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EL ESTALLIDO DE LA GUERRA

(JUNIO-AGOSTO DE 1939)


El 1 de junio de 1939, Georgi Zhukov, un general de caballería de corta estatura y robusto, recibió un mensaje en el que se le requería que acudiera inmediatamente a Moscú[1]. La purga del Ejército Rojo iniciada por Stalin en 1937 seguía en marcha, por lo que Zhukov, que ya había sido acusado en una ocasión, supuso que en aquellos momentos había sido declarado «enemigo del pueblo» por alguna denuncia. El siguiente paso consistía en meterlo en la «picadora de carne» de Lavrenti Beria, como solía decirse para indicar el sistema de interrogatorios que seguía el NKVD.

En la paranoia que desató el «Gran Terror», los altos oficiales fueron de los primeros en ser fusilados como espías trotskistas-fascistas. Unos treinta mil fueron detenidos. Entre los de mayor rango, muchos habían sido ejecutados, y la mayoría torturados para obtener de ellos ridículas confesiones. Zhukov, amigo de muchas de las víctimas, tenía preparada una bolsa —con lo necesario para pasar una temporada en prisión— desde que comenzara la purga dos años atrás. Llevaba tiempo esperando aquel momento, y escribió una carta de despedida a su esposa. «Solo te pido una cosa», comenzaba diciendo. «No llores, mantente fuerte, e intenta resistir con dignidad y honradez esta amarga separación»[2].

Pero cuando el tren en el que viajaba llegó a Moscú al día siguiente, Zhukov no fue detenido ni trasladado a la Gran Lubyanka. Le indicaron que se dirigiera al Kremlin para entrevistarse con el viejo camarada de Stalin del I Ejército de Caballería de los tiempos de la guerra civil, el mariscal Kliment Voroshílov, por aquel entonces comisario del pueblo para la defensa. Durante la purga, este soldado «mediocre, desconocido y de pocas luces[3]» había reforzado su posición, eliminando celosamente a otros comandantes de talento. Más tarde, Nikita Khrushchev lo llamaría con una gran crudeza descriptiva «el saco de mierda más grande del ejército»[4].

Zhukov se enteró de que tenía que volar hasta el estado satélite soviético de Mongolia Exterior. Allí, debía asumir el mando del LVII Cuerpo Especial, formado por hombres del Ejército Rojo y de las fuerzas mongolas, para infligir un golpe decisivo al Ejército Imperial de Japón. Stalin estaba furioso porque, por lo visto, el comandante local apenas había obtenido resultados positivos. Con la amenaza de los nazis de una guerra en el oeste, quería poner fin a los actos de provocación que llevaban a cabo constantemente los japoneses desde su estado títere de Manchukuo. La rivalidad existente entre Rusia y Japón se remontaba a los tiempos de los zares, y era evidente que la humillante derrota sufrida por la primera en 1905 no había sido olvidada por el régimen soviético. Con Stalin, se había reforzado enormemente su presencia militar en el este asiático.

Las autoridades militares japonesas estaban obsesionadas con la amenaza del bolchevismo. Y desde la firma en noviembre de 1936 del pacto anti-Comintern entre Alemania y Japón, habían aumentado en la frontera mongola las tensiones existentes entre los destacamentos fronterizos del Ejército Rojo y el ejército nipón de Kwantung. La situación se había caldeado considerablemente a raíz de una serie de choques fronterizos en 1937, y de un importante enfrentamiento armado en 1938, el llamado «incidente de Changkufeng», en el lago Khasán, a unos ciento quince kilómetros al suroeste de Vladivostok.

Los japoneses también estaban furiosos porque la Unión Soviética prestaba su apoyo al enemigo chino no solo desde el punto de vista económico, sino también bélico, con el envío de tanques T-26, numerosos asesores militares y escuadrones aéreos formados por «voluntarios». Los líderes del ejército de Kwantung se veían cada vez más atados de pies y manos, sobre todo después de que el emperador Hiro Hito se negara en agosto de 1938 a permitir que se respondiera a los soviéticos de manera contundente con un ataque masivo. Su arrogancia se basaba en la creencia errónea de que la Unión Soviética se quedaría de brazos cruzados. Pidieron carta blanca para actuar como consideraran oportuno en cualquier incidente fronterizo que pudiera producirse en un futuro. Pero lo que en realidad les movía era un interés personal. Si se mantenía vivo un conflicto menor con la Unión Soviética, Tokio se vería obligado a aumentar el número de efectivos del ejército de Kwantung, no a disminuirlo. Temían que, de lo contrario, algunas de sus formaciones pudieran ser trasladadas al sur para luchar contra los ejércitos nacionalistas chinos de Chiang Kai-shek[5].

Algunos miembros del estado mayor imperial en Tokio veían con buenos ojos la postura beligerante de las autoridades de Kwantung. Pero la Armada y los políticos civiles estaban seriamente preocupados. Las presiones de la Alemania nazi para que Japón considerara a la Unión Soviética el principal enemigo los incomodaba sumamente. No querían meterse en una guerra en el norte de China, en las regiones que limitaban con Mongolia y Siberia. Esta división de opiniones provocó la caída del gobierno del príncipe Konoe Fumimaro. Pero cada vez era más evidente que iba a estallar la guerra en Europa, y las discrepancias en el gobierno y en los círculos militares no disminuyeron. El ejército y los grupos de extrema derecha no dejaban de hablar públicamente, a menudo exagerando los hechos, del número cada vez mayor de enfrentamientos que tenían lugar en las fronteras del norte. Y el ejército de Kwantung, sin informar a Tokio, promulgó una orden en virtud de la cual se permitía al comandante sobre el terreno llevar a cabo la acción que considerara pertinente para castigar a los posibles agresores. La orden en cuestión fue aprobada con la llamada prerrogativa de «iniciativa sobre el terreno[6]», que autorizaba a los ejércitos el movimiento de tropas por razones de seguridad dentro de su zona de acción, sin tener que consultar con el estado mayor imperial.

El incidente de Nomonhan, llamado más tarde en la Unión Soviética la batalla de Khalkhin-Gol por el río en el que tuvo lugar, comenzó el 12 de mayo de 1939. Un regimiento de la caballería mongola cruzó el Khalkhin-Gol, buscando pastos para sus peludas y pequeñas monturas en las onduladas tierras de la vasta estepa. Adentrándose en la zona, se alejaron unos veinticinco kilómetros del río que los japoneses consideraban la frontera, hasta llegar a una gran aldea, Nomonhan, donde la República Popular de Mongolia situaba la línea fronteriza. Fuerzas manchúes del ejército de Kwantung forzaron su retirada al río Khalkhin-Gol, pero luego los mongoles contraatacaron. Las escaramuzas entre unos y otros continuaron durante dos semanas. El Ejército Rojo envió tropas de refuerzo. El 28 de mayo soviéticos y mongoles destruyeron un contingente japonés de doscientos hombres y varios vehículos blindados bastante obsoletos. A mediados de junio, los bombarderos de la aviación del Ejército Rojo atacaron diversos objetivos mientras sus fuerzas terrestres avanzaban hacia Nomonhan.

A partir de ese momento, los acontecimientos se precipitaron. Las unidades del Ejército Rojo en la zona recibieron refuerzos del distrito militar Trans-Baikal, como había solicitado Zhukov a su llegada el 5 de junio. El problema principal al que se enfrentaban las fuerzas soviéticas era que tenían que operar a casi setecientos kilómetros de distancia del centro ferroviario más próximo al que llegaban los pertrechos y suministros, lo que significaba un esfuerzo logístico inmenso, con camiones desplazándose por unas pistas de tierra tan maltrechas que para realizar un viaje de ida y vuelta tardaban cinco días. Semejante dificultad indujo al menos a los japoneses a subestimar la capacidad de combate de las fuerzas que iba reuniendo Zhukov.

Enviaron la 23.ª División del teniente general Komatsubara Michitaro y parte de la 7.ª a Nomonhan. El ejército de Kwantung pidió mucha más presencia aérea para apoyar a sus tropas. Esta solicitud generó preocupación en Tokio. El estado mayor imperial mandó una orden prohibiendo cualquier acto de represalia, y anunció que uno de sus oficiales iba a desplazarse inmediatamente hasta allí para analizar la situación e informar debidamente a Tokio. Esta noticia hizo que los comandantes de Kwantung decidieran completar la operación antes de que los obligaran a interrumpirla. La mañana del 27 de junio, enviaron varias escuadrillas aéreas para bombardear bases soviéticas en Mongolia Exterior. En Tokio, el estado mayor se puso hecho una furia y expidió una sucesión de órdenes prohibiendo toda actividad aérea.

La noche del 1 de julio, aprovechando las horas de oscuridad, los japoneses cruzaron el Khalkhin-Gol y se apoderaron de una colina estratégica, poniendo en peligro el flanco soviético. Tras tres días de intenso combate, sin embargo, Zhukov consiguió al final repelerlos y enviarlos de vuelta al otro lado del río con la ayuda de sus tanques. A continuación, ocupó parte de la margen derecha del Khalkhin-Gol y puso en marcha su gran operación de engaño, la denominada por el Ejército Rojo maskirovka. Mientras preparaba secretamente una gran ofensiva, Zhukov simulaba que sus tropas creaban una línea defensiva estática. Se enviaron mensajes mal codificados en los que se pedía más y más material para la construcción de búnkeres, con la ayuda de altavoces se difundía el ruido de martinetes en funcionamiento, y se distribuyeron panfletos titulados Lo que debe saber sobre defensa el soldado soviético en cantidades ingentes para que algunos cayeran en manos del enemigo. Mientras tanto, Zhukov iba reuniendo y escondiendo tanques de refuerzo aprovechando la oscuridad de la noche. Los conductores de los camiones soviéticos acabaron exhaustos después de traer las reservas de municiones necesarias para la ofensiva por las terribles carreteras que separaban aquel lugar del centro ferroviario al que llegaban los pertrechos[7].

El 23 de julio, los japoneses lanzaron un nuevo ataque frontal, pero no consiguieron romper las líneas soviéticas. A raíz de sus problemas para abastecerse de pertrechos, tuvieron que esperar algún tiempo antes de volver a estar preparados para poder emprender un tercer ataque. Pero ignoraban que para entonces las fuerzas de Zhukov habrían aumentado hasta los cincuenta y ocho mil hombres, con aproximadamente quinientos tanques y doscientos cincuenta aparatos aéreos.

A las 05:45 del domingo 20 de agosto, Zhukov lanzó su ataque sorpresa, al principio bombardeando con la artillería durante tres horas, y luego con tanques y aviones, así como con las fuerzas de infantería y de caballería. El calor era asfixiante. Con unas temperaturas que superaban los 40º, se cuenta que las ametralladoras y los cañones se atascaban y que las polvaredas y las cortinas de humo que levantaban las explosiones dejaron en tinieblas el campo de batalla[8].

Mientras la infantería soviética, que incluía tres divisiones de fusileros y una brigada paracaidista, resistía con firmeza en el centro, entreteniendo al grueso de las fuerzas niponas, Zhukov envió a sus tres brigadas de blindados y una división de caballería mongola desde una posición más atrasada para que fueran rodeándolas. Entre sus carros de combate, que a gran velocidad vadearon un afluente del Khalkhin-Gol, había varios T-26, modelo utilizado en la Guerra Civil Española para ayudar a los republicanos, y unos prototipos más rápidos de lo que luego sería el T-34, el tanque medio más efectivo de la Segunda Guerra Mundial. Los obsoletos tanques japoneses no tuvieron ninguna oportunidad. Sus cañones no podían disparar proyectiles perforadores de blindaje.

La infantería japonesa, pese a carecer de cañones antitanque efectivos, combatió desesperadamente. El teniente Sadakaji fue visto cargando contra un tanque mientras blandía su espada samurai hasta que por fin cayó abatido. Los soldados japoneses lucharon desde sus trincheras blindadas, causando importantes bajas entre sus atacantes, que en algunos casos trajeron tanques lanzallamas para acabar con ellos. Zhukov parecía no inmutarse por las pérdidas que sufría. Cuando el comandante en jefe del Frente Trans-Baikal, que había venido para observar el desarrollo de la batalla, sugirió la conveniencia de detener la ofensiva, Zhukov respondió lacónicamente a su superior. Si interrumpía los ataques y luego volvía a lanzarlos, dijo, las pérdidas soviéticas se multiplicarían por diez «por culpa de nuestra falta de decisión»[9].

A pesar de la firme determinación de los japoneses de no rendirse al enemigo, sus anticuadas tácticas y su armamento obsoleto los condujeron a una derrota humillante. Las fuerzas de Komatsubara fueron rodeadas y prácticamente aniquiladas en lo que fue una prolongada matanza en el curso de la cual se produjeron sesenta y una mil bajas. En el Ejército Rojo, siete mil novecientos setenta y cuatro hombres murieron en combate, y quince mil doscientos cincuenta y uno resultaron heridos[10]. La mañana del 31 de agosto la batalla había concluido. Mientras se libraba este combate, se firmaba en Moscú el pacto nazi-soviético, y cuando llegó a su final, tropas alemanas se concentraban cerca de las fronteras de Polonia, listas para comenzar la guerra en Europa. Hasta finales de septiembre fueron produciéndose enfrentamientos aislados, pero en vista de lo que ocurría en el mundo, Stalin decidió que era prudente acceder a las peticiones japonesas de alto el fuego.

Zhukov, que poco antes se había dirigido a Moscú pensando en su inminente detención, volvió entonces a la capital para recibir de las manos de Stalin la estrella dorada de Héroe de la Unión Soviética. Su primera victoria, un magnífico acontecimiento en un momento horrible para el Ejército Rojo, tuvo importantes consecuencias para todos. Japón había sido sacudido hasta los cimientos por esta inesperada derrota, que sirvió para enardecer el ánimo de sus enemigos chinos, tanto el de los nacionalistas como el de los comunistas. En Tokio, la facción que abogaba por «golpear el norte» y por una guerra contra la Unión Soviética, recibió un duro revés. Los partidarios de «golpear el sur», encabezados por la Armada, vieron, pues, reforzada su posición. Pocas semanas antes de la Operación Barbarroja, en abril de 1941, y para consternación de los alemanes, rusos y nipones firmarían un pacto de no agresión. Así pues, la batalla de Khalkhin-Gol tuvo una importancia determinante en la posterior decisión de Japón de dirigir sus fuerzas contra las colonias francesas, holandesas y británicas del sudeste asiático, y enfrentarse a la marina de los Estados Unidos en el Pacífico. La negativa de Tokio de atacar a la Unión Soviética en el invierno de 1941 tendría, pues, una gran influencia en el drástico giro geopolítico que daría la guerra, en lo concerniente tanto a Extremo Oriente como al enfrentamiento a vida o muerte de Hitler con la Unión Soviética.

La estrategia de Hitler durante los años anteriores al estallido de la guerra había carecido de consistencia. Unas veces el Führer había confiado en llegar a una alianza con Gran Bretaña como paso previo a su objetivo final de atacar a la Unión Soviética, para luego cambiar de idea y preferir dejar inefectiva cualquier influencia de ese país en el continente, lanzando un ataque preventivo contra Francia. Para proteger su flanco oriental si por fin optaba por atacar primero por el oeste, Hitler había obligado a su ministro de asuntos exteriores, Joachim von Ribbentrop, a entrar en conversaciones con Polonia para proponer una alianza. Los polacos, perfectamente conscientes del peligro que suponía cualquier provocación a Stalin, y sospechando acertadamente que Hitler deseaba convertir su país en un estado satélite, se mostraron sumamente cautelosos. Pero el gobierno polaco había cometido un gravísimo error por puro oportunismo. Cuando Alemania entró en los Sudetes en 1938, sus fuerzas ocuparon la provincia checoslovaca de Teschen, que Polonia venía reivindicando desde 1920 por considerarla étnicamente polaca, y también avanzó su frontera hasta los Cárpatos. Este movimiento irritó a los soviéticos y alarmó a los gobiernos británico y francés. El exceso de confianza de los polacos no hizo sino favorecer los planes de Hitler. Al final quedó demostrado que la idea de Polonia de que podía crearse un bloque centroeuropeo para frenar la expansión de Alemania —la que llamaban una «Tercera Europa»— no era más que una quimera.

El 8 de marzo de 1939, poco antes de que sus tropas ocuparan Praga y el resto de Checoslovaquia, Hitler indicó a sus generales que tenía la intención de aplastar a Polonia. Sostenía que entonces Alemania podría aprovechar los recursos polacos y extender su dominio hasta el sur de Europa central. Había decidido asegurarse el control de Polonia con la conquista, no con la diplomacia, antes de lanzar un ataque por el oeste. También les habló de su intención de acabar con la «democracia judía» de los Estados Unidos[11].

El 23 de marzo, Hitler invadió el distrito lituano de Memel para anexionarlo a Prusia oriental. Decidió acelerar su plan de guerra por el temor a un rápido rearme de Gran Bretaña y Francia. No obstante, seguía sin tomarse en serio las palabras pronunciadas por Chamberlain el 31 de marzo en la Cámara de los Comunes, prometiendo su apoyo a Polonia. El 3 de abril ordenó a sus generales que planificaran la llamada operación «Caso Blanco», esto es, un proyecto para invadir Polonia que tenía que estar preparado a finales de agosto.

Chamberlain, cuyo visceral anticomunismo hacía que fuera reacio a entenderse con Stalin, sobrestimó la capacidad de los polacos y no supo crear a tiempo un bloque defensivo para frenar a Hitler en Europa central y los Balcanes. De hecho, en sus garantías a Polonia los británicos excluían implícitamente a la Unión Soviética. El gobierno de Chamberlain solo comenzó a reaccionar a esta clara omisión cuando llegaron informes que hablaban de negociaciones comerciales entre alemanes y soviéticos. Stalin, que detestaba a los polacos, estaba muy preocupado porque los gobiernos de Francia y Gran Bretaña no habían conseguido poner coto a las ambiciones de Hitler. Por otro lado, el hecho de que no lo hubieran invitado un año antes a discutir el futuro de Checoslovaquia solo había servido para aumentar su resentimiento. Además, sospechaba que los británicos y los franceses solo querían meterlo en un conflicto con Alemania para no verse ellos obligados a recurrir a las armas. Como es de suponer, prefería que fueran los estados capitalistas los que se enzarzaran en una guerra de desgaste.

El 18 de abril, Stalin puso a prueba a los gobiernos de Francia y Gran Bretaña, ofreciéndoles una alianza que contemplaba la prestación de ayuda a cualquier país de Europa central que se viera amenazado por una fuerza agresora. Los británicos no sabían qué hacer. En un primer momento, dejándose llevar por su instinto, tanto lord Halifax, ministro de exteriores, como sir Alexander Cadogan, su secretario permanente, consideraron la démarche soviética una maniobra con fines «malévolos»[12]. Chamberlain temía que aceptar semejante propuesta solo iba a servir para provocar a Hitler. De hecho, fue lo que impulsó a Hitler a llegar a un acuerdo con el dictador soviético. En cualquier caso, polacos y rumanos recelaban de ese ofrecimiento. Temían, con razón, que la Unión Soviética exigiera que el Ejército Rojo pudiera entrar en sus territorios. Por su parte, los franceses, que desde antes de la Primera Guerra Mundial ya veían en Rusia su aliado natural contra Alemania, se mostraron mucho más receptivos a la idea de una alianza con la Unión Soviética. Y, dándose cuenta de que debían actuar conjuntamente con Gran Bretaña, comenzaron a presionar a Londres para que accediera a entablar negociaciones militares con Moscú.

A Stalin no le sorprendió la vacilante reacción de los británicos, pues también tenía secretamente en su agenda un plan de expansión de las fronteras soviéticas por el oeste. Ya le había echado el ojo a la Besarabia rumana, a Finlandia, a los estados bálticos y a Polonia oriental, especialmente a los territorios de Bielorrusia y Ucrania cedidos a Polonia tras su victoria de 1920. Los británicos, reconociendo al final la conveniencia de un pacto con la Unión Soviética, no comenzaron a entablar negociaciones hasta finales de mayo. Sin embargo, Stalin sospechaba, no exento de razón, que lo único que quería el gobierno británico era ganar tiempo.

Al dictador soviético le sorprendió aún menos la legación militar de franceses y británicos que el 5 de agosto, a bordo de un lento vapor, partió rumbo a Leningrado. El general Aimé Doumenc y el almirante sir Reginald Plunkett-Ernle-Erle-Drax no tenían ningún poder de decisión. Solo podían informar a París y a Londres. Su misión, en cualquier caso, estaba condenada al fracaso por otras razones. Doumenc y Drax se encontraron con un problema insalvable: la insistencia de Stalin en que las tropas del Ejército Rojo tuvieran derecho de paso por los territorios de Polonia y Rumania. Era una exigencia con la que ninguno de los dos países iba a transigir. Ambos estados sentían una desconfianza visceral hacia todos los comunistas, sobre todo a Stalin. El tiempo iba pasando mientras las estériles negociaciones se prolongaban hasta la segunda mitad de agosto, pero ni siquiera los franceses, que querían desesperadamente alcanzar un acuerdo, consiguieron convencer al gobierno de Polonia de que cediera en ese punto. El comandante en jefe de las fuerzas polacas, el mariscal Edward Śmigły-Rydz, dijo que «con los alemanes corremos el peligro de perder nuestra libertad, pero con los rusos perderíamos nuestra alma»[13].

Hitler, airado por la pretensión de británicos y franceses de incluir a Rumania en un pacto defensivo contra cualquier futura agresión de Alemania, decidió que había llegado la hora de considerar seriamente dar un paso impensable desde el punto de vista ideológico: firmar un acuerdo con los soviéticos. El 2 de agosto, Ribbentrop habló por primera vez de la idea de establecer un nuevo tipo de relación con el representante soviético en Berlín. «No hay ningún problema, desde el Báltico hasta el mar Negro», le dijo, «que no pueda ser resuelto entre nosotros dos»[14].

Ribbentrop no ocultó los planes alemanes de agredir Polonia, insinuando que podían dividirse el botín. Al cabo de dos días, el embajador alemán en Moscú comentó que su país estaba dispuesto a considerar los estados bálticos una zona bajo la esfera de influencia soviética. El 14 de agosto, Ribbentrop planteó la idea de visitar Moscú para comenzar las negociaciones. Molotov, el nuevo ministro soviético de asuntos exteriores, expresó su preocupación por el apoyo alemán a Japón, cuyas fuerzas seguían combatiendo con el Ejército Rojo a uno y otro lado del Khalkhin-Gol, poniendo, no obstante, de manifiesto la predisposición soviética a seguir con las negociaciones, especialmente en lo tocante a los estados bálticos.

Para Stalin, los beneficios parecían cada vez más evidentes. En realidad, desde la firma del tratado de Múnich, no había dejado de considerar la posibilidad de alcanzar un acuerdo con Hitler. En la primavera de 1939 se dio un paso más en este sentido. El 3 de mayo, tropas del NKVD rodearon el comisariado de asuntos exteriores. «Purga a los judíos del ministerio», fue la orden de Stalin. «Limpia bien la “sinagoga”»[15]. Maxim Litvinov, el veterano diplomático soviético, fue sustituido como ministro de asuntos exteriores por Vyacheslav Molotov, y diversos judíos fueron detenidos.

Un acuerdo con Hitler permitiría a Stalin ocupar los estados bálticos y Besarabia, por no hablar de Polonia oriental si los alemanes invadían este país por el oeste. Y, como sabía que el siguiente paso de Hitler iba a ser contra Francia y Gran Bretaña, confiaba en que el poder alemán se debilitara en lo que esperaba que se convirtiera en una guerra sangrienta con el oeste capitalista. Ello le daría tiempo para reconstruir su Ejército Rojo, debilitado y desmoralizado en aquellos momentos por sus propias purgas.

Para Hitler, un acuerdo con Stalin iba a permitirle comenzar su guerra, primero contra Polonia, y luego contra Francia y Gran Bretaña, incluso sin contar con aliados. El llamado «Pacto de Acero» firmado con Italia el 22 de mayo significaba muy poco, pues Mussolini no creía que su país estuviera preparado para la guerra hasta 1943. Hitler, sin embargo, seguía apostando por su corazonada de que Gran Bretaña y Francia se acobardarían y no entrarían en guerra cuando invadiera Polonia, por mucho que hubieran garantizado lo contrario.

La propaganda de guerra de la Alemania nazi contra Polonia se intensificó. Los polacos fueron convertidos en los causantes de la invasión que estaba germinándose contra su país. Y Hitler tomó todas las precauciones necesarias para evitar cualquier tipo de negociación, pues esta vez no estaba dispuesto a verse privado de una guerra por unas concesiones acordadas en el último minuto.

Para arrastrar a la opinión pública alemana en aquella empresa, no dudó en explotar el resentimiento de su pueblo hacia Polonia por haberse quedado con Prusia occidental y parte de Silesia tras el detestado acuerdo firmado en Versalles. La Ciudad Libre de Danzig y el corredor polaco que separaba Prusia oriental del resto del Reich fueron utilizados como ejemplos de las injusticias cometidas por el Tratado de Versalles. Pero el 23 de mayo, Hitler declaró que la guerra que se avecinaba no era por la Ciudad Libre de Danzig, sino por un Lebensraum en el este. Los informes que hablaban de la opresión a la que se veían sometidos los casi un millón de individuos de origen alemán de Polonia fueron manipulados burdamente. No es de sorprender que las constantes amenazas de Hitler a Polonia dieran lugar a una serie de medidas discriminatorias contra esas personas, y a finales de agosto unas setenta mil huyeron al Reich. Las declaraciones de los polacos, acusando a los individuos de origen alemán de participación en actos subversivos antes de que estallara la guerra, eran, casi con absoluta seguridad, falsas. En cualquier caso, la prensa alemana cada vez se hacía más eco de noticias que hablaban de persecuciones de las minorías alemanas en Polonia.

El 17 de agosto, durante unas maniobras del ejército alemán a orillas del Elba, dos capitanes británicos de la embajada, que habían sido invitados en calidad de observadores, percibieron que los oficiales alemanes más jóvenes se mostraban «muy confiados y seguros de que el Ejército Alemán podía enfrentarse al mundo»[16]. Sus generales y altos funcionarios del ministerio de exteriores, sin embargo, temían que la invasión de Polonia desencadenara un conflicto armado en Europa. Hitler seguía creyendo que los británicos al final no empuñarían las armas. En cualquier caso, pensaba, la firma inminente de un pacto con la Unión Soviética acabaría por tranquilizar a aquellos generales a los que les asustaba la posibilidad de que se desencadenara una guerra en dos frentes. Pero el 19 de agosto, por si los británicos y los franceses declaraban la guerra, el Grossadmiral Raeder ordenó que los acorazados de bolsillo Deutschland y Graf Spee, junto con dieciséis submarinos, se echaran a la mar y pusieran rumbo a aguas del Atlántico[17].

El 21 de agosto, a las 11:30, el ministro de asuntos exteriores alemán anunció desde la Wilhelmstrasse que se había propuesto la firma de un pacto de no agresión nazi-soviético. Cuando en el Berghof se recibió la noticia de que Stalin estaba dispuesto a entablar negociaciones, se cuenta que Hitler, cerrando el puño en señal de victoria, dio un golpe en la mesa y exclamó ante los allí presentes: «¡Ya son míos! ¡Ya son míos!»[18]. «En las cafeterías los alemanes demostraban su alegría, pues pensaban que aquello significaba la paz», observaría un miembro del personal de la embajada británica[19]. Y el embajador, sir Nevile Henderson, informó a Londres poco después en los siguientes términos: «La primera impresión en Berlín fue de gran alivio… Una vez más, se ha visto reafirmada la fe del pueblo alemán en la capacidad de Herr Hitler para alcanzar sus objetivos sin entrar en una guerra»[20].

La noticia conmocionó a los británicos; pero para los franceses, que habían depositado muchas más esperanzas en un pacto con su aliado tradicional, Rusia, fue una verdadera bomba. Curiosamente, el generalísimo español, Francisco Franco, y las autoridades japonesas fueron los que quedaron más sorprendidos. Se sintieron traicionados, pues nadie les había dicho que el instigador del pacto anti-Comintern estaba deseando firmar en aquellos momentos una alianza con Moscú. El gobierno de Tokio se vino abajo al recibir la noticia, que, sin embargo, suponía un duro revés para Chiang Kai-shek y los nacionalistas chinos.

El 23 de agosto, Ribbentrop realizó un vuelo histórico a la capital soviética. Apenas quedaban unas pocas cuestiones espinosas que aclarar en las negociaciones, pues los dos regímenes totalitarios se habían dividido Europa central en un protocolo secreto. Stalin exigió que se le concediera toda Letonia, a lo que Ribbentrop accedió tras consultarlo con Hitler por teléfono y recibir su aprobación. Una vez firmados el pacto público de no agresión y los protocolos secretos, Stalin propuso un brindis por Hitler, y le dijo a Ribbentrop que era perfectamente consciente del «gran amor que siente la nación alemana por su Führer».

Aquel mismo día, en un último intento por evitar la guerra, sir Nevile Henderson se había dirigido a Berchtesgaden con una carta de Chamberlain. Pero Hitler se limitó simplemente a culpar a los británicos de apoyar a los polacos en su postura antialemana. Henderson, aunque era un ferviente partidario de la política de apaciguamiento, al final se convenció de que «el cabo de la pasada guerra estaba sumamente ansioso por demostrar lo que era capaz de hacer en la siguiente en calidad de generalísimo y conquistador»[21]. Aquella misma noche, Hitler ordenó que el ejército se preparara para invadir Polonia tres días después.

A las 03:00 del 24 de agosto, la embajada británica en Berlín recibió un telegrama de Londres con una contraseña: «Rajá». Los diplomáticos, algunos de ellos aún en pijama, empezaron a quemar documentos secretos. A mediodía, se comunicó a todos los súbditos británicos que debían abandonar el país. El embajador, aunque apenas había dormido tras su viaje a Berchtesgaden, jugó una partida de bridge con miembros de su personal aquella tarde.

Al día siguiente, Henderson volvió a entrevistarse con Hitler, que ya había regresado a Berlín. El Führer se ofreció a firmar un pacto con Gran Bretaña una vez concluida la invasión de Polonia. Sin embargo, Henderson lo exasperó cuando respondió que, para alcanzar un acuerdo, Alemania debía desistir de su política de agresión y marchar, además, de Checoslovaquia. De nuevo, Hitler declaró que, si tenía que estallar una guerra, mejor que fuera entonces y no cuando tuviera cincuenta y cinco o sesenta años. Aquella noche, para verdadera sorpresa y consternación de Hitler, fue firmado oficialmente el pacto anglo-polaco.

En Berlín, los diplomáticos británicos se prepararon para lo peor. «Habíamos trasladado todo nuestro equipaje personal al salón de recepciones de la embajada», escribiría uno de ellos, «que ya empezaba a parecer la estación Victoria tras la llegada de un tren procedente de alguna de las ciudades portuarias»[22]. Las embajadas y los consulados de Alemania en Gran Bretaña, Francia y Polonia recibieron instrucciones exigiendo que se ordenara a todos los ciudadanos alemanes que regresaran al Reich o se trasladaran a un país neutral.

El sábado, 26 de agosto, el gobierno alemán canceló las celebraciones con motivo del XXV aniversario de la batalla de Tannenberg. Pero, en realidad, aquella ceremonia había sido utilizada para camuflar una concentración masiva de tropas en Prusia oriental. El viejo acorazado Schleswig-Holstein había llegado a las costas de Danzig el día anterior, supuestamente en visita de buena voluntad, pero sin haber informado previamente de ella a las autoridades polacas. Los depósitos del buque estaban llenos de bombas con las que los alemanes iban a atacar las posiciones polacas de la península de Westerplatte junto al estuario del Vístula.

Aquel fin de semana los habitantes de Berlín disfrutaban de un tiempo espléndido. En Grünewald, a orillas del Wannsee, se concentraba un gran número de nadadores y de personas tumbadas al sol, que parecían ignorar la amenaza de una guerra, a pesar de que la radio ya había anunciado la inminente introducción de las cartillas de racionamiento. En la embajada británica, el personal empezó a beber las últimas botellas de champagne que quedaban en la bodega. Se había dado cuenta de que en las calles había cada vez más soldados, muchos de ellos calzados con botas nuevas de color amarillento que aún no habían sido debidamente ennegrecidas con betún.

El inicio de la invasión había sido programado para aquel día, pero Hitler, ante la resolución de Gran Bretaña y de Francia de prestar apoyo a Polonia, había decidido la noche anterior que se aplazara la acción. Seguía esperando que los británicos dieran señales de vacilación. Sin embargo, incomprensiblemente, una unidad de los comandos de Brandenburgo, que no recibió a tiempo la orden de aplazamiento de la operación, se había adentrado en territorio polaco para ocupar un puente de importancia vital.

Hitler, esperando aún poder responsabilizar a los polacos de la invasión, hizo ver que estaba dispuesto a entablar negociaciones tanto con Gran Bretaña como con Francia, y también con Polonia. Y puso en escena una farsa: no solo se negaba a exponer a las autoridades polacas los puntos de las posibles conversaciones, sino que advertía que no estaba dispuesto a recibir a ningún emisario de Varsovia, fijando, además, un plazo límite, la medianoche del 30 de agosto. También rechazaba la oferta de mediación del gobierno de Mussolini. El 28 de agosto, ordenó de nuevo que el ejército se preparara para comenzar la invasión el 1 de septiembre por la mañana.

Ribbentrop, mientras tanto, se convirtió en una figura ilocalizable tanto para el embajador polaco como para el británico. Esta actitud concordaba con su postura habitual de mantenerse apartado y observar el desarrollo de los acontecimientos desde cierta distancia, ignorando a todos los que lo rodeaban como si no fueran dignos de compartir sus pensamientos. Al final, accedió a entrevistarse con Henderson el 30 de agosto, a medianoche, justo cuando expiraba el plazo para aceptar los términos de una paz que nunca habían sido comunicados. Según el informe de Henderson, Ribbentrop «elaboró un extenso documento que me leyó en voz alta en alemán, o más bien que me recitó atropelladamente, con un tono de máxima irritación… Cuando terminó, le pedí, como era de esperar, que me permitiera verlo. Herr von Ribbentrop se opuso categóricamente, arrojó el documento sobre la mesa con gesto de desprecio y dijo que ya había caducado porque no había llegado a Berlín emisario alguno de Polonia antes de que dieran las doce de la noche»[23]. Al día siguiente, Hitler emitió la Directiva n.º 1 para la llamada operación «Caso Blanco», la invasión de Polonia, cuya puesta en marcha había venido gestándose durante los últimos cinco meses.

En París, la noticia fue recibida con sombría resignación, por el recuerdo del más de un millón de muertos de la anterior guerra. En Gran Bretaña, aunque se había anunciado la evacuación masiva de niños de la ciudad de Londres para el 1 de septiembre, la mayoría de la población seguía creyendo que todo aquello no era más que una fanfarronada del líder nazi. Los polacos no pensaban lo mismo, aunque en Varsovia no se vieran signos de pánico, solo de determinación.

El último intento nazi de construir un casus belli sería verdaderamente representativo de sus métodos. Ese acto de propaganda negra había sido planificado y organizado por el brazo derecho de Himmler, Reinhard Heydrich. Heydrich había formado un grupo de élite, seleccionado cuidadosamente entre los hombres de la SS de su mayor confianza. Dicho grupo debía simular un ataque contra un puesto aduanero alemán y contra la emisora de radio de la localidad fronteriza de Gleiwitz; a continuación tenía que transmitir un mensaje en polaco. Hombres de la SS se encargarían de ejecutar a unos cuantos prisioneros del campo de concentración de Sachsenhausen, previamente drogados y vestidos con uniformes polacos, cuyos cuerpos dejarían abandonados como testimonio del ataque. El 31 de agosto, por la tarde, Heydrich telefoneó al oficial que había dejado al mando del plan para ordenarle que diera la contraseña que indicaba la puesta en marcha de la operación: «¡Abuela fallecida!»[24] Resulta escalofriantemente simbólico que las primeras víctimas de la Segunda Guerra Mundial en Europa fueran prisioneros de un campo de concentración asesinados para escenificar una burda farsa.