15

—¡Ayrys! ¿Estás bien?

Ondur, una mujer que dormía en la habitación próxima a la de Ayrys, fue apresuradamente hacia ella a lo largo del sendero de wrof. Tenía la cara redonda y bonita, con arrugas causadas por la preocupación, y las manos apretadas fuertemente. Ayrys se detuvo, sorprendida. Había estado sacando arcilla con una pala a lo largo de la corriente que iba a través de los bosques entre dos de los salones delysianos; sus pies estaban sucios y trozos de arcilla resbaladiza llenaban sus manos.

—¿Por qué no tendría que estar bien? He estado en la guardia.

—Entonces no has oído.

—¿Oír qué? Fui a por arcilla…

—¡No te quedes aquí afuera! ¡Vamos! —Ondur miró temerosamente alrededor, cogió a Ayrys de la manga del tebl y corrió con ella a lo largo del sendero de wrof, a través de la arcada, y entró en el salón.

Era una escena de frenética actividad.

En los diezciclos desde que habían entrado en R’Frow, los delysianos habían transformado sus salones. Excepto cuando se requería que todos estuvieran en la Sala de Enseñanza, los salones eran un bazar tan delysiano como la gente que procedía de Delysia podía hacerlos. Sastres con nuevos tebls hechos con cojines geds deshechos y recosidos; zapateros con sandalias blancas de cuero de animal atadas con fino alambre de cobre cogido de las demostraciones en la Sala de Enseñanza. Comerciantes de todo tipo de objetos disponibles dentro de R’Frow: cuencos para comida, alambre, barras magnéticas, cojines, recipientes de wrof, tresbolas. Objetos humanos hechos con materiales obtenidos dentro de la ciudad o traídos de Delysia: cuchillos, tazas, jabón, navajas, vidrios, redes, cinturones, incluso pendientes y pinturas para la cara. Alimento recogido o cazado en el desierto del extremo occidental de R’Frow, para variar la dieta ofrecidas cuatro veces por día en las mesas del suelo. Los servicios de músicos con flautas de madera; de joyeros con objetos resplandecientes formados con alambre robado a los geds; de afiladores de cuchillos; guardaespaldas, jugadores y curadores; rameras, lavanderas y comadres que mezclaban hierbas de olor fétido para el embarazo, el aborto y los juegos sexuales.

Cuando los delysianos iban a la Sala de Enseñanza, mucho del bazar iba con ellos. Se había descubierto muy rápidamente que los geds requerían sólo la presencia de los humanos, más una razonable quietud para desarrollar su charla irrelevante. En el lado delysiano de cada grupo de enseñanza, todo continuó en su grado más bajo: jugando y regateando; cosiendo y durmiendo, amenazando, tallando, y, sobre todo, los duros rostros de soldados, con las manos cerca de las armas en la cintura, vigilando a los guerreros jelitas y no a los geds. Pero el ruido que golpeó a Ayrys cuando Ondur la introdujo en el salón, no era el barullo del comercio.

—¿Qué es? ¿Qué ha ocurrido? —preguntó Ayrys. Ondur señaló al centro de la habitación, pero Ayrys sólo pudo ver gente colérica de espaldas.

—No hagas eso de nuevo, Ayrys. ¡No vayas detrás de tus juguetes! —Kelovar. Sus ojos brillaban al mirarla. Ayrys se soltó de su mano que le apretaba el brazo. Se molestó cuando Kelovar le dio esa orden.

—Esa basura lo mató por un punzón —dijo Ondur amargamente—. Un punzón.

La multitud se dividió brevemente. Un cuerpo yacía entre dos mesas del suelo. Gordo, sucio, con sangre seca sobre el rostro, que había empalidecido ya. El zapatero.

—Estaba en tu habitación de enseñanza, ¿no? —dijo Ondur—. Era un Rojo. Lo atraparon con una flecha en el cuello. El truco favorito de los jelitas.

Una flecha en el cuello y el pesado cuerpo desgarrando su tebl roto, resbalando a ambos lados… Ayrys miró a lo lejos.

—Él estaba abajo, cerca de la corriente —continuó Ondur con tono enojado—. Dentro de la caseta del centinela. De alguna manera, los hijos de puta lograron pasar. Buscaba una rama para hacer un punzón para el cuero porque tenía una buena oferta por un par de sandalias. ¿Ves aquella muchacha que está allí, llorando? Ella me lo dijo. Compartían las cerraduras.

La muchacha estaba de pie, con las manos sobre la cara, flanqueada por una mujer mayor, y un soldado de rostro duro. El soldado trataba de interrogarla, pero ella movía la cabeza de un lado a otro, con los dedos sobre los ojos y los delgados hombros temblando. Era muy joven. La mujer mayor dijo algo cortante al soldado, que se fue con enojo.

—Es poco más que una niña —dijo Ondur—. ¡Lo pagarán!

—Jela —dijo Ayrys estúpidamente.

—Jela —repitió Kelovar, y Ayrys se volvió para mirarlo. La cara del hombre mostraba enojo y odio, y algo más: un extraño y terrorífico triunfo medio avergonzado de sí mismo. Pero sólo medio.

¿Era tan extraño que un soldado diera la bienvenida a una oportunidad de luchar? Pero incluso mientras el pensamiento se formaba, Ayrys sabía bien que era más que eso.

—Allí está Khalid —dijo Kelovar—. Ayrys, no salgas del salón por ninguna razón, ni para caminar, ni para traficar, ni siquiera para ir a los baños. Quédate aquí. Volveré en cuanto pueda.

Ondur observó con satisfacción mientras Kelovar se iba con Khalid.

—¡Lo pagarán! Cuando viene efectivamente el momento del encendido, los delysianos siempre se concentran dentro del mismo horno.

—¿Arder juntos? —dijo Ayrys. Apenas sabía de dónde venían las palabras; estaban fuera antes que lo supiera. Pero Ondur no advirtió aquella herejía, si era una herejía.

—Quizás arder juntos, pero no lo creo. Nuestros soldados puede que no silencien el estruendo artillero como los guerreros jelitas, pero nosotros ganamos la última guerra, ¿no? ¡No quedarán impunes por esto! ¡Y todo por un punzón!

—Un punzón.

—Hizo un punzón con uno de los cilindros que tienen los geds, ya sabes, esos que ellos piensan que son tan importantes. Este cilindro era lo bastante duro para perforar cuero para las sandalias, y al mismo tiempo bastante blando para aguzarlo, e hizo un punzón para su trabajo. Supongo que no tenía uno de Delysia. Los jelitas le cogieron… debieron pensar que era un arma. O quizá sólo querían matar. ¿Puede uno ver la puesta del Marcador?

—Los geds han prohibido matar en R’Frow —dijo lentamente Ayrys— y han amenazado con el exilio…

Otra mujer se había acercado para oír, una soldado de bajo rango con ojos como cuchillos. Delysia tenía menos soldados femeninos que Jelita hermanas-guerreras, y Ayrys había observado que, cuando las mujeres delysianas se convertían realmente en soldados, a menudo tenían el mismo aspecto que ésta: como si hubieran bebido bilis. La soldado dijo:

—Debiera ser exilio sólo para los jelitas. Ellos han cometido el asesinato. Los geds deberían exiliarles a todos. Y sin que se llevaran nada.

—Pero si devolvemos el golpe…

—¡No estaremos matando, sólo defendiendo lo nuestro! —De pronto, miró a Ayrys con dureza—. No hay nada de malo en que defendamos lo nuestro, ¿verdad, sopladora de vidrio?

—No. Defended lo vuestro —dijo Ayrys, y volvió la espalda a la soldado y a Ondur para subir la escalera a su habitación.

Cerró la puerta para amortiguar el tumulto que había abajo y presionó el círculo anaranjado. Sobre el suelo había un barullo de barras cilíndricas, alambres de cobre, cuencos para comida y platos de metal. No vio nada.

¿Cómo reaccionarían los geds ante el asesinato del zapatero? No parecían hacer ninguna distinción entre delysianos y jelitas. ¿Exiliarían a todos los humanos de R’Frow?

Ayrys no tenía ningún otro lugar donde ir.

Durante diezciclos había estado luchando contra el paralizante deseo de estar con su hija Embry. Ahora ese deseo la inundaba. No podía ir hacia donde estaba Embry, no podía sobrevivir en la sabana. ¿Qué haría si su exilio de Delysia fuera seguido por el exilio de R’Frow? Podía quedarse con Kelovar… pero probablemente no, si Kelovar descubría que era una proscrita de la ciudad por la cual se sentía tan satisfecho de luchar.

Y ella no quería quedarse con Kelovar.

La puerta de metal se notaba dura al apoyar la mano. Pero había visto un metal como ése disolverse en un momento, desvanecerse como si nunca hubiese existido, cuando Grax decidió en su mente extraña hacerlo así. ¿Podrían los geds disolver todo R’Frow?

El pensamiento la hizo jadear. Pero comprendió, después de varios ciclos de la Sala de Enseñanza, la extensión, ya que no las obras, de las fuerzas involucradas. Podían hacerlo.

Si decidían hacerlo.

Jehane silbó alegremente mientras caminaba desde el patio de prácticas, el gran espacio sin árboles entre el salón de las hermanas-guerreras y el espejismo del acantilado gris del Muro, hacia los baños. Estaba satisfactoriamente caliente y sucia, y todos sus músculos palpitaban con la agradable sensación de un ejercicio realmente bueno. Había sido la mejor guerrera con la nueva arma. Había atraído el elogio de la misma Belazir antes de que la comandante suprema hubiera sido súbitamente convocada desde el patio. Y aún no era ni siquiera buena con la trespelota, o en todo caso no tan buena como iba a ser. Iba a ser la mejor. Ella y Talot; trabajaría con Talot hasta que ésta fuera tan buena como ella misma. Que les dieran un diezciclo más y ni siquiera Dahar podría vencerlas.

Después de todo, los monstruos de tres ojos habían probado efectivamente ser honorables. De tres ojos, trespelota… podía retratar un ged grisáceo, calvo, con tres pelotas. Jehane sonrió. Tendría que acordase de decírselo a Talot cuando ésta saliera de la guardia.

No había nadie más en los baños. Jehane se desnudó y entró en la piscina artificial hecha de wrof y alimentada continuamente por algún río subterráneo cálido. O quizá los geds habían creado un río. A Jehane no le importaba.

Los baños eran cómodos y esta loca R’Frow estaba volviéndose mejor de lo que esperaba. Satisfecha, miró la trespelota sobre el borde de la piscina.

¿Por qué Jela no había pensado en ello hacía tiempo? A diferencia de la mayoría de los aparatos geds, éste era estúpidamente complicado. Tres pelotas de algún metal pesado, una más ligera que las otras dos, estaban atadas con tiras de cuero, de las que los geds decían que tenían una longitud cuidadosamente medida. No tenía el poder de una ballesta, por supuesto, pero permitía jugar sin estropear el cuero. La primera vez que Jehane la tuvo en la mano sintió la trespelota como parte de ella. La arrojó con más precisión que nadie, salvo Dahar, y pensaba superarlo porque ella practicaba más.

Dahar… La sorprendía. Día tras día mantenía la total cortesía hacia el monstruo ged, escuchando su cháchara e incluso manipulando todos los objetos horripilantes que surgían continuamente de las mesas del suelo. La cortesía era correcta, era buena; ése era su deber como guerrero de rango en la sala, así como también en su condición de primer teniente de la comandante suprema. Pero ¿cómo podía mantener esa atención, como si estuviera realmente interesado y al mismo tiempo estar lo bastante alerta frente a la escoria que se congregaba al otro lado de la habitación? Una o dos veces le había parecido a Jehane que Dahar casi había olvidado que había soldados allí… No, eso no, por supuesto que eso no. Él era teniente de la comandante suprema. Pero aun así, jugaba con los juguetes geds y sus ojos tenían aspecto… aspecto de… mierda, no sabía qué aspecto tenían. Era primer teniente, sabía lo que era correcto, podía con cualquier guerrero en el campo de prácticas. Y Jehane no iba a permitir que unos pensamientos estúpidos dieran al traste con su buen humor.

Se estiró lujuriosamente en el agua caliente —realmente algunas cosas geds eran agradables, calentadas por el Sol— y sonrió con placer, mientras Talot caminaba hacia los baños después de terminar la guardia.

Pero Talot no sonreía.

—El zapatero está muerto.

—¿El zapatero? ¿Qué zapatero?

—El de nuestro grupo de entrenamiento. Delysiano. Gordo, estúpido, con la nariz rota, ¿recuerdas? Estaba puliendo aquel aguzado cilindro ged durante la enseñanza.

—Lo vi. —Era una de las cosas que había pensado que Dahar supondría—. Una posible arma.

—Sí. Los delysianos encontraron su cadáver. Con una flecha en el cuello.

—¿Nuestra?

—La flecha ya había sido extraída.

Jehane pensó un momento en el delysiano que ella había matado en la sabana, la basura que había tratado de violar a la sopladora de vidrio. Era difícil sacar una flecha del cuello sin dejar un trozo dentro. Había que saber cómo torcerla.

—No se rompió al sacarla —dijo Talot—. Por lo menos alguien fue hábil. Los delysianos dirán que ese perro fue muerto por un guerrero.

—Quizá lo fue —dijo Jehane fríamente.

—No, Belazir nos vinculó a las dos leyes de los geds. Un guerrero no quebrantaría su juramento.

Jehane miró a lo lejos. Talot se ruborizó y también miró a lo lejos. Hubo un silencio doloroso. Finalmente Jehane dijo:

—Esto es diferente de tu…, es un juramento de batalla. Probablemente el zapatero fue muerto por un soldado delysiano. Ellos no defienden a sus ciudadanos, los explotan. Rameras y cobardes.

—Podría haber sido un delysiano. Lo que se rumorea en el patio es que encontraron al zapatero en el interior de su propia red de centinelas.

—Eso no prueba nada. ¿Tan difícil es atravesar su red? —Jehane hizo una mueca.

—No sé, nunca lo he hecho —dijo seriamente Talot.

Jehane tampoco lo había hecho. Pero todos sabían que la red delysiana estaba podrida de agujeros. Lo que se rumoreaba en el patio era que los soldados podían pagar para no cumplir con su deber. ¡Puag!

Salió del baño.

—Voy a comer, ¿y tú?

—No podrás ir a comer ahora. Dahar quiere ver a todos los guerreros que no estén de guardia dentro de diez minutos. Ha estado con Belazir desde que recibió la noticia del asesinato.

Así que ésa era la razón por la que habían llamado a Belazir mientras estaba en el campo de prácticas. Probablemente la red de vigilancia tendría que ser doblada, en el caso de que los delysianos, en sus mentes viscosas, decidieran cargar esta matanza sobre Jela en lugar de hacerlo sobre los suyos.

Porque, ahora que lo pensaba, Talot tenía razón: no podía haber sido un guerrero. Mientras estuvieran en R’Frow, Belazir había ligado a todos ellos a la ley ged que prohibía el asesinato.

A Jehane se le aceleró un poco el pulso. Si los delysianos atacaban… ni ella ni Talot habían tenido edad suficiente para ser elegidas para los núcleos militares en la época de las últimas batallas con Delysia.

Jehane saltó fuera del agua, alcanzando simultáneamente su tebl y su trespelota. Sonrió a Talot y comenzó a silbar de nuevo.

Dahar observaba a Belazir flexionar los músculos de los hombros: una sacudida hacia delante, un balanceo hacia atrás. Vio el momento en que ella captó su mirada. Los surcos desde su nariz hasta su boca se profundizaron; pensó que sería difícil para ella admitir el cansancio. No admitiría nada. Dahar se puso más erguido, con los hombros cuadrados.

—Ningún punto de vista inusual, comandante. Ninguna información adicional sobre la muerte del delysiano. Un hermano-guerrero no ocupó su puesto en la red de centinelas, segunda guardia.

—¿Has hablado con él?

—He dispuesto nuevas sustituciones en la red. El guerrero no estará de centinela durante un diezciclo. En realidad, no podrá estar ni siquiera de pie por un tresdía.

—¿Nombre?

—Fastoud. Salón Tres.

—Le conozco. Un perezoso. En Jela nunca había sido seleccionado para un núcleo militar. Tal vez fue expulsado de uno. En este lugar no hay medio de estar seguro.

—No, comandante —dijo Dahar. Belazir le interesaba. Ella era demasiado mayor para gobernar un núcleo de hermanas; en Jela ya se habría convertido en una madre-guerrera, antes que se volviera muy vieja para eso. Dahar supuso que ella odiaba la idea, que tenía aversión por la inacción o que le desagradaba el embarazo y que éste era el porqué había venido a R’Frow, donde se encontró convertida en comandante suprema.

Era astuta, justa y reticente, y había demostrado que era una excelente comandante. Ningún detalle sobre la ubicación de los centinelas o el entrenamiento de grupos era demasiado pequeño para que Belazir no lo considerara una y otra vez. Esto, que habría exasperado a la mayoría de los tenientes, a Dahar le gustaba.

A veces él pensaba que cuando Belazir miraba la doble hélice sobre su hombro, vislumbraba más que la mayoría: por qué la usaba y a qué costo. Pero quizá no. Afuera, en el oscurecido corredor, la hermana-guerrera que había sido amante de Belazir esperaba pacientemente. Dahar había captado la mirada que ella había tratado de ocultar mientras él pasaba. ¿Belazir también? Probablemente.

—Fastoud es peor que la mayoría —dijo Belazir—. Pero muchos de estos guerreros no son adecuados para un núcleo de jefes. Demasiado jóvenes, demasiado indisciplinados, o demasiado mal entrenados. No entrenados por Jela. Extranjeros.

—Quizá la comandante no tenga consciencia de que yo también soy extranjero —dijo tranquilamente Dahar.

—¿Tú?

—De Anla.

Belazir lo observó abiertamente.

—No lo sabía. Te habría tomado como líder de un núcleo de Jela.

Dahar esperó; cuando ella no continuó con el condicional, lo hizo él:

—Y no el de un campamento minero Azul y Rojo.

Belazir le echó un vistazo al hombro. Observándola de cerca, Dahar captó el parpadeo de repugnancia y la cortesía de ocultarlo. La aversión era familiar, la cortesía, rara… sobre todo entre los guerreros en R’Frow. No les gustaba tener un primer teniente que usaba la doble hélice. Ninguno osaba decirlo. Ninguno tenía que hacerlo. Gracias a sus largos años de práctica, Dahar mantenía su rostro impasible. Belazir aún no estaba fatigada.

—¿Nacido para ello, teniente?

—No, mi madre era una líder extranjera de un núcleo militar.

Pero Belazir seguía reticente y no formuló las preguntas usuales: ¿Entonces por qué un guerrero de tu fortaleza y capacidad se aparta como un Azul y Rojo? ¿Diseccionas los cadáveres de aquellos guerreros que no puedes curar, y luego los entierras deshonrosamente mutilados? ¿Son simple magia tus mezclas curativas? ¿El sacerdocio bebe sangre humana?

Al ver que no hablaba creció el respeto de Dahar por ella. No le pidió las explicaciones que luego no podría comprender. No le pidió las razones personales que él habría rehusado dar. Y no utilizó el argumento infantil de la mayoría de los guerreros, las burlas que él había oído desde su décimo año: Por supuesto, sólo aquellos que luchan pueden tener el derecho a tocar los cuerpos de los guerreros heridos. Ningún ciudadano debe hacerlo. Pero ningún guerrero que auxilia en el dolor puede tener el mismo margen de lucha que el que sólo inflige dolor. En algún lugar había una blandura, una pulposa y corrompida debilidad… y esta debilidad podía matarme en la batalla. No quiero luchar a las órdenes de un guerrero-sacerdote. Los eludo.

De eludir a despreciar había una corta distancia, no más larga que la acometida del cuchillo de un guerrero-sacerdote, la primera vez que un hermano herido tenía que ser cortado. Y moría de todos modos.

Infantil. Doloroso. Ciego, con la ceguera de un cazador que no ve que el kreedog desechado de su propia jauría es más peligroso, no menos. Pero había algo más profundo, una repugnancia sin palabras por el guerrero que tanteaba con dedos entrenados a través de los cuerpos heridos e impotentes de su propia gente…

Belazir se frotó la cara con las manos. La piel debajo de los ojos se estiró, con el color del cuero viejo.

—Sería un error subestimar a los delysianos. Sus soldados no son honorables y son traicioneros, y cada uno de ellos vendería a sus propios amantes; pero pueden resultar feroces luchadores si piensan que hay posibilidad de botín o de violación. Y, en R’Frow, hay demasiados proscritos incontrolados en sus filas.

Como los nuestros, pensó Dahar, pero no lo dijo.

—¿Esperas un ataque directo?

—No. Si aún no lo han hecho, no lo harán. Los delysianos atacan inmediatamente o se ponen furiosos, volviéndose más coléricos. No tienen disciplina. Es su debilidad, pero puede ser su fortaleza si el comandante es lo bastante astuto como para encauzar la cólera hacia donde quiera. Khalid puede serlo. He oído decir a hermanas-guerreras que puede hablar bien. El hablar puede encauzar la cólera. Pero no creo que ataquen directamente.

—Asesinarán a un guerrero jelita en represalia.

—Sí, eso creo. Si pueden conseguir uno. Nosotros se lo hemos puesto difícil.

—Hoy he preguntado a un ged cuál es la pena por quebrantar la ley contra el asesinato —dijo Dahar.

Belazir apartó las manos de la cara. Sus ojos se achicaron.

—Ésa es una medida defensiva. Deberías haber pedido permiso.

—Lo siento, comandante; no lo vi como una medida defensiva. Lo pregunté durante la Enseñanza del Conocimiento. El ged respondió: «Todos los principios de número-racional se mantienen todo el tiempo.»

Belazir consideró sus palabras con expresión pensativa en los ojos.

—No está muy claro.

—No. Pero el ged había estado hablando de magnetismo. Yo no podía saber si intentaba decir algo sutil sobre las leyes de la fuerza y las de los geds. —Dahar observó a Belazir y se dio cuenta de que no había comprendido lo que le había dicho. La palabra «magnetismo» sonaba rara en su boca, en esa habitación, ante esa persona.

—¿Por qué crees que los geds no castigaron inmediatamente el asesinato? Perderían la disciplina si proceden así.

—Pienso que están esperando.

—¿Qué?

—No sé. Quizá quieren saber qué va a ocurrir ahora. Han dicho que nos están estudiando.

—Cuando decidan castigar, ¿qué piensas que harán teniente?

Dahar estaba silencioso. Luego, lentamente, manteniendo su rostro rígido, dijo:

—Tal vez decidan exiliar a todos los humanos de R’Frow.

—¿Es eso lo que crees? —dijo Belazir cortante.

—No.

—¿Por qué no?

—No tengo ninguna razón que dar.

—Es un extraño uso de la palabra exilio, teniente. R’Frow no es Jela.

—La comandante olvida que yo no soy de Jela.

—Yo no olvido nada —dijo Belazir, y le miró directamente, midiéndole con sus ojos negros—. Me han dicho que durante la enseñanza demuestras gran interés por los juguetes geds.

Así que había desconfianza, después de todo; simplemente se llegaba a ella por otro camino. Dahar sintió una punzada de decepción seguida por una amarga sonrisa, que no dejaba llegar a su boca.

—Desplegar interés es una cortesía que se debe a los geds.

—Sí. Aparte de la cortesía, ¿los juguetes te interesan?

—Sí, comandante.

—¿Por qué? ¿Quizá tú los ves como algo más que juguetes?

Le sorprendió la agudeza de la pregunta.

—Sí. Con el tiempo. Los geds tienen muchos conocimientos que podrían sernos útiles.

—Pienso que tú también estarías interesado aunque los juguetes no fueran útiles —dijo Belazir sagazmente—. Quieres saber porque quieres saber.

Dahar no respondió.

—Ten cuidado, teniente. Tu primera lealtad pertenece a Jela, extranjero o no.

La ira llameó un segundo antes de que Dahar viera que el medio insulto era deliberado… una cuchillada de sondeo para probar el grosor del tejido de la cicatriz, para descubrir si la lealtad a Jela aún yacía debajo de la hélice doble que había en su hombro.

—Mi lealtad siempre ha pertenecido a Jela, comandante —dijo Dahar fríamente, y vio que Belazir sonreía, y se frotaba los ojos con los dedos.

—Me alegro de ello, teniente. Puedes irte.

Dahar dio un golpecito en ambas muñecas a manera de saludo. La hermana-guerrera aún esperaba en el pasillo. Saludó respetuosamente, pero captó el gesto severo alrededor de su boca y la mirada furtiva y rápida que dirigió al emblema sobre su hombro.

Salió del salón y se deslizó silenciosamente a través de la oscuridad para confirmar de nuevo que la red de centinelas estaba segura.

Pero aunque estuvo satisfecho de la red no volvió hacia el salón de los hermanos-guerreros. No tenía sueño. La inquietud se apoderó de él. Se quedó indeciso en el sendero de wrof, con densos olores de arbustos espinosos y campanillas de plata a su alrededor en la oscuridad.

La cúpula nunca se oscurecía completamente. Aunque sin lunas ni estrellas, brillaba tenuemente durante la «noche», las ramas se inclinaban contra la cúpula, moviendo sombras grises que disminuían hacia abajo donde eran visibles los troncos negros. La única oscuridad verdadera se encontraba dentro de los dormitorios.

Dahar se volvió a medias hacia el salón donde las rameras tenían su corredor. Una ramera le proporcionaría unos escasos momentos de alivio físico. Pero después la inquietud permanecería en él, y sabía por experiencia que eso sería peor. Una sonrisa de ojos inexpresivos, un rostro que apenas escondía la ansiedad para que se fuera, una risa tan estúpida y chillona como la de aquella última ramera inexperta, pequeña con aspecto de muñeca, bonita pero sólo como lo eran todas ellas. Hasta que su cuerpo le llevara de nuevo a ello, no quería una ramera. Esta noche no quería una ramera.

¿Qué quería? Creció su inquietud… la vieja búsqueda de algo que no podía ser nombrado, surgiendo de una profundidad dentro de sí mismo que ni la burla ni el desprecio hubieran podido tranquilizar. Quería, sin saber lo que quería. Después de su inquieto deseo, que le puso de mal humor, la desconfianza que le mostraron sus guerreros e incluso su comandante sólo le produjo irritación. Los que estuvieron más cerca de satisfacer su deseo fueron los Maestros de la Doble Hélice, aprendiendo de ellos las artes de curación, dando vueltas una y otra vez a los dudosos y fragmentarios trozos de conocimiento, como si fueran piedras en sus manos. Pero ni siquiera eso había tranquilizado mucho su inquietud. Tal vez en otro lugar.

La red de vigilancia estaba segura, pero no tanto como para que Dahar no pudiera deslizarse dentro de ella si decidía hacerlo. Se echó al suelo y comenzó a moverse a través de la red hacia la Sala de Enseñanza.

16

Ella no podía creer la suavidad del silencio.

Los golpes en la puerta se habían detenido finalmente. Acostada sobre los cojines, con los puños apretados a ambos lados, SuSu les había oído golpear en su puerta una y otra vez, durante varios minutos. Primero fueron golpes suaves. Un puño, dos. Después más fuertes, golpes apagados por la gruesa puerta ged, pero separados y claros cada uno de ellos. Los golpes se convirtieron en una canción de marcha de un núcleo. Jugaban. Luego, cuando ningún otro guerrero venía iracundo a abrir la puerta de un puntapié y ella decía que estaba ocupada, una breve pausa. Y luego el golpeteo serio, puntapiés y puñetazos. Había por lo menos dos hermanos-guerreros. A cada puntapié, ella había hecho una mueca de dolor, como si fuera una acometida de su fuerte machismo en ella. No había ido a la puerta.

Y luego, este silencio.

SuSu esperaba que la sombría voz la golpeara y la insultara: No tienes que hacerlo aquí en R’Frow, no tienes que hacerlo aquí en R’Frow. Pero como no había abierto la puerta, la voz no vino.

En cambio había sólo un silencio sombrío.

¿Cuándo había oído un silencio como éste? Nunca. Al despertar temblando de frío, muy tarde en Terceranoche en el Pasillo de las Rameras en Jela —ya bastante mayor como para saber que no debía tratar de arrastrarse hasta la cama de su madre en busca de calor—, la niña SuSu había escuchado con temor un silencio enlazado con sonido: un gemido de sueños de otro niño, pasos tambaleantes en el pasillo, y una risa apagada de su madre que le había sonado peor que un grito. Había pensado que el silencio era como su terror, y había tratado de mantenerse tranquila, de no ser hallada. Pero los sonidos de todos modos la encontraron. El sonido era el cazador, y el silencio más terrible y desesperado que el sonido.

Pero este silencio era suave, sombrío. La voz sombría de algún modo se había convertido en silencio sombrío, y SuSu no le temía.

Permaneció mucho tiempo acostada, pensando en ella. R’Frow había curado sus llagas de ramera y, de algún modo, R’Frow había curado también la angustiosa voz, dándole este suave silencio. O quizás el silencio había curado a ambas, enfermedad y voces.

Los golpes sobre la puerta habían desaparecido. Los hermanos-guerreros se habían ido. Salvo Falonal, ninguna de las otras rameras compartía su cerradura. Nadie podía atravesar la puerta.

Nadie podía atravesar la puerta.

Se volvió hacia el otro lado para contemplar la puerta cerrada. El aire era lo suficientemente cálido para que yaciera desnuda; pero seguía llevando el tebl y una especie de manta hecha con la cubierta de un cojín. Sacó un brazo y el espacio a través de los cojines vacíos fue suyo. Y todo alrededor de ella, el tibio y sombrío silencio la meció hasta que se quedó dormida.

—Anoche no abriste —la acusó Falonal que caminaba junto a SuSu a lo largo del sendero de wrof hacia la Sala de Enseñanza. El día era cálido y nublado, como siempre.

—No.

—¿Estabas perdiendo sangre?

—No —dijo SuSu suavemente. Caminaba con la cabeza un poco inclinada. El sendero estaba limpio y gris, bajo sus pies desnudos.

—Entonces no hagas eso. Jamila y yo no podemos atender solas a todos los guerreros.

—Tendréis que atenderlos a todos —dijo SuSu aún más suavemente—. Ya no soy una ramera.

—¿Qué quieres decir con que no eres una ramera? —Falonal abrió desmesuradamente la boca.

—Lo he dejado.

—¿Lo has dejado?

—Hicieron que lo dejara —dijo SuSu, y esperó la voz sombría. Pero no vino.

—¿Quién?

—Hicieron que lo dejara —repitió SuSu, y sonrió suavemente con la mirada dirigida hacia Falonal desde su cabeza inclinada. Los ojos de Falonal, oscuros y un poco hundidos, se achicaron. Tenía la piel curtida a pesar de no haber visto jamás el sol, y una barbilla huesuda y redonda, como una piedra enterrada.

—No puedes dejar de ser una ramera.

SuSu no respondió.

—No puedes dejar de serlo porque eres una ramera. —Falonal frunció el ceño, rió con aspereza y frunció el ceño de nuevo—. No creas que es tan fácil.

SuSu dijo con voz casi inaudible:

—Estamos más que hartas, Falonal. Yo… lo he dejado.

—No te dejarán. No te lo permitirán —dijo Falonal irritada—. ¿Qué harían los guerreros si las rameras lo dejasen? ¡No te lo permitirán!

—El silencio me lo ha permitido.

Falonal puso las manos sobre las caderas y observó a SuSu. Movió los labios hacia abajo, endureciendo aún más la barbilla.

—Tú crees que eres mejor que Jamila y yo.

—No. Tú también podrías dejarlo.

—¡Estás loca, SuSu! —exclamó Falonal.

Su voz potente había atraído a Jamila, que iba por otro camino, detrás de ellas.

—¿Por qué gritáis?

—SuSu dice que ya no es una ramera. Dice que lo ha dejado —respondió Falonal.

Jamila, redonda y bonita, con gemas azules en sus delicadas orejas, quedó boquiabierta.

—¿Por qué?

SuSu se encogió de hombros.

—¿Por qué quieres dejarlo? —insistió Jamila realmente perpleja—. Aquí los hermanos-guerreros pagan mejor que en Jela. Y nosotras somos menos. Puedo tener tanto trabajo como quiera. Anoche, doce.

—No te permitirán dejarlo —dijo Falonal.

—¿Por qué quieres dejarlo? —preguntó Jamila.

SuSu no contestó a ninguna de las dos. Se fue caminando por el sendero. Pero de pronto, Falonal la espetó con dureza:

—Eres una puta, SuSu, una ramera. No eres mejor que Jamila ni que yo. No trates de pavonearte por ahí como una hermana-guerrera. ¡Yo sé lo que eres!

SuSu no respondió. Entró en la Sala de Enseñanza y luego en la habitación con el círculo rojo sobre el arco y se sentó, como siempre, en el rincón más lejano, encogiéndose todo lo que pudo, con la cabeza un poco inclinada. Si alguien la observaba, ella no lo veía. No se oía nada de lo que se decía. Se sentaba aparte, como en una isla segura, y el silencio, sombrío, lamía suavemente las playas.

Hoy, no había juegos. Ni comercio, ni susurros, ni ese apoyarse negligente contra los muros. Guerreros y soldados estaban erguidos, torvos, y en sus cinturones brillaban cuchillos jelitas, gubias con púas, cuchillos geds de wrof transparente. Los ciudadanos permanecían en la parte de atrás de la habitación, silenciosos. Sólo el enorme bárbaro blanco, impasible, seguía sentado a la mesa central de costumbre, con los ojos parpadeando a los geds. Ayrys se preguntaba si el albino sabía lo del zapatero, si era capaz de saber. Se desplazó hacia su lugar, en el lado delysiano de la habitación, aunque cerca de los geds, la primera mesa enfrente de Grax, aquella en la que el ged tocaría y explicaría los materiales extraños.

Era el mejor lugar para ver, para preguntar, para no perder detalle. Estaba también más cerca de los jelitas que cualquier otro delysiano… Apartó el pensamiento.

La mesa en la cual se sentaba el zapatero estaba notoriamente vacía.

Ayrys mantuvo su mirada en Grax, con un nudo en la garganta. Si se exiliara a los humanos de R’Frow

Grax movió la mano y el tablero de la mesa se disolvió y fue reemplazado por otro, que contenía los ya familiares materiales. Grax no miró los objetos. Examinó los rostros humanos y cuando abrió la boca para hablar hubo una repentina tirantez en el aire, y en algún lugar detrás de ella Ayrys oyó el siseo de una respiración entre dientes apretados. ¿Hablarían los geds del asesinato? ¿Qué dirían?

—Este alambre no es de cobre —dijo Grax—. El río de electrones fluirá a lo largo de esto, más fuerte y más rápido que a lo largo del cobre.

¡No iba a hablar del asesinato! Ayrys sintió las piernas flojas. Miró a su izquierda: la cara de la comandante delysiana había enrojecido de ira.

—El alambre no viene de un mineral —dijo Grax—. Es una mezcla fundida a gran temperatura. —No dijo más; la costumbre ged era no decir jamás de qué estaban hechos los materiales que proporcionaban. Exponían los hechos y respondían a preguntas, nada más.

Nadie se movió. Se prolongó el silencio. Ninguno de los nuevos alambres ni de los otros objetos desaparecieron entre los tebls jelitas o delysianos.

Grax esperó. Ayrys pensó nuevamente que la espera lo hacía más extraño que los tres ojos; el ged podía esperar sentado durante horas o un día entero en la Sala de Enseñanza, y no hablar ni moverse hasta que algún humano hiciera algo. Al principio Grax lo había hecho algunas veces. Pero ahora incluso él debía notar la diferencia, debía de saber que eran los humanos quienes esperaban alguna forma de justicia ged. Los geds habían dictado las leyes; la existencia de la ley implicaba castigo. Aunque, pensó amargamente Ayrys, lo opuesto no era necesariamente cierto.

Cuando el silencio se volvió insoportable, el comandante delysiano habló con dureza.

—Un delysiano ha sido asesinado por una basura jelita.

Los cuchillos surgieron de los cinturones.

Grax volvió la cabeza para observar al comandante, algo realmente extraño. Por lo general, sólo miraba directamente a quienes se interesaban en la ciencia ged. Dijo tranquilamente, como había hecho el primer día:

—Ésta es la Enseñanza del Conocimiento.

El comandante se puso furioso y dio un paso adelante con el cuchillo desenvainado. Ayrys percibió la tensión de los guerreros jelitas a su derecha. Pero el soldado miraba no a los jelitas sino a los geds, y de pronto Ayrys se dio cuenta nuevamente de la armadura invisible que envolvió a los geds. Grax no se movió. Y el comandante titubeó.

—Ésta es la Enseñanza del Conocimiento —repitió Grax, y volvió a mirar de nuevo la mesa que estaba frente a él.

El comandante permaneció indeciso por un instante: Ayrys vio en su cara furiosa el momento en que cedió, tanto ante la imposibilidad de atacar como ante la estupidez de atacar jelitas allí, en aquella habitación cerrada donde los guerreros superaban en número a los soldados. Dio un paso atrás hacia el muro, y Ayrys desprendió las manos de su falda y las puso sobre la mesa. Debajo de las uñas había gotas de sangre.

El alambre que estaba delante de ella era gris plateado. Se concentró en él y no miró a ningún lado. Pasaron segundos, luego minutos, y no hubo cuerpos armados que pasaran cerca de ella, ni a la derecha ni a la izquierda. Finalmente oyó el ruido de un ligero movimiento a la derecha y atrás, y se volvió para mirar.

Un ciudadano delysiano estaba extrayendo el nuevo alambre de una mesa y poniéndolo en su tebl.

En toda la habitación comenzaron a desaparecer objetos de las mesas, como si esa mañana fuera como cualquier otra. Ayrys puso la mano sobre su montón de alambre para que nadie lo cogiera, y después de un momento la levantó.

«La Enseñanza del Conocimiento», había dicho el ged. A ellos no debía importarles lo que hicieran los humanos, mientras éstos vinieran a la Enseñanza del Conocimiento y aprendieran. Pero entonces, ¿por qué los votos de obediencia?

Un delysiano, desorientado por la inmovilidad de Ayrys, intentó coger un cuenco de wrof de su mesa. Pero Ayrys lo cubrió con una mano, y el intruso volvió al lugar que ocupaba detrás de ella.

Había dos cuencos llenos de un ácido que Ayrys sabía que se utilizaba en la fabricación de vidrio. Metió los cuatro platos dentro de los cuencos; ahora tenía dos elementos, dos células. ¿Podría tener un tercero? No, no había sido suficientemente rápida; todas las mesas delysianas estaban vacías. Sólo había cuencos y platos frente al gigante blanco, que no los tocaba, y nadie se atrevía a acercarse a él para probar de hacerlo.

Ayrys conectó el nuevo alambre a ambas células y casi gritó de dolor. Con un dedo en la boca, observó el alambre. ¿Cómo el shock podía ser tan superior al del cobre? ¿Podría tocarlo?

En la misma forma en que manipulaba el ácido en la fabricación de vidrio, por supuesto… con algo más de cuidado. Cogió un trozo de madera de su tebl y lo utilizó para deslizar cautelosamente el alambre hacia la segunda célula. El alambre no brilló cuando estuvo conectado, pero al acercar lentamente el dedo hacia él se asustó del calor que irradiaba. Fuego… era como un fuego que nadie había necesitado desde la llegada a R’Frow.

Las posibilidades comenzaron a absorberla. Probó una cosa y luego otra a medida que se le ocurría y la habitación alrededor de ella se fue desvaneciendo. Sus dedos, habituados a la fabricación de vidrio, eran diestros y seguros, y su respiración se aceleró un poco mientras le llegaban ideas.

¿Qué pasaría si el alambre se volvía tan caliente como para calentar a un cazador en la sabana, en Terceranoche? ¿O a un niño enfermo? Sería necesario aumentar el calor, pero para evitar que el alambre quemara la piel habría que contenerlo en un espacio reducido. ¿Qué pasaría si agregara una tercera célula? No podía encerrar todo el conjunto en wrof; no había cuencos suficientemente grandes y el conjunto tendría que contener más alambre que células si tenía que proporcionar calor…

Captó un ligero movimiento a su derecha. El jelita observaba sus células. Él también tenía otras dos; las conectó en la misma forma que lo había hecho ella, sintió el alambre, retiró la mano y frunció el entrecejo. Se inclinó sobre la mesa; cuando se enderezó, Ayrys vio que había doblado su alambre en un rollo tras otro y los había juntado como los pesados brazaletes en espiral que los ciudadanos de Jelita usaban a veces en la parte superior de los brazos. Los enganchó a ambas células y mantuvo la mano sobre ellos.

¿Significaría alguna diferencia este enrollado? Ayrys dobló su alambre en la misma forma. Se calentó y el calor resultaba más contenido, pero el shock aún estaba allí, y también el calor. Habría que encontrar alguna forma más fiable para conectar y desconectar el alambre, y mantenerlo en contacto sin la constante presión de la mano a través del trozo de madera.

De pronto advirtió a quién había copiado.

Movió la cabeza hacia arriba y se encontró con los ojos de Dahar. El teniente primero jelita la contempló largo rato; idénticos rollos y células, idénticos objetos extraños, enfrente de ambos. La doble hélice azul y roja brillaba sobre el hombro. La oscura cara jelita seguía impasible. Ayrys sintió que algo daba vueltas en su estómago: miedo, pero no enteramente miedo. Sus ojos revolotearon lejos de los de Dahar, de vuelta al rollo de alambre ged con su calor creciente.

Un segundo más tarde, Ayrys echó un vistazo alrededor de la habitación para ver quién había contemplado la formación de los dos rollos.

Ninguno observaba, excepto los geds.

17

—Ésta es una nueva arma —dijo el ged.

SuSu estaba de pie sola a un lado del patio central de la Sala de Enseñanza, que se utilizaba siempre para la Enseñanza de Armas, y observó sin curiosidad mientras el ged sostenía una brillante tela roja del tamaño de una mano. SuSu había recibido una trespelota un diezciclo atrás, pero por supuesto no la había arrojado. Ninguna hermana-guerrera lo habría permitido. Probablemente los hermanos-guerreros no la habrían detenido. SuSu, al igual que las otras rameras, había tenido ocasión de manejar torpemente las armas de los hermanos-guerreros después de las relaciones, pero más usualmente antes. Algunos gustaban de ello, aunque las hermanas-guerreras las habrían castigado rápidamente. SuSu había dejado su trespelota en el patio, y algún guerrero se la habría llevado.

Ella haría lo mismo con esta tela roja.

—¿Una nueva arma? ¿Ahora? —dijo en voz baja un soldado delysiano.

—Sí —dijo el ged. El teniente de la comandante suprema (él te usó una vez, dijo algo dentro de SuSu, pero no era la terrorífica voz oscura, así que no le importó) miró duramente al ged y luego al delysiano que había protestado.

—En mi mundo es costumbre capturar animales salvajes sin matarlos. No causa dolor. No es como la tres-pelota. Tú no podrás hacerlo por ti mismo, todavía no, pero más tarde puedes aprender. Esta tira actúa sobre las cosas del interior del cuerpo, las que controlan a éste. Que venga un hermano para que pueda mostrarle cómo funciona.

Nadie se movió. SuSu miró soñadoramente al suelo. Eso no tenía nada que ver con ella.

Dahar se adelantó.

—Muéstrame cómo funciona.

Los guerreros jelitas se miraron unos a otros. SuSu vio cómo se ruborizaban las mejillas de Jehane. Los delysianos murmuraban entre ellos.

—Sí —dijo el ged—. Sácate el tebl. Hay que mover la tira hacia cualquier lugar a lo largo de aquí. —El ged recorrió con un dedo la columna vertebral del teniente primero, desde la base del cuello hasta el final de la espalda. SuSu nunca había visto a un ged tocar a un humano. Dahar se mantuvo recto, una cabeza más alto que el ged, aunque no era especialmente alto. Sus músculos se tornaron una masa dura bajo los hombros desnudos. SuSu lo observaba inmóvil, pero las hermanas-guerreras miraban fieramente al suelo, con los rostros rojos de rabia.

El ged presionó la tira roja en la columna vertebral de Dahar. Al instante se aflojaron los poderosos músculos y Dahar cayó a los pies del ged.

Los guerreros jelitas saltaron hacia delante, aunque ninguno tocó al ged ni tampoco parecía que supieran lo que iban a hacer. Un hermano-guerrero se mostró indeciso, se puso de rodillas y dio vuelta a Dahar. Las hermanas-guerreras mantenían los cuchillos y los ojos apuntando hacia el extranjero y no miraban el cuerpo tendido y semidesnudo de Dahar. Sus ojos permanecían abiertos, mirando al vacío. Mientras el hermano-guerrero se volvía hacia él, sus ojos daban vueltas en su cabeza.

El comandante delysiano se adelantó para observar más de cerca. Jehane se volvió hacia él, bloqueando deliberadamente su visión, y el delysiano se detuvo.

—Respira —dijo el hermano-guerrero.

—Espera —dijo el ged.

Todos esperaron. Los muros de wrof fulguraban, limpios y blancos alrededor del patio polvoriento, gastado por los pies de los humanos.

Dahar enfocó los ojos. Se revolvió, agitó la cabeza y se detuvo. La tira roja estaba pegada a su columna, roja como la sangre.

—¿Qué ha ocurrido?

—Estabas como muerto —dijo el hermano-guerrero. Se había puesto un poco pálido.

—¿Cuánto tiempo? —le preguntó Dahar con tanta fuerza que el hermano-guerrero dio un paso atrás antes de responder.

—Unos pocos minutos —dijo pensativo—. El tiempo suficiente como para capturar y atar.

Dahar se dirigió al ged.

—Y vosotros usáis esto para hacer que los animales parezcan muertos. ¿Por qué?

—Para hacer que se queden quietos el tiempo suficiente para desenredar una trespelota y ponerlos en libertad.

Hubo un punto peligroso en la voz de Dahar.

—Vosotros no usáis las trespelotas en vuestro mundo. No es necesario con la clase de fuerzas que domináis.

Grax le habló tranquilamente.

—Nuestros niños lo hacen.

—Niños —dijo Dahar—, niños y animales —y ante el sonido de su voz, SuSu se envolvió con los brazos y volvió a mirar sus pies.

—Los adultos geds las usan para capturar vida silvestre y estudiarla —dijo el ged.

Hubo un inquietante silencio.

—Pero vosotros nos lo dais como arma —dijo Dahar.

—Armas es lo que pedisteis.

Dahar no respondió. SuSu vio que los otros guerreros estaban mirándole con dureza, incluso las hermanas-guerreras, aunque aún no se había puesto el tebl.

Al teniente no le gustaba la nueva arma, pero a los otros sí. ¿Por qué? SuSu no trató de comprender. Nada de esto, nada que cualquier guerrero pensara tenía nada que ver con ella. Estaba libre de ellos.

—¿Quieres este arma? —preguntó el ged.

—Sí —dijo Dahar, y a los guerreros se les vio confusos—. Quiero saber cómo funciona. ¿Cuán dentro del cuerpo funciona?

Jehane echó una mirada al tebl de Dahar que estaba sobre el polvo. La doble hélice era medio visible. El comandante, al que Jehane le había bloqueado la vista del teniente mientras estaba en el suelo, miró también a la hélice y Jehane se puso furiosa.

—Cómo funciona es algo para la Enseñanza del Conocimiento. Ahora es para la Enseñanza de Armas. Probaréis esta tira en grupos de dos. En cada pareja de humanos, uno probará la tira sobre el otro.

A SuSu se le cortó la respiración. Al igual que los otros, ella contó rápidamente, aunque ni siquiera era necesario.

Jehane y Talot. Un par formado por dos hermanos-guerreros. La otra hermana-guerrera con la ciudadana, que ya estaba agachándose y transpirando. El albañil dejó a Dahar, que ahora sería uno en la pareja para probar el arma. Incluso los ocho delysianos —ahora que el zapatero había muerto— se habían apareado, una hermana-soldado con un hermano-soldado. SuSu había oído decir que las mujeres delysianas, incluso las soldados, eran todas rameras. ¿Cómo podía ser que los guerreros hubieran dicho semejante cosa, con el peso de ellos aplastándola, y comentándole con una sonrisa cínica lo que harían si capturaban a una soldado delysiana en la batalla, y SuSu podía…?

No quedaba nadie, salvo el bárbaro gigante blanco.

Los geds dieron una tira roja a cada humano. Cada pareja decidía quién tendría la tira pegada a su columna vertebral, y quién haría la presión. Soldados y guerreros querían tener la sensación de la nueva arma para ajustar a ella sus respuestas. Hablaban en voz baja, movían a su pareja vulnerable lejos del enemigo. Algunos se quitaban los tebls, otros probaban el tacto sobre la parte de atrás del cuello: en el punto vulnerable del pescuezo.

SuSu tenía los puños apretados a los costados y su mirada detenida en el polvo. El miedo la mantenía rígida. El gigante blanco se había movido hacia su lado; podía sentir su enorme presencia masculina, y oler su fuerte sudor. SuSu le llegaba escasamente al pecho. Él le quitaría el tebl, pondría esa cosa sobre ella, y caería al suelo como había caído el teniente primero, al suelo y más lejos del suelo, a ese oscuro y desconocido lugar donde había ido la voz oscura, y donde ahora esperaba para atormentarla. Las llagas de la ramera… debían estar también allí; se habían ido antes de que viniera la voz, y si las llagas y la voz la encontraban una vez más, no la dejarían ir… jamás…

Hubo un movimiento en el borde mismo de su visión y un cuerpo cayó a tierra: Jehane. Talot montaba una fiera guardia en torno a ella mientras Jehane yacía impotente. No era una guerrera herida con honor, sino que estaba tendida descuidadamente, derribada en persecución de la voz oscura. SuSu apretó aún más los puños. Le harían eso a ella. En el lado delysiano del patio cayó otro cuerpo. El gigante blanco hizo un movimiento a su lado. No pudo mirar hacia arriba; se aguantó el llanto y la sombría voz se puso a gruñir en algún lugar profundo, y…

Un rostro apareció ante ella desde el suelo. Arriba.

El gigante bárbaro se había arrodillado y volvía su rostro a ambos lados para mirarla sin tocarla. Incluso estando arrodillado tenía que agachar la cabeza para que estuviera más baja que la de ella. SuSu miró sus ojos incoloros, blanco sobre blanco, y el blanco convirtiéndose en una membrana rosada alrededor de la pupila. Decenas de trenzas blancas aparecían alrededor de un rostro masculino y burlón con preguntas no formuladas. En la palma de una de sus grandes manos tenía la tira roja que tendió a SuSu.

Él quería que ella la pusiera sobre él. SuSu cogió torpemente la tira roja. El gigante se levantó, se quitó el tebl y le dio la espalda. La base de la columna vertebral de él estaba a la altura de los ojos de ella.

Alrededor del patio, jelitas y delysianos echaban una mirada subrepticia desde sus pares caídos hacia el desnudo torso del monstruo bárbaro. Las masas de músculos hacían parecer pequeño incluso a Dahar. La piel que había frente a SuSu tenía un blanco de muerte, dura y tirante pero clara como la de SuSu, sin pelos ni sombras; más parecía un enorme crestón de roca blanca que el cuerpo de un hombre.

SuSu presionó la tira sobre la espalda del hombre, levantándose un poco de puntillas para llegar. Instantáneamente la roca se disolvió, casi sumergiéndola a ella. SuSu saltó a un lado, y el hombre-montaña quedó a sus pies, tan desvalido como si ella fuera una guerrera y él un animal cazado.

O una ramera.

Una extraña excitación la recorrió como una ráfaga desde el cuello a lo largo de la columna vertebral, sombría como la voz. Bajó la mirada hacia él, con sus negros ojos muy abiertos, sintiéndose con poder por primera vez en su vida.

Pasaban los minutos. Alrededor del patio, los cuerpos comenzaron a ponerse de pie. El gigante bárbaro estaba aún tendido debajo de ella. Finalmente se sacudió y se puso en pie, sobresaliendo dos veces por encima de la altura de ella.

SuSu se habría ido, pero la mirada de él la atrapó. Tenía sucia la mejilla sobre la cual había caído. No dijo nada pero la contempló desde su inmensa altura y sonrió suavemente, con mucha gentileza: era la primera sonrisa que alguien le había visto dar en R’Frow. Sus labios estaban muy pálidos, incoloros como nubes silenciosas.

18

—Unos pocos han preguntado por la entrega de una nueva arma, inmediatamente después del primer acto de violencia —dijo una de las geds. Los otros se volvieron hacia ella para considerar lo que acababa de decir, aunque todos ellos y la Biblioteca-Mente lo habían considerado antes. De otro modo, difícilmente hubiera podido expresarlo.

En conjunto eran dieciocho, casi por primera vez desde los frenéticos primeros días en R’Frow. Era bueno sentarse y reflexionar en la oscura luz anaranjada, como la luz del hogar. Era bueno darse golpecitos muy lentamente, compartir feromonas, decir en voz alta lo obvio una y otra vez en diferentes voces que eran tranquilizadoramente la misma voz. Era bueno ser civilizado de nuevo. Alguien, dándose cuenta de esa situación, había subido dos unidades la temperatura.

Complejos olores invadían la habitación. R’Gref, el joven ged que había perdido el control de sus feromonas en la última reunión plenaria, olía levemente a vergüenza, y un persistente subolor de tranquilidad corría hacia él desde los demás. Las feromonas de apareamiento flotaban libremente, preparando para la Unidad, que finalmente ocurriría a su momento. Aunque la preocupación sobre la Flota nunca estaba ausente, se había convertido en un subtema, tenue en el dominante olor de placer: placer por estar de nuevo todos juntos; placer por compartir los fluidos en el apareamiento que aún tenía que llegar; placer por los ricos y lentos olores adjuntos en los que se podría hablar de los toscos y perturbadores humanos, pero que nunca vendrían aquí.

Los geds se estiraban lujuriosamente, olfateaban profundamente, se acercaban entre sí. Cada voz entretejía otra trama dentro del diseño que cada uno ya conocía antes de que comenzara cualquier voz. En Ged —donde el entretejido comunal era el primer arte y se trataban los tapices para que retuvieran las feromonas de todos los artistas— habían permanecido sentados en silencio. Aquí la voz desagradable de los humanos les había dejado a todos con el anhelo de esos tapices verbales y feromonales.

—Aquellos que se preguntaban sobre la tira que aturde son los mismos que muestran mayor inteligencia en la Enseñanza del Conocimiento —observó R’Gref, y las feromonas de tranquilidad se incrementaron y tomaron matices de placer con su participación.

—Que Armonía cante con nosotros.

—Que Armonía cante con nosotros.

—Que cante siempre.

—Siempre cantará.

—Que puedan ser tan diferentes uno de otro en inteligencia —dijo uno. Asombro, viejo pero aún extraño, tejido a través del aire. En una especie genético-divergente como los humanos se esperaban diferencias entre las mentes; la medida de esas diferencias aún era una gran sorpresa.

—Quizá deberíamos haber esperado con la tira que aturde.

—Que cante siempre.

—Siempre cantará.

—Podemos compensar cualquier retroceso por parte de los que se preguntan, dándoles un nuevo conocimiento.

—Eso es lo que decidimos hacer.

—Todos estamos de acuerdo en hacer eso. Que Armonía cante con nosotros.

—Que Armonía cante con nosotros. Estamos de acuerdo.

—Que cante siempre.

—¿Cuál de los humanos es el que más necesita que se le impida distraerse? ¿Cuál parece el más prometedor?

—Armonía cantará siempre.

—Dahar. El grupo de Grax.

—Sí, Dahar. Estamos de acuerdo.

—Que Armonía cante con nosotros.

—En el grupo de Wraggaf, el humano Creejin.

—Sí, Creejin. Estamos de acuerdo…

Y así durante horas, saboreando el ritmo y la dulzura, acercándose a la mayor dulzura del apareamiento en Unidad, trazando círculos y moviéndose con ellos.

Tras horas de charla, los dieciocho decidieron hacer lo que ellos —ya antes de comenzar— sabían que harían. Seguirían la recomendación de la Biblioteca-Mente. Darían a los humanos algo del conocimiento de sus propios cuerpos que la Biblioteca-Mente había aprendido de Disección y Descontaminación. La presencia de la doble hélice debería hacer que tal conocimiento resultara interesante para los más inteligentes entre los humanos. La presencia, ahora, de mujeres embarazadas debería hacer interesante la promesa de salud para sus hijos y para todos los demás. ¿Qué especie no valoraba la salud cié sus propios cachorros? Conocimiento, curación, armas… cualquier cosa que mantuviera a los humanos cooperativos hasta que la Paradoja Central fuera resuelta.

Súbitamente, la habitación, después de horas de rica solidaridad, olía a ansiedad. Pero ningún ged mencionó en voz alta la Paradoja Central. Una pantalla mural encendida mostraba la inalterada imagen del monitor.

Un humano antiguo, con barba, con el uniforme rasgado; una luna creciente, estrellas, doble hélice. Reluciendo desde la arruinada nave, el estasis incontrolado, la historia perdida.

Tres voces gruñeron suave y simultáneamente, a la Biblioteca-Mente. La imagen desapareció. Aparearse en la Unidad era dulce, y no permitirían que fuera estropeado.

Sacaron la vasija del fluido; la temperatura subió quince unidades. El trance comenzó.

Y el apareamiento olía más dulce de lo que cualquiera de ellos podía recordar.

19

—Lluvia —dijo Talot—. Huele a lluvia.

—No llueve en R’Frow —dijo Jehane, pero miró de soslayo hacia arriba y frunció el ceño.

—Espera un momento, tengo la sandalia suelta. —Talot se inclinó, y Jehane se mantuvo vigilante instintivamente aunque estaban dentro del área cubierta por la red de centinelas. Jehane tenía un lémur muerto en una mano; otro colgaba del cinturón de Talot. La caza en el extremo del desierto de R’Frow había sido buena, a pesar del aire pesado que presionaba desde el cielo, que no era un cielo. Estaban sudorosas y sucias.

—Los baños para mí —dijo Talot.

—¡Escucha!

Talot se quedó inmóvil, tensa para la lucha. Pero lo que Jehane había oído eran los golpecitos del agua sobre los árboles, casi olvidados; un tamborileo que sonaba distante hasta el momento en que las gotas de lluvia golpearon sobre sus hombros y sus rostros vueltos hacia arriba.

—Para lavar los árboles —dijo Talot con placer—. Los geds lo han hecho para lavar los árboles. Hay más polvo sobre ellos que podredumbre en una ramera. ¡Mira eso… lluvia!

—Me gustaría que hubiera truenos —dijo Jehane súbitamente—. Me gustan los truenos.

—Habría adivinado que te gustan los truenos. —Talot se echó a reír.

Jehane le hizo una sonrisa.

—¿Cómo lo adivinaste, querida?

—Simplemente, lo adiviné.

Jehane le dio un golpecito amistoso. Talot le cogió la mano y ambas fueron hacia los baños de las hermanas-guerreras. SuSu, sentada en un lugar escondido en la maleza, oyó cómo se desvanecían sus voces y desaparecían.

Se había bañado en una de las corrientes que manaban del suelo en R’Frow; corrían a gran distancia y desaparecían bajo tierra. SuSu sabía que era mejor que tratar de usar los baños detrás del salón de los ciudadanos. Cuando oyó a Jehane y Talot, acababa de salir de una escondida curva de la corriente y se había puesto el tebl, todavía húmedo.

Cuando las hermanas-guerreras ya se hubieron ido, SuSu esperó hasta estar segura de que nadie acechaba en el espacio entre la maleza y el salón. Se desplazó rápidamente a través de la ligera lluvia, eligiendo el camino más discreto siguiendo el margen de unos árboles sobresalientes, y se deslizó dentro del salón. Dos ciudadanas, charlando entre ellas, subieron la escalera. SuSu las siguió muy de cerca. El agua de lluvia goteaba desde los dobladillos de sus tebls, sobre la cabeza de SuSu; no advirtieron su presencia. SuSu entró en el corredor reservado para Falonal, Jamila y ella misma. Se lanzó por él antes de que pudiera abrirse ninguna puerta, empujó con el pulgar la cerradura y cerró la puerta detrás de ella.

Segura.

El silencio la saludó girando alrededor de ella en pequeñas ondas, cálidas y oscuras. No encendió la luz; en cambio se sentó en el oscuro silencio, deleitándose con la quietud. Una vez se levantó y caminó alrededor de toda la habitación, desde el brillante círculo anaranjado, de vuelta alrededor de él, frotaba con las manos cada porción torneada del metal wrof: las palmas planas, los delicados dedos extendidos para cubrir la mayor área posible. No había ventana. Nunca habría una ventana que permitiera a los rostros atisbar dentro, que dejara fluir los sonidos para desgarrarla. R’Frow no tenía ventanas, y la puerta estaba cerrada.

SuSu sonrió. Secó su largo cabello negro, lo peinó, se quitó las ropas mojadas y las esparció sobre el suelo para que se secaran. Luego se volvió a sentar, apoyada contra el muro. La habitación no tenía diversiones ni objetos geds cogidos de la Sala de Enseñanza; nada salvo cojines. SuSu no necesitaba más. Tenía el silencio.

Cuando se cansó, se hizo un ovillo sobre los cojines y se quedó dormida.

Un buen rato después, la puerta se abrió de golpe.

SuSu se incorporó y se puso a gritar mientras la luz se esparcía en la habitación. La puerta… la puerta no podía abrirse…

—Cierra la puerta —siseó un hombre—. Dale una patada.

SuSu pudo ver muy brevemente su rostro, triunfante y avergonzado, antes de que cerrara la puerta de un puntapié y el corredor se desvaneciera. Otro puntapié y el dolor explotó en su pecho.

—¿Por qué no me abrías? —gruñó el hermano-guerrero con los dientes apretados. SuSu se tocó las costillas y gritó. La luz inundó la habitación y el rostro del hombre flotó sobre su cabeza en oleadas de dolor, con media oreja y horriblemente lleno de cicatrices.

—¡No le vuelvas a pegar! —exclamó un hombre—. ¡Mierda, aún no la hemos usado!

El guerrero con media oreja la golpeó de nuevo en la cara. La boca se le llenó de sangre.

—Así abrirás la próxima vez, querida.

SuSu trató de gritar otra vez pero no pudo, ahogada en sangre comenzó a jadear. Se debatió desesperadamente y cayó desde los cojines al suelo, donde cuatro manos la sujetaron fuertemente.

—Está desnuda… nos estaba esperando.

—A mí. Yo seré el primero.

—¡Al oscurofrío con eso! Yo no uso fango húmedo.

Las manos la liberaron; los cuerpos forcejearon brevemente junto a los cojines. SuSu escupió la sangre de su boca.

—Escúpeme a —dijo alguien, arrojándola de espaldas. Sintió un horrible dolor en las costillas. Luego él se arrojó sobre ella, forzándola a abrir las piernas con la rodilla, dejando caer su peso sobre el cuerpo de SuSu mientras buscaba torpemente sus pechos. La primera acometida la hizo gritar, salpicando sangre; y el dolor se abrió paso entre sus costillas. Morir… se sentía morir…

Putrefacción de ramera, susurró la oscura voz, y se echó a reír con una risa que tornó frío el quemante dolor. SuSu lanzó un sollozo y se detuvo, ahogándose en la sangre, y el dolor, la voz oscura y los golpes entre las piernas se ahogaban en las voces de aquellos de los que no podía esconderse jamás, ni siquiera en el silencio. Putrefacción de ramera; tú eres una ramera; tú no eres mejor que Jamila ni que yo…

Se oyó un grito que no era suyo y los golpes se interrumpieron.

Las manos que golpeaban fueron arrancadas de los pechos y desapareció el peso del guerrero con media oreja, arrebatado por el gigante bárbaro como si fuera una ramita. El enorme albino lo sostuvo colgando sobre SuSu, pataleando frente a los ojos de la mujer, y su cuello rodeado por una mano enorme. El guerrero daba puntapiés y parecía como si fueran a salírsele los ojos de las órbitas. El bárbaro le apretó el cuello y arrojó el cuerpo contra el muro. Pasó por encima de SuSu y comenzó con el otro hombre.

El jelita era un guerrero. Se había quitado el cinturón con las armas, pero incluso desarmado saltó hacia delante para enfrentarse al gigante, pateándolo en ambos costados y revolviéndose para asestarle un puntapié mortal en la gruesa garganta. El gigante se movió de un lado a otro, evadió el puntapié y atrapó al otro por el cuello. Con el mismo movimiento anterior, lo lanzó contra el muro. Un segundo antes de estrellarse, el guerrero lanzó un terrible alarido de cólera que concluyó en un gorgoteo de sangre y aire. SuSu trató de levantar las manos para escapar de aquel grito. Se oyó gritar a sí misma de dolor, sólo que no era ella misma, era la tenebrosa voz, riendo; muere, muere, muere, muere

Se desmayó.

La habitación le dio vueltas en la cabeza, acompañada de olas de dolor; pero pudo respirar de nuevo. No estaba muerta. Alrededor de las costillas tenía una tela fuertemente atada, y una manta le cubría la desnudez. Se oían voces, voces enfurecidas; la gente se apiñaba en la entrada, pero en la habitación sólo estaba con ella el gigante bárbaro, en compasivo silencio.

Silencio. Él ladeó la cabeza y la miró burlona y gentilmente, como una gran bestia tranquila. SuSu podía sentir el silencio, andar todo el camino a través de él, como fue todo el camino a través de la roca blanca, sin oscuridad ni escondidas voces enfurecidas, sin ningún sonido. Cerró los ojos y dejó que los brazos, que habían estado luchando por moverse hacia las costillas vendadas, cayeran sobre el cojín.

Él la levantó cuidadosamente junto con el cojín, sin sacudir las costillas vendadas y la llevó hacia la puerta.

La masa de mirones, todos ciudadanos en este salón de ciudadanos, echaron a correr. Los que quedaron atrapados entre el gigante y el final del corredor se aplastaron contra el muro. Falonal, con el cuerpo preso dentro del wrof y los ojos llenos de terror, gritó a SuSu:

—¡Yo dejé entrar al gigante! ¡No dejes que me haga daño…! Regresé después de que… yo lo dejé entrar para salvarte, SuSu. ¡Lo hice para salvarte! ¡Díselo!

SuSu abrió los ojos. Se dejó llevar suave y tiernamente por la escalera, a través de la arcada, lejos de los salones jelitas, en oleadas de blanco silencio. Ella no oyó nada, ni los gritos de Falonal, ni la lluvia, ni la orden de la misma Belazir que volaba a lo largo de la red de centinelas: Dejadlo pasar. Él no es el enemigo.

Tampoco oyó el tumulto que se produjo más tarde detrás de ella, mientras los guerreros jelitas descubrían que, mientras el teniente de la comandante suprema (que debería estar controlando la red de centinelas) se había deslizado a través de ella y había ido a la vacía Sala de Enseñanza, un soldado delysiano había capturado y matado a una hermana-guerrera que estaba cazando en los bosques. Le había golpeado fuertemente el cráneo, y había dejado el cuchillo jelita roto a su lado, tras haberse estrellado contra el liso risco mojado por la lluvia, del Muro Gris.

20

Ayrys había terminado de hacer su aparato para mantener caliente a la gente en la cruda Terceranoche. Se sentó sobre los talones, en su habitación, y contempló la masa de cuencos de comida, alambre y telas enrolladas. Tenía las mejillas encendidas de excitación, y no se volvió cuando entró Kelovar.

—¡Funciona! ¡Funciona, Kelovar!

Él se quedó junto al aparato, mientras el agua de lluvia goteaba de su tebl. Una gota cayó sobre un alambre al descubierto que emitió un siseo.

—Pon las palmas de tus manos aquí —dijo Ayrys—. No, ahí no, aquí, sobre este trozo de tela. ¿Notas cómo se calienta?

Kelovar sacudió la mano hacia atrás y entrecerró los claros ojos. Ayrys apoyó su palma donde había estado la de él y se echó a reír; la cabeza de Kelovar se volvió lentamente para observarla. Ayrys rió con el gozoso y libre sonido que una vez había pertenecido a su habilidad como artesana del vidrio.

—No sé cuánto tiempo permanecerá caliente. El ácido acaba por destruir el plato de cinc, y los geds no me dirán qué puedo hacer al respecto. Pero debe haber algo. ¡Y míralo, Kelovar! ¡Funciona! Los cazadores podrían llevarlo a la sabana durante la Terceranoche… quizá no en esta versión, es demasiado voluminosa, pero podrían usarlo en un campamento de base en lugar de hacer fuego. No echa humo como el fuego. Y los niños que estén enfermos, o los bebés, podrían tenerlo con ellos en Terceranoche. Se podría hacer una cubierta tirante de tela para asegurar que nadie lo toque y se queme. O no, espera… vidrio, se podría poner todo detrás de vidrio. El calor seguiría pasando. ¡Cuánto daría por tener un horno para vidrio! Pero incluso como está, funciona. ¡Míralo!

Kelovar lo miró; sus ojos se empequeñecieron. Dos cuencos de comida hechos de wrof, y dos vasijas geds, contenían una mezcla de ácido. En cada uno había rectángulos de metal mantenidos hacia arriba con trozos de arcilla. Cada cuenco estaba adherido también con arcilla a una tabla de madera cortada del tronco de un árbol y formada para elevarse en ambos lados a suficiente altura para dejar despegados los cuencos. A través de las elevaciones se extendía un triángulo de tela ged con muchas capas, lo bastante grande para poder acercar las palmas de las manos de un cazador o el cuerpecito de un recién nacido. Y había alambres por todas partes, entre los cuencos y contra la madera, enrollados en formas parecidas a los brazaletes jelitas, corriendo directamente bajo la tela, donde estaban envueltos con un material que Kelovar no pudo identificar. El conjunto exhalaba más calor y de un modo más uniforme que un fuego. Y podía ser tocado. Ayrys puso la palma de su mano sobre la tela y se rió de nuevo.

—No hay Terceranoche en R’Frow —dijo Kelovar. Su voz estaba tensa, pero Ayrys, absorbida por el placer, no la captó.

—Eso no importa —dijo ella alegremente—. Funciona.

—¿Dónde conseguiste todas estas cosas?

—Las compré. Hice intercambio. Las cogí de la Sala de Enseñanza. Cuando las había usado, intercambiaba más. Grax no me decía la proporción correcta de ácido y agua. Por eso me preguntó: «¿Cómo pudiste descubrirlo?» Yo quería decirle: «Por magia y seducción, y continuando bajo ambas lunas», pero él no habría comprendido la broma. Encontré la proporción, y ahí está la fea, ridícula y maravillosa cosa. ¡Y funciona!

Sacó la mano del aparato, hizo un rápido saludo que los artesanos del vidrio usaban en el taller para señalar un buena hornada —un chasquido del pulgar medio burlón, medio triunfante—, y puso de nuevo la mano sobre el aparato, con los ojos brillantes. Kelovar no dijo nada.

—No hay nada en esta cosa que no pueda ser creada en Delysia, excepto el alambre ged, y un herrero hábil sabría cómo hacerlo. Es una mezcla de minerales, dijo Grax, e incluso si un herrero o armero no pudieran descubrir la mezcla, podrían crear una diferente que produciría igual cantidad de calor sin quemarse. Se pueden probar diferentes mezclas de minerales. Me pregunto por qué ningún maestro soplador de vidrio hace nunca esto. Nosotros continuamos usando los mismos materiales y cambiando sólo los diseños. Nunca pensamos en estos experimentos geds… simplemente nunca pensamos en ello. Quizá si yo fundiera algo… Hay un herrero en el salón próximo, lo dijo Ondur. Puedo preguntarle.

Dio un salto. Kelovar, que aún estaba arrodillado junto al aparato, le abrazó con fuerza una pierna, y ella bajó la mirada con sorpresa.

—Tú no vas a ninguna parte. Este juego infantil puede esperar.

Ayrys lo miró con ojos entrecerrados y la mandíbula apretada.

—No es un juguete —dijo lentamente.

Él hizo un gesto de impaciencia.

—Sea lo que fuere, no puedes abandonar el salón. Han matado a una guerrera jelita hace una hora.

—¿Quién?

Ayrys se sentó de nuevo sobre los talones.

—¿Qué importa? Ahora hay una menos.

—¿Una hermana-guerrera?

¿Jehane, temeraria y demasiado confiada…?

—Sí.

—¿Quién la mató?

Los ojos de Kelovar se movieron de un lado a otro.

—No lo sé. Pero el salón de abajo está hirviendo de comentarios.

—No he ido abajo. Estaba terminando… —Miró al aparato del que aún fluía calor y un débil resplandor.

—No todos estaban entretenidos con juguetes. —Kelovar pareció oír su propia torpeza y apartó la cabeza de Ayrys. Ella vio la acusada línea de su mandíbula y la extraña luz en sus ojos, destello bajo destello, luz que se movía tanto hacia delante como hacia atrás.

—Kelovar, ¿cómo te enteraste del crimen?

—Ya te lo he dicho. Comentarios en el salón.

—¿Cómo lo saben? ¿Está alardeando el guerrero?

—Por supuesto que no. Khalid prohibió tomar represalias.

Ella permaneció en silencio un momento.

—Kelovar… ¿la has matado tú?

—No —respondió él—. Pero me hubiera gustado hacerlo.

Ayrys no estaba segura de que él dijera la verdad. Sólo el odio salvaje de su voz le pareció sincero.

—Te gustaría que nadie hubiera matado a esa basura, ¿verdad, Ayrys? Tú preferirías que olvidáramos el orgullo delysiano y que no diéramos importancia al asesinato del zapatero, como si todos fuéramos despreciables kreedogs… —La cogió de la barbilla y atrajo su rostro muy cerca del suyo—. Pero no lo somos.

Ayrys apartó su barbilla. Kelovar se echó a reír y Ayrys sintió escalofríos. La expresión de él cambió con increíble rapidez y perdió su peligroso brillo. Le pasó un brazo alrededor de la espalda y la atrajo más cerca.

—Pero tú no eres soldado, Pequeño Sol. Tú eres mi fabricante de juguetes. ¿Por qué ibas a prestar atención a los asuntos militares delysianos? Ése es el trabajo de un soldado. Yo velaré por tu seguridad para que puedas seguir haciendo juguetes.

La besó en el cuello. Ayrys lo rechazó con agresividad.

—Escúchate a ti mismo, Kelovar. «Orgullo delysiano, militarismo delysiano…» —Imitó agresivamente su tono de voz, demasiado enojada para ser cautelosa—. Pero esto no es Delysia, ¿te enteras? ¡Esto no es Delysia! Esto es R’Frow; son los geds quienes han prohibido matar en R’Frow, y hasta ahora nosotros hemos quebrantado sus leyes en dos ocasiones. ¿No crees que van a hacer algo al respecto?

—Nuestro asesinato fue por represalia. La única transgresión a la ley fue la cometida por los jelitas. «Nosotros» no matamos dos veces. No hay «nosotros» entre delysianos y jelitas.

—Los geds podrían exiliarnos a todos de R’Frow.

—¡Pues que lo hagan!

A él no le importaría. Ayrys echó un vistazo a Kelovar. R’Frow era diferente de todo aquello por lo que él había negociado, y, de algún modo, más amenazante… Frunció el ceño tratando de comprender.

Se miraron mutuamente. Luego Kelovar sonrió, con una mueca forzada que no le alcanzó los ojos. La cogió de nuevo.

—No quiero discutir contigo, querida. Afuera está lloviendo, ¿lo sabías? Estoy completamente mojado. Ven y sécame, dulce Ayrys.

—Kelovar…, no.

—Ven y sécame.

Ayrys se incorporó y dio un paso hacia atrás. Él también se incorporó, abalanzándose sobre ella medio en broma. La bota cayó sobre el aparato de calefacción, rompiendo la tabla y volcándola a ambos lados. Un alambre chasqueó, se derramó fluido sobre el suelo y la rojiza incandescencia se desvaneció de golpe.

Ayrys miró unos instantes su invento destrozado pero le dio tiempo para captar la expresión de Kelovar antes de que se desvaneciera. Era una expresión de placer, breve, amargo, inconsciente de sí mismo, pero placer sin duda. Kelovar sintió placer al destrozar el aparato, y un tipo de placer que Ayrys recordaba. Lo había visto en el taller de vidrio, en los rostros de los aprendices ineptos cuando observaban la hornada de un maestro soplador de vidrio, que había cocido mal y se había resquebrajado. Una hornada que, si hubiera cocido bien, los ineptos nunca hubieran podido igualar.

—Lo lamento —dijo Kelovar sin lamentarlo.

—Creo que deberías irte, Kelovar. Pienso que no debemos compartir más la cama. Quiero terminar.

—¿Porque he pisado tu juguete? No lo he hecho expresamente.

—No, no es por eso.

—Entonces, ¿por qué Ayrys? —Estaba realmente sorprendido. Ella se dio cuenta de que Kelovar no esperaba aquello y se preguntó por qué; la frustración que se producían el uno al otro podía más que el placer sexual. Pero él pareció súbitamente herido y hubo algo estremecedor en lo repentino de su cambio de soldado a amante aferrado, algo que ella no podía nombrar.

—Porque nos lastimamos mutuamente. No quiero volver a hacer el amor contigo.

—Tú no me haces daño.

—No quiero que nos acostemos más juntos, Kelovar.

La sorpresa empezó a dar paso a la ira.

—¿Quieres a otro?

—No, a ningún otro.

—Te amo, Ayrys.

Ella miró al aparato roto en el suelo y se preguntó qué clase de amor era ese que sabía tan poco sobre el supuesto amado. Kelovar siguió la mirada de ella y apretó la mandíbula.

—Nosotros nos adaptamos bastante bien uno al otro.

—No, no lo hacemos.

—¿Porque yo no estoy interesado en juguetes geds y tú no estás interesada en Delysia? —Su voz se tornó súbitamente tranquila—. ¿Por qué, Ayrys? Cada vez que se menciona a Delysia, tú retrocedes un poco. Lo has hecho siempre desde que llegamos a R’Frow. ¿Por qué?

Ayrys no se había dado cuenta de que él fuera tan observador. Parecía que no se habían conocido en absoluto el uno al otro.

Antes de que ella hubiera podido dar una respuesta evasiva, Kelovar dijo con suavidad:

—Ten cuidado, Pequeño Sol. Podrías ser sospechosa de mayor lealtad a los geds que a los tuyos. Eso podría ser peligroso para ti, pequeña Ayrys.

—¿Estás amenazándome, Kelovar?

Pero él no la estaba amenazando. Ante el desafío directo, retrocedió abruptamente y sus brazos colgaron humildemente a sus lados.

—Por favor, déjame quedarme, Ayrys. Por favor.

—No, no supliques, Kelovar.

Pero incluso esa crueldad no lo detuvo. Había algo desesperado en su rostro, un pánico sofocado que ella no comprendía y que se deslizó, en un momento, de vuelta a una peligrosa ternura.

—Tú eres mía, Ayrys. No importa si yo me voy o me quedo; tú eres mía. Algún día lo sabrás. Puedo esperar.

—Sal, Kelovar. —Pero él no se movió, y entonces ella agregó amablemente—: Por favor.

Él se fue. Ayrys estaba de pie, con los brazos caídos junto al estropeado aparato calefactor.

Sentía frío. Se envolvió con los brazos y se frotó los hombros, pero esto no fue suficiente. Estaba fría por dentro, como no lo había estado ni siquiera en la sabana, con Jehane; fría como no lo había estado desde que la puerta sur de Delysia se había cerrado detrás de ella para siempre. Embry. Delysia. «Tu propia gente.»

¿Cómo se sentiría al mostrar el aparato de calefacción a uno de los suyos? «Yo lo hice así, probé esto y esto, esto funcionó…» Incluso en el taller de vidrio había habido interés sólo en los métodos tradicionales, en las formas tradicionales.

Vio de nuevo la hélice de vidrio azul y rojo, aplastada sobre la piedra junto al río, y los fragmentos brillando a la luz de la luna.

Arrodillada, Ayrys dio vuelta a las piezas del calefactor. Pero eso no era vidrio, podría arreglarlo. Kelovar, a diferencia de Jehane, no había hecho un daño real.

«Tu propia gente…»

Los geds, con su prisión abovedada, habían puesto su mente en libertad, y la habían empujado, sobre el rápido río, donde las únicas corrientes eran cómo las cosas encajaban y las únicas rocas su propia ceguera. Pero los geds no eran su gente, a pesar de la acusación de Kelovar. Los geds se sentaban impasibles, mirando y escuchando, escuchando y mirando, y no eran capaces de mostrarse efusivos.

¿Por qué sentía frío aún?

Impaciente consigo misma, Ayrys comenzó a reparar el calefactor. Tendría que preparar más mezcla de ácidos; Kelovar lo había derramado casi todo. Estaba barriendo el suelo con la cubierta de un cojín, cuando el Muro se puso a hablar tan súbitamente que casi la hizo gritar del susto.

Ningún Muro había hablado desde la elección de cerraduras el primer día en R’Frow, y el Muro exterior nunca había hablado tan fuerte. La voz, de tipo ged, quería despertar a aquellos que dormían, detener a los que se iban. Pero la voz era tranquila, un grito en volumen pero no en emoción, un clamor misterioso y tranquilo.

—No habrá más asesinatos en R’Frow. Los humanos de Qom se asegurarán de esto. No habrá más asesinatos en R’Frow o habrá destierro de la ciudad y no se entregarán riquezas a los humanos.

Desterrados de la ciudad. Exilio.

Ayrys se puso las manos sobre la cara y comenzó a reír con la amarga e incontrolada risa que había convencido a Jehane de que estaba loca. Pero esta vez Ayrys sabía que no lo estaba. Era simplemente tan ridículo, tan absurdo, tan imposible… destierro de dos ciudades, dos pueblos que no eran «tu propia gente»… exilio.

Hizo un esfuerzo por dejar de reír.

El Muro estaba repitiendo su aviso por tercera vez, y ahora Ayrys oyó su imprecisión… ¿deliberada imprecisión? Los geds no decían quién sería desterrado si tenía lugar otro asesinato. ¿Sólo el asesino? ¿Los de la ciudad del asesino, jelita o delysiano? ¿Todos los humanos de R’Frow?

Cuidadosamente, como si el cuidado restaurara el sentido a la situación, terminó de limpiar el agua derramada y abrió la puerta de su habitación. El corredor, la escalera, el salón de abajo, estaban alborotados con la conversación, los gritos y las especulaciones. Nadie sabía nada, y no había dos delysianos que estuvieran de acuerdo respecto a lo que no sabían.

Ayrys había descendido ya la mitad de la escalera cuando se le ocurrió otra pregunta. Los geds regresaban siempre dentro del perímetro después de que había terminado la sesión en la Sala de Enseñanza. Se iban a través de la única abertura en todo el Muro, una puerta en el lado este. Nadie había visto nunca un ged después de oscurecer, ni siquiera los soldados en la red de centinelas o los cazadores en el desierto.

Así pues, ¿cómo se habían enterado los geds de que había habido un asesinato?

21

—¿Dónde estabas?

—En la Sala de Enseñanza. —Dahar estaba de pie, rígido, ante la comandante suprema; podía sentir la piel de su cara tirante y seca.

—No pediste permiso para dejar la red.

—No se requería permiso. Supervisé la red en el momento acostumbrado. No tengo por costumbre informar de cómo uso mi tiempo entre controles.

Belazir hizo un movimiento de corte con la mano izquierda, a diferencia de su formalidad habitual. Tenía dos manchas de color en la parte superior de las mejillas.

—Mierda, Dahar, no estoy hablando de costumbre, estoy hablando de necesidad militar. ¡Tú sabías que los delysianos podrían devolver el golpe, vengar al zapatero! ¿Qué había en la Sala de Enseñanza más importante que eso?

—No había nada en la Sala de Enseñanza.

—¿Ningún ged? ¿Ningún juguete? ¿Ningún arma?

—No.

Ella lo miró fijamente. Las manchas de color se desvanecieron. Sin ellas se la veía más vieja. Dahar la vio oscilar entre la curiosidad y el castigo. Era una vieja escena, sorprendente sólo en que él se percibía a sí mismo esperando con curiosidad. Pensaba que estaba preparado desde hacía mucho tiempo para mostrar indiferencia ante la elección que hiciera su comandante.

La habitación de mando de Belazir, justo sobre la escalera del salón que estaba abajo, tenía el único muro decorado que Dahar había visto en R’Frow. Alguien había pintado en él todo el espectro de los rangos guerreros jelitas: luna creciente, luna con estrellas, un sol, dos soles, tres soles. ¿Qué habían usado para que se adhiriera al wrof? Dahar habría pensado que pinturas de ramera, pero sabía lo imposible que eso resultaba.

—No voy a ordenar que te castiguen, Dahar. Los guerreros lo tendrían en cuenta, y ya tienen la doble hélice en contra tuya. No quiero oír comentarios sobre división en el mando. No con este grupo de… guerreros inmaduros. Deslizarse a través de la red de centinelas es una cosa —podría despabilarlos para que sepan que tú puedes hacerlo— pero ir al salón ged solo es diferente. ¿Por qué razón?

—Me gustaba estar allí.

Belazir lo miró fijamente. Dahar esperó. Como ella no decía nada, forzó la pregunta:

—¿Quieres saber si ir allí está de algún modo conectado con el Rojo y Azul?

—Sí.

—No lo está. No hay ceremonias extrañas, ni rituales de curadores que me hayan inducido a deslizarme en la red. No se bebe sangre, comandante, ni hay disecciones humanas.

Había ido demasiado lejos. Belazir no lo merecía. La curiosidad de ella contenía sólo el más leve rasgo de aversión, y Dahar lo consideró como una debilidad en él mismo, que no había aceptado la aversión mucho tiempo atrás. Belazir era una comandante capaz… eso era suficiente. Esperar comprensión de ella sobre lo que él mismo no comprendía, era tan indulgente como estúpido.

—Si hubiera estado con una ramera, ¿habría sido más capaz de impedir el asesinato de la hermana-guerrera? —preguntó Dahar.

—No esperaba que pudieras impedirlo. Lo que espero es que tu mente esté llena de lo bueno de Jela, y no de otra cosa que podría competir con eso o menoscabar tu posición entre tus guerreros. Si yo pensara que el látigo te haría recordar eso, habría ordenado que te azotaran.

Era un duro reproche. Dahar se sonrojó a su pesar.

Belazir se volvió. Durante unos minutos estuvo dándole la espalda, al parecer pensando y mirando fijamente a través de la puerta abierta, que lo estaría siempre que un hermano-guerrero estuviera en la habitación de mando. La espalda de Belazir se iniciaba con anchos hombros, con los músculos de su cuello nudosos debajo de su canoso rollo de trenzas de hermana-guerrera. Dahar se preguntó de repente cómo sería ella de joven. En la deshonestidad del pensamiento y en la rigidez de la espalda, vio súbitamente otra habitación, otra comandante…

—¿Pero cómo entra la doble hélice en el cuerpo? —dijo el niño. El viejo lo miró con desdén. Llevaba el Azul y Rojo sobre los hombros, y lo que quedaba de su cabello estaba cortado con los flecos de un maestro guerrero. Miró con disgusto la figura joven y fuerte de Dahar.

—Ése es uno de los misterios. La doble hélice nos viene con el nacimiento, y se va con la muerte. Los guerreros-sacerdotes la usamos porque, cuando curamos, tratamos de mantener la hélice en el cuerpo tanto tiempo como sea posible. Eso es todo lo que necesitas saber, muchacho.

El niño miró a través del tosco lente que tenía en la mano.

—La sangre luce igual, grande o pequeña.

—Porque es sólo sangre. No hay hélice en ella. La hélice habita en una parte del cuerpo solamente, y ése es el centro de la vida. Todo lo demás es muerte, que espera simplemente el campo de batalla.

—Bueno, ¿dónde está ese lugar? —preguntó el niño.

—Ya te he dicho que eso no necesitas saberlo.

—No sabes dónde está —dijo con respeto el muchacho.

—¡No seas insolente, muchacho!

—Pero no lo sabes, ¿verdad? No podemos encontrarlo. Ésa es la razón por la que no curamos a mucha gente. Ésa es la razón por la que murió mi madre. —Miró desafiante, sin lágrimas, al viejo, que cogió su vara.

—La insolencia en un guerrero-sacerdote nunca queda sin castigo.

—Deberías haber buscado su hélice antes de que muriera —dijo el niño con frialdad nada pueril—. Deberías haber encontrado una forma de hacerle otra doble hélice, y así ella no habría muerto. Es culpa tuya.

Cayó la vara. Dahar recibió la azotaina sin proferir ninguna exclamación, sin un solo grito; el maestro, frenético por la negativa del muchacho a gritar, dejó marcas sangrientas en sus nalgas y la parte de atrás de sus piernas. Cuando se quedó sin aliento y se vio forzado a detenerse, el niño se volvió y lo miró a los ojos. Mantuvo un buen rato la mirada. Le caían mocos de la nariz y sangre del labio, mordido hasta casi cortarlo para mantenerse silencioso. Cuando pudo hablar, dijo:

—No puedes hallar la doble hélice. No eres lo bastante bueno. Pero yo la encontraré. Cuando sea guerrero-sacerdote, la encontraré.

Se preparó para la segunda azotaina, sabiendo que ésta continuaría hasta que se desmayara.

—… no te prohibiré ir de nuevo a la Sala de Enseñanza, incluso de noche —estaba diciendo Belazir—. No hay honor en retener a un teniente y tratarlo como si no hubiera sido elegido para un núcleo de jefes militares, a menos que yo desee cuestionar tu lealtad a Jela. Y no hay nada sobre eso en mi mente.

—Yo…

—En mi mente, Dahar. Fíjate en tus hermanos-guerreros, y fíjate cuidadosamente. A ellos no les gusta ver ese emblema sobre tu hombro, y no les gusta esta nueva amenaza de los geds. Les contienes con tus habilidades físicas y con tu cortesía hacia los monstruos. Asegúrate de que continúas conteniéndolos.

Con tu cortesía hacia los monstruos. Dahar contempló el muro pintado. Los colores eran demasiado ostentosos. Belazir no lo comprendía mejor que cualquiera de los demás. Pero entonces ella lo sorprendió de nuevo.

—¿Por qué piensas que nos han dado la nueva arma ahora?

La pregunta tocó sus propias fluctuaciones dolorosas de duda.

—Yo me he preguntado lo mismo, comandante.

—La planificación temporal es extraña —dijo Belazir, y frunció ligeramente el ceño—. Pedir paz y dar una nueva arma el mismo día, prohibir la violencia y forzar a jelitas y delysianos a entrenarse juntos… Si yo fuera ged no lo haría de ese modo.

Si yo fuera ged —dijo Dahar lentamente—. Ellos no piensan como nosotros.

—¿En qué sentido?

—Ellos son más… razonables.

—¿Qué quieres decir? El momento en que nos han dado esta arma no es razonable.

Dahar se concentró en el llamativo muro.

—A veces he pensado que los geds confían en la mente y nunca en las sensaciones físicas. En la acción, pero no en la reacción. Como un guerrero que es superior en el patio de prácticas, pero que no lo es en la batalla real.

Belazir asintió con la cabeza.

—Sí, yo he pensado lo mismo. Pero la elección de este momento para darnos armas adicionales, cuando los delysianos quieren venganza… —agregó torvamente—. Y ahora todo esto se acabará. Ningún guerrero jelita se vengará. Ni por la hermana-guerrera que mataron los delysianos, ni por aquellos dos que mató el bárbaro.

—¿El bárbaro?

Belazir le contó lo que había ocurrido en el corredor de las rameras. Dahar hizo una mueca de desprecio.

—Conozco a los dos hermanos-guerreros. Lo que se dice en el patio es que fueron eliminados de sus núcleos militares en Jela.

—No me sorprendería. —Belazir se frotó la cara con las manos para quitarse la fatiga—. Elige hermanos-guerreros para enterrar a ambos.

—¿Un entierro honorable?

Dahar podía seguir su titubeo. Belazir intentaba compensar el disgusto por la historia de la noche con su desagrado de hermana-guerrera por las rameras, un desagrado que Dahar no comprendía plenamente. Ella también estaba pensando en el efecto que tendría un sepelio deshonroso sobre los núcleos de jefes. La hermana-guerrera recibiría plenos honores, que no debían resultar diluidos por un ritual de deshonra simultáneo. Y no era deshonroso forzar a una ramera… simplemente brutal. E innecesario.

Dahar dijo:

—Ninguno de ellos era respetado en su núcleo. Podemos hacer el sepelio, ni honorable ni deshonroso, sin el más mínimo ritual. Como si hubieran sido ciudadanos.

Belazir asintió con la cabeza. Dahar percibió cuánto le costaba privar incluso a sus peores guerreros de un sepelio de guerrero.

—¿Y la ramera SuSu?

El rostro de Belazir cambió. Le echó una extraña mirada y de pronto Dahar se dio cuenta de que ella se estaba preguntando lo que nunca diría en voz alta: si Dahar había usado a SuSu, si la había gozado, y acerca de toda la ambigua relación entre los núcleos masculinos y sus rameras.

—Que el gigante se la quede —dijo Belazir con tono adusto—. Otras dos ciudadanas me han pedido permiso para convertirse en rameras, puesto que no hay hijas de rameras aquí; los hermanos-guerreros tendrán suficientes. No quiero provocar al gigante extranjero. No hay forma de saber si comprende la ley ged contra el asesinato. Y no es un delysiano ni un enemigo. Que se la quede. Nosotros estamos en el plano del honor con los geds, y ningún guerrero jelita va a romper ese vínculo.

Pasaron la hora siguiente asegurándose de eso, repasando los núcleos, nombre por nombre, cambiando los programas de prácticas y demás deberes, analizando lo que cada uno sabía sobre cada guerrero jelita. Que un guerrero podría haber matado ya, incumpliendo órdenes, era algo que había inquietado a Belazir; que ningún otro guerrero hubiera entregado al asesino siguiendo en el plano del honor, la inquietó aún más. Dahar se dio cuenta de que Belazir deseaba creer que el zapatero había sido eliminado por un compañero delysiano, pero no pudo.

Él tampoco lo creía.

La amante de Belazir le miró con ira mientras pasaba a su lado en el corredor. Cuando se detuvo y la miró directamente, ella bajó los ojos y se dio golpecitos en las muñecas como respetuoso saludo.

22

—Anoche nos hablaron los muros de R’Frow —dijo Dahar a Grax.

El silencio anormal de los dos últimos días había dado lugar a un lento e irritado murmullo; pero en cuanto Dahar se puso a hablar, la Sala de Enseñanzas se sumió en una gran quietud. En vez de ir a su mesa habitual, Dahar se puso a la cabeza de sus guerreros; sin volverse podía sentir que se apretaban detrás de él. El comandante delysiano se dirigió rápidamente hacia delante y volvió su brazo de armas ligeramente hacia dentro. Levantó los ojos y vio a todos ellos y a ninguno: sólo a Grax.

—Ningún ged ha abandonado el perímetro. ¿Cómo sabían los geds que una hermana-guerrera había sido asesinada?

—El grupo de enseñanza no está completo —dijo Grax—. No empezaremos hasta que todos los humanos de este grupo estén aquí.

Dahar sostuvo la mirada del ged. Faltaban el gigante bárbaro y la ramera que había robado. Ni uno ni otra aparecerían a menos que fueran traídos personalmente por los geds, y la tira ged que aturdía sería el único medio para traer al gigante. ¿Intentaba Grax ganar tiempo?

Dahar estaba equivocado. Los dos entraron, evidentemente juntos. El rostro de SuSu estaba hinchado y con magulladuras por los golpes. Caminaba muy cerca del gigante, con los ojos bajos, el rostro libre de la pintura de ramera y su negro cabello suelto, a la manera de las jóvenes y castas muchachas jelitas. El llamativo tebl de las rameras había sido reemplazado por una simple vestimenta suelta de color blanco y sin adornos, torpemente cosida en las costuras, como por alguien que no supiera hacerlo.

El rostro del gigante se retorcía de furia. Fue a grandes pasos derecho hacia Dahar, quien no pudo evitar retroceder ante el peligro y se maldijo por ello. Todos los guerreros sacaron sus cuchillos. Dahar les hizo una señal de que esperaran, luchó con el impulso de sacar el suyo, y se topó con los ojos del bárbaro. Era como mirar hacia arriba, a alguna roca sobresaliente.

Incluso Grax retrocedió. Grax.

Pero el gigante no atacó. Miró furiosamente la cara de Dahar, con la ira quemándolo como calor blanco, más terrible porque era sin palabras. Su aliento quemaba la mejilla de Dahar. Después de un largo momento, giró hacia Lajarian, el hermano-guerrero que seguía en el rango a Dahar, y lanzó sobre él la misma mirada. El guerrero permaneció en su lugar pero palideció y no envainó el cuchillo. El bárbaro se volvió hacia Jehane y hacia las filas tanto de guerreros como de ciudadanos. Era una advertencia para todos ellos…, una advertencia.

Cuando hubo terminado, el gigante se sentó con SuSu ante una mesa del suelo, en la parte de atrás de la habitación. Nadie había dicho una palabra. El misterioso silencio del bárbaro, intensificado por la furia, los rodeaba a ambos tan densamente que parecían estar encerrados tras sí mismos, como detrás de un muro de wrof transparente.

Belazir había dicho que se le permitiera tener a la ramera. Pero pasó un buen rato antes de que Dahar repitiera su pregunta:

—¿Cómo sabían los geds que una hermana-guerrera había sido asesinada, cuando todos ellos se habían ido del perímetro durante la noche?

Grax dijo tranquilamente:

—Los geds conocíamos el segundo asesinato en R’Frow porque fuimos informados de él. No habrá más asesinatos en R’Frow. Los humanos de Qom se asegurarán de esto. No habrá más asesinatos en R’Frow sin destierro de la ciudad y pérdida de sus riquezas.

—¿Informados por quién?

—Los geds fuimos informados del asesinato. No habrá más asesinatos en R’Frow. Los humanos de Qom se asegurarán de esto. No habrá más asesinatos en R’Frow sin destierro de la ciudad y pérdida de sus riquezas.

No hubo respuesta en absoluto.

—¿Destierro sólo para el asesino o también para los otros humanos?

La sopladora de vidrio se movió bruscamente en su lugar.

—No habrá más asesinatos en R’Frow sin destierro de la ciudad y pérdida de sus riquezas —dijo Grax.

—No has respondido a mis preguntas: ¿Quién informó a los geds del asesinato? ¿Quién será desterrado si se repite?

—No habrá más asesinatos en R’Frow sin destierro de la ciudad y pérdida de sus riquezas.

Era como hablar al Muro Gris. Los ojos de Dahar se entrecerraron; todas las dudas que había considerado con Belazir salieron a la superficie otra vez. La ciencia ged podría no significar veracidad ged…

¿Por qué la idea era tan insoportable?

Grax le miraba directamente a él. El ged movió la mano sobre la caja negra que controlaba las mesas del suelo, y el tablero de la mesa que estaba directamente frente a Grax se disolvió —pero no los otros—. Eso era inusual. Sobre el nuevo tablero había una caja gris de wrof y varias piezas de vidrio moldeado.

Lentes.

Grax aún seguía mirando directamente a Dahar. Dijo:

—Dentro de los cuerpos de los humanos se encuentra la doble hélice.

Dahar notó que se tranquilizaba.

—Enseñaremos a los humanos lo que esto significa —continuó Grax—. Es conocimiento útil. Pero a diferencia del otro equipo, no tenemos una provisión interminable de éstos. Ningún humano puede llevarse este equipo de la Sala de Enseñanza. Todo el que desee aprender esta enseñanza de la doble hélice debe venir aquí y compartir mi mesa del suelo.

Nadie se movió. Soldados y guerreros se medían mutuamente a través de la habitación, y unos pocos rostros ardían abiertamente de odio. Ahora, después de dos asesinatos, compartir una mesa del suelo

Dahar sintió que los ojos de sus guerreros ardían ante el emblema que había sobre su hombro. Estas enseñanzas sobre la doble hélice. Cuidaba de no moverse, de no mostrar nada: ni su enojo ni su ansiedad.

Grax esperaba tranquilamente mientras pasaban los minutos. Entonces la sopladora de vidrio, Ayrys, se movió para sentarse delante de Grax. Dahar vio que la mujer estrujaba las manos fuertemente sobre la falda; con el pulgar con una cicatriz y ligeramente deformado, aquietaba el temblor de la otra mano. Su rostro mostraba desafío y temor, y una ansiedad mal ocultada como luz detrás de nubes. Levantó una de las lentes y se miró la uña a través de ella.

Uno de los soldados delysianos silbó.

—Esto es un amplificador —dijo Grax, tocando la caja gris oscuro—. Con él las células de tu dedo se verán mucho más grandes de lo que puede conseguirse con las lentes. El aparato que está aquí dentro no debe ser expuesto al aire.

Dahar oyó que Ayrys preguntaba algo en voz tan baja que no pudo entender las palabras.

—Una célula es el elemento básico de la carne. Es demasiado pequeña para que pueda verse. Toda vida está hecha de células, cada una como un muro rodeando otras estructuras, de la misma forma que el Muro rodea a R’Frow. Este amplificador te permitirá ver tus propias células y también otras, las células de enfermedad, que atacan a aquéllas.

Ayrys sostuvo el amplificador con mano insegura.

—La parte más pequeña e importante de cada célula es la doble hélice.

Lentamente, Dahar sintió que su mano se movía. Hizo la señal a Lajarian para que tomara el mando provisionalmente. Se dirigió hacia la mesa del suelo y sintió que se le doblaban las rodillas, e inclinó el cuerpo para sentarse junto a Ayrys, la sopladora de vidrio, frente al ged.

Vio brevemente el rostro de Lajarian.

—La enseñanza está abierta a todos —dijo Grax—. Todo el que desee esta enseñanza de la doble hélice puede venir a la mesa del suelo.

Catorce pares de ojos parpadearon ante el ged y se volvieron al teniente primero jelita sentado al lado de la ciudadana delysiana. Sólo el bárbaro y la ramera no prestaron atención, lamentándose en su propia celda de silencio.

Dahar preguntó con demasiada brusquedad:

—¿Cómo uso el amplificador?

El ged se lo mostró. Levantó un tronco de campanilla de plata que se había elevado con la mesa, cortó un trozo y lo extendió para mostrárselo sobre la punta del dedo. El follaje verde marcó un punto en el duro y leve resplandor del wrof transparente que encerraba a Grax. Colocó un borde de la caja gris sobre el trozo de planta, pero sin tocarla. Desapareció.

—Está dentro. Allí será separado como una simple capa de planta —una capa de células—. Pon tu ojo aquí.

Dahar sostuvo la caja gris ante su ojo. Por un momento no vio nada salvo el rostro de Lajarian. Entonces el mundo estalló en su verdadera vida.

Una pequeña ciudad amurallada, completa en miniatura, perfectamente formada y cerrada por todos lados. Una «célula» para aprisionar la vida, o para ponerla en libertad…

Sintió una temerosa inquietud. Sacó el cuchillo de su cinturón y no vio siquiera la súbita vigilancia de Grax, la rigidez de Ayrys, el inmediato paso adelante de Lajarian, con las armas en la mano. Dahar se cortó la punta del dedo. La sangre cayó sobre el tablero de la mesa y sostuvo el amplificador sobre ella y luego ante su ojo.

Nunca supo cuánto tiempo contempló los redondos y cóncavos milagros rojos.

La tranquila voz del ged lo llamó de nuevo.

—Las células de la sangre son distintas de las otras. Las células vivas raspadas del interior de la mejilla te mostrará más.

Sin titubear, Dahar se metió el dedo en la boca y arañó la parte interior de la mejilla. A la primera vista de las células, cada una, prolífica ciudad, enrejada, modelada y sólida con vida, se puso rígido. Estaba allí; era cierto. Estaba a su alcance, tan real como la sabana, o el mar o las montañas; llena de luz.

—La masa oscura es el centro de la vida de la célula —llegó la voz tranquila de Grax desde gran distancia—. En ella están las órdenes para todo lo que una célula viva hace: su nacimiento, crecimiento, curación y muerte. Todas las órdenes están en los pequeños esquemas de la doble hélice.

Hubo una gran acometida en los oídos de Dahar. Era ésta y no la voz tranquila lo que le hizo regresar a R’Frow, a la vigilancia de Grax. A encontrarse con los ojos de Ayrys, fijos en los suyos con alarmada conmoción. A las miradas de sus consternados guerreros; al amargo sabor de sal en la boca, donde su mano había temblado sobre el cuchillo y llenado su boca de sangre.

—Podía haber originado una batalla —dijo Talot—, sacando su cuchillo en esa forma, sin indicar ninguna señal a Lajarian. Ninguna señal en absoluto. ¿Cómo íbamos a saber lo que quería que hiciéramos?

—Me hubiera gustado que se hubiera producido una batalla —dijo Jehane. Giró su trespelota pensativamente en la dirección del objetivo, pero no la arrojó. Había practicado, y corrido y luchado, pero nada de eso había eliminado el problema de su mente en la forma en que debería haberlo hecho (la forma en que siempre lo hizo) y se sentía resentida por ello.

Talot se echó cerca de un lugar con árboles, en el borde del patio de prácticas, arrancó un poco de hierba y la masticó con sus dientes afilados.

—Nada de batallas. Tú ya lo sabes; Belazir y Dahar no quieren eso.

—Entonces, ¿qué mierda quieren? Entrenamiento y más entrenamiento, aprender a usar las nuevas armas mientras una hermana-guerrera muere como una babosa… una hermana-guerrera.

—Ellos lo que quieren es que nos quedemos en R’Frow. Si somos desterrados perderemos las restantes nuevas armas, y los delysianos no. Y Belazir no quiere disgustar a los geds. Eso es inteligente. Ningún buen comandante provocaría una batalla si está convencido que no la puede ganar.

Frustrada, Jehane se echó junto a Talot. Tenía sentido lo que decía pero eso no resolvía el problema. Contempló pensativa a las hermanas-guerreras que aún arrojaban trespelotas por el campo.

—Lo que me pregunto —continuó Talot en voz baja— es por qué el teniente hizo… lo que hizo. Belazir ordena no provocar ninguna violencia y luego Dahar saca su cuchillo y se lo pone en la boca. Aquella ciudadana delysiana estaba sentada cerca de él. Lo único que hubiera tenido que hacer era golpearle fuerte en el hombro; la hoja le habría atravesado la cara o quizás incluso le habría llegado al cerebro.

—Ayrys no haría eso —dijo Jehane sin pensar.

Talot se giró para mirar a Jehane.

—¿La conoces? ¿Una delysiana?

Jehane frunció el ceño.

—Sí. No quiero hablar de esto, Talot.

Talot mordió con más fuerza la mata de hierba.

—Ya te dije de lo que yo no quería hablar.

Hubo un desagradable silencio.

—Es una sopladora de vidrio. Un kemburi me atrapó en la sabana y ella le arrojó una botella de alguna porquería para hacer vidrio y salvó mi vida. Así que compartí el plano de honor con ella hasta que la traje a salvo a través de la sabana hasta R’Frow. ¿Y eso te satisface?

Talot se puso en pie y salió hacia los baños. Jehane la cogió del huesudo tobillo y la retuvo.

—Lo siento, Talot. Simplemente no quiero pensar en ello… ligada al plano del honor con una delysiana.

Talot reflexionó, tranquila.

—No, yo no pienso así. Fue un vínculo honorable. Habría sido deshonroso si tú la hubieras matado después de que ella te salvara del kemburi. —Jehane refunfuñó más tranquila—. Siéntate de nuevo.

Talot se sentó.

—¿Por qué mató al kemburi por ti?

—¿Puede uno ver ponerse al Marcador? Es delysiana, una loca ramera. ¿Y sabes una cosa? Dahar también parecía que estuviera loco cuando miró dentro de esa caja ged.

Talot inspiró profundamente. Jehane movió la cabeza hacia arriba.

Ambas contuvieron el aliento y echaron una mirada al grupo de árboles, pero ni siquiera el viento susurraba entre las gruesas ramas.

—No se oye a nadie —dijo finalmente Talot.

—La red.

—Demasiado lejos. —Jehane frunció aún más el ceño.

—Ya sé, ya sé. —Se sintió molesta tratando de comprender lo que no debería haber sido siquiera, y miserablemente consciente de que sus preguntas no la iban a dejar tranquila. Eran como moscas en la oscuridad, en Jela, trazando círculos, mordiendo y gimiendo en una nube que la seguía dondequiera que fuese.

—Pero, Talot, ¿qué pudo hacer para que Dahar procediera de ese modo?

Talot habló aún más suavemente.

—Había un hermano-de-nacimiento de una hermana-guerrera con la cual me entrené. Ella me lo contó. Ocurrió algo cuando nació su hermano-de-nacimiento. Durante toda su vida él tuvo momentos en los que su mente desaparecía, simplemente. Su cara se volvía vacía, y caía al suelo. Después de un rato, se levantaba y no recordaba nada. Ningún guerrero-sacerdote podía curarlo. Una enfermedad.

Jehane pensó en ello.

—Dahar no se cayó. Y no parecía vacío. Se veía… No sé cómo se veía. Pero no podía tener esa enfermedad, Talot, o nunca habría ascendido al rango que tiene. No le habrían permitido convertirse en un guerrero.

—No en Jela. Pero él es extranjero. ¿Sabemos lo que hacen sus núcleos de jefes? Y usa la doble hélice. Ellos diseccionan guerreros muertos y beben su sangre. Algunas hermanas-guerreras dicen que sus dosis pueden incluso producir encantamientos sobre la mente. Quizá le dio una a Belazir.

—¿Realmente piensas eso?

—¿Cómo podría saberlo? Pero el Rojo y el Azul son extraños. Dahar también miraba misteriosamente a aquella mujer delysiana, ¿no te diste cuenta? Como si ella fuera… no sé. No allí. Si la doble hélice puede poner en trance a las mentes…

Jehane se sintió súbitamente enojada. Dahar era un hermano-guerrero, el teniente de la comandante suprema. A veces Talot iba demasiado lejos. Ella, Jehane, no creía en hechizos ni en trances hipnóticos; no tenían sentido. ¡Puag! Y de todos modos, Dahar no había mirado a Jehane como si no viera a Ayrys. Al final la había mirado como si la viera muy bien, casi como…

—¡Olvídalo! —chilló—. Olvídalo todo y no seas estúpida, Talot. Ni siquiera deberíamos estar hablando de ello. Es el teniente primero de la comandante suprema.

Talot no respondió. Tenía la cabeza inclinada; Jehane frunció el ceño al ver una parte de su cabello rizado: una limpia línea blanca a través del rojo.

—Y de todos modos, nadie se atrevería a desafiar a Dahar con el cuchillo. Si Belazir iniciara una lucha de núcleo, Dahar respondería al desafío.

—Dahar podría mentir a Belazir.

—Un teniente no mentiría a una comandante suprema.

—Jehane…, ¿nunca? ¿Ni siquiera una vez?

—No un teniente primero jelita.

—Confías demasiado, hermana-amor —dijo amablemente Talot.

—¡No quiero hablar de eso! —Jehane dio un salto, se apoderó de su trespelota y la arrojó. Ésta voló en un arco alto y limpio, y golpeó en el centro exacto del objetivo.

23

SuSu permanecía sentada, muy quieta. Se oían voces cada vez más próximas.

Estaba apretada contra el hueco de una enorme roca en lo profundo del desierto de R’Frow, donde ella nunca hubiera imaginado ir. La roca estaba detrás de ella, sobresaliendo un poco, muros que no eran muros sugeridos a cada lado. Delante de ella había un grueso arbusto con flores rojas, desconocidas; nunca había visto ninguna flor de la sabana. Entre la maleza y la roca sólo había espacio para su pequeño cuerpo, aún más pequeño por estar encogido. No se había movido desde que él la había dejado allí mientras cazaba. La quietud nunca era aburrida para ella; le resultaba casi tan agradable como el silencio.

Había vivido en el gran salón del gigante bárbaro durante más de dos diezsiglos, y la voz oscura y atormentadora no había irrumpido ni una sola vez en el limpio silencio.

Vivían en castidad. Él no le pedía nada, ni palabras ni sexo. Y SuSu no le daba ninguna de las dos cosas. Ella dejaba flotar su mente en la quietud, la calidez y la seguridad, y a veces parecía que su mente se alejaba flotando, hasta que no había distinción entre ella y el aire cálido, entre ella y el suelo wrof de su habitación, entre ella y las flores intensamente perfumadas que tenía delante. En tales momentos, cuando él regresaba de cazar o de bañarse, o de cualquier lugar donde hubiera ido, ella pestañeaba con ojos turbados, incapaz de recordar quién era él, quién era ella y en qué se había convertido. Luego recordaba. Sonreía por la ansiedad de él, con el rostro lo bastante bajo para escudriñar el de ella, y acariciaba su blanco cabello con un simple y lánguido gesto de gratitud. SuSu recordaba quién era él. Era el guardián de su silencio.

Pero esta vez había voces.

Varón. Cazadores. Delysianos.

SuSu respiró más profundamente, sin ser consciente de ello. Los soldados delysianos no tenían la mirada tan aguda como los jelitas. No obstante, durante un minuto, se sintió atrapada por el viejo pánico, hasta que se escabulló. Él estaba en algún lugar cercano, cazando, y era como un gran muro blanco entre ella y cualquier cosa que pudiera amenazar el silencio.

Las voces se detuvieron delante de su arbusto. Y a través de la pantalla de hojas y flores, vio unas formas oscuras.

—Ningún juego, Kelovar.

—Lo habrá. Más lejos.

—No, algo lo espantó. Escucha… hay demasiado silencio. Alguien ha pasado por aquí recientemente.

—Jelita —dijo Kelovar—. SuSu oyó el tono de su voz y cerró los ojos con fuerza.

—¿Tú crees?

—Espero que sí.

Tras una pausa, el otro dijo:

—Órdenes de Khalid.

—¿Sí?

—¿Desafiarías las órdenes del comandante?

—¿Y tú?

—No —dijo el otro lentamente, alargando la voz—. Nooooo. Él es el que manda, Kelovar. Él manda, nos guste o no. No más asesinatos en R’Frow.

—¿Y si un jelita ataca primero? ¿Tú no te defenderías?

—Por supuesto que lo haría. Sí. Pero los geds…

—Cobardía jelita, no ged.

—Eso no tiene sentido. Los geds gobiernan la ciudad.

—Es sólo una ciudad —dijo Kelovar furiosamente.

SuSu sintió el miedo; podía oír el temor, sin importar qué tebl usaba.

—Allí —dijo súbitamente la otra voz, y sonó una ballesta. Luego se oyó un agudo grito animal, que desapareció de súbito—. Ya lo tengo.

—Buen tiro.

—Schera hace un buen guiso. ¿Comes con nosotros?

—Déjame comprártelo —dijo Kelovar de pronto.

—¿Por qué?

—Dos habrins.

—Hecho. ¿Tú tienes una mujer a la que impresionar antes de que se acueste contigo?

—No —dijo Kelovar—. Sí.

El otro se echó reír. SuSu abrió los ojos. Las formas masculinas se alejaron de su arbusto, y luego se detuvieron súbitamente.

—Por toda la mierda…

—No toques el arco —dijo Kelovar rápidamente—. No lo toques y nos dejará en paz. Él caza aquí.

SuSu se inclinó más cerca del arbusto. El gigante estaba lanzándose a través del claro, hacia su roca. El delysiano buscaba a tientas su cuchillo, pero Kelovar le agarró la muñeca.

—Déjalo en paz, te he dicho. Ha matado a dos jelitas, a dos.

El gigante pasó corriendo hacia la roca. Los delysianos se fundieron en los bosques. Sin mirarlos siquiera, el bárbaro arrancó de raíz el arbusto florecido.

SuSu había vuelto a cerrar los ojos por el incontrolado temor a la voz del segundo delysiano. Los abrió para ver su cara y escudriñó ansiosamente en ella.

SuSu sonrió, y de pronto todo aquel enorme cuerpo se relajó y le devolvió la sonrisa. Tiernamente, la levantó sobre los restos del arbusto.

Pero cuando el bárbaro la acababa de poner de pie, de pronto todo su cuerpo se puso rígido. Su rostro se puso sorprendentemente rígido, con los grandes ojos incoloros mirando fijamente. Entonces comenzó a caer sobre el arbusto.

SuSu gritó. Él continuó cayendo, como una montaña que se derrumba. Empezó a sacar espuma rosada por las comisuras de la boca. Durante bastante rato él permaneció caído sobre el arbusto y luego comenzó a retorcerse convulsivamente, golpeando ramas que al recuperar su posición le golpeaban en la cara y en el cuerpo. SuSu se arrojó a su pecho. Él se reanimó y la arrojó como una muñeca. Ella regresó arrastrándose y se agarró a él aterrorizada, rodeándole con sus brazos. La sangre que brotaba de la boca de él ensuciaba el pelo suelto de la mujer. Pero SuSu no podía contenerla. Él la soltó violentamente, sacudiéndose convulsivamente hasta que el ataque terminó tan de golpe como había comenzado y se quedó inmóvil.

La visión retornó a los ojos del gigante. Luchó, resollando, por sentarse y extender los brazos. SuSu se refugió en ellos, y él la abrazó tiernamente como si hubiera sido ella, y no él, quien hubiera tenido el ataque. Pero él no le susurró palabras de consuelo, y fue este silencio el que libró a SuSu de la sensación de terror en que su inquietud la había sumido.

SuSu se apartó un poco de él y recorrió su rostro con los dedos. Él la miró fijamente con sus blancos ojos inyectados de rojo, todavía algo desenfocados y sombreados por el dolor.

Finalmente ella hizo un esfuerzo por incorporarlo. Él pudo ponerse de pie, aunque un poco inseguro. Parecía aturdido.

La invadió una gran ternura, sorprendente y un poco cruel. Era el mismo sentimiento que cuando ella había presionado sobre su espalda la tira ged que aturdía, y él había caído tendido; todo ese poder masculino en el polvo, a sus pies. Lo envolvió con sus brazos… era la primera vez que ella lo hacía voluntariamente. Su cabeza llegaba sólo a su cintura, de modo que su mejilla se apretó contra la dureza de su pene en erección.

Por un momento se sintió confusa: los viejos engaños practicados, el miedo, la amenaza de la voz tenebrosa. Luego pasó el mal momento y pudo pensar con bastante claridad. Sí, pero no aquí.

No era deseo, que ella nunca había conocido, sino un vínculo de honor. Como una hermana-guerrera, pensó SuSu, y la ternura perversa y cruel la inundó una vez más, y lo condujo de vuelta al salón. Él tropezaba de tanto en tanto, pero ella le sostenía la mano firmemente. Aunque tenían el salón entero para ellos, SuSu cerró la puerta —la que tenía la cerradura que cerraba el silencio— antes de que ella se pusiera a trabajar.

Él estaba torpe, temeroso sin duda de lastimarla. SuSu dominaba la situación, y dejó que su mente flotara en los muros, el suelo, los cojines. Se sacó el tebl y comenzó a besarle el cuello, el enorme pecho, un codo. El gigante comenzó a respirar más profundamente. Ella le cogió el pene. Era grande, como todo su cuerpo. Comenzó a masajear su cuerpo al tiempo que giraba la boca de él hacia sus pechos. Pero no importaba lo que hiciera; él era demasiado grande como para penetrar en ella sin producirle dolor.

Finalmente ella se arrodilló entre las macizas piernas y le tomó dentro de su boca. Su mente flotó en parte por el aire cálido y en parte por el wrof hasta que hubo acabado. Ah, se mofó la voz oscura, asustándola, pero sólo una vez. La voz quedó en silencio.

Pero después, cuando el gigante albino quedó saciado y tendido con los miembros relajados sobre el suelo, SuSu se incorporó sobre un codo y lo miró. Él sonrió con los ojos cerrados. Ella también sonrió. Si le había complacido, ella estaría dispuesta para él. No sería doloroso si ella lo tomaba en la boca. Él no había sido rudo. Y le había dado dos grandes presentes, dos milagros inesperados: silencio y el muro de seguridad que había levantado, colocándose amenazador entre ella y Jela. Silencio, y el Muro.

SuSu rodeó con los brazos su pecho enorme, apoyó su blanca mejilla sobre la de él, más blanca aún, y se quedó dormida.

24

Todos los geds se habían reunido en el perímetro. Una vez juntos postergaron lo que habían venido a hacer. Primero vino el aroma de placer por estar todos juntos, aunque socavado por el acre olor de la ansiedad. Los dieciocho sabían ya lo que iba a mostrar la pantalla. La Biblioteca-Mente había despertado a los dormidos, alertado a los que trabajaban, irrumpido en las bandas de comunicación con la nave orbital. Todos estaban enterados.

Pero primero hablaron de los grupos de enseñanza, repasando otras extrañezas que ellos también conocían ya. Qué humanos parecían entrenables. La imagen inmóvil de la isla. La captura sufrida por el gigante albino. Aquellas cosas sobre humanos que les recordaban a animales de otros mundos. Wraggaf, Rowir y Kagar, que habían entrenado antes animales extraños, contaban anécdotas que los otros no habían oído. Las anécdotas eran nuevas, pero la respuesta de los entrenadores geds en cada caso había sido lo que los no entrenadores habían hecho, y la habitación olía a placer con la mezcla civilizada de lo nuevo y lo bueno.

Pero al final tenían que mirar a la pantalla.

Siete de los dieciocho —los siete más cercanos— se movieron para rodear y acariciar a R’Gref, mientras la Biblioteca-Mente volvía a proyectar el suceso sobre el Muro.

El monitor había sido uno de los círculos resplandecientes en el muro exterior de la Sala de Enseñanza. Un soldado delysiano y un hermano-guerrero giraban uno alrededor del otro en el sendero wrof, con los cuchillos desenvainados. La luz no lucía ni como día ni como noche; gris como el sendero de metal, fulguraba opacamente en ambos cuchillos y en el cabello rubio del soldado. Éste luchó, con el brazo izquierdo ensangrentado, acuchillado ya por la daga ged del contrincante. Debajo del cabello claro, el rostro del soldado estaba contraído por el dolor. El jelita, más joven y más rápido, daba vueltas en el lado izquierdo del soldado, y cuando éste se adelantó para protegerse el brazo herido, el otro guerrero levantó la bota en un rápido movimiento confuso y dio una patada al otro en la ingle.

El delysiano se contrajo. El jelita saltó sobre él, le rompió el cuchillo y se puso sobre él a horcajadas. El soldado golpeó con el brazo derecho para liberarse, pero el golpe estuvo mal dirigido y, en un momento, el jelita había sujetado el brazo derecho del soldado con el suyo izquierdo. El ensangrentado brazo izquierdo del delysiano se abatió débilmente sobre el suelo.

—No todos somos vergonzosos cobardes —dijo el je-lita—. La jelita que mataste era una hermana-guerrera. ¿Sabes lo que eso significa, basura?

—Yo no… Yo no… Yo no lo hice…

—No importa quién de vosotros lo hizo —dijo el jelita. Movió su cuchillo hacia el ojo derecho del soldado, que cerró el párpado. El jelita hundió la punta del cuchillo en el ojo.

El soldado dio un grito agudo y penetrante. El guerrero esperó tanto como pudo, movió luego el cuchillo hacia el pecho del soldado, tanteando dónde terminaban las costillas y hundió la punta hacia delante y abajo, hasta el corazón. Una y otra vez. Su cara no cambió de expresión.

El delysiano se convulsionaba agonizante, y el jelita sacó su cuchillo y desapareció por el sendero dentro de los bosques.

Otro hombre corrió repentinamente hacia el cadáver desde la Sala de Enseñanza.

—De mi grupo de enseñanza, Dahar —dijo Grax tranquilamente, aunque los otros ya lo sabían.

—¿Es el de la mente número-racional? —dijo alguien; un comentario siempre era respondido.

—Sí. Le he dado la cerradura de una habitación de enseñanza. Es un curador primitivo y ha aprendido a aislar y a tipificar la más elemental de sus bacterias.

—Yo nunca hubiera pensado que estos humanos fueran capaces de esto —dijo el otro cortésmente—. Que Armonía cante con nosotros.

—Que cante siempre. Pero nosotros no tenemos idea de lo que son realmente capaces —dijo Grax contemplando la pantalla. En algún subaroma en sus feromonas los otros olieron súbitamente la sorpresa.

Dahar se arrodilló junto al soldado delysiano. Le tomó el pulso y examinó el ojo ensangrentado. Cuando levantó la cabeza, su cara estaba furiosa… y con algo más que había aislado pero no suficientemente eclipsado, alguna luz de alborozado descubrimiento que no se había ido todavía. En la luz lentamente más intensa del nuevo día, la doble hélice brillaba en rojo y azul sobre su tebl.

Levantó al delysiano muerto y echó el cuerpo sobre su hombro. Largos pasos lo llevaron más allá del ojo del monitor.

En la habitación se produjo un largo silencio. Brazos y piernas acariciaron a R’Gref. Luego Krak’gar, el poeta, habló por todos ellos, con feromonas llenas de pasión.

—¿Cómo puede esta violencia intraespecies ser funcional? Esto envenena las feromonas de la mente.

—Que Armonía cante con nosotros.

—Que Armonía cante con nosotros.

—Que cante siempre.

—Siempre cantará. La Biblioteca-Mente no abandona todavía la Paradoja Central.

—Aún encuentra que la correlación existe.

—De algún modo, es así como los humanos salieron de su mundo hacia el espacio.

El olor de revulsión, bordeado por algo más: temor. Esto no debería ocurrir, esto no debería existir en el universo, esto fue tan erróneo como si la Constante T’Fragk fuera a cambiar su valor de número-racional.

—El humano muerto estaba en mi grupo de enseñanza —dijo Wraggaf.

—Es perturbador perder a alguien con quien se ha trabajado —comentó Rowir enseguida.

Murmullos de acuerdo, aunque todos sabían que el delysiano muerto no había aprendido nada de Wraggaf excepto el uso de las armas.

La Biblioteca-Mente los sorprendió haciendo una señal de silencio. En su cortés gruñido anunció que había muchas probabilidades de nuevos sucesos significativos dentro del próximo ciclo día-noche. El nivel de actividad humana era intenso. La anticipada correlación con la Paradoja Central era fuerte.

En la pantalla del Muro, «día», «amanecido».

25

Dahar transportó el cadáver del soldado delysiano a través de la red de centinelas, hacia la sala de comando, sin sentir el peso del delysiano ni de su propio cuerpo. Caminaba desconectado de su cuerpo, vigilando desde afuera, despegándose de lo que había hecho, para observarlo dos veces. Un viejo truco: siendo muchacho había sido separado de los otros por la insistencia en convertirse en sacerdote-guerrero, y el haberlo descubierto lo ayudó a soportar el menosprecio y las mezquinas crueldades para las que no tenía edad suficiente para comprender. Dahar cruzó el patio de prácticas, ignorando la cabeza de junquillo arrojada —se diría a sí mismo— haciendo de ello una historia corriente, un incidente que le ocurría a algún otro.

Más tarde, cuando comprendió el temor que le tenían los guerreros, desconectar su mente de su cuerpo físico se había convertido en un hábito, y luego en una necesidad. Cuando los guerreros que él había tratado de curar habían muerto, más por lo que él no sabía que por sus propias enfermedades, su mente fue mantenida a un lado, y vigilada, y atemperada su frustración, dejando alguna parte esencial de Dahar fuera de la muerte, fuera de la ira, fuera del fracaso. Separando el cuerpo de la mente. Eso le había permitido continuar como guerrero-sacerdote, y descubrió que también le hacía mejor guerrero, capaz de dejar sus emociones fuera de la lucha, capaz de observar fríamente cómo las emociones de su contrincante podían redundar en su propio beneficio.

Necesitaría hacer eso ahora. No debían producirse movimientos falsos, ni había que poner en evidencia las debilidades, no debía mostrar ninguna frustración que su oponente pudiera utilizar. No esta vez. No cuando su oponente sería su comandante suprema.

La red de centinelas lo dejó pasar, incluso sin el desafío ritual. No había nadie en el salón de abajo, excepto el centinela, una hermana-guerrera muy joven instalada allí porque era el servicio más seguro. La envió a buscar a Belazir. Con una mirada horrorizada al rostro del delysiano, se escabulló escaleras arriba.

Dahar descargó al soldado entre dos mesas y se separó para luchar.

Belazir descendió la escalera y cruzó la habitación lentamente, atándose el cinturón, con su amante de rostro duro y la joven centinela detrás de ella. Se movió tanto para permanecer cerca de la escalera como para estar de pie mirando hacia abajo en dirección al delysiano.

—Por la Sala de Enseñanza —dijo Dahar—. Justo ahora. Yo estaba adentro, trabajando con el equipo ged.

—¿Dentro? —dijo Belazir en tono cortante.

—Grax me dio la cerradura ayer.

—No hay cerradura en las puertas de la Sala de Enseñanza.

—Ahora sí que la hay. Grax hizo una. —Eso la hizo vacilar, tal como se había propuesto Dahar; todo lo que mantuviera la asombrosa extensión del poder ged frente a la mente de ella, ayudaría.

Belazir asintió con la cabeza para que él continuara. Ella no había retirado la mirada fija en el ojo mutilado del soldado.

—Oí un grito. En el momento en que corrí desde el salón, el asesino se estaba deslizando en la maleza.

—¿Te detuviste para cerrar con llave la puerta? —y Dahar percibió en el sarcasmo su enojo y sutil duda—: Qué viene primero, ¿el deber hacia los brebajes geds o el deber hacia la ley ged?

Dahar se había detenido para cerrar la puerta con llave.

Dahar consideró por un momento la posibilidad de mentirle. Pero apartó el pensamiento. No en esa forma, advirtió la mente con objetividad. Prueba con un ataque por sorpresa.

—Cerré la puerta con llave. Pero vi al guerrero antes de que saliera corriendo.

Finalmente, Belazir trasladó la mirada del rostro del delysiano al de Dahar.

—¿Le viste?

—Sí.

—¿Quién era?

—No le vi la cara. Sólo su porte. Es suficiente.

Belazir asintió; para un buen teniente primero era suficiente.

—Tengo tres hermanos-guerreros con ese porte, cinco a lo sumo. No será difícil examinar a los cinco. Dos de ellos fueron asignados a la red; no habrían podido abandonarla con tiempo suficiente para correr todo el camino a la Sala de Enseñanza y regresar antes de un control de señal por los centinelas próximos en la red.

—¿Quién comenzó?

—No lo vi. Pero tuvo que haber sido el hermano-guerrero, comandante. De otro modo, ¿por qué se escabulliría del control de la red?

—¿Tú lo hiciste?

—¿Hubo algún otro hermano-guerrero que te solicitó la posibilidad de establecer contacto con los geds?

—No trates de burlarte de mí, Dahar —dijo Belazir cortante—. Tú no estudias sus brebajes para establecer contacto con ellos en favor de Jela.

Dahar no dijo nada. Era mejor dejar que lamentara el tono cortante por sí misma. Dahar tenía permiso para estudiar con Grax. El propio sentido de ecuanimidad de Belazir se lo recordaría, y lamentar su tono cortante la haría más paciente con cualquier cosa que dijera a continuación.

Podría usar eso en su favor en cualquier forma que pudiera.

—¿Cómo supo el hermano-guerrero dónde hallar al delysiano, o cómo supo incluso que éste era quien mató a la hermana-guerrera? Por los comentarios del patio, ni siquiera su comandante sabía qué soldado era.

—No creo que el hermano-guerrero lo supiera realmente. Pienso que cualquier delysiano lo habría hecho. Sabemos que Khalid permite a sus soldados cazar en el desierto durante la noche. Han pasado cerca de la red de centinelas con anterioridad. Acechar y esperar cerca de la Sala de Enseñanza sería razonable. Todos los senderos de wrof terminan allí, y los círculos anaranjados irradian luz suficiente para ver sin ser visto.

Belazir contempló de nuevo el ojo mutilado.

Dahar dijo imperturbable:

—El hermano-guerrero desobedeció no sólo a los ged sino también a ti: Diste una orden explícita del alto mando.

—Y morirá por ello.

—Y luego también Jela.

Belazir apartó los ojos de él. Dahar continuó con el mismo tono imperturbable, luchando por mantener la voz de la razón militar, peleando tanto consigo mismo como con ella.

—Considera, comandante suprema: los geds no vieron el asesinato. Pero vigilan quién viene a la Sala de Enseñanza cada mañana y quién no, y buscan a aquellos que no vienen hasta que los encuentran. Además, deben tener su propia red de delatores porque enseguida se enteraron del primer asesinato. Cuando dentro de unas pocas horas todos vayamos a la Sala de Enseñanza, verán una o dos cosas: un delysiano muerto o, si mato al hermano-guerrero, un delysiano y un jelita muertos. El precio del asesinato es el exilio.

Dahar se detuvo, se recobró, y habló tan cuidadosamente como pudo:

—En cada una de esas dos situaciones —esas dos diferentes situaciones—, ¿a quién podrían exiliar los geds?

—No lo sabemos, teniente. ¡Tú mismo has dicho que no piensan como humanos!

Belazir no quería ver lo inevitable, si había una escaramuza cercana a lo deshonroso. En una comandante suprema, eso podría ser una verdadera debilidad, dijo el objetivo Dahar. El otro Dahar dijo rápidamente:

—No, ellos no son humanos. Pero, ¿cuál parece ser la posibilidad más razonable?

Dahar la oyó reflexionar:

—Si el delysiano está muerto, sería razonable desterrar a todos los jelitas. Somos nosotros quienes hemos roto el plano del honor.

Dahar captó la ira y la vergüenza bajo el tono uniforme, y se arriesgó a interrumpirla:

—Entonces las nuevas armas todavía por venir irían solamente a los delysianos. Si no hubiera jelitas en la ciudad de R’Frow, Khalid podría mantener probablemente sus soldados lo bastante disciplinados para no matarse los unos a los otros durante lo que queda del año en R’Frow. Delysia aprovecharía cualquier cosa que los geds pudieran dar, cualquier poder. Y cuando el año terminase y abandonasen R’Frow, lo harían armados con el poder ged.

Belazir frunció el ceño fieramente.

—Pero los geds no verán esto, sino que hemos hecho lo que hemos podido respecto al deshonor. Verán un delysiano muerto y un jelita muerto.

—Entonces verán que Jela ha matado a dos, y Delysia a ninguno.

Belazir estalló:

—¡Igualas un asesinato en contra de las órdenes con un castigo por desobedecer esas mismas órdenes!

—No lo hago. Pero tú acabas de decir que los geds no piensan como humanos. Ellos han prohibido toda matanza en R’Frow. Y si matamos al hermano-guerrero, Jela ha matado dos veces, y Delysia ninguna. ¿A quién desterrarán los geds?

—Si tienes una propuesta que hacer, Dahar, hazla —dijo Belazir con dureza.

Dahar no se permitió apretar los puños.

—Que los delysianos tengan al hermano-guerrero.

—¿Qué?

—Si ellos lo matan, ambas partes habrán matado por igual.

—¿Tú comprarías R’Frow con tanto deshonor? Cómpralo… como un mercader delysiano comercia con la vida misma y con la traición de un hermano-guerrero…

—Que te traicionó a ti.

—Y que merece morir por ello a manos de Jela, no en las de los enemigos de su ciudad… ¡y mía! Libremente entregado, libremente devuelto… sin regatear sobre ello como…

—Un regateo no. Una alianza. Escúchame, comandante. ¿Qué es cualquier tregua sino una alianza? Y no hay nada deshonroso en una alianza, otorgada libremente por ambas partes. Tres jelitas, tres delysianos, y tú y Khalid juntos castigáis a cualquiera que desobedezca las órdenes que habéis impartido. Los geds ven un muerto en cada lado… y más, comandante, mucho más. Ellos tienen la evidencia de que Jela y Delysia están tratando de obedecer la ley ged…

De pronto, Dahar se dio cuenta de que había cometido un error. Evidencia era una palabra ged; no había palabra humana para la recogida metódica de datos y el examen de la prueba que convertían a la ciencia ged en todo aquello que no lograban ser las especulaciones humanas. Pero en el momento en que había usado la palabra ged, refunfuñando por lo bajo en lo profundo de su garganta, el rostro de Belazir había pasado de la furia a un frío desprecio, que Dahar reconoció como mucho más peligroso.

—Y tú podrías estar allí de pie con honor, teniente, mientras un hermano-guerrero bajo tu mando es transferido a Delysia para ser torturado… para que tú estudies brebajes extraños en R’Frow.

—Tortura, no. Una ejecución limpia, en nuestra presencia. El guerrero merece morir, comandante. Todos estamos de acuerdo en eso. Podemos matarlo ahora y esperar que los geds defiendan su propio honor desterrando jelitas y armando sólo a los delysianos, quienes se volverán contra Jela en menos de un año porque hemos fracasado en nuestra confianza para protegerla. ¿Es ésa una posición de honor? O podemos apostar por si algún soldado delysiano ha sido hermano de núcleo de este que está aquí y toma venganza antes de que los geds nos exilien. Una apuesta como ésa supone aguardar la muerte de otro guerrero jelita que no ha quebrantado ninguna ley… ¿es ésa una posición de honor, comandante? ¿Podrían decir que mientras estamos conversando aquí, esa posibilidad no ha cruzado por tu mente?

Belazir no podía decirlo. Dahar vio que lo miraba con ira y dolor, y continuó presionando implacablemente.

—O podemos formar una alianza. Una alianza con la basura, sí… pero Jela ya tiene una tregua con esa misma basura, más allá de los muros de R’Frow, donde el honor jelita tiene el corazón… No estamos en guerra con Khalid. Donde estamos es en el plano de honor con los geds, y el honor dice que hagamos todo lo que podamos por obedecer la ley ged y por detener ahora esta matanza, toda la matanza, cualquier asesinato en cualquiera de ambos lados, ahora antes de que el poder de las órdenes de una comandante suprema se desgaste más de lo que ya ha ocurrido.

Belazir se alejó de él. Dahar vio que no se volvía hacia las dos hermanas-guerreras detrás de ella sino hacia la arcada, para observar los oscuros árboles de la mañana. Su espalda estaba rígida, y los gruesos músculos en su cuello subían y bajaban. Se esforzó en quedarse quieto, en dejar que sus palabras actuaran sobre ella, en no cogerla por los rígidos hombros, estamos discutiendo sobre las armas geds y no ves que los asuntos de curación ged importan. Más de lo que las armas geds pudieron importar jamás, importa más que el honor

El imparcial Dahar se oyó a sí mismo y se sintió helado.

—Huele a traición —dijo Belazir, volviendo—. Una alianza cuando no hay guerra puede no ser una traición efectiva, pero tiene ese mal olor. Huele a vender carne para obtener ganancia, como los delysianos, o a gruñir sobre un cadáver elegido, como bestias, como kreedogs.

—Entonces llamaremos así a la alianza. «Los kreedogs» —dijo Dahar con dureza… y pensó que lo había estropeado todo. Sus palabras estallaron y pasaron a ese otro vigilante Dahar antes de que supiera que iba a decirlas. Estallaron de una súbita repugnancia por su propio y desesperado regateo, una repugnancia que no había sabido que sentía (importa más que el honor), una repugnancia que removió algo profundo en el Dahar que era hermano-guerrero de Jela. Las palabras estallaron también, por demasiada ansiedad, demasiado duramente acorraladas, como el torrente destructivo del agua reventando una presa construida para guardarla. Destructivo… ahora Belazir no consentiría nunca.

Dahar estaba equivocado. Belazir captó la súbita repugnancia salvaje en su voz, y dijo con más calma:

—A ti tampoco te gusta, Dahar. Tú hueles la traición.

De pronto, Dahar se sintió exhausto. Había estado de pie toda la noche con Grax, y se había fortalecido contra el agotamiento como contra un enemigo. Dijo la verdad:

—No veo otro plan.

Refunfuñando, Belazir miró nuevamente a R’Frow.

—Yo tampoco —dijo finalmente, y Dahar vio, incrédulo, que ella consideraba la posibilidad, y que esta honesta y súbita vacilación llevaba un peso que él no había previsto—. Permitir que los delysianos obtengan la clase de armas que los geds han prometido…

Belazir no terminó. El silencio se estiró. Reprimiéndose con toda su fuerza, Dahar dejó que el silencio continuara.

—¿Qué te hace pensar que Khalid estaría de acuerdo? —preguntó ahora Belazir.

—Se le está dando la muerte de un guerrero jelita.

Belazir vaciló y volvió la cara. Pero su voz, cuando vino, tenía sólo el tono imperturbable de un comandante impartiendo órdenes.

—Averigua quién fue el hermano-guerrero. Haz que me lo traigan. Elige tus guerreros cuidadosamente, Dahar; deben ser absolutamente leales. Envíame a Ishaq. Él constituirá nuestro tercero en la… en la alianza. Hay que hablar con Khalid ahora, esta mañana, en la Sala de Enseñanza, antes de que lleguen los geds y digan… no importa lo que digan. Y tendremos que ser nosotros tres, y sin despertar siquiera el pensamiento de un ataque…

Continuó haciendo planes, con voz fría y enérgica, tan bien como podía haberlo hecho el mismo Dahar, que había tenido días para pensar en ello. Él igualó su tono, y todo el tiempo el otro Dahar, objetivo, vigilaba con una dura burla que nunca había mostrado ante cualquier otra muerte, o cualquier otro fracaso. Pero éste no era un fracaso. No era una vergüenza. Era una victoria. Había obtenido lo que quería: la oportunidad de permanecer en R’Frow.

—Una cosa más —dijo Belazir mientras Dahar se volvía para marcharse—. Aunque eres mi teniente, no hablarás por mí con Khalid, no habrá regateo sobre esto, ni asqueroso comercio por la vida misma. Entre las primeras palabras que me dijiste acerca… de esto… estaban: «El precio del asesinato es el exilio.» Un teniente primero jelita no piensa en términos de «precio». O Khalid acepta esta alianza kreedog o no la acepta. No descenderé al barro delysiano para regatear el costo del honor.

Pero tú piensas que yo lo haré. Dahar sabía que a pesar de su acuerdo con los kreedogs, no iba a perdonarle por ello.

Un extraño dolor pasó a través de él. Era una nueva ruptura, una nueva y más sangrienta separación; no del cuerpo y la mente, sino de la parte de la mente que era un hermano-guerrero de la otra que había sido un sacerdote y que ahora era aquella otra palabra ged: un científico. Después de todo ellos habían estado en lo cierto, todos esos guerreros sarcásticos, en desconfiar de él. Desconfiar de todos los guerreros-sacerdotes, que eran dos cosas y por lo tanto ninguna en forma plena. Importa más que el honor

Pero no había pensado que eso haría tanto daño.

Dahar enderezó los hombros. La doble hélice yacía delante de él en R’Frow. Valía el precio.

Siguió a Belazir a través de la arcada hacia la mañana gris.

26

Mientras soñaba, Jehane sintió la mano de Talot sobre el hombro. Incluso durmiendo sabía que la mano era la de Talot: sintió la forma de los largos y delgados dedos, y su apremio. Medio dormida, movió la mano hacia su pecho y se dio la vuelta, pero la mano volvió a su hombro y lo agitó.

—Jehane, despierta.

—Cerca de la red.

—¡Despierta!

Ante el tono de Talot, se desvaneció el sueño. Jehane se sentó.

—¿Qué ocurre? Talot, tienes aspecto de…, ¿qué sucede?

Se desprendieron algunos cabellos de las trenzas de Talot. Su rostro estaba gris y dos líneas sombreadas le iban de la nariz a la boca.

—Un guerrero ha matado a un soldado delysiano.

—¿Contra las órdenes? ¿Qué hora es?

—Tercera guardia. Dahar no está seguro de quién fue. Está preguntando.

—Belazir ordenó que no hubiera más asesinatos. Por supuesto, Dahar tendrá que matar al guerrero, pero, ¿por qué tienes ese aspecto tan preocupado por…? —De pronto le asaltó una terrible sospecha—. Talot… ¿no habrás matado al delysiano?, tú no…

—No, fue un hermano-guerrero. Pero sé quién fue.

—Entonces díselo a Dahar. Ese puerco mató contra las órdenes.

Talot se cubrió la cara con las manos. Jehane sentada, desnuda sobre los brillantes cojines en la cálida habitación, sintió frío de pronto. Se envolvió con los brazos, mientras preguntaba:

—¿Quién fue?

Talot, con las manos aún sobre la cara, no se movió ni respondió.

—Fue el hermano-guerrero con quien te acostaste —dijo Jehane lentamente.

Los delgados hombros de Talot se estremecieron. Los celos crujieron a través de Jehane como una paliza, una paliza debajo de la piel en lugar de en la parte exterior. Talot nunca había dicho que el hermano-guerrero estaba en R’Frow. Tampoco había dicho nunca que tanto el castigo de él como el de Talot había sido el Muro Gris. Nunca había dicho que podía estremecerse de esa forma por cualquier cosa que le ocurriera a él.

Talot nunca había dicho nada de esto.

—Díselo a Dahar —dijo Jehane duramente—. Es tu deber.

Talot agitó la cabeza.

—A la comandante suprema. Él mató desobedeciendo las órdenes, Talot. ¡Desobedeciendo las órdenes!

Talot no respondió. Jehane vio sólo la parte superior de su cabeza inclinada, la parte blanca en el rojo cabello, los pendientes sueltos sobre los pómulos pronunciados. Justo anoche, ese rojo cabello suelto…

—¡Entonces le diré a Dahar que tú sabes quién es!

Talot bajó las manos. Su temblor se había detenido. Miró abiertamente a Jehane.

—¿Serías capaz de hacer eso?

—¡Desobedeció las órdenes! —gritó Jehane, aunque no era un consuelo gritar.

Talot siguió mirándola. Jehane, por hacer algo (era imposible no hacer nada, las babosas no hacían nada, el ardor en su pecho y estómago no la dejarían hacer nada) se puso en pie y comenzó a ponerse el tebl y las polainas. Que Talot pudiera siquiera titubear; que Talot pudiera ocultar a un guerrero que había actuado contra órdenes directas, que Talot pudiera…

Medio vestida y descalza, Jehane estaba aún de pie sobre el suelo frío y cerró fuertemente los ojos.

—¿Estuviste… con él?

—No. No como tú quieres dar a entender. Estábamos de centinelas. Él tenía su puesto cerca del mío y le oí abandonarlo. Más tarde le vi regresar y…

—¿No trataste de impedir que se fuera?

—No… nos hablamos. Pero cuando regresó yo salía, y me di cuenta de que estaba herido. El cuchillo del delysiano lo había rozado. Le dije que iba a informar a Dahar de su abandono del puesto de centinela, y él dijo que si lo hacía moriría por ello, así que vine aquí.

Jehane formuló su pregunta fríamente:

—¿Aún le quieres?

—¡No! No, Jehane, créeme, yo… no. Pero nos hemos acostado juntos, estuvimos en la oscuridad, conversando en la misma forma en que lo hacemos tú y yo, y… no quiero causarle la muerte.

—Él lo hizo. ¡Merece morir!

—¿Por matar a un delysiano? ¿Cuánto tiempo hemos tratado nosotras de hacer lo mismo? ¿Con cuánta frecuencia?

—¡Por actuar contra las órdenes de la comandante suprema!

No había respuesta para eso. Talot se quedó muy quieta.

De pie junto a ella, con el tebl en la mano, Jehane miró la nuca de Talot, blanca (puesto que el moreno del sol había desaparecido en R’Frow), vulnerable debajo del nudo de cabello rojo. Jehane tiró furiosamente del tebl sobre su cabeza. Pero esto no ayudaba y se obligó a hablar con calma, aunque las palabras tenían sabor a vómito en su boca.

—Belazir podría no ordenar su muerte. La merece, pero la comandante podría elegir un castigo menor… porque necesitamos cada guerrero que tenemos. Los delysianos nos superan en número. Necesita todos los guerreros. Podría… —¿Quién sabía lo que Belazir podría hacer? Ya había hecho cosas que ningún comandante supremo haría fuera de este agujero de mierda—. Podría ordenar solamente que fuera degradado y azotado o… o algo.

Talot levantó el rostro con súbita esperanza. Azotado hasta que esté medio muerto, pensó Jehane, y deseó poder empuñar el látigo. Pensarlo le dio un gran placer, tan grande como los celos.

Pero Talot asintió lentamente, y las profundas líneas de su rostro se suavizaron.

—Sí, es cierto, Belazir necesita todos sus guerreros…

Jehane volvió la espalda y tanteó a ciegas, buscando sus sandalias.

—¿Quién es, Talot?

Sintió el titubeo de Talot, pero ésta respondió:

—Jallaludin.

Jehane sabía quién era. Grande, muy fuerte, con la fortaleza superior de un hermano-guerrero, anchos hombros, y caderas estrechas… una deformidad, le había parecido siempre, de hombros más angostos y caderas redondeadas de hermana. Pero al parecer no era una deformidad para Talot… Jehane apretó los dientes, se puso las sandalias y se trenzó el cabello en silencio.

—Jehane… —dijo Talot.

—Díselo a Dahar. Ahora. Es una cuestión de honor.

Talot había extendido los brazos para abrazar a Jehane. Ante el tono de su voz, detuvo el movimiento a mitad de camino, y susurró:

—Te amo, Jehane.

—Talot… ¡un hermano-guerrero!

—Tú lo sabías. Te lo había dicho.

—¡Pero no que él estaba aquí, en R’Frow! Y no que tú aún podías ser como una ramera para él.

Talot se puso rígida. A Jehane se le revolvió el estómago; quería retener a Talot, decirle…, pero Talot retrocedió y su rostro se puso blanco y frío.

—Voy a ver a Dahar ahora.

—Deberías hacerlo —dijo Jehane inflexible. Talot abrió la puerta y Jehane volvió a cerrarla de un puntapié. Se abrazaron estrechamente.

Jehane se esforzó por hablar, aunque las palabras le quemaban la garganta.

—Quizá no muera. Belazir necesita todos sus guerreros… —Pero cuando hubo pronunciado las palabras se dio cuenta de que no creía que fueran ciertas. Ni deberían serlo.

Talot trató de sonreírle, una sonrisa curiosamente humilde, y se fue. Jehane esperó hasta que estuvo segura de que Talot había descendido la escalera, luego levantó su trespelota y la arrojó con toda su fuerza contra la pared. Talot y el hermano-guerrero. Talot y Jallaludin, Talot

La trespelota rebotó con una fuerza increíble y resonó en toda la habitación, rompiendo una taza de arcilla. Jehane golpeó el muro con el puño y se hizo sangre en los nudillos. No se había equilibrado adecuadamente para cada golpe, y los músculos del brazo le dolieron como protesta. Pero el muro no mostraba marca ni daño; era ged.

27

Ni Belazir ni Dahar llegaron al campo de prácticas para los ejercicios de la mañana. Talot no regresó. Jehane se entrenó, se bañó, comió y se fue a grandes pasos hacia la Sala de Enseñanza. Talot y Dahar tendrían que estar allí o los geds irían a buscarlos.

Comenzó a llover, la segunda lluvia desde que ella había llegado a R’Frow, flotando en una suave neblina desde el cielo… y era cielo a pesar de todo ese loco bla, bla, bla que continuaba. Cielo era lo que estaba arriba, y esto estaba allá arriba, ¿no? Era toda esa estúpida charla lo que hacía todo confuso: células, fuerzas y «bacterias». Charla de la doble hélice, charla oscura, charla como muros. Los jelitas no deberían vivir dentro de esos muros como animales atrapados, sin nada que hacer salvo charlar y pensar. Ni siquiera las armas valían la pena.

Otro muro. Las armas valían la pena. En su cinturón estaba el irrompible cuchillo ged, una tira que aturdía; la nueva arma que disparaba una bolita con fuerza suficiente para matar un kreedog a través de un río. Jehane no sabía cómo funcionaba, no le importaba. Funcionaba. Al menos los locos geds eran buenos para esto y para asegurar que Talot viniera a la Sala de Enseñanza; Grax no comenzaría su charla sin que estuviera todo el círculo allí.

Talot no estaba allí, y Grax había comenzado ya a hablar.

Las mesas del suelo se habían elevado con su extraño equipo, no eran juguetes ahora, sino cosas Rojo y Azul, cosas oscuras, que nadie, salvo Dahar, Grax y la sopladora de vidrio, se atrevería a tocar.

Ayrys los tocó sola esa mañana; Dahar también estaba ausente.

Los guerreros se dirigieron miradas disimuladas. Los ciudadanos delysianos susurraban. Los soldados miraban derecho hacia delante, los rostros fijos y fríos. Un súbito temor recorrió a Jehane… ¿podrían Talot y Dahar haber sido asesinados como represalia por la muerte del soldado delysiano?

No, porque en tal caso los soldados no mirarían ahora de esta forma. Su fría cólera decía que no había ocurrido ninguna represalia, que Delysia se sentía aún agraviada, y el estúpido ged continuaba aún tranquilamente con su cháchara sobre algo blanco en la sangre.

¿Por qué? ¿Por qué los monstruos no habían esperado a Talot y Dahar, o, al menos, preguntado dónde estaban? A no ser que ya lo supieran.

Lajarian estaba al mando. Si él no preguntaba nada al ged, Jehane tampoco podía preguntar. Lajarian estaba de pie, con los labios apretados, la mano sobre el cuchillo y la mirada sobre el comandante delysiano.

El ged continuó hablando; la sopladora de vidrio formuló preguntas en voz baja, los ciudadanos delysianos susurraron, incluso el obrero jelita refunfuñó, y Lajarian no dijo nada… ¿por qué no se callaban?

Sólo el gigante bárbaro y la ramera estaban quietos. Por primera vez en varios días, Jehane les echó una mirada, sentada sola en la parte de atrás de la habitación, sin toparse con la mirada de ninguno.

Dos rocas sin palabras; una montaña la una, y un podrido guijarro la otra. Pero esa mañana, incluso ellos parecían diferentes.

Jehane miró más de cerca.

Al gigante blanco se le veía enfermo. Sus ojos incoloros estaban cubiertos por una película. Debajo de su extraño tebl, el enorme pecho subía y bajaba demasiado rápido, como si su respiración fuera superficial o forzada. Tenía las comisuras de la boca relajadas. Jehane, siempre con buena salud, era consciente de que ningún humano había enfermado en R’Frow, aunque realmente el gigante no tenía buen aspecto. Tampoco la ramera, aunque no parecía que ella también estuviera enferma. Pálida, sus ojos se elevaban hacia el bárbaro, una mano pequeña formando un puño lo bastante fuerte para tornar blancos los nudillos.

Jehane miró sus propios nudillos, heridos por el golpe contra el muro, por el asunto de Talot. Pero incluso pensar de SuSu y su guerrero blanco en el mismo plano que Talot significaba que había deshonrado a Talot. Ahora le debía disculpas. Eso era lo que ese estúpido lugar con toda esa estúpida charla le hacía a uno: pensar en una ramera como una persona cuando no era más que una delysiana. Eran esos estúpidos muros…

—¡Euaahuh! —gritó SuSu. El gigante bárbaro se tambaleaba de un lado a otro, medio cayendo sobre ella. Se agarró al borde de la mesa del suelo, resollando pesadamente, y con una espuma rosada brotando súbitamente en sus labios.

SuSu puso ambas manos contra él y empujó. Lentamente, se movió hacia arriba, y ella le puso los brazos alrededor del cuerpo para evitar que cayera en la otra dirección. Los ojos del gigante rodaron hacia atrás y su lengua colgó fuera de la boca, como una rosada tabla húmeda.

—¡Socorro! —gritó SuSu desesperadamente, con una voz torpe por falta de uso. Parecía como si no supiera lo que había dicho. Con expresión de pánico en el rostro, trató de poner derecho su enorme bulto. Por un momento pareció que casi se recobraba; metió de nuevo la lengua en la boca, y giró los ojos para mirar aturdido a SuSu.

Jehane captó la mirada.

La ramera consiguió mantenerlo de pie. Los brazos aún lo rodeaban, y lo arrastró hacia la puerta, con cada porción de su cuerpecito esforzándose con una desesperación que Jehane reconoció súbitamente: un lémur cazado, herido y con dolores, tratando de llegar a la seguridad de su guarida.

El gigante se tambaleó, trató de enderezarse y se tambaleó de nuevo. Se inclinó sin fuerzas, con los ojos cerrados, incapaz de ir más lejos. SuSu le empujó con fuerza, pero no pudo moverlo.

Para sorpresa de Jehane, el ged no se movió para ayudar. Tenía ese loco aspecto de estar escuchando de nuevo, aunque toda la habitación permanecía en silencio, excepto por la dificultosa respiración del gigante, con cortos resoplidos como rasgado de telas. El jelita observaba fríamente. Dos hermanos-guerreros habían muerto a manos del bárbaro. Y SuSu era una ramera que había pensado ser otra cosa. Jehane vio a la hermana-guerrera a su izquierda… donde debería haber estado Talot. Sonrió para sí.

En la parte delysiana de la habitación, una gorda ciudadana parpadeaba nerviosa.

SuSu gimoteaba ruidosamente. Sus brazos no eran lo bastante largos para rodear al gigante. En el tebl, sus manos parecían las de una muñeca, o las de un niño.

La sopladora de vidrio se levantó de su asiento en la mesa de Grax. Jehane vio un momento los ojos de Ayrys. Estaban como ausentes, misteriosos. Jehane habría jurado que la delysiana no veía ni siquiera a SuSu, sino a alguna otra. Ayrys puso los brazos alrededor del ladeado gigante, en el lado opuesto a SuSu, y tiró hacia delante. Cuando él avanzó tropezando, ambas mujeres le abrazaron y cuando se detuvo tambaleándose, ellas esperaron. Luego lo movieron a través de la puerta.

Se oyó de nuevo un murmullo de voces. La ciudadana delysiana que había parpadeado, ahora fruncía el ceño tras Ayrys, un gesto de desaprobación que Jehane pensó que hacía que su gorda cara pareciera un pez.

Y el ged simplemente se sentó. ¿Qué mierda de kreedog estaba ocurriendo? Los humanos no estaban todos presentes, los humanos tenían permiso para irse; esa babosa de Ayrys ayudando a un hombre-montaña cuando nadie en R’Frow había estado jamás enfermo, aquella ramera con su rostro alzado como… como…

¿Dónde estaba Talot?

28

Los cinco estaban en un claro, al lado de la corriente que fluía a través del extremo del desierto de R’Frow, cerca de los dos bloques de roca donde la corriente nacía del subsuelo. Demasiado bajas como para una emboscada; las rocas eran un mojón, y el claro se abría alrededor de ellas por todos lados. Entre las rocas, la corriente había crecido ligeramente con la lluvia. Caía en una ligera llovizna, borrando los bordes de los bosques.

—Seguiremos esperando —dijo Belazir. A lo largo de su mandíbula, iba y venía una rítmica contracción muscular.

—Son cautelosos —respondió Dahar.

—¡Talot, nada de tocar las armas!

Ante el tono agudo de la voz de Belazir, Talot vaciló un momento y retiró la mano de la empuñadura de su cuchillo. Dahar pensó que la muchacha ni siquiera había notado el desvío de su mano. Talot tenía un aspecto triste, y sus ojos estaban agrandados por el esfuerzo. A su izquierda estaba Ishaq, líder de primer rango del núcleo de los hermanos-guerreros, un hombre fornido y silencioso que no se molestaba en ocultar su disgusto por esa reunión. Entre él y Talot, manos y pies atados, estaba Jallaludin. Había luchado cuando Dahar e Ishaq fueron a por él; la sangre salpicaba toda la tela sobre su brazo derecho. Pero ahora estaba tranquilo; la cabeza alta y el odio en la cara de Ishaq no eran nada para Jallaludin. Dahar se sintió desvinculado de la escena, observándola, no sintiendo nada que interfiriera con lo que él tenía que hacer. Pero aquello no duraría mucho. Era un muro que, al igual que todos los muros, se resquebrajaría finalmente. Pero duraría lo suficiente. El Dahar objetivo estaba tranquilamente a un lado, y dijo: No siento nada.

—Ahora —dijo Belazir.

Los tres delysianos se deslizaron dentro del claro desde tres direcciones diferentes, con las armas en las manos. Tenían a su favor la niebla y los árboles. Dahar vio a Ishaq evitar sacar el arma, un visible espasmo de años de entrenamiento bruscamente negados.

—Hemos venido —dijo Khalid con voz afectada por el disgusto.

Dahar observó cuidadosamente a los tres soldados: todos hombres, todos grandes, uno con el cuchillo desenvainado y los otros dos con tubos de perdigón ged. Eso le dijo algo de lo que sería su estilo de lucha. El guerrero que había en él corrió rápidamente a través de posibles ataques, represalias, probables respuestas de Belazir e Ishaq; el mejor uso de sus posiciones. Jallaludin, atado, como escudo; Talot, novel y desconocida. Dahar dio unos pasos hacia Belazir, mejorando su defensa; Khalid, sin mirarlo, se movió en respuesta.

Era bueno.

—Nosotros también hemos venido —dijo Belazir—. Éste es el guerrero que mató a vuestro soldado.

Khalid echó una mirada a Jallaludin. Algo se movió detrás de los ojos grises delysianos, algo más que sospecha o enemistad. Piensa, se dijo Dahar, no reacciona simplemente. Ve lo que está mirando y piensa sobre lo que ha visto.

Repentinamente otro rostro delysiano se alzó en su mente.

—Envainad vuestro cuchillos —dijo Belazir—. Nosotros no hemos sacado los nuestros.

—Comandante, hasta ahora vosotros habéis fijado todos los términos de esta reunión —dijo Khalid—. Nosotros fijaremos éste. Sin duda tendréis a vuestros guerreros escondidos en los bosques.

—¿No mirasteis mientras cruzabais?

—Tres soldados no lo ven todo.

—Tampoco cuatro guerreros. Un ataque por sorpresa sería más delysiano que jelita.

—Entonces, ¿por qué os habéis arriesgado? Fuisteis vosotros quienes hicisteis la petición.

Durante un instante Belazir dirigió su mirada hacia Dahar, pero la interrumpió casi tan pronto como la empezó, y Dahar se dio cuenta de lo mucho que ella sintió haberlo hecho, pero Khalid captó la mirada. Dirigió sus ojos pensativamente a Dahar antes de volverlos hacia la comandante suprema.

—Los geds han prohibido matar en R’Frow —dijo Belazir—. Yo ordené a mis grupos no atacar a los delysianos. Este hermano-guerrero violó mis órdenes, y por eso hubiera debido morir por mi mano. Pero Delysia —la voz de Belazir permaneció firme aunque sus ojos ardían— podría no haber aceptado esto como cierto. Es bien sabido que los soldados delysianos no siempre reciben el castigo asignado a ellos, si son lo bastante bien nacidos.

Dahar observó atentamente a Khalid; pero no mostró reacción al insulto, que en Jela habría sido mortal. Sin embargo, uno de los hombres detrás de él contuvo una sonrisa despectiva. La lluvia ligera tamborileaba sobre las rocas, con olor y sonido.

—Jela ha roto la tregua que han hecho los geds —continuó Belazir recalcando cada palabra—. Para compensar este agravio, tienes a tu disposición la vida del hermano-guerrero que mató a vuestro soldado.

—¿A mi disposición? —preguntó Khalid.

—Sí.

—¿Piensas que voy a creerme eso?

Belazir se tranquilizó.

—Recuerdo batallas en las que los jelitas preferían matar a sus propios heridos antes que abandonarlos detrás de ellos para los delysianos —dijo Khalid—. ¿Por qué vas a entregarme ahora tu guerrero?

—Te lo he dicho.

—¿Lo has hecho? Para compensar este agravio… No, comandante. Jela nunca ha pensado que era una injuria matar a un delysiano.

Khalid estaba discutiendo el caso de Belazir con ella. La comandante suprema hacía esa alianza a desgana; Khalid estaba construyendo esa desgana; forzándola a llevarse de nuevo con ella a su guerrero. ¿Por qué?

—Jela nunca había estado en R’Frow hasta ahora —respondió muy tensa Belazir.

—¿Por qué matar en R’Frow iba a ser diferente que hacerlo en Río Frío? La rigidez jelita es la rigidez jelita.

—Y la traición delysiana sigue siendo la traición delysiana. Pero ninguno de nosotros gobierna en R’Frow. Los geds lo hacen, y nosotros estamos con ellos en el plano del honor.

El rostro de Khalid se endureció.

—Entonces ofréceles a ellos el guerrero asesino.

Belazir no respondió. En su silencio, Dahar sintió más que cólera; sintió la pérdida de R’Frow. Belazir había tratado de entregar Jallaludin a Khalid; pero éste no lo aceptaba. Belazir no trataría de hacerlo indefinidamente. Khalid ya había insultado el honor jelita, y Dahar sospechaba que los insultos eran deliberados, para provocar a Belazir y lograr que hiciera justamente lo que estaba haciendo: tomar la vida de Jallaludin nuevamente en sus propias manos, donde pensaba que pertenecía todo el tiempo.

Y entonces sólo los jelitas serían exiliados de R’Frow.

Exilio…

Khalid presionó con su ventaja:

—Lleva tu guerrero a tus maestros, los geds.

Dahar observó una contracción de furia en la mandíbula de Belazir. En ese pequeño movimiento, casi disfrazado por la lluvia en todas sus caras, vio el cierre de las puertas de R’Frow, y todo ello alejándose: toda la ciencia ged que guardaba la llave de la vida misma. El otro Dahar observaba con imparcialidad. La comandante suprema te ha prohibido hablar, al mismo tiempo que él se oía a sí mismo decir: «El guerrero ha sido llevado a los geds.»

Khalid volvió la mirada hacia Dahar:

—Los geds dijeron que esta reunión era de humanos, y que ellos no interferirían en ella. También dijeron que deseaban conocer el resultado.

Belazir estaba de pie a su lado, como una piedra. Dahar mintió. Jallaludin no había sido llevado ante los geds.

—¿Por qué querías que el asunto fuera llevado ante los geds? —dijo Dahar, tanteando.

—Yo no dije eso. —Demasiado rápido; había debilidad, blandura en la posición de Khalid. Si pensaba rehusar y no matar a Jallaludin, ¿por qué venía a la reunión? ¿Por qué no quedarse sin hacer nada y dejar que los geds desterraran a Jela?

—Había pensado que Jela podría disciplinar a los suyos. ¿No forma eso parte de su famoso honor? —agregó Khalid.

Era una burla, pero seria. Dahar rehusó ser arrastrado.

—Son los geds quienes dieron la orden inicial contra el asesinato.

—Y los jelitas quienes la violaron —dijo Khalid.

—Y por esa razón os ofrecemos la vida del culpable.

El más alto de los tenientes cambió de posición. Dahar lo miró más de cerca. Tenía ojos extraños, muy claros, incluso para un delysiano, y un súbito destello de odio, como el de un animal.

Belazir intervino con dureza:

—La vida del hermano-guerrero es tuya. ¿La quieres o no?

—La pregunta es ¿por qué la quieres tú? —dijo rápidamente Khalid—. Los geds han dicho que desterrarían a los humanos si había más muertes. Jela ha matado y Delysia no lo ha hecho. ¿No nos ofrecéis esta muerte para que nosotros seamos también culpables de quebrantar la ley ged? Así nosotros también seríamos desterrados de las armas de R’Frow. ¡Qué honorable oferta para la honorable Jela!

Su tono era salvaje. Había jugado con todas las debilidades de Belazir. La vergüenza la puso furiosa.

—Por los muertos… ¿piensas que te suplicaré que acabes con la vida de un guerrero? Ahórranos todo vuestro regateo delysiano y responde de una vez… ¿le matas en represalia por vuestro soldado o no?

El rostro de Khalid no transparentaba nada. Pero esta vez Dahar no había observado al comandante delysiano sino a los tenientes detrás de él. Cuando Khalid había mencionado la pérdida de armas geds si Delysia mataba a Jallaludin, la cara del hombre más bajo había vacilado: una ligera caída de los ojos, una tirantez en las sienes. Vio la fuerza del argumento de Khalid. Pero al estallar Belazir, el odio reemplazó de nuevo a la vacilación. Y el otro soldado, el de los ojos claros, nunca había vacilado siquiera. Ése quería la muerte de Jallaludin más allá de cualquier ganancia o pérdida para Delysia, por mero anhelo de sangre.

Y Khalid no podía controlar completamente a ninguno de ellos.

Ésa era la debilidad en la posición de Khalid. Ésa era la razón por la que había sido forzado a reunirse con Jela y a oír un regateo que quería rechazar apasionadamente. Un comandante delysiano gobernaba en parte por el acuerdo de sus soldados, y Khalid temía que si rehusaba tajantemente matar a Jallaludin, sus hombres lo harían de cualquier modo. Ningún comandante podía retener el poder después de eso. Khalid intentaba burlarse de Belazir induciéndola a matar ella misma a Jallaludin mientras aparecía ante sus hombres como si estuviera simplemente insultando a la comandante suprema de Jelita por el placer de verla tragarse su cólera y su honor.

Todo lo que Dahar tenía que hacer era fomentar el odio de los tenientes delysianos hasta que Khalid perdiera el control o se llenara de preocupación por no saber qué era mejor para Delysia. La inteligencia estaba en el lado de Khalid y el anhelo de sangre en sus tenientes.

No era una disputa.

A Dahar le pareció que podía sentir el aliento de Jallaludin en su cuello. La muerte del hermano-guerrero pendía en el aire, en la brumosa llovizna, en lo que Dahar dijo a continuación. Podía presionar con fuerza a los hombres de Khalid y Jallaludin moriría poco después, aquí, en esta luz húmeda y anaranjada de R’Frow. Belazir le había prohibido presionar, hablar, decir las mentiras que él ya había dicho.

Seguir en R’Frow…

No sentir nada.

—Quizá los delysianos no maten como acto de venganza —dijo Dahar directamente al teniente de ojos claros—, porque la vida de un delysiano vale tan poco. Incluso para sus hermanos soldados.

Los ojos de Khalid pasaron de pronto de Belazir a Dahar.

—Nosotros hemos hecho el ofrecimiento —continuó Dahar con crítica mordacidad— con todo honor. Una vida por otra. Pero quizá debiéramos retirarlo si incluso para un delysiano la vida de un hermano vale menos que la de un jelita.

Khalid —dijo el teniente más bajo.

Khalid condujo rápidamente a sus hombres aparte. Dahar continuó:

—Se dice «Delysia por traición», y quizá debiera decirse «Delysia por cobardía.»

Khalid y sus hombres conversaron aparte con voces bajas y apasionadas, sin que pudieran distinguirse las palabras. Belazir miró a Dahar pero no emitió ningún sonido. Habría sido mejor si lo hubiera hecho.

Seguir en R’Frow…

La argumentación delysiana era amarga y breve. Khalid, con su cara aún más roja por la ira, asintió lacónicamente al deseo de Belazir:

—La muerte de tu guerrero por nuestro soldado.

Los soldados se acercaron a su comandante. El más bajo mantenía su tubo ged de munición apuntando hacia Ishaq y Belazir, pero Dahar vio que el soldado de ojos claros mantenía el cuchillo empuñado. Khalid también había sacado un cuchillo delysiano, pero de pronto lo puso en el cinturón, y sacó uno ged. Se movió detrás de Jallaludin.

—No…

Era el quejido de la joven Talot, pese a su entrenamiento y disciplina de hermana-guerrera. Ishaq la miró fijamente. Khalid titubeó por un momento. Fue un ligero retroceso en la rápida y furtiva muerte de un hombre atado, mientras su comandante miraba y no hacía nada…

Con un solo movimiento rápido y diestro, Khalid colocó desde atrás su brazo izquierdo alrededor del cuello de Jallaludin, llevó su cuchillo al vientre y lo hundió con fuerza, hacia arriba, en busca del corazón. Jallaludin se puso rígido y con los ojos saltones. Khalid lo sostuvo, cortándole la respiración mientras moría; luego lo soltó de pronto y dio un paso hacia un lado. Jallaludin cayó hacia atrás, con la cabeza aún inclinada en ángulo, con los negros ojos abiertos, y mirando hacia arriba, hacia la lluvia. Nadie habló.

Khalid había dejado su cuchillo en el cuerpo. El teniente de ojos claros se inclinó para sacarlo.

—Déjalo —dijo Khalid irritado—. ¡He dicho que lo dejes!

El teniente sonrió, enderezándose.

—Escúchame —continuó Khalid con la misma voz dura—. Comandante, hemos hecho esto a tu manera. Tu guerrero está muerto, asesinado como un… Pero ahora tanto Jela como Delysia han quebrantado la ley ged. En forma igual. Esto termina aquí. Si no somos todos desterrados de R’Frow por esto, se termina aquí. No habrá más asesinatos, en ningún bando. Dejamos Delysia y Jela en una tregua y ahora la tregua llega también aquí, a R’Frow y no es sólo porque los geds lo hayan dicho.

El teniente delysiano dejó de sonreír.

—Esto se ha hecho para detener los asesinatos —dijo Belazir, pero todos captaron la furia en su voz, y la vergüenza.

—Entonces la reunión ha tenido éxito —dijo Khalid con desprecio—. Mantenemos nuestra postura, incluso ahora. Vida por vida. Puedes ir a decírselo a los geds.

El delysiano odia esto tanto como Belazir, observó el imparcial Dahar. ¿Reconoció Belazir el enojo de Khalid como el honor que él, Dahar, acababa de perder?

No sentir nada…

—El derramamiento de sangre finaliza aquí. Jela y Delysia están en tregua —dijo fríamente Belazir.

Khalid se volvió hacia sus propios tenientes, retándolos a desafiarle ahora que les había dado lo que querían. El más bajo titubeó, cambió de un pie a otro, y asintió. El otro, el hombre de ojos claros que se había inclinado para recuperar el cuchillo de Khalid, se topó con los ojos de su comandante y no dijo nada. Pero ahora Khalid no necesitaba nada de él; Khalid había matado a Jallaludin, y el otro no tenía ahora ninguna posición desde la cual desafiarlo.

—Devuélvenos el cuerpo de nuestro soldado —dijo Khalid a Dahar— y toma el tuyo. He terminado con esto.

—Espera —dijo Dahar.

Khalid se volvió a medias. Belazir estaba quieta como una piedra. Podía haberle hecho callar, pero estaba esperando para ver cuán lejos su teniente primero se apartaría de las órdenes, justo cuanto estaba dispuesto a perder.

Dahar supo que ya había perdido la primera vez que habló cuando tenía órdenes de no hacerlo, la primera vez que mintió, la primera vez que Belazir vislumbró que él comerciaría —comerciaría, regatearía, vendería, como un mercader delysiano— su vida como hermano-guerrero, por una oportunidad en la ciencia ged en R’Frow.

No sentir nada.

—Las treguas pueden ser rotas —dijo Dahar a Khalid—. No sólo por traición, sino en la misma forma en que fue violada la orden ged: por guerreros o soldados que actúan contra las órdenes de su comandante. Podría ocurrir de nuevo. Ambos comandantes están aquí ahora. Aquí, ahora, tanto Jela como Delysia deberían prepararse para tratar de ello nuevamente.

Dijo que ningún comandante podía controlar la variedad de las tropas, las desadaptaciones, el destierro, que cada uno tenía en R’Frow. Humillación… y verdad. Los ojos de Khalid se achicaron. Dahar le habló directamente a él, ignorando a Belazir.

—Los geds podrían elegir exiliarnos a todos por este doble asesinato. Si no lo hacen, si tienen paciencia una vez, podrían soportar dos… si podemos convencerles de que cantamos en Armonía para todos los jelitas o delysianos.

—¿Hacer qué? —dijo Khalid.

Dahar se sintió abochornado.

—Si hay otra muerte, en cualquiera de los dos lados, los geds deben saber que ningún comandante está detrás de ella, ni siquiera en secreto. Y tampoco aprobándola silenciosamente.

Dahar oyó detrás de él el agudo aliento de Ishaq. Pero no había querido significar que Belazir sería capaz de tanto deshonor, ni siquiera que lo sería Khalid. Estaba pensando sólo en lo que los geds podrían pensar, en cómo podrían interpretar las acciones humanas, o qué podía hacerse para salvaguardar el asombroso conocimiento que ofrecían los geds… que Jela y Delysia, ambas ciegas y tontas no veían, pero que podía transformar a ambas para siempre.

Por un momento consideró la posibilidad de decirle directamente a Khalid lo que estaba en juego, procurando que se diera cuenta. Pero Khalid no había comprendido el término ged «cantar en Armonía». Tampoco había pasado largas noches en la Sala de Enseñanza, echando un vistazo a los deslumbrantes depósitos del conocimiento ged escondidos detrás de la calma del silencio descortés de los extraños. Khalid no comprendía y Dahar se dio cuenta de que no podía decírselo. Ante la idea de suplicar a un comandante delysiano, algo más poderoso que la razón se retorcía dentro de él, algo que no tenía nada que ver con el Dahar imparcial y objetivo y todo con el hermano-guerrero que esperaba, detrás del Muro, el castigo de Belazir. No podía implorar a Khalid. Sólo podía negociar, y con su propio regateo el hermano-guerrero se retorcía de vergüenza.

—No fue un delysiano quien quebrantó las órdenes —dijo Khalid—. No es nuestro problema el que Jela no pueda controlar a sus guerreros.

—¿Y si la próxima vez es un soldado delysiano el que mata primero?

Khalid no miró al soldado alto de ojos claros. Pero algún movimiento ligero, un parpadeo en la cara de Khalid indicó a Dahar que la ojeada había estado allí y que había sido detenida.

—Y si realmente ocurriera, si un soldado matara contra lo ordenado, ¿qué propone Jela? —respondió Khalid.

Belazir dio un paso adelante. Dahar sintió su furia rodar hacia él en oleadas, como el calor. Rápidamente dijo:

—Es la comandante suprema la que propone. Yo sólo señalo lo que podría ocurrir.

Khalid se dirigió a Belazir:

—Si un soldado delysiano mata, ¿propones que te lo entreguemos? No. Eso no es posible. —Puso un leve énfasis en «eso», obviamente para todos, y no miró a sus tenientes. La omisión fue tan significativa como el énfasis. Eso no, yo no puedo hacer eso, sino alguna otra cosa

Khalid estaría a favor de la alianza si ésta no socavaba su autoridad ante sus tenientes. Se había equivocado al incluir al soldado de ojos claros en la reunión. Pero quizá no había tenido otra alternativa.

—Tú has matado a uno de los nuestros —dijo Belazir.

—Por vuestro deseo.

—Y vuestro.

—¿Qué proponéis? —dijo Khalid.

Dahar observó que Belazir titubeaba.

Hizo un esfuerzo por mantenerse firme. Ahora quedaba a cargo de ella; él no podía hacer más. Ya no le quedaba nada por lo que luchar: ni razón, ni rango, ni influencia. Ella mandaba, no él, y había arriesgado todo el resto en que Belazir fuera la clase de comandante que creía que era: alguien que elegiría su preocupación por Jela por encima de la violencia de su enojo hacia él. Belazir le humillaría después, sí, pero en el gris amanecer en su salón, la comandante había vislumbrado el sentido de esta alianza con Khalid. ¿Olvidaría eso también?

Khalid observó fijamente a Belazir. El soldado de ojos claros estaba de pie detrás de él, bajo la ligera lluvia, y los ojos puestos en la espalda de su comandante. Detrás de Dahar, alguien cambió de posición. Talot. El momento se había prolongado.

—Una alianza —dijo Belazir—. Conocida por todos. Tres de los vuestros, tres de los nuestros. Si un soldado mata contrariando órdenes, o… o un guerrero lo hace de nuevo, castigaremos al asesino con la muerte. Pero en presencia de los seis, y tan rápidamente como sea posible. Una alianza para evitar los crímenes, y así estaremos todos en el plano de honor con los geds.

—Honor —escupió Ishaq, y la palabra fue un juramento. Un pequeño estallido, pero dio a Dahar, con alivio, la apertura que necesitaba. Se volvió a Ishaq.

—¡Silencio! Ésta es una decisión de la comandante suprema, no tuya. De la comandante suprema.

—Y mía —dijo Khalid, con un tono desafiante.

El soldado delysiano más bajo súbitamente bajó los ojos. Pero Dahar vio que Khalid era perfectamente consciente de que un teniente primero jelita comúnmente no reprimía a un guerrero ante el enemigo. Khalid sabía que Dahar estaba luchando con Belazir por eso… justamente como estaba luchando con los suyos.

—Los geds tienen armas de las que Delysia no quiere carecer —prosiguió Khalid—. Armas que podrían equipar a Jela, si sólo ella las obtiene, contra Delysia. Nos interesa permanecer en R’Frow y de este modo observar las leyes de los geds. También nos interesa una tregua para mantener esas leyes. Por esa razón, y no por esas cuestiones de honor jelita, mis soldados y yo aceptamos vuestra alianza, comandante. Tres de nosotros, tres de vosotros, y si algún soldado o guerrero mata, lo traeremos aquí, a este lugar, para que nosotros seis seamos testigos de su muerte. Todo esto en bien de Delysia.

Khalid dirigió su mirada al soldado de ojos claros.

El hombre había apretado tanto los dientes que la línea de la mandíbula se veía blanca contra la barba liviana. Khalid sostuvo los ojos de su teniente sin vacilar. Después de un largo momento, el soldado asintió.

—Estamos en posición —dijo Khalid, mitad con sinceridad, mitad en un súbito estallido de burla que Dahar reconoció muy bien en el mismo plano, unidos…

—¡Silencio! —escupió Belazir—. ¿No conoces la vergüenza, delysiano? El que tengamos una alianza no te permite pronunciar palabras que no puedes comprender. Ahora dejadnos con nuestro muerto.

Los ojos de Khalid destellaron con súbita ira, y Dahar observó su tensión. Pero Khalid se controlaba. Hizo una señal a sus soldados, y los tres, con las armas desenvainadas para cubrirse, avanzaron a través del claro hacia los bosques. El soldado de ojos claros titubeó, pero Khalid, al partir primero, no le había dado elección. No podía quedarse solo contra cuatro guerreros. Pero antes de seguir a los delysianos, se dirigió directamente a Dahar, con voz baja llena de odio.

—Kelovar. Recuérdalo, jelita.

Cuando se fueron, Belazir se volvió hacia Dahar.

—Saca el cuchillo.

Dahar se arrodilló junto a Jallaludin. El mango del cuchillo, trabajado con el amor delysiano por el ornamento excesivo, mecía gotas de lluvia en sus tallas en espiral, y estaba resbaladizo. Los ojos negros de Jallaludin lo contemplaban sin verlo. La hoja desenvainada, la sangre manando desde el corazón, fluyendo sobre las manos de Dahar, y sobre el suelo. Estaba de pie, con el tebl salpicado con la sangre del hermano-guerrero.

Belazir agarró la doble hélice que él llevaba, tiró de ella y la rompió. Luego levantó la mano izquierda, la que usaba para las armas, y le abofeteó la cara tres veces. Había dejado de ser un hermano-guerrero.

Los rostros de Ishaq y Talot se quedaron conmocionados. Ni uno ni otro se habían enterado de lo que Belazir le había dicho a Dahar anteriormente, no habían notado cómo Dahar había actuado en contra de los objetivos de su comandante y en favor de los suyos. En favor de R’Frow. Talot tenía los ojos muy abiertos; Dahar vio los de Ishaq, después de la primera conmoción, entrecerrados por el cálculo. Belazir tenía la doble hélice en la mano. Su quietud podía significar vacilación… A través de su propia sorpresa se obligó a hablar.

—Comandante, acabamos de concertar una alianza. Excluir ahora a uno de los seis, cuando a los guerreros ya no va a gustarles que…

—No te preocupes.

Belazir habló tranquilamente, pero el color se había ido de su rostro, y sus negros ojos brillaban con particular transparencia. Dahar se dio cuenta de que había subestimado cuán lejos se inclinaría para ganar la ventaja de las armas para Jela. Había sido empujada hasta el mismísimo borde, por él, por los kreedogs, por R’Frow, por el desmoronamiento de las murallas que había construido en su vida y que imaginaba hechas de roca indestructible. En R’Frow había aprendido otras cosas. El plano de honor tomaba dos formas, y los sucesos lo habían vuelto contra ella. Si la alianza (con la cual estaba de acuerdo) era corrupta, si su teniente primero (en quien había confiado) no era digno de confianza…

Belazir dijo tranquilamente, aunque su voz tampoco era la misma:

—¿Puede uno ver ponerse el Marcador?

Ishaq la miró fijamente con abierta sorpresa, y Talot con aturdimiento. Belazir permaneció en silencio sobre la hierba húmeda con la doble hélice de Dahar en la mano, con la mirada abstraída, viendo lo que ya no estaba allí. Entonces agitó la cabeza y Dahar observó el enorme esfuerzo, el monstruoso acto de voluntad que la trajo de regreso a sí misma, suprema comandante de los guerreros jelitas en la ciudad hostil de R’Frow. Vio también que nada la agitaría de nuevo.

—Comandante, tómate tiempo para considerar esto —dijo Dahar con desesperación—. Iré a verte más tarde, en tu salón, para…

Belazir arrojó el emblema de la doble hélice al suelo, y sin decir palabra hizo una señal a los guerreros para que la siguieran. La señal no le incluyó a él. Dahar los vio cruzar el claro en dirección a los salones jelitas. Ishaq se movió para cuidar la izquierda de Belazir; él era ahora el teniente primero de la comandante suprema en R’Frow.

El muro interior se derrumbó y volvió el sentimiento.

Kreedogs.

Dahar se quedó de pie junto al guerrero muerto, bajo la cúpula ged, bajo la lluvia que caía.