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ÁFRICA Y EL ATLÁNTICO

(FEBRERO-JUNIO DE 1941)


El desvío de las fuerzas de Wavell a Grecia en la primavera de 1941 no pudo llegar en peor momento. Era otro ejemplo de la típica manía británica de desplegar recursos insuficientes en demasiadas direcciones distintas a la vez. Los ingleses, y sobre todo Churchill, parecían incapaces por su propio carácter de ponerse a la altura del ejército alemán y su talento para definir despiadadamente cuáles eran sus prioridades.

La oportunidad que tuvieron los británicos de ganar la guerra en el Norte de África en 1941 se perdió tan pronto como sus fuerzas fueron retiradas para ser trasladadas a Grecia y en cuanto Rommel desembarcó en Trípoli con algunos elementos destacados del Afrika Korps. La elección de Rommel por parte de Hitler no fue muy bien acogida por los oficiales de mayor rango del OKH. Ellos habrían preferido con mucho al Generalmajor barón Hans von Funck, a quien se había encomendado la misión de informar sobre la situación en Libia. Pero Hitler detestaba a Funck, sobre todo porque había sido íntimo amigo del Generaloberst barón Werner von Fritsch, al cual había destituido como jefe del ejército en 1938[1].

El hecho de que Rommel no fuera aristócrata era muy del agrado del Führer. Rommel hablaba con un marcado acento suabo y era una especie de aventurero. Sus superiores del ejército y muchos contemporáneos suyos lo consideraban un hombre arrogante ansioso de publicidad. También desconfiaban de su forma de explotar la admiración que sentían por él Hitler y Goebbels para saltarse a la torera la cadena de mando. El aislamiento de la campaña de África, como no tardaría en comprobar el propio Rommel, le ofrecía una ocasión perfecta para hacer caso omiso a las órdenes del OKH. Además, Rommel no se hizo demasiado popular al sostener que, en vez de invadir Grecia, lo que debería haber hecho Alemania era trasladar esas fuerzas al Norte de África con el fin de apoderarse de Oriente Medio y su petróleo.

Tras cambiar varias veces de opinión sobre la importancia de Libia y la necesidad de enviar tropas al Norte de África, Hitler consideraba ahora que era fundamental impedir la caída del régimen de Mussolini. Temía además que los británicos entraran en contacto con la zona francesa del Norte de África y que el ejército de Vichy, influido por el general Maxime Weygand, se uniera a los británicos. Incluso después de la desastrosa expedición a Dakar en septiembre del año anterior, cuando las fuerzas de la Francia Libre y una escuadra de la armada británica fueron repelidas por las tropas leales a Vichy, Hitler siguió sobrevalorando la influencia que tenía en ese momento el general Charles de Gaulle.

Cuando Rommel desembarcó en Trípoli el 12 de febrero de 1941, iba acompañado por el asistente militar en jefe de Hitler, el coronel Rudolf Schmundt. Este último vio aumentada notablemente su autoridad sobre los oficiales italianos y alemanes de mayor rango. El día antes, los dos hombres habían quedado sorprendidos cuando el comandante del X Fliegerkorps en Sicilia les dijo que los generales italianos le habían suplicado que no bombardeara Bengasi, pues muchos de ellos tenían bienes allí. Rommel pidió a Schmundt que telefoneara inmediatamente a Hitler. Pocas horas después, los bombarderos alemanes habían despegado con destino a Bengasi[2].

Rommel fue informado de la situación en Tripolitania por un oficial de enlace alemán. Los italianos en retirada habían arrojado en su mayoría las armas y habían requisado camiones para escapar. El general Italo Gariboldi, el sucesor de Graziani, se negó a mantener una línea adelantada que hiciera frente a los británicos, en aquellos momentos en El Agheila. Rommel decidió coger el toro por los cuernos. Fueron enviadas por delante dos divisiones italianas, y el 15 de febrero ordenó que desembarcaran los primeros destacamentos alemanes, una unidad de reconocimiento y un batallón de cañones de asalto que debía seguirlo. Los vehículos todoterreno Kübelwagen fueron camuflados como tanques en un intento de asustar a los británicos y convencerlos de que no debían seguir adelante.

A finales de mes, la llegada de más unidades de la 5.ª División Ligera animó a Rommel a lanzar las primeras escaramuzas contra los británicos. Solo a finales de marzo, cuando Rommel tenía ya veinticinco mil soldados alemanes en suelo africano, se consideró listo para emprender el avance. Durante las seis semanas siguientes, recibiría el resto de la 5.ª División Ligera y también a la 15.ª División Panzer, pero el frente estaba a setecientos kilómetros de Trípoli. Rommel se enfrentaba a un problema logístico gigantesco, del cual intentó no hacer caso. Cuando las cosas se pusieran feas, culparía instintivamente a la envidia que reinaba en la Wehrmacht de privarle de los pertrechos necesarios. De hecho, las dificultades solían aparecer cuando los transportes eran hundidos en el mar de Libia por la RAF y la Marina Real británica.

Rommel tampoco supo darse cuenta de que los preparativos para la Operación Barbarroja hacían que la campaña del Norte de África fuera adquiriendo los tintes de una acción de importancia secundaria. Surgieron nuevos problemas debido a la dependencia de los italianos. Su ejército adolecía tradicionalmente de escasez de medios de transporte motorizados. Su combustible era de tan poca calidad que a menudo resultaba inadecuado para los motores alemanes, y las raciones de comida del ejército italiano eran notoriamente malas. Consistían habitualmente en latas de carne que llevaban el sello AM (Amministrazione Militare). Los soldados italianos decían que dichas iniciales significaban «Arabo Morte», («Árabe Muerto»), mientras que sus colegas alemanes las apodaban «Alter Mann», («Viejo») o «Arsch Mussolini», («Culo de Mussolini»)[3].

Rommel tuvo suerte de que la Fuerza del Desierto Occidental fuera en esos momentos tan débil. La 7.ª División Acorazada había sido retirada a El Cairo para recomponerse, siendo sustituida por la 2.ª División Acorazada, muy reducida y mal preparada, mientras que la 9.ª División Australiana, recién llegada, había reemplazado a la 6.ª División Australiana, que había sido enviada a Grecia. No obstante, las peticiones de refuerzos cursadas por Rommel para avanzar hacia Egipto fueron rechazadas. Le dijeron que ese mismo invierno, en cuanto fuera derrotada la Unión Soviética, le enviarían un cuerpo Panzer. Hasta entonces no debía llevar a cabo ningún intento de ofensiva a gran escala.

Rommel no tardó en ignorar sus órdenes. Para mayor escándalo del general Gariboldi, empezó a hacer avanzar a la 5.ª División Ligera por Cirenaica aprovechando la debilidad de las fuerzas aliadas. Uno de los mayores errores de Wavell fue sustituir a O’Connor por el inexperto teniente general Philip Neame. Wavell además infravaloró la determinación de Rommel de proseguir directamente con el avance. La temperatura a mediodía en el desierto había alcanzado ya los cincuenta grados centígrados. Los soldados que llevaban cascos de acero sufrían dolores de cabeza insoportables, debido en gran parte a la deshidratación.

El 3 de abril, Rommel decidió obligar a salir a las fuerzas enemigas de la bolsa de Cirenaica. Mientras los italianos de la División Brescia eran enviados a conquistar Bengasi, que Neame evacuó deprisa y corriendo, Rommel ordenó a la 5.ª División Ligera que cortara la carretera de la costa a pocos kilómetros de Tobruk. El desastre pilló desprevenidas a las fuerzas aliadas, y la propia Tobruk quedó aislada. La 2.ª División Acorazada, ya de por sí débil, perdió todos sus tanques en el curso de la retirada debido a las averías y a la falta de combustible. El 8 de abril su comandante, el general Gambier Parry, y los miembros de su cuartel general fueron hechos prisioneros en Mechili junto con la mayor parte de la 3.ª Brigada Motorizada India. Ese mismo día, el general Neame, acompañado del general O’Connor que se había desplazado para asesorarle, fue capturado cuando el conductor de su coche se equivocó de carretera.

Los alemanes se alegraron muchísimo al ver la cantidad de reservas que encontraron en Mechili. Rommel seleccionó un par de gafas de conductor de tanque de fabricación británica, que se puso encima de su gorra y que constituirían en adelante una especie de marca personal. Decidió tomar Tobruk, tras convencerse de que los británicos estaban preparándose para abandonarla, pero no tardaría en descubrir que la 9.ª División Australiana no estaba dispuesta ni mucho menos a cesar los combates. Tobruk recibió refuerzos por el mar, de modo que el general de división Leslie Morshead, pudo contar en total con cuatro brigadas, junto con algunas unidades de artillería y cañones antitanque bastante potentes. Morshead, hombre enérgico, al que sus hombres apodaban «Ming el Despiadado», reforzó a toda prisa las defensas de Tobruk. La 9.ª División Australiana, aunque inexperta e indisciplinada hasta el punto de hacer enrojecer de cólera a los oficiales británicos, demostró ser una colección de combatientes formidables.

La noche del 13 de abril Rommel inició el ataque principal sobre Tobruk. No tenía ni la menor idea de lo bien defendida que estaba la plaza. A pesar de ver repelido el asalto y de sufrir fuertes pérdidas, lo intentó una y otra vez para desesperación de sus oficiales, que pronto empezaron a verlo como un comandante brutal. Habría sido el momento ideal para un contraataque de los Aliados, pero, gracias a una astuta labor de engaño por parte del enemigo, británicos y australianos estaban convencidos de que las fuerzas de Rommel eran mucho más numerosas de lo que eran en realidad.

Las peticiones de refuerzos y de un mayor apoyo aéreo enviadas por Rommel exasperaron al general Halder y al OKH, sobre todo porque no había hecho caso de sus advertencias de que no actuara más allá de donde le permitían sus recursos. Incluso en aquellos momentos, Rommel envió a algunas de sus unidades, pese a encontrarse exhaustas, a la frontera de Egipto, que Wavell defendió con la 22.ª Brigada de la Guardia hasta que llegaron otras unidades procedentes de El Cairo. Rommel destituyó al Generalmajor Johannes Streich, al mando de la 5.ª División Ligera, por mostrar demasiado celo en salvar la vida de sus soldados. El Generalmajor Heinrich Kirchheim, que lo sustituyó, se sintió igualmente disgustado con el estilo de mando ejercido por Rommel. A finales de mes escribió al general Halder en los siguientes términos: «Se pasa todo el día yendo de un lado para otro entre sus tropas, que están diseminadas de mala manera, ordenando asaltos y dispersando sus soldados»[4].

Tras recibir unos informes tan contradictorios acerca de lo que sucedía en el Norte de África, el general Halder decidió enviar allí al Generalleutnant Friedrich Paulus, que había prestado servicio en el mismo regimiento de infantería que Rommel durante la Primera Guerra Mundial. Halder pensaba que Paulus era «tal vez el único hombre con influencia personal suficiente para atajar a este militar que ha enloquecido de mala manera»[5]. Paulus, oficial del estado mayor sumamente meticuloso, no podía ser más distinto de Rommel, agresivo militar de campaña. El único parecido que tenían estaba en que ambos eran de cuna relativamente humilde. La tarea de Paulus consistía en convencer a Rommel de que no podía contar con el envío de grandes refuerzos y en descubrir qué era lo que pretendía hacer.

La respuesta fue que Rommel se negó a retirar las unidades avanzadas que tenía en la frontera de Egipto, y que con la 15.ª División Panzer que acababa de llegar intentó atacar de nuevo Tobruk. Esta segunda ofensiva tuvo lugar el 30 de abril y fue rechazada por segunda vez con numerosas pérdidas por parte de los atacantes, sobre todo de tanques. Las fuerzas de Rommel sufrían además una gran escasez de munición. Apelando a la autoridad que le había otorgado el OKH, el 2 de mayo Paulus dio a Rommel la orden escrita de no reanudar los ataques a menos que viera que el enemigo se retiraba. Cuando regresó, comunicó a Halder que «la clave del problema en el Norte de África» no era Tobruk, sino el reabastecimiento del Afrika Korps y el carácter de Rommel. Este se negaba sencillamente a reconocer el enorme problema que representaba transportar a través del Mediterráneo los pertrechos que necesitaba y descargarlos en Trípoli[6].

Wavell estaba preocupado tras las pérdidas sufridas en Grecia y en Cirenaica por la falta de tanques para hacer frente a la 15.ª División Panzer. Churchill organizó la Operación Tigre, esto es el transporte a primeros de mayo de casi trescientos carros de combate Crusader y más de cincuenta Hurricane en un convoy a través del Mediterráneo. Como parte del X Fliegerkorps seguía en Sicilia, la operación representaba un peligro muy serio, pero gracias a la mala visibilidad reinante solo fue hundida una nave de transporte durante la travesía.

Lleno de impaciencia, Churchill presionó a Wavell para que lanzara la ofensiva contra la frontera antes incluso de que llegaran los nuevos tanques. Pero aunque la Operación Brevity, al mando del general de brigada «Strafer» Gott no empezó hasta el 15 de mayo, provocó un rápido contraataque de Rommel por los flancos. Las tropas indias y británicas fueron obligadas a retroceder y los alemanes acabaron reconquistando el Paso de Halfaya. Una vez que llegaron los nuevos tanques Crusader, Churchill exigió de nuevo entrar en acción, que en este caso respondía a otra ofensiva cuyo nombre en clave era Operación Battleaxe. El primer ministro no quería ni oír hablar de que hacían falta trabajos de reparación en muchos de los tanques descargados ni de que la 7.ª División Blindada necesitaba tiempo para que los tripulantes se familiarizaran con el nuevo equipamiento.

Una vez más Wavell se vio abrumado por las exigencias contradictorias de Londres. A primeros de abril, había tomado el poder en Irak una facción proalemana, alentada por la debilidad de los británicos en Oriente Medio. Los jefes de estado mayor de Londres recomendaron la intervención de Gran Bretaña. Churchill se mostró inmediatamente de acuerdo y desembarcaron en Basora tropas procedentes de la India. Rashid Alí al-Gailani, líder del nuevo gobierno iraquí, pidió ayuda a Alemania, pero no recibió respuesta debido a la confusión reinante en Berlín. El 2 de mayo, se desencadenaron los combates cuando el ejército iraquí puso sitio a la base aérea británica de Habbaniyah, cerca de Fallujah. Cuatro días después, el OKW decidió enviar a Mosul y a Kirkuk, en el norte de Irak, cazas Messerschmitt 110 y bombarderos Heinkel 111 a través de Siria, pero pronto quedaron fuera de servicio. Mientras tanto, avanzaban hacia Bagdad las fuerzas del Imperio Británico procedentes de la India y Jordania. El 31 de mayo, el gobierno de Gailani no tuvo más remedio que aceptar las exigencias británicas de seguir permitiendo el paso de tropas a través de territorio iraquí.

Aunque la crisis de Irak no supuso merma alguna para sus fuerzas, Wavell recibió de Churchill la orden de invadir Líbano y Siria, donde las fuerzas de la Francia de Vichy habían ayudado a los alemanes en el desafortunado despliegue de la Luftwaffe con destino a Mosul y Kirkuk. Churchill temía equivocadamente que los alemanes utilizaran Siria como base para atacar Palestina y Egipto. El almirante Darlan, vicepresidente del gobierno de Pétain y ministro de defensa, pidió a los alemanes que desistieran en su empeño de realizar operaciones provocativas en la región, al tiempo que enviaba refuerzos franceses a su colonia para ofrecer resistencia a los británicos. El 21 de mayo, el día después de la invasión de Creta, aterrizó en Grecia un grupo de cazas de la Francia de Vichy que iban camino de Siria. «Cada día», anotó en su diario Richthofen, «se vuelve más rara esta guerra… y a nosotros nos toca proporcionarles suministros y hacerles fiestas»[7].

La Operación Exporter, la invasión del Líbano y la Siria de la Francia de Vichy, en la que participaron tropas de la Francia Libre, dio comienzo el 8 de junio con un avance hacia el norte desde Palestina a través del río Litani. El comandante de las fuerzas de Vichy, el general Henri Dentz, solicitó ayuda de la Luftwaffe, así como refuerzos de otros contingentes de su gobierno destacados en el Norte de África y en la propia Francia. Los alemanes decidieron que no podían ofrecer cobertura aérea, pero permitieron a las fuerzas francesas provistas de cañones antitanque que atravesaran en tren la zona ocupada de los Balcanes hasta Tesalónica, para continuar luego el viaje en barco hasta Siria. Pero la presencia naval de los británicos era demasiado fuerte y Turquía, que no deseaba verse envuelta en el conflicto, se negó a conceder el derecho de tránsito. El ejército francés de Levante no tardó en comprender que estaba condenado, pero siguió decidido a ofrecer una fiera resistencia. Los combates continuaron hasta el 12 de julio. Tras la firma de un armisticio en Acre, Siria fue declarada territorio bajo el control de la Francia Libre.

La falta de entusiasmo de Wavell por la campaña de Siria y su pesimismo en lo tocante a las perspectivas de la Operación Battleaxe lo situaron en trayectoria de choque con el primer ministro. La impaciencia de Churchill y su absoluta falta de apreciación de la realidad de los problemas al organizar dos ofensivas al mismo tiempo, pusieron a Wavell al borde de la desesperación. El primer ministro, excesivamente confiado a raíz del éxito de la entrega de los tanques de la Operación Tigre, hizo caso omiso a las advertencias de Wavell acerca de la efectividad de los cañones antitanque de los alemanes. Ellos eran, más que los blindados germanos, los que estaban destruyendo la mayor parte de sus vehículos acorazados. El ejército británico fue imperdonablemente lento a la hora de desarrollar un arma comparable al temido cañón alemán de 88 mm. Sus «tirachinas» de dos libras eran inútiles. Y el conservadurismo del ejército inglés impidió la adopción del cañón antiaéreo de 3,7 pulgadas como arma antitanque.

El 15 de junio dio comienzo la Operación Battleaxe, de forma similar a como empezara la Operación Brevity. Aunque los británicos volvieron a capturar el Paso de Halfaya y cosecharon algunos otros éxitos locales, no tardaron en verse obligados a retroceder en cuanto Rommel sacó todos sus panzers del envolvimiento al que había sometido a Tobruk. Después de tres días de duros combates, los británicos fueron rebasados por los flancos una vez más y de nuevo tuvieron que retirarse a la llanura de la costa, evitando quedar rodeados. El Afrika Korps sufrió mayor número de bajas, pero los británicos perdieron noventa y un carros blindados, en su mayoría por fuego de cañones antitanque, mientras que los alemanes solo perdieron una docena. La RAF perdió también durante los combates muchos más aviones que la Luftwaffe. Los soldados alemanes, exagerando considerablemente, afirmaron haber destruido doscientos tanques británicos y haber ganado la «mayor batalla de blindados de todos los tiempos»[8].

El 21 de junio, Churchill sustituyó a Wavell por el general sir Claude Auchinleck, universalmente conocido como «The Auk» («el Alca»). Wavell, por su parte, pasó a ocupar el puesto de Auchinleck como comandante en jefe de la India. Poco después Hitler ascendió a Rommel a la categoría de General der Panzertruppen y, para disgusto y desesperación de Halder, le aseguró que gozaría de mayor independencia todavía.

La irritación de Churchill con Wavell y con el descorazonamiento de los líderes del ejército británico vino precipitada por dos imperativos. Uno respondía a la necesidad de llevar a cabo acciones agresivas para mantener alta la moral en el interior y para evitar que el país cayera en una inercia ominosa. Y el otro al afán de impresionar a los Estados Unidos y al presidente Roosevelt. El primer ministro necesitaba ante todo contrarrestar la impresión, justificada en parte, de que los británicos estaban aguardando a que los Estados Unidos entraran en la guerra y salvaran la situación para ellos.

Para mayor alivio de Churchill, Roosevelt había sido reelegido presidente en noviembre de 1940. El primer ministro británico se animó todavía más cuando se enteró del análisis estratégico elaborado aquel mismo mes por el jefe de operaciones de la marina estadounidense. El «Plan Dog», como fue denominado, condujo a las conversaciones de los estados mayores norteamericano y británico de finales de enero de 1941. Estas entrevistas, que tuvieron lugar en Washington bajo el nombre clave de ABC-1, duraron hasta el mes de marzo. Formaron la base de la estrategia aliada cuando los Estados Unidos entraron en la guerra. En ellas se acordó la política de «Alemania primero» como principio básico. Esta tesis aceptaba que, aunque hubiera una guerra en el Pacífico contra Japón, los Estados Unidos se centrarían primero en la derrota de la Alemania nazi, pues sin una participación en toda regla de las fuerzas norteamericanas en el teatro de operaciones de Europa los británicos eran a todas luces incapaces de ganar la guerra solos. Y si la perdían, los Estados Unidos y su comercio mundial se verían en serio peligro.

Roosevelt había reconocido la amenaza que suponía la Alemania nazi antes incluso de los Acuerdos de Múnich de 1938. Previendo la importancia de la fuerza aérea en la guerra que se avecinaba, inició rápidamente un programa de fabricación de quince mil aviones al año con destino a la Fuerza Aérea del Ejército de los Estados Unidos. El asistente del jefe del Estado Mayor del Ejército norteamericano, el general George C. Marshall, estuvo presente en la discusión en la que se debatió este asunto. Aún mostrándose de acuerdo con el plan, recriminó al presidente haber pasado por alto la necesidad de aumentar el número ridículamente pequeño de sus fuerzas terrestres. Con poco más de doscientos mil hombres, el ejército de los Estados Unidos disponía solo de nueve divisiones con pocos efectivos, apenas un diez por ciento del orden de batalla del que disponía el ejército alemán. Roosevelt quedó impresionado. Menos de un año después, apoyó el nombramiento de Marshall como jefe del Estado Mayor, que tuvo lugar el mismo día que Alemania invadió Polonia[9].

Marshall era un hombre formalista de gran integridad y un organizador extraordinario. Bajo su dirección, los efectivos del ejército americano crecerían de los doscientos mil a los ocho millones de hombres en el curso de la guerra. Siempre dijo a Roosevelt exactamente lo que pensaba y permaneció inmune a los encantos del presidente. Su principal problema era que a menudo Roosevelt no lo mantenía informado de las cuestiones que estudiaba con otros y de las decisiones que tomaba con ellos, especialmente con Winston Churchill.

Para Churchill, la relación con Roosevelt era con diferencia el elemento más importante de la política exterior británica. Dedicó dosis enormes de energía, imaginación y a veces de la adulación más descarada para ganarse la voluntad del presidente norteamericano y conseguir lo que su país, prácticamente en la bancarrota, necesitaba para sobrevivir. En una carta muy larga y detallada de fecha 8 de diciembre de 1940, Churchill solicitaba «un acto decisivo de no beligerancia constructiva» para prolongar la resistencia británica. Ello debía comportar el uso de los buques de guerra de la marina estadounidense para defenderse de la amenaza de los submarinos alemanes y de buques mercantes con una capacidad equivalente a los tres millones de toneladas para mantener la línea transatlántica de salvamento tras las terribles pérdidas sufridas hasta ese momento (más de dos millones de toneladas brutas). Solicitaba también el envío de dos mil aviones al mes. «Y por último abordaré la cuestión financiera», decía Churchill. Los créditos en dólares de Gran Bretaña no tardarían en agotarse; de hecho los encargos ya colocados o en negociación «superan varias veces el total de los recursos en divisas de los que aún dispone Gran Bretaña». No se había escrito nunca una carta de súplica tan importante y solemne. Y fue redactada casi exactamente un año antes de que los Estados Unidos se vieran inmersos en la guerra[10].

Roosevelt recibió la carta en el Caribe a bordo del buque Tuscaloosa de la Marina de los Estados Unidos. Reflexionó sobre su contenido y al día siguiente de su regreso convocó una conferencia de prensa. El 17 de diciembre, pronunció su famosa parábola, excesivamente simplista, del hombre cuya casa está en llamas y pide a su vecino que le preste su manguera. Era la forma en que Roosevelt pretendía preparar a la opinión pública antes de presentar en el Congreso la ley de Préstamo y Arriendo (Lend-Lease). En la Cámara de los Comunes, Churchill la recibió diciendo que era «el acto más desinteresado de la historia de cualquier país»[11]. Pero en privado el gobierno británico quedó sobrecogido por las duras condiciones que llevaba aparejadas la Ley de Préstamo y Arriendo. Los americanos exigían una auditoría de todos los activos que poseía Gran Bretaña, e insistían en que no se daría ningún subsidio hasta que no se hubieran utilizado y agotado todas las reservas en oro y en divisas extranjeras. Se envió a Ciudad del Cabo un buque de guerra estadounidense para recoger el último cargamento de oro inglés almacenado allí. Las empresas de propiedad británica existentes en los Estados Unidos, y más concretamente Courtaulds, Shell y Lever, tuvieron que ser vendidas a precio de ganga, y luego vendidas de nuevo con la obtención de pingües beneficios. Churchill atribuyó generosamente todas estas acciones a la necesidad que tenía Roosevelt de acallar las críticas antibritánicas lanzadas contra la Ley de Préstamo y Arriendo, muchas de las cuales insistían en que ingleses y franceses no habían pagado aún las deudas contraídas en la Primera Guerra Mundial. Los británicos en general infravaloraban la antipatía que sentían por ellos muchos americanos, que los consideraban imperialistas, snobs y expertos en el arte de hacer que otros combatieran en sus guerras en vez de combatir ellos.

Pero Gran Bretaña se hallaba con el agua al cuello y no estaba en condiciones de protestar. El resentimiento por los términos del acuerdo duraría hasta los años de posguerra, aunque solo fuera porque los pagos británicos en metálico de cuatro mil millones y medio de dólares en concepto de pedidos de armas en 1940 fueron los que sacaron a los Estados Unidos de la depresión y posibilitaron el boom económico que experimentaron durante la guerra[12]. A diferencia de los materiales de primera calidad que llegarían después, los equipamientos comprados en los momentos de desesperación de 1940 no causaron muy buena impresión, y no supusieron un gran cambio respecto a la situación anterior. Los cincuenta destructores de la Primera Guerra Mundial suministrados a cambio de las islas Vírgenes en septiembre de 1940 requirieron una cantidad enorme de trabajo para conseguir que fueran navegables.

El 30 de diciembre, Roosevelt realizó una alocución radiofónica al pueblo norteamericano en una «charla al amor de la lumbre» en la que defendió el acuerdo. «Debemos ser el gran arsenal de la Democracia», dijo. Y así sería. La noche del 8 de marzo de 1941 fue aprobada en el Senado la Ley de Préstamo y Arriendo. La nueva política de firmeza de Roosevelt incluía la declaración de una zona de seguridad panamericana en el Atlántico occidental, el establecimiento de bases en Groenlandia y un plan para sustituir a las tropas británicas en Islandia, hecho que finalmente se produjo a comienzos del mes de julio. Los buques de guerra británicos, empezando por el portaaviones Illustrious, que a la sazón se hallaba averiado, podían ahora ser reparados en puertos estadounidenses, y los pilotos de la RAF empezaron a recibir instrucción en bases de la Fuerza Aérea del ejército americano. Una de las novedades más importantes fue que la marina norteamericana empezó a realizar labores de escolta de los convoyes británicos hasta Islandia.

El ministerio de asuntos exteriores alemán reaccionó ante estos acontecimientos expresando sus esperanzas de que Gran Bretaña fuera derrotada antes de que el armamento norteamericano empezara a desempeñar un papel significativo, situación que calculaba que se produciría en 1942. Pero Hitler estaba demasiado preocupado con la Operación Barbarroja para prestar demasiada atención a esos detalles. Su principal motivo de desazón en aquellos momentos era no provocar a los americanos a entrar en la guerra antes de acabar con la Unión Soviética. El Führer rechazó la solicitud del Grossadmiral Raeder de que sus submarinos pudieran operar en el Atlántico occidental hasta una zona situada a tres millas de las aguas costeras norteamericanas[13].

Churchill declaró más tarde que la amenaza de los submarinos fue lo único que realmente llegó a asustarlo durante la guerra. En un momento dado, consideró incluso la posibilidad de volverse a apropiar los puertos del sur de Irlanda, que era un país neutral, incluso por la fuerza, si hubiera sido necesario. La Marina Real tenía una gran escasez de barcos de escolta para los convoyes. Había sufrido graves pérdidas durante la malhadada intervención en Noruega, y además era preciso preservar los destructores y mantenerlos listos para una eventual invasión alemana. Durante el «follón de la costa este», cuando los submarinos alemanes atacaron la navegación costera del mar del Norte, el capitán Ernst Kals, a bordo del U-173, recibió la Cruz de Caballero por hundir nueve barcos en dos semanas.

Desde el otoño de 1940, la flota de submarinos alemanes había empezado por fin a infligir graves daños a los buques aliados. Sus bases estaban en la costa atlántica de Francia y el problema del detonador de los torpedos, que había dado al traste con las operaciones de los U-Boote al comienzo de la guerra, por fin había sido resuelto. En el mes de septiembre, los submarinos hundieron en una sola semana veintisiete buques británicos, por un monto equivalente a más de ciento sesenta mil toneladas. Estas pérdidas resultan tanto más sorprendentes si se tiene en cuenta el reducido número de submarinos que los alemanes tenían en el mar. En febrero de 1941 el Grossadmiral Raeder todavía no tenía operativos más que veintidós U-Boote capaces de cruzar el océano. A pesar de sus incesantes peticiones a Hitler, el programa de fabricación de submarinos se convirtió en una prioridad secundaria debido a la urgencia de los preparativos para la invasión de la Unión Soviética[14]. La armada alemana había puesto inicialmente muchas de sus esperanzas en los acorazados de bolsillo y en los buques mercantes armados. Aunque el Graf Spee tuvo que ser echado a pique frente a las costas de Montevideo, para júbilo de los británicos, el acorazado de bolsillo Admiral Scheer cosechó todavía más éxitos en el curso de sus operaciones. Durante un viaje que duró ciento sesenta y un días a través del océano Atlántico y el Índico, esta nave fue responsable del hundimiento de más de diecisiete embarcaciones. Pronto quedó patente, sin embargo, que los submarinos eran mucho más eficaces en proporción a su coste que los acorazados de bolsillo y otros barcos corsarios de superficie, que hundían solo naves de cincuenta y siete mil toneladas. Otto Kretschmer, el capitán de U-Boot que más éxitos cosechó, hundió treinta y siete navíos, equivalentes en total al doble del tonelaje hundido por el Admiral Scheer[15]. Las fuerzas de buques escolta de la Real Marina Británica empezaron a incrementarse solo una vez que fueron reparados los cincuenta destructores americanos viejos y cuando empezaron a botarse corbetas nuevas en los astilleros británicos.

El almirante Karl Dönitz, jefe del mando de submarinos de la Kriegsmarine, veía su misión como una «guerra de tonelajes»: sus U-Boote debían darse más prisa en hundir barcos que la que pudieran darse los británicos en construirlos. A mediados de octubre de 1940, Dönitz desarrolló una táctica «en manada», (Rudeltaktik), consistente en agrupar hasta una docena de submarinos en cuanto era avistado un convoy, para empezar a hundir las naves durante la noche. El resplandor de una embarcación ardiendo iluminaba a las otras o recortaba su silueta en la oscuridad. El primer ataque en manada fue lanzado contra el Convoy SC-7 y supuso el hundimiento de diecisiete barcos. Inmediatamente después, Günther Prien, el comandante de submarinos que había hundido el Royal Oak, de la Marina de Su Majestad, en Scapa Flow, capitaneó un ataque en manada contra el Convoy HX-79, procedente de Halifax. Con solo cuatro submarinos hundió doce barcos de los cuarenta y nueve que componían la expedición. En febrero de 1941, las pérdidas de los Aliados volvieron a incrementarse. Solo en el mes de marzo los barcos de escolta de la Marina Real lograron vengarse hasta cierto punto hundiendo tres U-Boote, entre ellos el U-47, capitaneado por Prien, y capturando el U-99 y a su capitán, Otto Kretschmer.

La introducción del submarino de gran alcance tipo IX no tardó en aumentar de nuevo las pérdidas hasta el verano, cuando las interceptaciones Ultra lograron marcar la diferencia y llegó la ayuda de la marina estadounidense que a partir del mes de septiembre escoltaría a los barcos que atravesaban el Atlántico occidental. En esta época la labor de interceptación de señales de Bletchley Park no solía dar lugar directamente al hundimiento de los submarinos, pero ayudaba en gran medida a los encargados de planificar los convoyes proporcionándoles «rutas evasivas», lo que comportaba apartarlos de las zonas donde se concentraban las «manadas». Proporcionó también al Servicio de Inteligencia Naval y al Mando Costero de la RAF una idea más clara de los procesos operativos y de reabastecimiento de la Kriegsmarine.

La batalla del Atlántico supuso una vida de monotonía marítima frente a un trasfondo constante de temor. Los más valientes entre los valientes fueron los tripulantes de los petroleros, que sabían que navegaban a bordo de bombas incendiarias gigantes. Ninguno de ellos, desde el capitán hasta el más humilde marinero de cubierta, podía dejar de preguntarse si estaban siendo acechados por los submarinos y si iban a ser arrojados de su litera por la onda expansiva producida como consecuencia de la explosión de un torpedo. Solo los temporales y el mar embravecido parecían reducir el peligro.

Llevaban una vida constantemente expuesta a la humedad y al frío, cubiertos con abrigos y gorros de lona encerada, y con pocas oportunidades de ponerse ropa seca. A los vigías les dolían los ojos de tanto escrutar desesperadamente el mar plomizo en busca de un periscopio. Solo disfrutaban de descanso y de un poco de comodidad cuando podían tomar una taza de chocolate caliente y un bocadillo de carne enlatada. En los barcos de escolta, en su mayoría destructores y corbetas, el movimiento de las pantallas de radar, junto con el sonido metálico del Asdic y los ecos del sonar, producía una fascinación hipnótica y terrible. La tensión psicológica era mayor incluso entre los marinos de la flota mercante debido a que no podían responder al fuego si eran atacados. Todos sabían que si el convoy era atacado por una manada y se veían obligados a saltar al agua llena de petróleo después de haber sido torpedeados, sus oportunidades de ser rescatados eran mínimas. Si un barco se paraba a recoger a los supervivientes se convertía en blanco fácil de cualquier submarino. El alivio que suponía llegar al Mersey o al Clyde en el viaje de vuelta transformaba por completo el ambiente reinante a bordo de las embarcaciones.

Los tripulantes de los U-Boote alemanes llevaban una vida todavía más incómoda. Los mamparos chorreaban de vaho y el aire era pestilente debido al hedor producido por la ropa húmeda y los cuerpos sin lavar. Pero en general la moral reinante era alta en aquellos momentos de la guerra, en los que ellos no cesaban de cosechar tantos éxitos y las contramedidas británicas todavía estaban en fase de desarrollo. La mayor parte del tiempo lo pasaban en la superficie, lo cual servía para aumentar la velocidad y ahorrar combustible. El mayor peligro lo representaban los hidroaviones. En cuanto era avistado uno de estos aparatos, sonaba la señal de alarma y el submarino ejecutaba una inmersión inmediata, maniobra que tenían muy bien aprendida. Pero hasta que no se instalaron radares en los aviones, las oportunidades que había de localizar un submarino siguieron siendo bastante remotas.

En abril de 1941, las pérdidas de los Aliados en embarcaciones llegaron a las seiscientas ochenta y ocho mil toneladas, pero estaban produciéndose algunas novedades alentadoras. La cobertura aérea de los convoyes se amplió, aunque seguía abierto el «hueco de Groenlandia», la gran zona central del Atlántico Norte que quedaba fuera del alcance de la Real Fuerza Aérea Canadiense por un lado y del Mando Costero de la RAF por otro. Frente a las costas de Noruega fue capturado un arrastrero armado alemán, que llevaba a bordo dos máquinas de codificación Enigma con los ajustes del mes anterior. Y el 9 de mayo, el Bulldog, de la Marina de Su Majestad, logró hacer salir por la fuerza a la superficie al U-110. Un pelotón de abordaje armado se apoderó de sus libros de códigos y de la máquina Enigma antes de que pudieran ser destruidos. Otras embarcaciones capturadas, entre ellas una estación meteorológica y un transporte, también proporcionaron valiosas presas. Pero cuando los convoyes aliados empezaron a escapar de las trampas tendidas por los submarinos, y más tarde, cuando tres U-Boote fueron víctimas de una emboscada frente a las costas de Cabo Verde, Dönitz comenzó a sospechar que probablemente sus códigos habían sido descifrados. La seguridad de Enigma fue reforzada.

Aquel año en general había sido bastante duro para la Marina Real. El 23 de mayo, al tiempo que aumentaban las pérdidas en el Mediterráneo durante la batalla de Creta, estalló el gran crucero de batalla Hood al ser alcanzado por una sola bomba procedente del Bismarck en el Estrecho de Dinamarca, entre Groenlandia e Islandia. El almirante Günther Lütjens había navegado desde el mar Báltico a bordo del Bismarck acompañado del crucero pesado Prinz Eugen. La conmoción en Londres fue enorme. Y también fue enorme el deseo de venganza. Más de cien navíos participaron en la caza del Bismarck, entre ellos los acorazados King George V y Rodney, y el portaaviones Ark Royal.

El crucero Suffolk, que iba tras el barco alemán, le perdió la pista, pero el 26 de mayo, cuando en la escuadra de acorazados británicos empezaba a escasear el combustible, un hidroavión Catalina avistó al Bismarck. Al día siguiente, a pesar del mal tiempo, despegaron del Ark Royal varios torpederos Swordfish. Dos torpedos inutilizaron los timones del Bismarck, que se dirigía a la seguridad del puerto de Brest. Lo único que podía hacer el gran buque de guerra alemán era dar vueltas y más vueltas en círculo. Esto permitió al King George V y al Rodney acercarse para asestarle el golpe de gracia con andanadas masivas disparadas con su principal armamento. El almirante Lütjens envió un último mensaje: «Navío incapaz de maniobrar. Lucharemos hasta la última bala. ¡Viva el Führer!». Acudió también el crucero Dorsetshire, de la Marina de Su Majestad, para acabar con él a golpes de torpedo. Lütjens, que ordenó echar a pique el barco, murió junto con sus dos mil doscientos hombres. Solo se rescataron de las aguas ciento diez tripulantes.