82

Ultimaluz.

Ayrys abrió los ojos y suspiró. Yacía fuera de R’Frow, su espalda presionaba el suelo rocoso. Encima de ella el cielo formaba un arco púrpura con disparos de plata. Púrpura —no gris sino un violento púrpura brillante que parecía estirarse a lo lejos para siempre, sin fin. Dos Lunas lavaban el cielo con luz blanca, y el Marcador brillaba altivo y frío—, increíblemente alto, increíblemente frío. Con el viento venía un vivido olor a agua terrosa.

Ayrys gemía.

—Estás a salvo —dijo una voz detrás de ella, y cerró fuertemente los ojos para saborear su alivio, gratitud y sorpresa. Dahar. Vivo.

Cuando trató de sentarse, el refrescante aire frío le golpeó en la cara como agua. Al primer vistazo de la tierra lejana que caía más allá de la ladera —amplia, sin muros— el pánico se apoderó de ella. Demasiada tierra, demasiado cielo.

… Cogió con la mano un puñado de hierba.

La sabana se extendía en un distante horizonte, aún de un rojo débil, con el sol poniente. Encima de la sangrienta línea se curvaba el cielo púrpura, manchado por las primeras estrellas. Debajo de él, se curvaba la dura oscuridad salpicada con fuegos de campamentos rotos por colinas y barrancos, cortados por las curvas del rio, plata a la luz de la luna. La tierra más cercana a ella se ondulaba como una gran espiral verde-gris, como un kemburi, cerrado durante la Ultimanoche, como arbustos salpicados de frutos, como si fueran los verdes y cerúleos orificios de verduras mediorrecordados que se elevaban y se arrastraban.

… La piel de Ayrys temblaba.

Otro aroma voló hacia ella: el olor de bayas maduras y de excrementos de animales y el rico y sutil olor de la madera podrida. Un kreedog aullaba.

Ayrys tanteó detrás de ella con una mano hasta que sus dedos se encontraron con los de Dahar. Murmuró:

—¿Cómo?

—Jehane —dijo tan severo que Ayrys giró la cabeza. Pero la severidad no iba dirigida a ella ni a Jehane.

Dahar se sentó con las rodillas contra el pecho y los ojos negros observando la luz de la luna. Detrás de él ardía el fuego del campamento. SuSu se acurrucó a su lado dándole la espalda a Ayrys, un blanco silencio. Ayrys estaba contenta. Al otro lado del fuego, Lahab se movía sin ganas; lejos, se elevaban los oscuros muros de R’Frow, manchando el cielo. El fuego crujía y chasqueaba, un brillo caliente sin humo en el crepúsculo.

Ayrys se dio la vuelta para ver a Dahar, a pesar de que el movimiento le produjo dolor en la pierna. Fuera de su alcance pudo ver a un kemburi cerrándose para pasar la noche. Delgadas espirales peludas se arrastraban por el suelo. Ayrys miró a Dahar.

—Jehane… ¿abrió el Muro?

—Sí.

—Dahar…

—Estoy con ella en el plano de honor. Salvó mi vida y la tuya —dijo formalmente, y de repente Ayrys tuvo miedo de que él también pusiera formalidad entre ellos y ello se convirtiera en otro muro.

—El plano de honor es para los guerreros, no para ti —dijo Ayrys deliberadamente.

Dahar ni se inmutó, y vio que ya había llegado a ese punto y lo había superado para llegar a ese lugar donde ya no quedaba ni la burla. Ayrys conocía ese lugar; había estado en él.

—Lo que hemos aprendido de la ciencia ged —dijo ella mientras permanecía tan quieta como pudo— todavía lo sabemos. —Incluso mientras pronunciaba la palabra ged, tenía que luchar contra el vértigo: ciencia, aquí en esta sabana, mientras oscurecía la noche…

—Lo que hemos aprendido de la traición ged, todavía lo sabemos —dijo Dahar.

Ella no respondió. Brillaban los fuegos a lo lejos y uno nuevo, mucho más cercano que el resto, llameaba junto a las afiladas nervaduras de la piedra que estaba a su derecha.

—Y lo que has aprendido de la traición jelita, tampoco lo olvidarás, ¿verdad, Ayrys? Tuve que elegir entre un ged y tú y elegí a un ged. Tú no lo hiciste. ¿Por qué viniste a buscarme?

—Decidí hacerlo —dijo ella, y esta vez su voz era tan severa como la de él. Se arrastró más cerca a Dahar, y el dolor se expandió por toda su pierna.

Él se acercó inmediatamente a su lado.

—No te muevas, no muevas el hueso. ¿Te duele?

—Sólo un poco.

Se pasó las manos por la pierna tanteando, y se acordó de la noche en la que él le había encajado el hueso, deslizándose subrepticiamente en su cuarto con una llave de los geds, confundido en lugar de Kelovar.

Se dio cuenta de que él también se acordaba. Sus manos se detuvieron.

—Kelovar ha muerto.

—¿Fuiste tú? —se le secó la boca.

—Jehane.

—Me alegro de que no hayas… que no hayas sido tú.

—No. Al único que intenté matar fue a Grax.

Ayrys temblaba. El frío suelo presionaba contra la parte posterior de sus piernas. Una mosca roja se posó en su brazo y le picó. Sus dedos apretaron a Dahar. SuSu giró la cabeza, pero no abandonó el fuego. Ayrys no podía leer la expresión de la chica en la oscuridad. SuSu se dio la vuelta, y Ayrys vio que SuSu miraba hacia los muros de R’Frow.

—No los mires —dijo Dahar, y el tono de su voz la hizo temblar de nuevo—. Todavía no.

—Todavía no, ¿qué?

—La hermana-guerrera quiere hablar a solas contigo.

Una figura había salido desde el nuevo fuego avanzando hacia Ayrys: Jehane. Dahar soltó su mano. Ayrys se aferró a él, repentinamente temerosa de que Dahar pudiera no regresar.

Dahar se puso rígido bajo la presión de su mano:

—Te amo —dijo enojado. En ese enojo ella percibió dolor, no porque ella pudiera dudar de él, sino porque tenía motivos para hacerlo. Dahar dio unas zancadas y se detuvo, de espaldas a R’Frow, mirando los fuegos dispersos por el terreno de juncos que se escurrían vertiginosamente hacia el sangriento cielo.

—Ahora somos libres, delysiana —dijo Jehane. Se detuvo junto a Ayrys con los brazos en las caderas, beligerantemente separados, pero su voz era tranquila, sin rencor—. Tú me ayudaste a sacar a Talot de R’Frow, y yo te ayudé a sacar… a sacarlo.

—Dahar —dijo Ayrys. Pero Jehane no tenía ganas de discutir. Se sentó al lado de Ayrys, quien pensó en lo mucho que había cambiado el rostro de ella desde cuando había sido aquella joven hermana-guerrera que viajaba a través de la sabana hacía escasamente un año.

—Cuéntame lo que pasó, Jehane. Todo.

Jehane lo hizo, muy brevemente, sin emoción.

Cuando hubo terminado, Ayrys dijo:

—Podrías haberme dejado en R’Frow. También a Dahar. Estaba encerrado en el perímetro, era un hermano-guerrero en desgracia.

Jehane no contestó pero dirigió a Ayrys una larga mirada que ninguna de las dos rompió. Finalmente Ayrys continuó:

—Creo que hay otros humanos, Jehane. Allí afuera en el cielo, donde van las naves estelares de los geds.

Jehane lo estuvo considerando; luego se encogió de hombros.

—¿Y qué? Aquí no están. —Y enseguida añadió—: No lo salvé por ti. Lo hice por mí.

—Ya lo sé —dijo Ayrys, sorprendida de vislumbrar los laberínticos muros del honor jelita.

Jehane se puso de pie, limpiándose las manos.

—Talot todavía tiene esa enfermedad de la comezón —dijo Ayrys.

—Sí. Pero dice que se irá cuando llegue la Primeramañana. A la luz del sol.

—¿A dónde iréis Talot y tú?

—Regresaremos a Jela.

—Jela y Delysia muy pronto estarán nuevamente en guerra.

—Sí.

—Te harán líder de un núcleo.

—Sí —dijo Jehane, casi enojada. Y luego añadió—: Yo no provoqué esta guerra.

—Pero combatirás en ella…

—Soy una hermana-guerrera. Y también Talot. Adiós, Ayrys.

—Adiós, Jehane.

Jehane caminó lentamente hacia el fuego. Después de recorrer unos pasos, se detuvo y sin darse la vuelta dijo por encima de su hombro:

—No permitas que Dahar te lleve cerca de la guerra. Vete a otra parte.

—¿A qué otra parte?

—¡A cualquier parte! —contestó Jehane—. Si puedes imaginar quién vive arriba en el cielo, también puedes imaginar algún lugar aquí abajo donde ir.

Hablaba mirando hacia el fuego. Ayrys sonreía.

Parecía que había pasado bastante tiempo antes de que Dahar regresara adonde estaba sentada Ayrys. SuSu también estaba sentada inmóvil, mirando con gran intensidad a R’Frow. Ayrys comenzó a sentir frío y hambre. Fue Lahab quien le trajo algo para beber: té de hojas de kemwood, calentado sobre el fuego en un gran tazón, que tendría que usar también para beber. El rostro de Lahab se mostraba insensible, la misma amplia e impasible mirada que le había visto diariamente en la Sala de Enseñanza.

El tazón era un casco ged.

Aparecieron las estrellas, frías y duras en el negro cielo. Ayrys las miraba, estirando el cuello, y sintió un nudo en la garganta. ¿Cómo pudieron haberlo olvidado…? Las ya familiares constelaciones le hacían gracia: la Cimitarra; Kufa; la Nave con su titilante estrella roja. Esferas de gas en explosión; almas de la Isla de los Muertos. El rocío golpeaba la hierba a su lado. No podía dejar de temblar.

Dahar volvió para llevar a Ayrys más cerca del fuego; su rostro mostraba una expectación que ella no podía comprender. SuSu no miró a nadie.

—Dahar, ¿qué pasa que estáis esperando SuSu y tú?

—Tienes frío. Debí haberlo pensado… No tienes por qué tener frío. Mira. —En su mano tenía una pequeña placa de wrof.

Ayrys la tocó con un dedo.

—No tenemos mantas —dijo Dahar—. No te puedes alejar mucho todavía, y te has acostumbrado al calor. Quédate quieta, Ayrys.

Le enseñó cómo ponerse la armadura ged. Por un momento sintió pánico cuando ésta se cerró a su alrededor, pero no sintió ni la humedad ni el frío. Se sentía tan cómoda como lo había estado en R’Frow.

—Lahab también tiene una. Puede compartirla con SuSu.

Ayrys miró más detenidamente; el débil brillo del wrof ya rodeaba a SuSu.

Dahar levantó repentinamente la cabeza. Un ruido sordo flotaba en el aire procedente de R’Frow. Dahar la había colocado mirando hacia R’Frow; y él, observando a Ayrys, le daba la espalda a la ciudad.

El ruido sordo iba en aumento. Al borde de R’Frow apareció una luz. Dahar cerró los puños. Ayrys vio que no iba a darse la vuelta para mirar, y el no hacerlo le estaba quitando toda la fuerza que tenía. En ese creciente resplandor, SuSu apareció repentinamente enfrente de Dahar, con el pequeño cuerpo estirado, y con los ojos negros opacos como piedra pulida. Pero su voz era más firme que la que Ayrys había escuchado jamás.

—Reclamo el plano de honor. Yo le traje a Ayrys lo… lo que usó para abrir el Muro en tu busca. Lo que es libremente entregado debe ser libremente devuelto.

Lahab volvió la cabeza y se quedó mirando a la prostituta jelita.

SuSu no se inmutó.

En el brillo artificial que despedía R’Frow, su carita parecía tallada en piedra blanca. A Ayrys, que estaba sentada en el suelo por debajo de SuSu y de Dahar, el aire le parecía blanco, le parecía de vidrio y tan frágil como la doble hélice azul y roja que giraba en espirales desde las manos de los miembros del Consejo y la empujaba al exilio. Lo que giraba entre Dahar y SuSu era también, para un hermano-guerrero y una prostituta jelita, una especie de exilio.

Ayrys le agarró la mano derecha con la suya izquierda. SuSu repitió:

—Lo que es libremente entregado debe ser libremente devuelto.

Dahar se detuvo. La luz en la parte superior de R’Frow comenzó de pronto a brillar más intensamente hasta convertirse en un blanco brillante, iluminando la sabana como si fuera de día. Talot gritó en el otro fuego. Dahar aún no se había dado la vuelta. De espaldas hacia R’Frow, le dijo a SuSu:

—Lo que es libremente entregado debe ser libremente devuelto.

Ayrys tanteó con su mano hacia su bota; pero él no se dio cuenta.

El ruido sordo fue convirtiéndose progresivamente en aullidos de tono muy alto. La luz blanca se curvaba lentamente hacia arriba cruzando el cielo. Mientras se elevaba, de pronto todo R’Frow se tornó tan brillante que obligó a Ayrys a cerrar los ojos y a cubrírselos con las manos.

El suelo se estremecía debajo de ella con una profunda sacudida, que parecía provenir del corazón de Qom. Ayrys fue arrojada a suelo. Vio caer y desgajarse un árbol, y luego el suelo se sacudió de nuevo, aún con más intensidad. A todo lo largo de la sabana se elevó un terrorífico aullido, algo no animal, rematado por el súbito grito de un kemburi. Las brasas del fuego volaron como estrellas rojas. Una de ellas cayó humeante en la hierba cubierta de escarcha junto a Ayrys.

Después, todo terminó. El suelo quedó quieto, y nada tapaba la visión de las estrellas en el lugar donde había estado R’Frow.

En silencio después del ruido, SuSu dijo claramente:

—Quiero ir al lugar de donde él vino. El gigante blanco. Quiero que me lleves allí. Tú y Ayrys. Lo que es libremente entregado, debe ser libremente devuelto.

SuSu miró hacia la vacía colina donde había estado R’Frow. Continuaba mirando a Dahar, y en sus ojos negros, Ayrys no vio nada de la sacudida que acababa de rajar la tierra, nada de la destrucción de la ciudad ged. ¿Habría visto SuSu tantas cosas incomprensibles, pensó Ayrys, que ahora nada la sorprendería, ni la haría temer? Si era así, Ayrys no sabía qué sentir, si lástima o envidia. Pero SuSu no necesitaba ninguna de las dos.

Lahab comenzó a reconstruir metódicamente el esparcido fuego.

—¿Cuál es el camino hacia la ciudad del gigante? —preguntó Dahar—. ¿Te lo dijo?

Al percibir su tono de voz, Ayrys apretó aún más su bota.

SuSu elevó el brazo, a la altura de la muñeca y apuntó con el dedo. El dedo se elevó en forma de arco.

Dahar miró a Ayrys, que negaba con la cabeza.

—No lo sé. El gigante lo hizo mientras moría. Parecía tratar de decirnos algo. Pero no sé qué.

Dahar dijo con tono fatigado:

—No puedo llevarte a la ciudad del gigante si no sé en qué dirección está.

—En esa dirección —SuSu señaló hacia la distante sabana. Los fuegos del campamento dispersos por el terremoto (si eso es lo que había ocurrido) brotaron de nuevo. Ayrys sintió otra vez el vértigo de la vasta negrura, la inmensa senda sin Muros de abierta locura.

—Por allí queda Jela y Delysia —dijo Dahar—. Si es que aún existen.

—Más adelante —dijo SuSu.

—Más adelante sólo está el mar.

—Está la Isla de los Muertos —dijo Lahab junto al fuego—, obreros y ciudadanos, y el único especialista en lentes del mundo.

De este mundo.

Ayrys sintió la rigidez del cuerpo de Dahar, cada músculo tenso, con la inútil tensión de la desesperanza.

—No hay forma de llegar a la Isla de los Muertos. El gigante no pudo haber venido de allí. No hay adonde ir. Lahab, al menos tú debes regresar a Jela.

—No —dijo Lahab. Miró a los lados por debajo de su capucha a SuSu.

Ayrys vio cómo sería: los cuatro atravesando a la ventura la sabana, bordeando el río, viajando a pie, compitiendo por la comida con los kreedogs y los kemburi, yendo a ninguna parte.

Mientras allí afuera, en las estrellas, otros humanos… caminarían desde la Primeramañana hasta la Ultimaluz, recorriendo todo el suelo posible a lo largo de Qom, durante un día no natural, durmiendo tanto como podían a través de Qom, en una noche no natural. Frío y hambre y a la ventura. Desterrados.

Intentó ponerse en pie, ayudándose con la mano de Dahar. La pierna, dentro del traje autónomo hecho de wrof, latía menos que antes. Dahar le pasó el brazo alrededor del cuerpo y el contacto y apoyo aportaron consuelo en la noche extraterrestre, el nudo de la garganta se le aflojó un poco.

Una estrella volaba hacia ellos por encima de la sabana.

Lahab cayó de rodillas. La estrella se convirtió en una poderosa luz blanca, que viajaba a una velocidad increíble. Mientras sobrevolaba Ayrys, quedó boquiabierta ante la parte inferior, de un metal ajado, pintado con una luna creciente y tres estrellas que se veían en relieve por efecto de la brillante luz. Dahar suspiró. Entonces el metal que había pasado por encima de sus cabezas, y aún más allá, se volvió a convertir en una única e intensa luz que disminuía de tamaño.

Disminuyó la velocidad, quedó suspendida en el aire y descendió al negro lugar donde había estado R’Frow.

Lahab se puso en pie, trastabillando, y se acercó a Dahar.

—¿Ged?

Dahar no contestó. Se inclinó hacia delante, tenso como alambre estirado, ardiendo con la electricidad. Ayrys permaneció inmóvil, incapaz de hablar. Y SuSu se quedó quieta, con los negros ojos opacos como piedras.

A lo lejos, la luz se elevó nuevamente y voló de regreso al fuego, al destello más cercano a R’Frow. La nave de metal se detuvo a unos cuarenta largos, suspendida en el aire y comenzó a caer. No hubo ningún ruido cuando tocó el suelo. La brillante luz fue acompañada por otra, más débil, como una puerta abierta que antes no había sido visible.

Asomaron dos hombres. Hombres… humanos. Caminaron hacia delante, lentamente. Llevaban unas armas que Ayrys jamás había visto, pero no las llevaban en alto. Ayrys apretó fuertemente el hombro de Dahar con la mano. Él no desenfundó ni el tubo de perdigones ni el cuchillo.

A medida de que los dos hombres se aproximaban, Ayrys vio a la extraña y poderosa luz que uno de ellos tenía una enorme cabeza calva sobre un cuello demasiado pequeño para sostenerla firmemente. En el hombro izquierdo, junto a la cabeza, crecía una masa de piel arrugada y púrpura, como una segunda cabeza deforme. El otro hombre tenía un aspecto normal y era muy peludo; su largo y oscuro pelo terminaba en docenas de diminutas trenzas.

SuSu emitió un pequeño sonido.

Los hombres se detuvieron a unos diez largos. El que tenía la cabeza bamboleante dijo claramente:

—Venimos de la isla. De la nave Estrella de la Mecca. Venimos en paz.

Un profundo estremecimiento recorrió a Dahar, como una corriente finalmente liberada. Alzó a Ayrys e hizo una señal a Lahab. Éste cogió la mano de SuSu, y los cuatro caminaron para reunirse con los otros humanos a través de la noche ajena.