilotos del Ejército Rojo se mostraban muy críticos con el rendimiento de los Hurricane de segunda mano recibidos y preguntaban por qué no habían enviado en su lugar aviones Spitfire.

La primera conferencia importante celebrada entre los Aliados occidentales y la Unión Soviética tuvo lugar en Moscú a finales de septiembre, poco después de que lord Beaverbrook y Averell Harriman, en representación de Roosevelt, llegaran a Arkángel a bordo del crucero Lincoln. Stalin los recibió en el Kremlin, e inmediatamente comenzó a enumerar todo el equipamiento militar y los vehículos que necesitaba la Unión Soviética. «El país que pueda producir más motores será el que al final se alce con la victoria», dijo[5]. Luego sugirió a Beaverbrook que Gran Bretaña también tendría que enviar tropas para ayudar en la defensa de Ucrania, propuesta que evidentemente dejó desconcertado al amigo y compinche de Churchill.

Stalin, incapaz de olvidarse por un momento del asunto de Hess, comenzó a formular preguntas a Beaverbrook acerca del ayudante de Hitler y de lo que este había dicho tras llegar a Inglaterra. El líder soviético volvió a sorprender a sus invitados cuando sugirió que debían hablar sobre los acuerdos de posguerra. Quería que se reconocieran las fronteras soviéticas de 1941, que incluían los estados bálticos, Polonia oriental y Besarabia en la URSS. Beaverbrook no quiso abordar un tema del que era muy prematuro hablar, sobre todo en un momento como aquel en el que los ejércitos alemanes se encontraban a menos de cien kilómetros del lugar en el que estaban sentados en el Kremlin. Aunque no lo sabía, lo cierto es que el día anterior el II Ejército Acorazado de Guderian había comenzado la primera fase de la Operación Tifón contra Moscú.

Los diplomáticos británicos estaban exasperados e indignados por las constantes pullas de Stalin, que no paraba de decir que su país «se negaba a poner en marcha operaciones militares activas contra la Alemania hitleriana», mientras tropas británicas y de la Commonwealth luchaban con arrojo en el norte de África. Pero a ojos de los soviéticos, con la amenaza que suponían los tres grupos de ejército alemanes que se habían adentrado en su territorio, los combates en los alrededores de Tobruk y la frontera libia eran simples escaramuzas.

Poco después de que Alemania se lanzara a la invasión de la Unión Soviética, Rommel comenzó a planear un nuevo ataque contra el puerto sitiado de Tobruk, convertido en pieza fundamental de la guerra en el norte de África. Lo necesitaba para abastecer a sus tropas y eliminar cualquier amenaza en su retaguardia. Tobruk estaba en manos de la 70.ª División británica, que contaba con el refuerzo de una brigada polaca y un batallón checo.

Durante el verano, con su brillante reflejo propio de los espejismos bajo un cielo abrasador, había comenzado en el desierto una especie de guerra de broma, con apenas unos cuantos enfrentamientos aislados a lo largo de las alambradas de la frontera libia. Las patrullas de reconocimiento británicas y alemanas charlaban por radio unas con otras, en cierta ocasión lamentando la llegada de un nuevo oficial alemán que había obligado a sus hombres a abrir fuego después de que se hubiera acordado tácitamente no disparar. Para los soldados de infantería de uno y otro bando la vida resultaba menos entretenida en aquellas condiciones, pues disponían solo de un litro de agua al día para beber y asearse. En sus trincheras tenían que aprender a convivir con escorpiones, pulgas y las agresivas moscas del desierto que cubrían todos los alimentos y todas las partes desnudas del cuerpo. La disentería se convirtió en un grave problema, especialmente en el bando alemán. Pero incluso los defensores de Tobruk andaban escasos de agua después de que los Stuka enemigos hubieran destruido la planta desalinizadora. La propia ciudad estaba en ruinas tras sufrir intensos bombardeos, y el puerto medio lleno de barcos hundidos. Solo la determinación y el arrojo de la Marina Real mantenían a las fuerzas aliadas abastecidas. Los hombres de la brigada australiana se ponían a cambiar su botín de guerra por cerveza con los suboficiales navales en cuanto llegaba un barco.

Rommel tenía un problema mucho más grave para abastecer a sus tropas a través del Mediterráneo. Entre enero y finales de agosto de 1941, los británicos habían hundido cincuenta y dos barcos de las fuerzas del Eje, y dañado otros treinta y ocho[6]. En septiembre, el submarino Upholder de la Marina Real echó a pique dos grandes naves de pasajeros que transportaban soldados de refuerzo. (Los veteranos del Afrika Korps comenzaron a llamar el Mediterráneo «la piscina alemana».)[7] Fue entonces cuando se hizo evidente que la decisión de las fuerzas del Eje de posponer la conquista de Malta en 1940 había sido un verdadero error. Ese mismo año, unos meses antes, la Kriegsmarine había recibido especialmente con consternación la noticia de que Hitler insistía en que las fuerzas aerotransportadas fueran utilizadas para lanzar un ataque contra Creta en lugar de Malta, pues el Führer temía que los aliados pudieran realizar incursiones aéreas contra los yacimientos petrolíferos de Ploesti. Desde entonces, la estrategia de bombardear constantemente los aeródromos de Malta y el Gran Puerto de La Valeta, en vez de invadir directamente la isla, había resultado muy poco efectiva.

La interceptación de los sistemas de codificación de la Armada italiana supuso para los británicos grandes recompensas. El 9 de noviembre, la Fuerza K, que se dirigía a Malta con dos destructores y los cruceros ligeros Aurora y Penelope, avistó un convoy cuyo destino era Trípoli. Aunque dicho convoy iba escoltado por dos cruceros pesados y diez destructores, los navíos británicos se lanzaron contra él por la noche con la ayuda de los radares. En menos de treinta minutos, los tres buques de guerra de la Marina Real echaron a pique los siete mercantes y un destructor sin sufrir daño alguno. Los altos mandos de la Kriegsmarine quedaron lívidos cuando se enteraron de lo ocurrido y amenazaron con asumir el control de las operaciones navales italianas. El Afrika Korps adoptaría una postura paternalista similar ante sus aliados. «A los italianos hay que tratarlos como a niños», decía en una carta a los suyos un teniente de la 15.ª División Panzer. «No son buenos soldados, pero son los mejores camaradas. Puedes conseguir de ellos todo lo que quieras»[8].

Tras los numerosos aplazamientos del envío de unas provisiones largamente esperadas, pero que nunca llegarían, Rommel fijó el ataque contra Tobruk para el 21 de noviembre. Aunque no daba crédito a los informes italianos que hablaban de que los británicos estaban a punto de lanzar una gran ofensiva, decidió dejar la 21.ª División Panzer a medio camino entre Tobruk y Bardia por si ocurría algo. Este hecho probablemente lo dejara sin los efectivos necesarios para atacar con éxito la ciudad de Tobruk. En cualquier caso, el 18 de noviembre, tres días antes de la fecha prevista por Rommel para asaltar el importante puerto, la formación recientemente bautizada como VIII Ejército británico, a las órdenes del teniente general sir Alan Cunningham, cruzó la frontera libia, poniendo en marcha la Operación Crusader. Tras avanzar de noche bajo el estricto silencio de las radios, y permanecer oculto durante el día bajo las tormentas de arena y las tormentas eléctricas, el VIII Ejército consiguió coger al enemigo por sorpresa.

En aquellos momentos el Afrika Korps estaba compuesto por la 15.ª y la 21.ª División Panzer y otra formación combinada que más tarde recibiría el nombre de 90.ª División Ligera y que incluía un regimiento de infantería, cuyos efectivos eran principalmente veteranos alemanes de la Legión Extranjera francesa. Sin embargo, debido a la mala alimentación y a las enfermedades, al Afrika Korps, un ejército formado en principio por cuarenta y cinco mil efectivos, le faltaba once mil hombres en sus unidades de vanguardia. La desastrosa gestión de sus suministros afectaba también a sus divisiones acorazadas que, con doscientos cuarenta y nueve carros, necesitaban urgentemente la llegada de reemplazos. Los italianos tenían desplegadas en la zona la División Acorazada Ariete y tres divisiones semimotorizadas.

Los británicos, por su parte, estaban, por una vez, bien pertrechados, con sus trescientos carros de combate Cruiser y sus trescientos tanques ligeros americanos Stuart, a los que llamaban «Honey», y con sus más de cien carros blindados Matilda y Valentine. La Desert Air Force, o Fuerza Aérea del Desierto (DAF por sus siglas en inglés), contaba con quinientos cincuenta aviones utilizables para enfrentarse a la Luftwaffe, que solo disponía de setenta y seis aparatos. Ante una superioridad tan abrumadora, Churchill confiaba en alzarse con una victoria largamente anhelada, sobre todo porque necesitaba urgentemente un éxito con el que calmar a Stalin. Sin embargo, aunque los británicos estaban por fin bien pertrechados, sus armas eran decididamente inferiores a las de los alemanes. Los nuevos Stuart y los tanques Cruiser, con sus cañones de 40 mm, no tenían nada que hacer ante los cañones alemanes de 88 mm, «el largo brazo» del Afrika Korps, capaces de dejarlos completamente inutilizados antes incluso de formar para responder al fuego. Solo el cañón de campaña de 87,6 mm británico conseguía unos resultados espectaculares, y los comandantes habían aprendido por fin a utilizarlo en terrenos despejados para repeler el ataque de los tanques alemanes. Las fuerzas nazis lo llamaban «Ratsch-Bum».

El plan de los británicos consistía en concentrar el XXX Cuerpo, con el grueso de los vehículos blindados, para atacar por el noroeste desde la frontera libia. Con estas fuerzas se pretendía derrotar a las divisiones panzer alemanas para luego avanzar hacia Tobruk y liberar la ciudad del asedio. La 7.ª Brigada Acorazada debía ser la punta de lanza de la 7.ª División Acorazada en su avance hacia Sidi Rezegh, localidad situada en una escarpa, al sureste del perímetro defensivo de Tobruk. Por la derecha, el XIII Cuerpo debía encargarse de las posiciones alemanas que se encontraban cerca de la costa, en la zona del paso de Halfaya y Sollum. En principio, se suponía que el VIII Ejército iba a aguardar a que Rommel comenzara su ataque a Tobruk, pero Churchill se negó a autorizar al general Auchinleck a esperar más tiempo.

La 7.ª Brigada Acorazada llegó a Sidi Rezegh, ocupó el aeródromo y capturó diecinueve aviones antes de que los alemanes pudieran reaccionar. Pero a su izquierda, la 22.ª Brigada Acorazada fue atacada por sorpresa por la División Ariete, y a su derecha, la 4.ª Brigada Acorazada dio de bruces con efectivos de la 15.ª y la 21.ª División Panzer, que avanzaban hacia el sur desde la Vía Balbia, la carretera de la costa. Afortunadamente para los británicos, los alemanes andaban escasos de combustible, cuyo consumo era enorme en un terreno como aquel. Un oficial neozelandés describiría el desierto de Libia como «una gran llanura pelada y desnuda, salpicada de arbustos espinosos, con hectáreas de estériles pedregales, franjas de blanda arena y retorcidos uadis de escasa profundidad»[9]. También parecía cada vez más un vertedero de basura militar, lleno de latas de comida, bidones de gasolina vacíos y restos de vehículos incendiados.

El 21 de noviembre, el general Cunningham, llevado por un exceso de optimismo, decidió romper el cerco de Tobruk, aunque no hubiera comenzado la destrucción de la fuerza panzer alemana. Su audacia tuvo gravísimas consecuencias, tanto para los sitiados como para la 7.ª Brigada Acorazada, uno de cuyos regimientos perdió tres cuartas partes de sus tanques a manos de un batallón de reconocimiento alemán perfectamente pertrechado de cañones de 88 mm. La 7.ª Brigada Acorazada no tardaría en ver amenazada su retaguardia por las dos formaciones panzer, que al final, al caer la noche, dejaron reducido a veintiocho el número de sus carros de combate.

Despreciando las pérdidas sufridas, Cunningham pasó a la siguiente fase de la operación, ordenando el avance del XIII Cuerpo hacia el norte, para que se colocara tras las posiciones italianas que salpicaban la frontera. La acción fue puesta en marcha con gran determinación por la División de Nueva Zelanda del general Freyberg, y contó con el apoyo de una brigada de tanques Matilda. Cunningham también dispuso que se volviera a intentar romper el cerco de Tobruk. Pero la 7.ª Brigada Acorazada, atacada por los dos flancos en Sidi Rezegh, apenas contaba en aquellos momentos con diez tanques. Y la 22.ª Brigada Acorazada, que había llegado en su ayuda, disponía solo de treinta y cuatro carros de combate. Así pues, estas dos formaciones se vieron obligadas a retirarse hacia el sur hasta alcanzar la posición defensiva de la 5.ª Brigada Sudafricana. Rommel quería aplastarlas con sus divisiones panzer por un lado y la División Ariete por otro.

El 23 de noviembre, que por ser el último domingo antes de Adviento los alemanes celebraban su día de difuntos, o Totensonntag, comenzó al sur de Sidi Rezegh una batalla de envolvimiento contra la 5.ª Brigada Sudafricana y los restos de las dos brigadas acorazadas británicas. Fue una victoria pírrica para los alemanes. La formación sudafricana quedó prácticamente aniquilada, pero no sin antes conseguir, con el apoyo de la 7.ª Brigada Acorazada, que los agresores pagaran un elevadísimo precio por aquella acción. Los alemanes perdieron setenta y dos tanques, que serían difíciles de sustituir, y a un gran número de oficiales y suboficiales. En el este, La 7.ª División India y los neozelandeses también libraron varias batallas que resultaron provechosas, pues estos últimos lograron capturar parte del estado mayor del Afrika Korps.

Como los británicos habían perdido tantísimos tanques, Cunningham quiso que sus fuerzas se replegaran, pero Auchinleck lo desautorizó. Le dijo a Cunningham que continuara la operación al precio que fuera. Fue una decisión valiente y acertada, como quedaría demostrado por el desarrollo de los acontecimientos. A la mañana siguiente, Rommel, ansioso por ver completada la destrucción de la 7.ª División Acorazada y obligar al enemigo a emprender una retirada general, se dejó llevar por el afán de la victoria. En persona, condujo a la carrera a su 21.ª División Panzer hasta la frontera, pensando que iba a poder rodear a casi todos los efectivos del VIII Ejército. Pero su decisión provocó un verdadero caos, con órdenes contradictorias y comunicaciones deficientes. En el camino, su vehículo de mando sufrió una avería, y Rommel se encontró sin contacto por radio y atrapado en el lado egipcio de la espesa alambrada que recorría la línea fronteriza. Su insistencia en colocarse a la cabeza de las tropas creó importantes problemas en aquella batalla tan compleja.

El 26 de noviembre, Rommel recibió del cuartel general del Afrika Korps la noticia de que la División de Nueva Zelanda, con el apoyo de otra brigada acorazada de tanques Valentine, había recuperado el aeródromo de Sidi Rezegh en su avance hacia Tobruk. La 4.ª Brigada neozelandesa también había capturado el de Kambut, lo que significaba que la Luftwaffe se había quedado sin bases aéreas avanzadas. Ese mismo día, un poco más tarde, la guarnición de Tobruk conseguía unirse a las fuerzas de Freyberg.

El precipitado avance de Rommel hacia la frontera había sido una grave equivocación. Sus hombres se hallaban exhaustos, y la 7.ª División Acorazada estaba rearmándose con la mayoría de los doscientos tanques de reserva. Y el 27 de noviembre, cuando las tropas alemanas regresaban de su inútil asalto, tuvieron que soportar los constantes ataques de los cazas Hurricane de la Fuerza Aérea del Desierto, que en aquellos momentos gozaba de superioridad en el cielo.

Auchinleck decidió relevar a Cunningham, pues consideraba que carecía de la suficiente agresividad, y quien, en cualquier caso, estaba ya al borde de una crisis nerviosa. Lo sustituyó por el general de división Neil Ritchie. Ritchie reanudó el ataque por el oeste, aprovechándose de la escasez de provisiones de Rommel. Los italianos habían advertido una vez más a Rommel que solo podía contar con la llegada de las municiones, las raciones de comida y el combustible estrictamente necesarios. Y, sin embargo, la Armada italiana volvió a confiar en sus posibilidades cuando consiguió transportar más provisiones y pertrechos de los previstos hasta Bengasi. Se recurrió a los submarinos italianos para llevar a Darna las municiones que se necesitaban con tanta urgencia, y el crucero ligero Cadorna fue transformado en un buque cisterna. La Kriegsmarine se vio de repente gratamente sorprendida por los esfuerzos de su aliado.

El 2 de diciembre de 1941, Hitler dio instrucciones para que inmediatamente se procediera al traslado de la II Ala Aérea, que debía abandonar el frente oriental para dirigirse a Sicilia y el norte de África. Estaba firmemente decidido a apoyar a Rommel, y quedó horrorizado al conocer la crítica situación de los suministros por culpa de los ataques británicos contra los convoyes de las fuerzas del Eje. Ordenó al almirante Raeder que enviara veinticuatro submarinos al Mediterráneo. Raeder comentaría en tono de queja que «el Führer está dispuesto a abandonar prácticamente la guerra de los submarinos en el Atlántico para solucionar los problemas que nos acosan en el Mediterráneo»[10]. Hitler hizo caso omiso de los argumentos de Raeder cuando este le expuso que la mayoría de los barcos de transporte de las fuerzas del Eje estaban siendo hundidos por la aviación y los submarinos aliados, por lo que los Unterseeboote no eran la mejor arma para proteger los convoyes de Rommel. Sin embargo, al final, los sumergibles alemanes conseguirían infligir graves daños a la Marina Real. En noviembre hundieron en aguas del Mediterráneo el portaaviones británico Ark Royal, y poco después un acorazado, el Barham. Se produjeron más incidentes, y la noche del 18 de diciembre un grupo de buzos italianos, capitaneado por el príncipe Borghese, penetró en el puerto de Alejandría para echar a pique dos acorazados británicos, el Queen Elizabeth y el Valiant, y un buque cisterna noruego. El almirante Cunningham se quedó sin grandes barcos de guerra —los llamados «buques capitales»— en el Mediterráneo. Este episodio no habría podido producirse en un momento peor, pues tuvo lugar ocho días después de que la aviación japonesa hundiera el acorazado Prince of Wales y el crucero de batalla Repulse frente a las costas de Malaca.

A pesar de la mejora experimentada por las fuerzas del Eje en el Mediterráneo, la solicitud formulada por Rommel el 6 de diciembre, pidiendo nuevos vehículos y armamento y el envío de tropas de refuerzo, estaba condenada a ser rechazada por el OKW y el OKH en un momento tan crítico como aquel para el frente oriental. El 8 de diciembre, Rommel levantó el sitio de Tobruk y empezó la retirada a la línea de Gazala, situada a más de sesenta kilómetros al oeste. Luego, durante el resto del mes de diciembre y los primeros días de enero, abandonó Cirenaica y se replegó a la línea desde la que había empezado su acción el año anterior.

Los británicos celebraron el triunfo de la Operación Crusader, pero fue un éxito temporal, debido principalmente a la superioridad de sus fuerzas, y no desde luego a la superioridad de su táctica. Su principal error había sido no mantener unidas las brigadas acorazadas. Habían perdido más de ochocientos tanques y trescientos aviones. Y cuando el VIII Ejército llegó a la frontera de Tripolitania, un año después de su victoria sobre los italianos, ya estaba muy debilitado, con unas líneas de abastecimiento excesivamente largas. En los vaivenes de la campaña del norte de África, y ante las demandas urgentes que llegaban de Extremo Oriente, las fuerzas del imperio británico eran vulnerables y podían sufrir una nueva derrota en 1942.

Antes incluso de que comenzara la guerra en Extremo Oriente, el gobierno británico consideraba que ya tenía muchos frentes abiertos. Luego, el 9 de diciembre, Stalin presionó a Gran Bretaña para que declarara la guerra a Finlandia, a Hungría y a Rumania, pues eran países aliados de Alemania en el frente oriental. Pero el afán de Stalin por lograr que sus nuevos aliados occidentales accedieran a respetar sus exigencias fronterizas una vez acabada la guerra, antes incluso de que hubiera comenzado la batalla por Moscú, puede considerarse en parte un intento por ocultar una contradicción vergonzosa. En las prisiones y los campos de trabajo soviéticos seguía habiendo más de doscientos mil soldados polacos capturados durante la operación conjunta llevada a cabo por el dictador soviético con la Alemania nazi. En aquellos momentos los polacos eran aliados, y su gobierno en el exilio estaba reconocido por Washington y Londres. Con firmeza y determinación, los representantes del general Sikorski, respaldados por el gobierno de Churchill, lograron convencer al reticente régimen soviético de que el NKVD debía liberar a sus prisioneros de guerra polacos para crear con ellos un nuevo ejército.

A pesar de los constantes obstáculos que siguieron poniendo los oficiales soviéticos, los polacos recién liberados empezaron a unirse para formar unidades armadas a las órdenes del general Wladyslaw Anders, que había pasado los últimos veinte meses encerrado en la Gran Lubyanka. A comienzos de diciembre, se pasó revista al ejército de Anders cerca de Saratov, ciudad situada a orillas del Volga. Fue un acontecimiento lleno de situaciones irónicas, y marcado por el resentimiento, como atestigua el escritor Ilya Ehrenburg. El general Sikorski llegó acompañado de Andrei Vyshinsky. El famoso fiscal general en las farsas judiciales del Gran Terror había sido elegido por sus orígenes polacos. «Alzando su copa, brindó con Sikorski, sin dejar de sonreír con afecto», cuenta Ehrenburg. «Entre los polacos había muchos hombres con la mirada seria, llena de resentimiento por lo que habían pasado; algunos de ellos no pudieron reprimirse y admitieron que nos odiaban… Sikorski y Vyshinsky se llamaban “aliados” el uno al otro, pero detrás de sus cordiales palabras podía percibirse claramente un sentimiento de hostilidad»[11]. El odio y la desconfianza de Stalin hacia los polacos no habían cambiado salvo en apariencia, como demostraría el curso de los acontecimientos.