LA GUERRA DE LOS BALCANES DE HITLER
(MARZO-MAYO DE 1941)
Tras darse cuenta de que había fracasado en todos sus intentos por derrotar a Gran Bretaña, Hitler decidió concentrarse en el que era el objetivo principal de su existencia. Pero antes de lanzarse a la invasión de la Unión Soviética, estaba firmemente decidido a asegurar sus dos flancos. Empezó negociaciones con Finlandia, pero lo más importante era controlar los Balcanes en el sur. Los yacimientos petrolíferos de Ploesti proporcionarían el combustible necesario para sus divisiones panzer, y el ejército rumano del mariscal Antonescu ofrecería potencial humano. Como la Unión Soviética también consideraba que el sureste de Europa pertenecía a su esfera de influencia, el Führer era perfectamente consciente de que debía actuar con muchísima precaución para no provocar a Stalin antes de poner en marcha su plan.
Con su desastroso ataque contra Grecia, Mussolini había conseguido precisamente lo que Hitler más temía: una presencia militar británica en el sureste de Europa. En abril de 1939 Gran Bretaña había garantizado su apoyo a Grecia, y en virtud de ese compromiso el general Metaxas había pedido ayuda. Los ingleses ofrecieron cazas —los primeros escuadrones de la RAF llegaron a Grecia la segunda semana de noviembre de 1940—, y un contingente de tropas británicas desembarcó en Creta para encargarse de la defensa de la isla y permitir que los soldados griegos pasaran al frente albanés. Hitler se alarmó ante la posibilidad de que los bombarderos británicos utilizaran los aeródromos griegos para lanzar ataques contra los yacimientos petrolíferos de Ploesti, y pidió al gobierno búlgaro que estableciera inmediatamente puestos de vigilancia a lo largo de su frontera. Sin embargo, Metaxas, que no quería provocar a la Alemania nazi, insistió en que no se bombardearan los pozos de Ploesti. Grecia podía enfrentarse al ejército italiano, pero no a la Wehrmacht.
Hitler, no obstante, ya había comenzado a considerar la posibilidad de invadir Grecia, en parte para poner fin a la humillación sufrida por Italia, que repercutía negativamente en el conjunto de las fuerzas del Eje, pero sobre todo para proteger Rumania. El 12 de noviembre ordenó que el OKW preparara un plan de invasión a través de Bulgaria con el fin de asegurar la costa septentrional del Egeo. Dicho plan recibió el nombre de Operación Marita. A la Luftwaffe y a la Kriegsmarine no les costó convencer al Führer de incluir en la campaña toda la Grecia continental.
La Operación Marita debía ser la culminación de la Operación Félix, el ataque contra Gibraltar en la primavera de 1941, y de la ocupación del noroeste de África con dos divisiones. Movido por el temor de que las colonias francesas acabaran abandonando al régimen de Vichy, Hitler ordenó que se preparara un plan de emergencia para poner en marcha la Operación Atila, esto es, la captura de las posesiones y la flota de Francia. Estas acciones debían ser llevadas a cabo de forma despiadada si se oponía la más mínima resistencia.
Como Gibraltar era fundamental para la presencia de los británicos en el Mediterráneo, Hitler pensó en enviar al almirante Canaris, jefe de la Abwehr, a entrevistarse con Franco. Su misión consistía en llegar a un acuerdo para que las tropas alemanas pudieran transitar por las carreteras del levante español en el mes de febrero. Pero pronto se vería que la seguridad de Hitler en que Franco aceptara finalmente entrar en la guerra al lado de las fuerzas del Eje era demasiado optimista. El «Caudillo» dejó «bien claro que solo entraría en la guerra cuando fuera inminente la caída de Gran Bretaña»[1]. Hitler estaba decidido a no abandonar este proyecto, pero frustrados temporalmente sus planes en el Mediterráneo occidental, centró su atención en el flanco sur para poner en marcha la Operación Barbarroja.
El 5 de diciembre de 1940, Hitler puso de manifiesto su intención de enviar únicamente dos grupos de la Luftwaffe a Sicilia y al sur de Italia para atacar las fuerzas navales británicas del Mediterráneo oriental. En aquellos momentos, era contrario a la idea de trasladar tropas de tierra a Libia para apoyar a los italianos. Sin embargo, la segunda semana de enero de 1941, el éxito abrumador de las tropas de O’Connor en su avance lo obligó a replantearse la situación. Libia le importaba muy poco, pero si Mussolini era derrocado como consecuencia de la derrota, las fuerzas del Eje sufrirían un duro golpe que daría nuevos ánimos a sus enemigos.
Se vio aumentada la presencia de la Luftwaffe en Sicilia con la llegada de todos los efectivos del X Fliegerkorps, y la 5.ª División Ligera recibió la orden de prepararse para dirigirse al norte de África. Pero el 3 de febrero saltó una alarma: era evidente que Tripolitania también estaba en peligro. Hitler ordenó el traslado a la zona de una formación que debía ponerse a las órdenes del Generalleutnant Rommel, al que conocía muy bien por las campañas de Polonia y Francia. La unidad recibiría el nombre de Deutsches Afrika Korps, y la operación se llamaría Sonnenblume («Girasol»).
Mussolini no tuvo más remedio que acceder a que Rommel asumiera el mando efectivo de las fuerzas italianas. Rommel mantuvo una serie de entrevistas en Roma el 10 de febrero, y dos días más tarde voló a Trípoli. Enseguida descartó todos los planes italianos para la defensa de la ciudad. Quería que el frente avanzara para situarse cerca de Sirte hasta que sus tropas desembarcaran, pero pronto se dio cuenta de que esa operación requería su tiempo. La 5.ª División Ligera no estaría preparada para entrar en acción hasta comienzos de abril.
En Sicilia, mientras tanto, el X Fliegerkorps bombardeaba la isla de Malta, especialmente los aeródromos y la base naval de La Valeta, y atacaba los convoyes británicos que divisaba navegando por el Mediterráneo. La Kriegsmarine también trató de convencer a la marina italiana de que sus navíos abrieran fuego contra la flota británica del Mediterráneo, pero hasta finales de marzo de poco le sirvieron todos sus argumentos.
Durante los tres primeros meses de 1941 fueron desarrollándose los preparativos para poner en marcha la Operación Marita, esto es, la invasión de Grecia. Varias formaciones del XII Ejército, a las órdenes del Generalfeldmarschall Wilhelm List, cruzaron Hungría hasta llegar a Rumania. Estos dos países tenían gobiernos anticomunistas, y se habían convertido en aliados del Eje tras unas enérgicas y efectivas negociaciones diplomáticas. También había que ganarse a Bulgaria para que las fuerzas alemanas pudieran cruzar su territorio. Stalin observaba todos esos movimientos con mucho recelo. No le convencían las reiteradas promesas nazis de que la presencia alemana en la zona tenía como único objetivo Gran Bretaña, pero poco podía hacer al respecto.
Los británicos, dándose cuenta perfectamente de la concentración de tropas alemanas en la región del bajo Danubio, decidieron actuar. Churchill, por razones de credibilidad de su país, y con la esperanza de impresionar a los estadounidenses, ordenó a Wavell que se olvidara de la idea de avanzar hacia Tripolitania y enviara tres divisiones a Grecia. Acababa de fallecer Metaxas, y el nuevo primer ministro, Alexandros Koryzis, viendo claramente la amenaza alemana, estaba dispuesto a aceptar cualquier ayuda por pequeña que fuera. Ni Wavell ni el almirante Cunningham creían que esa fuerza expedicionaria sería capaz de detener el avance alemán, pero como Churchill consideraba que estaba en juego el honor de Gran Bretaña, y Eden estaba completamente convencido de que aquel era el camino correcto, el 8 de marzo no tuvieron más remedio que ceder y acatar las órdenes recibidas. De hecho, más de la mitad de los cincuenta y ocho mil efectivos que se trasladaron a Grecia para cumplir la promesa de ayuda de los británicos eran australianos y neozelandeses. Eran las formaciones que había disponibles más cerca de la zona, aunque más tarde esta decisión daría lugar a un gran resentimiento en las antípodas.
El comandante de la fuerza expedicionaria fue el general sir Maitland Wilson, apodado «Jumbo» por su físico robusto y su elevada estatura. Wilson no se hacía falsas ilusiones con la batalla que le esperaba. Tras celebrar una reunión con el ministro plenipotenciario británico en Grecia, sir Michael Palairet, en la que este le expuso la situación con una gran dosis de optimismo, a Maitland se le oyó decir: «Bueno, no sé. Yo ya he pedido que preparen mis mapas del Peloponeso»[2]. Esta región situada en el extremo meridional de Grecia continental era el lugar del que debían ser evacuadas sus tropas si se producía una derrota. Los oficiales de rango superior creían que la aventura en Grecia podía convertirse en «otra Noruega». Por otra parte, los oficiales australianos y neozelandeses más jóvenes extendían entusiasmados los mapas de los Balcanes para estudiar posibles rutas de invasión a través de Yugoslavia en dirección a Viena.
La Fuerza W de Wilson se preparó para repeler una invasión alemana por Bulgaria. Tomó posiciones a lo largo de la línea Aliakmon, que dibujaba una diagonal desde la frontera yugoslava hasta la costa del Egeo, al norte del monte Olimpo. La 2.ª División neozelandesa del general Bernard Freyberg se situó a la derecha, y la 6.ª División australiana a la izquierda, mientras que la 1.ª Brigada Acorazada británica se colocó delante a modo de parapeto. Los soldados aliados recordarían aquellas largas jornadas de espera como idílicas. Aunque arreciaba el frío por las noches, el tiempo era espléndido, las montañas estaban cubiertas de flores silvestres y los aldeanos griegos no habrían podido ser más generosos y amables.
Mientras las tropas británicas y las de la Commonwealth presentes en Grecia esperaban la llegada del invasor alemán, la Kriegsmarine insistía en que la Armada italiana debía atacar la flota británica para distraer su atención de los buques que trasladaban a los hombres de Rommel al norte de África. Los italianos recibirían el apoyo del X Fliegerkorps en el sur de Italia, y se les animó a tomar represalias por el bombardeo de Génova por parte de la Marina Real inglesa.
El 26 de marzo, la Armada italiana se hizo a la mar con el acorazado Vittorio Véneto, seis cruceros pesados, dos ligeros y trece destructores. Cunningham, que tuvo noticia de esta amenaza gracias a una interceptación Ultra de un mensaje de la Luftwaffe, decidió utilizar las naves disponibles necesarias para enfrentarse a aquel enemigo: su propia Fuerza A, con los acorazados Warspite, Valiant y Barham, el portaaviones Formidable y nueve destructores, así como la Fuerza B, con cuatro cruceros ligeros y otros tantos destructores.
El 28 de marzo, un hidroavión del Vittorio Véneto avistó los cruceros de la Fuerza B. La escuadra del almirante Angelo Iachino salió tras ellos. El comandante italiano ignoraba la presencia de naves de Cunningham al este de Creta y al sur del cabo de Matapán. Del Formidable despegaron aviones torpederos para atacar al Vittorio Véneto, que al final logró escapar. Un segundo grupo aéreo causó graves daños en el crucero pesado Pola, obligándolo a detener sus motores. Otros barcos italianos recibieron la orden de acudir en su ayuda, brindando así una nueva oportunidad a los británicos. El intenso fuego de su artillería mandó a pique tres cruceros pesados, incluido el Pola, y dos destructores del enemigo. Aunque Cunningham sintió una profunda decepción porque se le había escapado de las manos el Vittorio Véneto, la batalla del cabo de Matapán supondría una gran victoria psicológica para los hombres de la Marina Real británica.
El asalto a Grecia de los alemanes estaba previsto que comenzara en los primeros días de abril, pero, inesperadamente, estalló una crisis en Yugoslavia. Hitler había tratado de ganarse a este país, especialmente a su regente, el príncipe Pablo, en el curso de la ofensiva diplomática puesta en marcha para asegurarse el control de los Balcanes antes de iniciar la Operación Barbarroja, esto es, la invasión de la Unión Soviética. Pero entre la población había comenzado a crecer un sentimiento de hostilidad hacia los alemanes, debido en gran medida a las continuas presiones por parte del gobierno nazi para quedarse con todos sus recursos. En repetidas ocasiones, Hitler había instado al gobierno de Belgrado a unirse al Pacto Tripartito, y el 4 de marzo, el Führer y Ribbentrop presionaron descaradamente al príncipe Pablo en este sentido.
Las autoridades yugoslavas iban dando largas, conscientes de la creciente oposición de su pueblo, pero Berlín no cejaba en su empeño. Finalmente, el 25 de marzo, el príncipe Pablo y varios representantes del gobierno suscribieron el Pacto Tripartito en la ciudad de Viena. Dos días más tarde, un grupo de oficiales serbios dio un golpe de estado en Belgrado. El príncipe Pablo firmó su renuncia a la regencia, y subió al trono el joven rey Pedro II. La capital yugoslava se convirtió en un escenario de manifestaciones contra Alemania, llegándose incluso a atacar el coche del ministro plenipotenciario germano. Hitler, según cuenta su intérprete, «clamó venganza»[3]. Estaba convencido de que los británicos tenían mucho que ver con aquel golpe. Mandó llamar inmediatamente a Ribbentrop, que estaba entrevistándose con el ministro de asuntos exteriores japonés, al que acababa de proponer la conquista de Singapur por parte de la Armada Imperial. Luego el Führer ordenó que el OKW preparara un plan de invasión. No habría previamente ningún ultimátum ni ninguna declaración oficial de guerra. La Luftwaffe simplemente debía atacar Belgrado lo antes posible. La operación se llamaría Strafgericht, «Castigo».
Hitler consideró el golpe en Belgrado del 27 de marzo una «prueba decisiva» de la «conspiración de los belicistas anglosajones judíos y de los judíos que ostentan el poder en los cuarteles generales bolcheviques de Moscú»[4]. Incluso llegó a convencerse de que constituía un verdadero ultraje, una infame violación del pacto germano-soviético de amistad, que él mismo ya tenía planeado romper.
Aunque las autoridades yugoslavas habían declarado Belgrado «ciudad abierta», Strafgericht se puso en marcha el domingo de Ramos, 6 de abril. Durante dos largos días, la Cuarta Flota Aérea alemana se dedicó a bombardear la ciudad. Es imposible precisar cuántos muertos hubo entre la población civil. Los cálculos oscilan entre los mil quinientos y los treinta mil, siendo lo más probable que el número verdadero se sitúe a medio camino entre estas dos cifras[5]. El gobierno yugoslavo firmó inmediatamente un pacto con la Unión Soviética, pero Stalin se abstuvo de intervenir para no provocar a Hitler.
Mientras la Luftwaffe bombardeaba Belgrado con quinientos aviones aquel domingo de Ramos, el ministro plenipotenciario de Alemania en Atenas comunicaba al primer ministro griego que fuerzas de la Wehrmacht procederían a la invasión de su país debido a la presencia de tropas británicas en el territorio. Koryzis respondió que Grecia iba a defenderse. El 6 de abril, justo antes de que amaneciera, el XII Ejército de List empezó una serie de ataques simultáneos en el sur de Grecia y el oeste de Yugoslavia. «A las 05:30 comienza la ofensiva contra Yugoslavia», escribió en su diario un Gefreiter de la 11.ª División Panzer. «Los carros blindados ya están avanzando. La artillería ligera abre fuego, la artillería pesada entra en acción. Aparecen los aviones de reconocimiento, luego cuarenta Stukas bombardean las posiciones, el cuartel arde en llamas… una imagen magnífica al amanecer»[6].
A primera hora de aquella misma mañana, el comandante del VIII Cuerpo Aéreo, el general Wolfram von Richthofen, célebre por su arrogancia, contemplaba el ataque de la 5.ª División de Montaña en el paso de Rupel, cerca de la frontera yugoslava, y observaba cómo sus aviones entraban en acción. «En el puesto de mando a las 04:00», anotó en su diario. «Cuando comienza a clarear, la artillería abre fuego. Potentes fuegos de artificio. Luego las bombas. Me asalta la idea de si no estaremos tratando a los griegos con demasiados honores»[7]. Pero la 5.ª División de Montaña recibió una desagradable sorpresa cuando los aviones de Richthofen comenzaron a bombardearla por error. Por si fuera poco, los griegos demostraron mucha más tenacidad que la que había imaginado el soberbio general alemán.
El ejército yugoslavo, que fue movilizado a toda prisa y carecía de cañones antitanque y de baterías antiaéreas, poco podía hacer frente al poderío de la Luftwaffe y las divisiones panzer. Los alemanes comprobaron que las unidades serbias resistían con mayor determinación que las de los croatas y los macedonios, que a menudo se rendían a la menor oportunidad. Una columna de mil quinientos prisioneros fue atacada por error por los bombarderos en picado alemanes, matando a un «número espeluznante» de ellos. «¡Así es la guerra!», comentaría Richthofen a propósito del incidente[8].
La invasión de Yugoslavia supuso un peligro añadido, e inesperado, para la línea defensiva Aliakmon. Si, como era de esperar, los alemanes entraban por el valle de Monastir, próximo a Florina, las posiciones aliadas se verían rápidamente rodeadas. En previsión de esta amenaza, había que desplazar la línea Aliakmon para alejarla más de la frontera.
Hitler quería aislar y destruir a la fuerza expedicionaria aliada enviada a Grecia. Ignoraba que el general Wilson contaba con una ventaja secreta. Por primera vez, las interceptaciones Ultra podían proporcionar información sobre los movimientos de la Wehrmacht a un comandante en el campo de batalla. Sin embargo, tanto el mando griego como el británico quedaron consternados por la rapidez con la que se hundió el ejército yugoslavo, que solo mató a ciento cincuenta y un alemanes en toda la campaña.
Las fuerzas griegas encargadas de la defensa de la línea Metaxas, situada cerca de la frontera con Bulgaria, combatieron con gran arrojo, pero al final una parte del XVIII Cuerpo de Montaña alemán consiguió abrir una brecha en ese frente por el extremo suroriental de Yugoslavia, dejando expedito el camino a Salónica. La mañana del 9 de abril, Richthofen recibió la «sorprendente noticia[9]» de que la 2.ª División Panzer había llegado a las inmediaciones de dicha ciudad. Pero los griegos siguieron organizando contraofensivas cerca del paso de Rupel, obligando a Richthofen, que ya había empezado a respetar al enemigo, a desviar bombarderos para repelerlas.
Al sur de Vevi, la 1.ª Brigada Acorazada británica se encontró el 11 de abril ante una parte de la SS Leibstandarte Adolf Hitler. Gerry de Winton, comandante del batallón de transmisiones, recordaría aquella escena en el valle poco antes del anochecer «como un cuadro de lady Butler, con la puesta del sol a la izquierda, los alemanes atacando frontalmente, y a la derecha los artilleros colocados en formación de combate con sus armones»[10]. Una interceptación Ultra reveló que la actitud de los aliados hacía mella en el enemigo. «Cerca de Vevi Schutzstaffel Adolf Hitler encuentra férrea resistencia»[11]. Sin embargo, hubo pocas acciones como esa. Las unidades aliadas comenzaron a retroceder, retirándose de un paso de montaña a otro, con los alemanes pisándoles siempre los talones. Las unidades griegas, que carecían de medios de transporte motorizados, no podían replegarse al mismo ritmo, de modo que se abrió en la línea defensiva del frente albanés un gran hueco entre la Fuerza W y el Ejército del Epiro heleno.
Las columnas en retirada no solo sufrían constantes ataques de la aviación enemiga, sino que se veían obligadas a abandonar y destruir los tanques —y otros vehículos—, incapaces de avanzar por aquellos caminos pedregosos. Poco pudo hacer la RAF, con sus escasas escuadrillas de cazas Hurricane, ante la aplastante superioridad numérica de los Messerschmitt de Richthofen. Y durante la retirada, a sus hombres, que tenían que replegarse de un aeródromo improvisado a otro, les asaltaba constantemente el recuerdo de la caída de Francia. Los pilotos alemanes que saltaban en paracaídas cuando su avión era derribado corrían el peligro de sufrir las iras de los aldeanos griegos sedientos de venganza.
El 17 de abril, los yugoslavos capitularon. Invadidos por el norte desde territorio austriaco, desde Hungría, desde Rumania y también desde Bulgaria por el ejército de List, sus escasas y desperdigadas fuerzas apenas habían podido reaccionar a la agresión. La 11.ª División Panzer estaba muy satisfecha de sí misma. «En menos de cinco días, siete divisiones enemigas destruidas», anotó un Gefreiter en su diario, «una gran cantidad de material bélico capturado, treinta mil hombres hechos prisioneros, Belgrado obligada a rendirse. Ínfimas nuestras pérdidas»[12]. Un integrante de la SS Das Reich se hacía la siguiente pregunta: «¿Acaso creían los serbios que, con un ejército pobre en efectivos, anticuado y mal entrenado, tenían alguna posibilidad frente a la Wehrmacht alemana? ¡Es como si una lombriz de tierra pretendiera engullir una boa constrictor!»[13].
A pesar de la fácil victoria, Hitler deseaba vengarse de la población serbia, a la que seguía considerando el elemento terrorista responsable de la Primera Guerra Mundial y todos sus males. Había que dividir Yugoslavia, entregando pedazos de su territorio a los aliados húngaros, búlgaros e italianos. Croacia, bajo un régimen fascista, se convirtió en protectorado de Italia, y Alemania ocupó Serbia. La dureza con la que los nazis tratarían a los serbios resultaría sumamente contraproducente, pues dio lugar a una guerra de guerrillas absolutamente brutal e interfirió en la explotación de los recursos del país.
En Grecia, la retirada de las fuerzas aliadas y los helenos, mezclados con yugoslavos refugiados, produjo imágenes alucinantes. Una vez, en medio de una larga columna militar, pudo verse a un playboy de Belgrado, con sus zapatos bicolor, en un Buick biplaza descapotable, acompañado de su amante. Y en otra ocasión, un oficial militar pensó por un momento que estaba soñando cuando vio, «bajo la luz de la luna, a un escuadrón de lanceros serbios con sus largas capas, avanzando como fantasmas de los derrotados en guerras de antaño»[14].
Cuando el ejército griego (a la izquierda) y la Fuerza W (a la derecha) perdieron contacto, el general Wilson ordenó una retirada a la línea de las Termópilas. El repliegue pudo llevarse a cabo gracias a la valiente defensa del valle del Tempe, en el curso de la cual la 5.ª Brigada de Nueva Zelanda consiguió detener el avance de la 2.ª División Panzer y la 6.ª División de Montaña durante tres días. Pero una interceptación Ultra informó de que los alemanes habían conseguido abrirse paso por la costa del Adriático, y se dirigían al golfo de Corinto.
Para las tropas aliadas resultó muy embarazoso tener que volar puentes y líneas ferroviarias durante su retirada, pero la población local nunca dejó de tratarlos con gran cordialidad y mucha comprensión. Aunque sus perspectivas ante la llegada de la fuerza invasora eran muy negras, los popes ortodoxos continuaban bendiciendo los vehículos de los soldados en retirada, y las mujeres les entregaban flores y pan. Ignoraban el cruel destino que les aguardaba. En apenas unos pocos meses, la hogaza de pan costaría dos millones de dracmas, y durante el primer año de ocupación murieron de hambre más de cuarenta mil griegos[15].
El 19 de abril, al día siguiente de que se suicidara el primer ministro griego, el general Wavell voló hasta Atenas para hablar de la situación. Debido a la incertidumbre del momento, sus oficiales de estado mayor acudieron a la cita armados con sus revólveres reglamentarios. La decisión de evacuar a todas las tropas de Wilson se tomó a la mañana siguiente. Aquel día, los últimos quince Hurricane derribaron ciento veinte aparatos alemanes en el cielo de Atenas. En el cuartel general de la legación británica y de la Misión Militar, con sede en el Hotel Grande Bretagne, se empezó a quemar documentos, entre otros los más importantes, los mensajes Ultra.
Cuando corrió la noticia de la orden de evacuación, la población local no dejó de vitorear a las tropas aliadas en retirada. «¡Mucha suerte, y volved!», gritaban los griegos. «¡Regresad con la victoria!». Muchos oficiales y soldados hacían un esfuerzo por contener el llanto cuando pensaban que dejaban a toda aquella gente abandonada a su suerte. Solo tenían una cosa en la cabeza: partir a toda prisa en medio de tanto caos. Con una fuerte retaguardia de australianos y neozelandeses para frenar a los alemanes, los restos de la Fuerza W consiguieron abrirse paso hasta los lugares desde donde debían ser evacuados: unos hasta Rafina y Porto Rafti, en el sur de Atenas, otros hasta la costa meridional del Peloponeso. Los alemanes estaban decididos a no permitir que tuviera lugar otro «Dünkirchen-Wunder», o «Milagro de Dunkerque»[16].
Aunque el general Papagos y el rey Jorge II de Grecia querían continuar con los combates mientras la fuerza aliada expedicionaria siguiera en el continente, los comandantes del Ejército del Epiro, que luchaba contra los italianos, decidieron rendirse a los alemanes. El 20 de abril, el general Georgios Tsolakoglou empezó las negociaciones con el Generalfeldmarschall List, pero puso una condición: que el ejército griego no tuviera que tratar con los italianos. List aceptó. Cuando se enteró de ello, Mussolini, furibundo, se quejó a Hitler, quien, una vez más, no quiso que se humillara a su aliado. El Führer envió al Generalleutnant Alfred Jodl del OKW a la ceremonia de la rendición —a la que asistieron los oficiales italianos—, en vez de encomendar esta tarea a List, que montó en cólera.
El entusiasmo que suscitó aquella fácil victoria queda patente en las palabras de un oficial de artillería de la 11.ª División Panzer, quien, el 22 de abril, en una carta dirigida a su esposa decía: «Cuando veía al enemigo, disparaba contra él, sintiendo siempre un placer salvaje y real en el combate. Ha sido una guerra alegre… Estamos bronceados y seguros de la victoria. Es maravilloso pertenecer a una división como esta»[17]. En sus reflexiones, un capitán de la 73.ª División de Infantería alemana decía que la paz llegaría incluso a los Balcanes con un Nuevo Orden Europeo «de modo que nuestros hijos no volverán a vivir ninguna otra guerra»[18]. Inmediatamente después de la entrada en Atenas de las primeras unidades alemanas el día 26 de abril, en lo alto de la Acrópolis fue izada una enorme bandera con la esvástica roja.
Ese mismo día, al amanecer, varias unidades paracaidistas alemanas cayeron sobre el lado sur del canal de Corinto para tratar de impedir la retirada de los aliados. En unos encarnizados combates, sufrieron importantes pérdidas a manos de un grupo de neozelandeses con sus cañones Bofors y de unos cuantos tanques ligeros del 4.º Regimiento de Húsares. Además, fracasaron en su objetivo principal, la captura del puente. Los dos oficiales zapadores que habían preparado su demolición consiguieron volver a rastras y lo volaron.
Mientras los alemanes celebraban su victoria en el Ática, seguía llevándose a cabo a un ritmo desesperado la evacuación de las fuerzas de Wilson. Se utilizaron todos los medios disponibles. Los bombarderos ligeros Blenheim y los hidroaviones Sunderland pudieron despegar con varios efectivos amontonados en los compartimentos de las bombas y en las torretas. Caiques, vapores volanderos y todo tipo de embarcaciones disponibles pusieron rumbo a Creta. La Marina Real envió seis cruceros y diecinueve destructores para proceder de nuevo a la evacuación de un ejército derrotado. Las carreteras que llevaban a los puertos del sur del Peloponeso quedaron bloqueadas por los vehículos militares que habían sido saboteados precipitadamente. Al final, de los cincuenta y ocho mil hombres enviados a Grecia, solo catorce mil cayeron prisioneros de los alemanes. Otros dos mil murieron o resultaron heridos en los combates. En términos de potencial humano, la derrota habría podido ser mucho peor, pero la pérdida de vehículos blindados, de camiones, de armas y de equipamiento supuso un duro varapalo, sobre todo en un momento en el que Rommel estaba avanzando hacia Egipto.
Una vez asegurado su flanco sur, Hitler sintió un gran alivio, aunque poco antes de que finalizara la guerra atribuiría a esta campaña su retraso en poner en marcha la Operación Barbarroja. En los últimos años, los historiadores han estudiado las repercusiones que tuvo la Operación Marita en la invasión de la Unión Soviética. En su debate, la mayoría ha llegado a la conclusión de que fueron mínimas. El aplazamiento de la Operación Barbarroja de mayo a junio se atribuye normalmente a otros factores, como, por ejemplo, al retraso en la asignación de los medios de transporte motorizados, principalmente los vehículos capturados al ejército francés en 1940; a problemas relacionados con la distribución de combustible; o a las intensas lluvias a finales de aquella primavera que dificultaron la creación de aeródromos avanzados para la Luftwaffe. Pero hay un hecho que casi nadie pone en tela de juicio: la Operación Marita sirvió para que Stalin se convenciera de que el ataque alemán en el sur tenía por objetivo la captura del canal de Suez, no una invasión de la Unión Soviética[19].
Durante la travesía por el Egeo, los navíos que transportaban a los soldados de la Fuerza W intentaron, aunque no siempre con éxito, evitar los cazas y los bombarderos en picado de Richthofen. Fueron hundidos veintiséis, incluidos dos barcos hospital, y perecieron más de dos mil hombres. Más de una tercera parte de ellos murió cuando dos destructores de la Marina Real, el Diamond y el Wryneck, quisieron salvar a los supervivientes de un mercante holandés que había sido hundido. Con sus sucesivos ataques, la aviación alemana consiguió mandar a pique a las dos naves británicas.
Buena parte de las fuerzas evacuadas, unos veintisiete mil hombres, desembarcó en el maravilloso puerto natural de la bahía de Suda, en la costa septentrional de Creta, a finales de abril. Los hombres, exhaustos, dejaban atrás las naves y, caminando penosamente, buscaban refugio en los olivares, donde recibían unas cuantas galletas duras y latas de carne. Soldados rezagados, personal de intendencia, unidades sin oficiales y civiles británicos se mezclaban en aquel caos, sin saber dónde ir. Los efectivos de la división neozelandesa de Freyberg desembarcaron en buen estado, así como los de varios batallones australianos. Todos ellos esperaban regresar a Egipto para seguir peleando contra Rommel.
A comienzos de febrero el OKW había estudiado la posibilidad de invadir Malta. Tanto el ejército alemán como la Kriegsmarine apoyaban la idea, pues querían asegurar la ruta de los convoyes que se dirigían a Libia. Pero Hitler decidió que había que esperar, y posponer la operación unos meses, hasta que la Unión Soviética fuera derrotada. Era evidente que la presencia de los británicos en Malta suponía un obstáculo para el suministro de provisiones y pertrechos a las fuerzas del Eje en Libia, pero, en opinión del Führer, las bases aliadas en Creta representaban un peligro mucho mayor, pues podían ser utilizadas para llevar a cabo incursiones aéreas contra los yacimientos petrolíferos de Ploesti. Por razones similares, Hitler instó a los italianos a que resistieran en sus islas del Dodecaneso a cualquier precio. Además, la ocupación de Creta supondría para Alemania una ventaja añadida. La isla podría ser empleada por la Luftwaffe como base aérea desde la que bombardear el puerto de Alejandría y el canal de Suez.
Antes incluso de la caída de Atenas, los oficiales de la Luftwaffe ya habían empezado a estudiar la posibilidad de asaltar la isla con sus fuerzas aerotransportadas. El general Kurt Student, fundador de las fuerzas aerotransportadas alemanas, era especialmente astuto. La Luftwaffe consideraba que esa operación le devolvería el prestigio perdido tras haber fracasado en la empresa de derrotar a la RAF en la batalla de Inglaterra. Göring bendijo el proyecto y el 21 de abril llevó a Student a entrevistarse con Hitler. El general esbozó su plan de utilizar el XI Cuerpo Aéreo para conquistar Creta, y luego realizar un lanzamiento de tropas en Egipto, coincidiendo con la llegada del Afrika Korps de Rommel. Hitler se mostró algo escéptico, pronosticando importantes pérdidas. Rechazó inmediatamente la segunda parte del plan de Student, pero dio su aprobación a la invasión de Creta, con la condición de que esta no supusiera tener que aplazar la Operación Barbarroja. El plan de Student recibió el nombre secreto de Operación Merkur, esto es, Mercurio.
Creta, como sabían perfectamente Wavell y el almirante Cunningham, era difícil de defender. En la costa septentrional de la isla se concentraba la mayoría de sus puertos y aeródromos, lo cual los hacía extremadamente vulnerables a los ataques lanzados por las fuerzas del Eje desde sus aeródromos en el Dodecaneso. Un problema que compartían los barcos encargados de abastecer la isla. A finales de marzo, las interceptaciones Ultra habían identificado la presencia en Bulgaria de parte del XI Cuerpo Aéreo del general Student, incluida la 7.ª División Paracaidista. A mediados de abril, otra interceptación reveló que también habían sido trasladados a ese país doscientos cincuenta aparatos de transporte. Era evidente que se planeaba poner en marcha una gran operación aerotransportada, en la que Creta parecía un objetivo harto probable, especialmente si los alemanes pretendían utilizar la isla como puente para llegar al canal de Suez. Durante la primera semana de mayo, un gran número de interceptaciones Ultra confirmó que Creta era efectivamente el objetivo.
Ya en noviembre de 1940, cuando ocuparon la isla, los estrategas británicos sabían que los alemanes solo podrían capturar Creta con un asalto aerotransportado. El poderío de la Marina Real en el Mediterráneo oriental y la falta de barcos de guerra de las armadas del Eje descartaban un ataque anfibio. El brigadier O. H. Tidbury, el primer comandante en Creta, hizo un exhaustivo reconocimiento de la isla, y localizó todos los puntos sobre los que los alemanes podían realizar sus lanzamientos: los aeródromos de Heraclión, Rétimno y Maleme, así como un valle en el suroeste de La Canea. El 6 de mayo, una interceptación Ultra confirmó que los aeropuertos de Maleme y Heraclión iban a ser utilizados para el «desembarco aéreo del resto del XI Fliegerkorps, incluidos el personal del cuartel general y las unidades militares subordinadas»[20], y como bases avanzadas para bombarderos en picado y cazas.
Aunque llevaban en Creta prácticamente seis meses, las fuerzas británicas habían hecho muy poco por convertir la isla en una fortaleza, como había pedido Churchill. Ello se debió en parte a la inercia, en parte a la confusión de ideas y en parte al hecho de que la isla no ocupara un puesto destacado en la lista de prioridades de Wavell. Apenas habían comenzado las obras para abrir una carretera que condujera al sur, una zona mucho menos expuesta al ataque enemigo, y la construcción de aeródromos había quedado paralizada. Hasta la bahía de Suda, considerada por Churchill un enclave que podía convertirse en una segunda Scapa Flow para la armada, carecía de las instalaciones necesarias.
El general Bernard Freyberg, comandante de la División de Nueva Zelanda distinguido con la Cruz Victoria, no llegó a Creta —a bordo del Ajax— hasta el 29 de abril. Siguiendo la costumbre, había esperado en Grecia hasta el último momento para tener la seguridad de que todos sus hombres hubieran sido evacuados. Hacía tiempo que Churchill admiraba a Freyberg, un tipo corpulento y robusto, por la valentía demostrada durante la funesta campaña de Galípoli. El primer ministro británico solía llamarlo «el gran San Bernardo». Al día siguiente de su llegada, Freyberg fue invitado a entrevistarse con Wavell, que llegó aquella misma mañana a Creta a bordo de un bombardero Blenheim. Se reunieron en una villa situada en la costa. Para consternación de Freyberg, Wavell le pidió que se quedara en Creta con sus neozelandeses y dirigiera la defensa de la isla. Asimismo, lo puso al corriente de los informes de los servicios de inteligencia que hablaban de la inminencia de un ataque alemán, que en aquellos momentos se calculaba que lo pondrían en marcha entre «cinco y seis mil efectivos aerotransportados, siendo probable además un ataque por mar»[21].
Freyberg se deprimió aún más cuando se enteró de la poca cobertura aérea que tendría a su disposición, pues temía que la Marina Real fuera incapaz de proporcionar la protección necesaria ante una «invasión aerotransportada»[22]. Evidentemente, da la impresión de que Freyberg no supo entender correctamente la situación desde un principio. No podía imaginar que Creta fuera capturada con un ataque de fuerzas aerotransportadas, por lo que hacía más hincapié en una amenaza por mar. Wavell, sin embargo, tenía las cosas perfectamente claras, como demuestran sus mensajes a Londres: las fuerzas del Eje simplemente carecían del poderío naval necesario para asaltar la isla por mar. Esta confusión por parte de Freyberg tuvo una influencia fundamental en la disposición original de sus fuerzas y en su manera de dirigir la batalla en el momento más crítico.
Las tropas aliadas presentes en la isla a las órdenes de Freyberg serían conocidas como la Creforce. En el este, la 14.ª Brigada de Infantería británica y un batallón australiano tenían encomendada la defensa del aeródromo de Heraclión. Dos batallones de australianos y dos regimientos griegos se encargaban de proteger el aeródromo de Rétimno. Pero al oeste, en el aeródromo de Maleme, principal objetivo de los alemanes, había solo un batallón de neozelandeses. La razón de este escaso número de fuerzas defensivas hay que buscarla en el convencimiento de Freyberg de que iba a producirse un asalto anfibio en la costa situada al oeste de La Canea. En consecuencia, concentró el grueso de su división a lo largo de esa franja, con el Regimiento Welch y un batallón neozelandés como fuerzas de reserva. En el oeste de Maleme no fue posicionada ninguna unidad.
El 6 de mayo, los servicios Ultra descifraron un mensaje que ponía al descubierto el plan de los alemanes de lanzar dos divisiones en paracaídas, esto es, más del doble de hombres de lo que Wavell había indicado en un principio. La noticia y los detalles de la operación pronto se vieron confirmados, quedando perfectamente claro que se trataba principalmente de un ataque con fuerzas aerotransportadas. Por desgracia, la Dirección de Inteligencia Militar en Londres había aumentado erróneamente el número de reservas que debían ser transportadas por mar el segundo día. Pero Freyberg fue más allá, imaginando la posibilidad de «un desembarco con tanques en las playas»[23], del que hasta entonces nadie había hablado. Tras la batalla, el general admitiría que «por nuestra parte, lo que más nos preocupaba eran los desembarcos por mar, no el lanzamiento de tropas aerotransportadas»[24]. Por otro lado, Churchill estaba exultante porque las interceptaciones Ultra habían permitido conocer los pormenores de la invasión alemana con fuerzas paracaidistas. No era habitual que en una guerra se conocieran los objetivos principales y la hora exacta de un ataque enemigo. «Debe convertirse en una gran oportunidad para acabar con la vida de las tropas paracaidistas», diría en un mensaje a Wavell[25].
Mientras que los Aliados jugaban con ventaja gracias a la información interceptada, la inteligencia militar alemana se reveló extraordinariamente inepta, tal vez debido a un exceso de confianza tras la facilidad de las victorias conseguidas. Un informe del 19 de mayo, el día antes de que se lanzara el ataque, indicaba la presencia en la isla de apenas cinco mil efectivos aliados, de los que solo cuatrocientos se situaban en Heraclión. Las fotografías tomadas en los vuelos de reconocimiento de los aviones Dornier no habían conseguido localizar las posiciones perfectamente camufladas de las tropas del imperio británico. Y lo más sorprendente de todo: afirmaba que los cretenses recibirían con alegría a los invasores alemanes.
Debido a una serie de retrasos en la llegada de combustible para los aviones, la operación se aplazó del 17 al 20 de mayo. Los días previos al ataque, aumentó espectacularmente el número de incursiones de los bombarderos en picado y de los cazas de Richthofen. Su principal objetivo fueron las posiciones de las baterías antiaéreas. Los artilleros encargados del manejo de los cañones Bofors vivieron unos días horribles, excepto los del aeródromo de Heraclión, que recibieron la orden de abandonar sus armas y hacer que pareciera que estas habían sido destruidas. Astutamente, la 14.ª Brigada de Infantería quería tenerlas preparadas para cuando llegaran los paracaidistas. Freyberg, aunque sabía por las interceptaciones Ultra que los alemanes no querían dañar los aeródromos, pues su intención era poder utilizarlos inmediatamente, no abrió socavones en las pistas para inutilizarlas.
Cuando el 20 de mayo se dio la señal de alarma al amanecer, el cielo estaba sereno y despejado. Iba a ser otro día típicamente mediterráneo, cálido y soleado. Como de costumbre, los ataques aéreos empezaron a las 06:00, y se prolongaron durante una hora y media. Cuando acabaron, los soldados comenzaron a abandonar las trincheras y se reunieron para desayunar. Muchos pensaban que probablemente la invasión con fuerzas aerotransportadas, que les habían dicho que iba a tener lugar el pasado 17 de mayo, no se materializaría. Freyberg, aunque sabía que estaba programada para aquella misma mañana, había decidido no comunicárselo a sus hombres.
Justo antes de las 08:00 pudo oírse un sonido distinto de motor de avión. Los soldados cogieron sus fusiles y regresaron corriendo a sus posiciones. En Maleme y en la península de Akrotiri, cerca del cuartel general de Freyberg, unos aparatos de curiosa silueta, con largas alas apuntadas, volaban a baja altura, silbando sobre sus cabezas. Alguien gritó, «¡Planeadores!». Los fusiles, los cañones y las ametralladoras comenzaron a abrir fuego. En Maleme fueron vistos cuarenta aparatos que, tras sobrevolar el aeródromo, aterrizaron al otro lado del perímetro occidental, en el cauce seco del río Tavronitis y más allá. Varios planeadores se estrellaron, y algunos fueron alcanzados por las baterías antiaéreas. Enseguida fue evidente la imposibilidad de posicionar tropas al oeste de Maleme. Los planeadores transportaban el 1.er Batallón del Fallschirmjäger-Sturm-Regiment, a las órdenes del comandante Koch, el mismo que un año antes había dirigido el asalto a la fortaleza belga de Eben-Emael. Poco después, un ruido mucho más ensordecedor de motores anunció la llegada del grueso de las tropas paracaidistas.
Para sorpresa de los oficiales más jóvenes del cuartel general de la Creforce, Freyberg, después de escuchar aquel ruido, siguió desayunando como si tal cosa. Se limitó a levantar la vista y a exclamar: «¡Han llegado a la hora exacta!»[26]. Su imperturbabilidad resultaba impresionante, pero también preocupante, para algunos de los presentes. Con la ayuda de los prismáticos, los oficiales de su estado mayor observaban atentamente cómo las sucesivas oleadas de aviones Junker soltaban a los paracaidistas alemanes, y estallaba la batalla a lo largo de aquella franja costera. Algunos de los más jóvenes se unieron a los grupos que salieron a la caza de las tripulaciones de los planeadores que se habían estrellado justo al norte de la cantera en la que la Creforce tenía su cuartel general.
Los neozelandeses comenzaron a disparar con saña contra los paracaidistas que iban saltando de los aviones. Los oficiales les dijeron que apuntaran a sus botas para tener en cuenta la velocidad de descenso y dar en el blanco. En Maleme, otros dos batallones alemanes cayeron más allá del Tavronitis. El 22.º Batallón de Nueva Zelanda, responsable del aeródromo, había colocado únicamente una compañía alrededor de aquellas instalaciones, y solo un pelotón en el sector más vulnerable, el occidental. Justo al sur del aeródromo se elevaba un promontorio rocoso llamado Cota 107, donde el teniente coronel L. W. Andrew, distinguido con la Cruz Victoria, había establecido su puesto de mando. El comandante de la compañía que se encontraba en el lado oeste de esa colina supo dirigir muy bien los disparos de sus hombres, pero cuando sugirió que también entraran en acción los dos cañones de la costa, le respondieron que únicamente podían ser utilizados contra objetivos navales. La obsesión de Freyberg con una «invasión por mar» hizo que el general se negara a recurrir a su artillería y a desplegar sus reservas. Pero para repeler un asalto de fuerzas aerotransportadas, la táctica fundamental consistía en lanzar inmediatamente una contraofensiva, antes de que los paracaidistas enemigos tuvieran la oportunidad de organizarse.
Muchos de los paracaidistas alemanes lanzados al suroeste de La Canea, en lo que se denominaba el Valle de la Prisión, fueron víctimas de una verdadera matanza, pues cayeron en medio de unas posiciones aliadas perfectamente camufladas. Un grupo aterrizó en el cuartel general del 23.º Batallón. El oficial al mando mató a cinco alemanes, y su ayudante, desde donde estaba sentado, a dos. Desde todas direcciones se oían gritos de «¡Le he dado al bastardo!». Debido a la violencia de los combates se hicieron muy pocos prisioneros.
En su determinación de defender la isla, la mayor fiereza la mostraron los propios cretenses. Ancianos, mujeres y niños, utilizando escopetas y viejos fusiles, o empuñando layas y cuchillos de cocina, salieron a los campos para enfrentarse a los paracaidistas alemanes o para atrapar a los que habían quedado enredados en los olivos. El padre Stylianos Frantzeskakis, cuando se enteró de que tropas alemanas invadían la isla, fue corriendo a la iglesia e hizo sonar la campana. Cogió un fusil y condujo a sus feligreses al norte de Paleokhora para repeler al enemigo. Los alemanes, que sentían un odio prusiano por los francotiradores, rasgaban las camisas y los vestidos de la población civil para dejar sus hombros descubiertos. Si alguien mostraba marcas de culatazos de fusil o guardaba un cuchillo oculto entre la ropa, era ejecutado inmediatamente allí mismo, ya fuera hombre o mujer, niño o adulto.
La Creforce se veía limitada por las malas comunicaciones, debidas a la falta de aparatos de radio, pues no se había enviado ni uno desde Egipto en las tres semanas previas al ataque. En consecuencia, los australianos en Rétimno y la 14.ª Brigada de Infantería británica en Heraclión no se enteraron de que había comenzado la invasión en el oeste de la isla hasta las 14:30 horas.
Por suerte para los británicos, los problemas que tuvieron los alemanes para repostar combustible en los aeródromos de Grecia habían retrasado la partida del 1.er Regimiento Paracaidista del coronel Bruno Bräuer. Ello supuso que el ataque preliminar con bombarderos en picado y cazas Messerschmitt se produjera mucho antes de que comenzaran a llegar los primeros aviones de transporte Junker 52. Los cornetas dieron la señal de «alarma general» justo antes de las 17:30. Los soldados se precipitaron a sus posiciones perfectamente camufladas. Los artilleros destinados al manejo de los cañones Bofors, que una vez más habían evitado entrar en acción durante el ataque aéreo, empezaron a apuntar con sus baterías al cielo, dispuestos a disparar contra los pesados aviones de transporte. Durante las dos horas siguientes lograrían derribar quince de ellos.
Bräuer, confiando en los informes erróneos de los servicios de inteligencia alemanes, había decidido extender la zona de lanzamiento de sus tropas, y dispuso que el III Batallón cayera al suroeste de Heraclión, que el II Batallón aterrizara en el aeródromo situado al este de la ciudad, y que el I Batallón saltara en los alrededores de la aldea de Gournes, más al este todavía. Los hombres del II Batallón del capitán Burckhardt fueron víctimas de una matanza. Los escoceses del Regimiento Black Watch se pusieron a disparar furiosamente contra ellos. Los pocos que lograron sobrevivir fueron aplastados luego durante una contraofensiva de un grupo de tanques Whippet del 3.º de Húsares que atropellaba y disparaba a todo el que intentaba huir.
El III Batallón del comandante Schulz, tras caer en medio de los maizales y las viñas, logró conquistar Heraclión, a pesar de la feroz defensa llevada a cabo por tropas griegas y soldados no regulares cretenses en esta antigua ciudad amurallada veneciana. El alcalde se rindió a las fuerzas enemigas, aunque más tarde el Regimiento de York y Lancaster y hombres del Regimiento de Leicestershire contraatacaron, obligando a los paracaidistas alemanes a retirarse. Al caer la noche, el coronel Bräuer se dio cuenta de que su plan había sufrido un vuelco espectacular e inesperado.
En Rétimno, entre Heraclión y La Canea, parte del 2.º Regimiento Paracaidista del Oberst Alfred Sturm también cayó en una trampa. El teniente coronel Ian Campbell había ordenado que sus dos batallones australianos se dispersaran por un terreno elevado desde el que se controlaba la carretera de la costa y el aeródromo, colocando en medio a las tropas griegas pobremente pertrechadas. Cuando aparecieron los Junker volando en paralelo al mar, los defensores comenzaron a abrir fuego. Siete aviones cayeron derribados. Otros, queriendo escapar a toda prisa, lanzaron a sus paracaidistas en el mar, donde varios perecieron ahogados al no poderse liberar de los atalajes. Algunos hombres cayeron sobre las rocas, resultando heridos, y unos cuantos tuvieron un final terrible, muriendo empalados al caer en un cañaveral. Los dos batallones australianos lanzaron una contraofensiva. Los supervivientes alemanes tuvieron que huir hacia el este, donde tomaron posiciones en una fábrica de aceite de oliva. Y otro grupo que fue lanzado cerca de Rétimno se retiró a la aldea de Perivolia para defenderse del ataque de los gendarmes cretenses y los soldados irregulares locales.
Cuando cayó la noche en Creta, las tropas de uno y otro bando estaban exhaustas. Cesó el fuego. Los paracaidistas alemanes se morían de sed. Su uniforme había sido concebido para climas más fríos, y muchos de ellos sufrían una grave deshidratación. Las fuerzas irregulares cretenses, que les tendían emboscadas cerca de los pozos de agua, no dejaron de acosarlos durante toda la noche. Un número considerable de oficiales alemanes, entre otros el comandante de la 7.ª División Paracaidista, perdió la vida en la acción.
En Atenas enseguida corrió la noticia del desastre. El general Student observaba fijamente el mapa gigante de la isla que colgaba de una pared del salón de fiestas del Hotel Grande Bretagne. Aunque su cuartel general no disponía aún de cifras exactas, se sabía que las bajas habían sido cuantiosas y que no se controlaba ninguno de los tres aeródromos. Solo el de Maleme parecía que podía caer en sus manos, pero el Sturm-Regiment estaba casi sin municiones en el valle del Tavronitis. El cuartel general del XII Ejército del Generalfeldmarschall List y el VIII Cuerpo Aéreo de Richthofen estaban convencidos de que había que abortar la Operación Mercurio, aunque ello supusiera tener que abandonar a sus paracaidistas en la isla. Un oficial prisionero admitiría incluso ante un comandante australiano que «nosotros no reforzamos el fracaso»[27].
Mientras tanto, a las 22:00 horas, el general Freyberg enviaba un mensaje a El Cairo para comunicar que, según las últimas noticias recibidas, los tres aeródromos y los dos puertos seguían en sus manos. Sin embargo, estaba muy equivocado. En realidad, la situación en Maleme era muy distinta. El batallón del coronel Andrew había luchado con todas sus fuerza hasta la extenuación, pero se había hecho caso omiso a todas sus peticiones para poder lanzar una contraofensiva efectiva en el aeródromo. El superior de Andrew, el general de brigada James Hargest, probablemente influido por la obsesión de Freyberg de que iba a producirse un ataque por mar, no envió la ayuda solicitada. Cuando Andrew le dijo que se vería obligado a retirarse si no recibía el apoyo necesario, Hargest replicó: «Si tiene que hacerlo, hágalo». Así pues, Maleme y la Cota 107 fueron abandonados durante la noche.
El general Student, que no estaba dispuesto a ceder, tomó una decisión sin comunicársela al Generalfeldmarschall List. Mandó llamar al capitán Kleye, su piloto más experto, y le pidió que hiciera un aterrizaje de prueba en el aeródromo cretense al amanecer. A su regreso, Kleye informó que no había sufrido ataques directos. También fue enviado otro Junker con municiones para el Sturm-Regiment, y para proceder a la evacuación de algunos de los soldados heridos de esta unidad. Student ordenó inmediatamente a la 5.ª División de Montaña del Generalmajor Julius Ringel que se preparara para salir, pero antes organizó la partida de todas las reservas disponibles de la 7.ª División Paracaidista, a las órdenes del coronel Hermann-Bernhard Ramcke, para que se lanzaran en las inmediaciones de Maleme. Cuando ya se tuvo el control del aeródromo, comenzaron a aterrizar a las 17:00 horas los primeros aviones de transporte de tropas con parte del 100.º Regimiento de Montaña.
Freyberg, que seguía esperando la llegada de una flota invasora, se negó a utilizar en una contraofensiva a sus tropas de reserva, con la excepción del 20.º Batallón de Nueva Zelanda. El Regimiento Welch, su unidad más grande y mejor equipada, no debía moverse, pues aún temía que se produjera «un ataque por mar en la zona de La Canea»[28]. Y todo esto a pesar de que uno de los oficiales de su estado mayor le hubiera comunicado que, según la información capturada al enemigo, el «Convoy de Embarcaciones Ligeras», con refuerzos y provisiones, se dirigía a un lugar situado al oeste de Maleme, a unos veinte kilómetros al oeste de La Canea[29]. Freyberg también se había negado a escuchar a los oficiales navales de rango superior presentes en la isla que aseguraban que la Marina Real era perfectamente capaz de enfrentarse a los pequeños navíos que se dirigían hacia Creta por mar.
Al anochecer, cuando la Luftwaffe dejó de sobrevolar las aguas del Egeo, tres fuerzas navales de la Marina Real regresaron a toda prisa rodeando los dos extremos de la isla. Gracias a la interceptación de unos mensajes, conocían la ruta seguida por su presa. La Fuerza D, con tres cruceros y cuatro destructores con radar, tendió una emboscada a la flotilla de caiques escoltada por un destructor ligero italiano. Los reflectores iluminaron el objetivo, y empezó la matanza. Solo consiguió escapar un caique que pudo alcanzar la costa.
Mientras veía cómo se desarrollaba esta acción naval en el horizonte, Freyberg se dejaba llevar por el entusiasmo. Uno de los oficiales de su estado mayor recordaría la manera en la que se paseaba dando saltos de alegría como un niño exaltado. Por los comentarios del corpulento y robusto general, parece que, cuando todo acabó, pensó que la isla ya estaba definitivamente a salvo. Se acostó sintiendo un gran alivio, sin preguntar siquiera si había habido algún progreso en la contraofensiva lanzada en Maleme.
La hora prevista para el ataque era la 01:00 del 22 de mayo, pero Freyberg había insistido en que el 20.º Batallón no se moviera hasta que pudiera ser reemplazado por un batallón australiano procedente de Georgioupolis. Como carecían de medios de transporte suficientes, los australianos llegaron con retraso, y en consecuencia el 20.º Batallón no estuvo preparado para unirse a las tropas en avance del 28.º Batallón (Maorí) hasta las 03:30. Se perdieron unas horas de oscuridad preciosas. A pesar de su arrojo —el teniente Charles Upham fue distinguido con una de sus dos cruces Victoria por esta batalla—, los atacantes poco pudieron hacer ante el poderío de los paracaidistas y los batallones de montaña alemanes, que ya contaban con refuerzos, por no hablar de los cazas Messerschmitt que, después del amanecer, comenzaron a disparar constantemente con sus ametralladoras contra ellos. Los neozelandeses, exhaustos, tuvieron que retirarse al caer la tarde. Furiosos y abatidos, no les quedaría más remedio que contemplar cómo los aviones de transporte de tropas Junker 52 aterrizaban uno tras otro en el aeródromo, a un ritmo —aterrador e impresionante— de veinte aparatos por hora. La isla estaba perdida.
Aquel día, la desgracia también persiguió a los Aliados en el mar. Cunningham, decidido a acabar con el segundo «Convoy de Embarcaciones Ligeras», cuya partida había sido retrasada, envió la Fuerza C y la Fuerza A1 al Egeo a plena luz del día. Cuando por fin divisaron el convoy, provocaron algunos daños en las embarcaciones enemigas, pero la intensidad de los ataques aéreos alemanes causó daños mayores en el bando aliado. La Flota del Mediterráneo perdió dos cruceros y un destructor. Dos acorazados, dos cruceros y varios destructores quedaron seriamente averiados. La Armada aún no había aprendido una lección: la era de los acorazados ya era historia. Otros dos destructores, el Kashmir y el Kelly de lord Louis Mountbatten, fueron hundidos al día siguiente.
El 22 de mayo, por la noche, Freyberg decidió no lanzar un último contraataque decisivo con los tres batallones de su división que no habían entrado en combate. Evidentemente, no quería ser recordado como el hombre que perdió la División de Nueva Zelanda. Podemos imaginar el enfado y la rabia que sintieron los australianos en Rétimno y los hombres de la 14.ª Brigada de Infantería británica, pues creían haber ganado sus batallas. Por los caminos rocosos de las Lefka Ori, las Montañas Blancas, comenzó una dramática retirada en toda regla. Sedientos, exhaustos y con los pies doloridos, los miembros de la Creforce se dirigieron al puerto de Sfakia, donde la Marina Real volvía a hacer los preparativos necesarios para evacuar a un ejército derrotado. La fuerza especial del general de brigada Robert Laycock, que llegaba como unidad de apoyo, desembarcó en la bahía de Suda solo para ser informada de que había que abandonar la isla. Sin poder dar crédito a sus ojos, los hombres de esta formación vieron cómo se prendía fuego a los almacenes del puerto. Y a Laycock no le hizo ni pizca de gracia que sus efectivos tuvieran que crear una barrera en la retaguardia para impedir el paso de las tropas de montaña de Ringel.
La Marina Real nunca se amedrentó, a pesar de las graves pérdidas sufridas en aguas de Creta. La 14.ª Brigada de Infantería fue evacuada por dos cruceros y seis destructores, tras emprender brillantemente una retirada al puerto de Heraclión la noche del 28 de mayo sin que el enemigo se enterara. A los oficiales les vino a la cabeza el entierro de sir John Moore en La Coruña, poema que la mayoría de ellos había aprendido de memoria en sus años de colegio. Pero parecía imposible que todo hubiera ido tan bien. Ralentizados por un destructor averiado, los barcos no habían pasado del canal oriental situado en el extremo este de la isla cuando comenzó a salir el sol. Los bombarderos en picado alemanes comenzaron a atacarlos. Dos destructores fueron hundidos, y dos cruceros sufrieron graves daños. La escuadra llegó con dificultad al puerto de Alejandría con un número ingente de cadáveres a bordo. Una quinta parte de los hombres de la 14.ª Brigada murió en el mar, un porcentaje mucho mayor que el de los caídos en los combates contra los paracaidistas alemanes. Un gaitero del Regimiento Black Watch, iluminado por un reflector, tocó una endecha. Muchos soldados lloraban desconsoladamente. Para los alemanes, los daños infligidos a la Marina Real durante la campaña de Creta fueron su venganza por el hundimiento del Bismarck. En Atenas, Richthofen y su invitado, el general Ferdinand Schörner, celebraron la victoria brindando con champagne.
La evacuación de la costa meridional también comenzó la noche del 28 de mayo, aunque en Rétimno los australianos nunca recibirían la orden de retirarse. «El enemigo sigue disparando», informaron a Grecia los paracaidistas alemanes[30]. Al final, solo cincuenta de ellos conseguirían salir de allí cruzando las montañas, y no serían evacuados por un submarino hasta varios meses después.
En Sfakia reinaba el caos y la desorganización debido principalmente al gran número de soldados que habían llegado en desbandada sin nadie que los dirigiera. Los neozelandeses, los australianos y efectivos del Cuerpo de los Marines Reales, que se habían retirado en orden, formaron un cordón para impedir que aquellos hombres se lanzaran en tropel a las lanchas. Los últimos barcos zarparon en la madrugada del 1 de junio, cuando estaban a punto de llegar las tropas de montaña alemanas. La Marina Real consiguió evacuar a dieciocho mil hombres, incluida casi toda la División de Nueva Zelanda. Atrás tuvieron que quedarse nueve mil, que fueron capturados por el enemigo.
Resulta fácil imaginar su resentimiento y amargura. Solo el primer día, las tropas aliadas habían acabado con la vida de mil ochocientos cincuenta y seis paracaidistas alemanes. En total, las fuerzas de Student sufrieron unas seis mil bajas, perdieron ciento cuarenta y seis aviones, y otros ciento sesenta y cinco resultaron gravemente dañados. A finales del verano de aquel año, durante la invasión de la Unión Soviética, la Wehrmacht lamentaría amargamente no poder contar con esos aviones de transporte Junker 52. El VIII Cuerpo Aéreo de Richthofen perdió otros sesenta aparatos. La batalla de Creta supuso el golpe más duro sufrido por la Wehrmacht desde el inicio de la guerra[31]. Pero, a pesar de la férrea resistencia de los Aliados, la batalla acabó convirtiéndose en una derrota innecesaria y sangrante. Curiosamente, ambos bandos sacaron lecciones muy diferentes del resultado de la operación aerotransportada. Hitler se prometió no volver a recurrir nunca a un lanzamiento similar, mientras que los Aliados se animaron a desarrollar sus propias formaciones de paracaidistas, que no siempre obtuvieron buenos resultados más tarde, en el transcurso de la guerra.