1

—Uno —dijo el ged—. Desde la tercera puerta.

—¿Qué hace?

—Golpea la pared para escapar.

—Ya —dijo el segundo ged, en las configuraciones gramaticales de un hecho observado. Los dos contemplaron la pantalla mural, que mostraba una habitación gris y pequeña, sin ventanas, bien iluminada, con un humano golpeando la pared. El ged cerró los ojos salvo el central, ubicado tan alto en su frente que el campo de su visión se extendía hasta el cénit, contra la hiriente brillantez. Sus feromonas tomaron un leve tinte de malestar, y el primer ged se aproximó a él, con sus feromonas oliendo a simpatía.

—¿Cuántos han entrado hasta ahora en el perímetro?

—Quinientos setenta. Admitiremos sólo treinta más —dijo el segundo ged aunque por supuesto el otro ya lo sabía; ése era el porqué de su pregunta. Las dos voces eran bajas, vagamente refunfuñantes, casi sin modulación. Por un momento el primer ged dejó que sus feromonas olieran a fatiga, y el olor de simpatía del otro se volvió más fuerte.

—¿Éste?

—Probablemente no. Si vence este temor violento y vuelve a entrar en razón, quizá. Pero ni siquiera ha cogido la gema. Su verdadero deseo parece estar dominado por su violencia.

El humano, que vestía el tebl pardo de un ciudadano jelita, cayó al suelo, enroscándose en una sólida y temblorosa pelota. Los ged observaban, ambos reprimían las potentes feromonas de disgusto por cortesía hacia el otro. La habitación en la que estaban, dentro del doble perímetro del muro que incluía la «ciudad» vacía y expectante, estaba iluminada por el resplandor borroso y anaranjado del sol ged; olía al buen aire con base de metano, de Ged; era una temperatura adecuada para la seriedad de este proyecto de los ged. Pero no era Ged, y ambos estaban tristes. Habrían preferido estar en Ged, o con la Flota, si no fueran necesarios aquí. Cada uno de ellos olía la tristeza del otro, pero no hablaban de ello. No era necesario. Los dieciocho ged dentro del perímetro olían igual.

El primer ged puso en blanco la pantalla mural, volviendo la habitación a su luz normal, y ambos abrieron el alto ojo central. Aunque había sido desarrollado para avistar los formidables predadores dominantes —extintos desde milenios— y ahora era en su mayor parte inútil, había aún un sentimiento de malestar cuando el ojo central estaba cerrado. Los rostros geds —simétricos, lampiños, humanoides, excepto por los tres ojos y una falta de músculo subcutáneo— no mostraban expresión. Ésa había sido una de las cosas más difíciles de entender durante el año que habían pasado observando a los humanos fuera del muro del perímetro: que las grotescas distorsiones de los músculos faciales humanos portaban información. Había sido difícil incluso para la Biblioteca-Mente, a la que le había llevado mucho más tiempo encontrar ese modelo que los modelos del lenguaje. Los ged no esperaban la sofisticación de los feromonas, pero tampoco esperaban espasmos musculares. Ninguna otra especie inteligente, en ningún otro lugar, transmitía información por medio de espasmos musculares.

Una diferencia más que los dejaba perplejos.

—Datos significativos —gruñía muy suavemente la Biblioteca-Mente. Los dos geds se prepararon para escuchar—. Datos significativos. Nivel Tres. Biología confirma que todos los humanos son realmente de la misma especie. La Paradoja Central no está resuelta por la explicación de la multiespecie. —La Biblioteca-Mente ofreció las dos últimas palabras en las configuraciones de una explicación de la cual se descubrió que era contraria a los hechos.

El primer ged susurraba entre dientes con exasperación. El otro palmeó cortésmente a su compañero en la espalda y en las piernas, emitiendo feromonas de consuelo.

—¡Por lo menos habría explicado la violencia de uno con el otro! —dijo el primer ged.

—Sí, que Armonía cante con nosotros.

—Que Armonía cante con nosotros.

—Que cante siempre.

—Siempre cantará. No estamos más cerca de una respuesta de lo que estábamos, Grax.

—No. Quizá cuando los humanos entren.

El primer ged echó un vistazo a la oscurecida pantalla del muro. El otro hizo lo mismo. En ambas mentes corrían los mismos pensamientos, no porque compartieran la mente, como hacían algunas especies, sino porque los pensamientos eran los que todos los ged, genéticamente similares y tan capaces de una civilización inteligente, tendrían en esta situación. Olieron mutuamente sus feromonas y pensaron en Ged, en defender sus hogares, en la Flota, en la importancia de resolver la Paradoja Central. Pensaron en el tiempo que se agotaba.

2

El río estaba creciendo entre sus orillas; una oscura corriente de agua se movía en dos direcciones a la vez. Una brisa de Primeranoche llevó el perfume del agua de montaña a Ayrys, inmóvil junto a su fuego. Encendido sobre una ancha y desnuda plataforma de roca entre el río y la tierra alta, el fuego podía ser divisado fácilmente desde las colinas de alrededor; un faro en la profunda tiniebla. Un fuego semejante para un viajero solitario e inepto era una estupidez, o un desafío, o ambas cosas. A Ayrys ya no le importaba.

En la roca, junto a ella, al lado de una botella de vidrio azul, había un cuchillo que ella no sabía cómo usar. La Pequeña Luna se había elevado, cubriendo la sabana de una fría luz blanca. La sabana se agitaba mientras comenzaba nochetrés, esa noche que sólo unas pocas horas antes la había hecho correr con los ojos desorbitados en busca de la seguridad del árido borde de roca. Las vastas agitaciones de la sabana parecían haber terminado finalmente. ¿Y ahora qué? Criada en la ciudad, ella no lo sabía. El crepúsculo había sido bastante extraño.

Exactamente detrás del borde de roca, una enorme planta kemburi, que se había tendido tranquilamente, absorbiendo la luz del sol todo el diatrés, había deslizado vastos zarcillos esponjosos formando una densa bola contra el frío que se acercaba. Un zarcillo se había arrollado alrededor de un pequeño animal de ásperas orejas que Ayrys no podía identificar, era como una pequeña bolsa de calor en movimiento. El zarcillo lo había llevado hacia el interior del kemburi; el animal había gritado una sola vez.

Detrás del kemburi, unos arbustos espinosos habían disparado súbitamente sobre la hierba agudas púas que transportaban esporas. Pequeñas flores silvestres, que habían crecido febrilmente en el resplandor desde Primeramañana hasta Ultimaluz, doblaban, en forma igualmente rápida, brillantes pétalos bajo las espinosas hojas exteriores. Una cosa invisible había esparcido un picante aroma en el viento y otra cosa también invisible había respondido con un rápido crepitar de ramitas. Toda la sabana se había plegado sobre sí misma contra la noche; una espinosa piel verde, opaca, se arrastraba abajo, sobre la roca, y cuando había comenzado la irrupción vegetal ningún animal aullaba ni se movía.

Ahora se estaban moviendo de nuevo.

Ayrys se trasladó fatigosamente desde el fuego hasta la orilla del río, se arrodilló y hundió sus manos para tantear las bolas de arcilla que había pegado bajo el colgante de roca. Las bolas aún estaban allí; así pues, el río no estaba creciendo tan rápidamente como había temido. No se desbordaría —por lo menos en este tramo— hasta que hubiera pasado la nochetrés. Podía esperar aquí, si quería, hasta Primeramañana.

¿Por qué debería esperar? En pocas horas más, Gran Luna se elevaría, facilitando luz suficiente para caminar. No había razón para esperar. No había razón para no esperar.

Embry…

Con los ojos fuertemente cerrados y la mano aún hendiendo el agua fría, Ayrys esperó este nuevo golpe de dolor. Pasaría; eso lo había aprendido ya en sus tres días de exilio. Siempre pasaba. Hundió las uñas de una mano en la muñeca de la otra y aguardó.

El fuego había disminuido. Ayrys lo reavivó, alimentándolo hábilmente con ramitas y hierba, aprovechando al máximo cada trozo. Había una pila de leña vieja junto a otra de hierba alta, como puntas de tenedor, que inexplicablemente crecía en algunos lugares de la sabana y no en otros. Un buen encendedor de fuego, pensó burlonamente; todos los sopladores de vidrio eran buenos encendedores de fuego. Era la primera cosa que había hecho bien en su exilio de Delysia, lleno de traspiés.

Cuando el fuego llameó otra vez, Ayrys se sentó en cuclillas y se quedó contemplándolo. La luz del fuego se deslizaba sobre las curvas de la botella azul. En la tierra oscura susurraba la hierba; olía a zarza y algún olor penetrante que Ayrys no podía identificar. Detrás de la sabana se extendía más sabana, siempre en pendiente hacia abajo, hasta que en alguna parte tres días detrás de ella yacía el amplio valle que se deslizaba hacia el mar. Y Delysia. Y Jela. Y delante, más alto en las montañas…

Algo con cuatro alas y una enorme cabeza que se movía arriba y abajo voló a un brazo sobre su cabeza. A lo lejos un kreedog, merodeador nocturno, aullaba a la fría luna.

Un sonido como el castañeteo de mandíbulas, y luego un grito.

Ayrys se revolvió en su manta. Durante unos momentos angustiosos, no totalmente despierta, no supo dónde estaba. El grito se elevó de nuevo, hubo un blanco resplandor en las tinieblas, justo más allá del borde rocoso, y Ayrys se incorporó y saltó hacia delante. A mitad de camino del kemburi, su mente, viniendo desde lejos, alcanzó sus músculos. El grito no había sonado en el punto extremo del miedo; era otra cosa.

El kemburi, escondido en la hierba cuya altura llegaba hasta el pecho, había sentido el calor y había abierto sus deteriorados vástagos. Una mujer luchaba, rodeada por espirales gris-verdoso cerca del borde rocoso.

La mujer cortó la planta con un cuchillo y lanzó un nuevo grito, tan agudo como para herir los tímpanos y con suficiente entusiasmo como para detener bruscamente a Ayrys, incrédula: ¡la mujer disfrutaba luchando contra el kemburi! Dos gruesos y esponjosos vástagos agarraban su pierna izquierda, mientras otros se arrastraban hacia ella. Debido a la noche fría, el grueso kemburi se movía lentamente mientras se trasladaba hacia el calor del cuerpo de la mujer. No se movería a tiempo; la presa ya había cortado un vástago y comenzaba con el otro con golpes precisos, como los de un guerrero.

Guerrera… era una hermana-guerrera jelita.

Ayrys apretó el puño sobre el cuchillo que había agarrado, sin mirar, medio dormida aún. Pero su semiinconsciencia la había traicionado; lo que tenía en la mano no era el cuchillo sino la botella de vidrio azul.

Una fiera cuchillada cortó el segundo vástago. La ballesta de la jelita colgaba inútilmente en su espalda, pero no la necesitaba para ganar la pelea. Con el mismo movimiento con que cortó y se desprendió del segundo vástago, la mujer se volvió hacia Ayrys, girando su cabeza hacia la luz de la luna. Era jelita y sonreía, con una sonrisa de dientes blancos y desnudos. Dio un paso adelante.

—Delysiana —dijo suavemente—. Ahora tú, delysiana. Ahora tú.

Algo se rompió en Ayrys. Delysiana… iba a morir por ser delysiana, justo después de que Delysia la hubiera repudiado, apartado de su hija, desterrado para morir en la sabana. Era demasiado; los últimos tres días habían sido demasiado, un equilibrio destrozado salvajemente, y todo lo que ella pensaba que sabía sobre la ciudad que la había criado, había estallado en fragmentos. Hereje, traidora, amenaza para la mente de los niños delysianos, incluyendo a su propia hija… y ahora iba a morir por ser una delysiana. ¡Ella! Perdió la razón, y Ayrys cubrió su cara con las manos y se echó a reír. De su vientre y su garganta surgieron grandes accesos de risa, chillidos y aullidos. Ahora tú, delysiana. ¡Delysiana!

La mujer jelita frunció el ceño, titubeó. Era evidente que no era ésta la reacción que había esperado. En el momento de vacilación, el segundo kemburi atacó. Estaba río arriba desde el principio, escondido en la hierba; la lucha de la jelita había movido su cuerpo caliente hacia él. Dos vástagos gruesos como muñecas se cerraron alrededor de su muslo, luego otro y después otro. La mujer miró hacia Ayrys, no hacia el kemburi, y quedó en mala posición para luchar. Pero tenía unos reflejos magníficos. Se volvió al instante y comenzó a dar cuchilladas, deteniendo los vástagos que alcanzaban el brazo que sostenía el cuchillo, y lanzando su grito de guerra como si también fuera un arma.

Ayrys, repelida por su propia risa salvaje —si continúo así voy a enloquecer, pensó— y por la lucha, retrocedió hacia el segundo borde rocoso.

La jelita lanzaba cuchilladas y gritaba. Cortó dos vástagos de su pierna derecha, mientras otro se enroscaba en su tobillo izquierdo. Para cortarlo tendría que inclinarse, lo cual pondría el brazo con el que golpeaba demasiado cerca de los vástagos que se retorcían en la hierba. En lugar de ello, empleó toda su fuerza en una acometida hacia atrás, esquivando el vástago para debilitar su apretón, tratando de pasar a la llanura y sobre el saliente. Pero calculó mal. Mientras su atención había estado en Ayrys, el primer kemburi, elevado aún más por el calor del cuerpo, se había movido hacia ella y su acometida hacia atrás la puso una vez más a su alcance. Una maciza espiral de cabellos grises, repentinamente plateados a la luz de la luna, envolvió sus caderas.

La jelita cesó de luchar. Su cara, inclinada hacia la luz, quedó grabada en blanco, con cada línea tan pura y dura como el vidrio. Pero al momento ya estaba luchando de nuevo, sorteando más vástagos, acuchillando con fuerza y precisión, con sus soberbios reflejos, manteniendo a un mismo tiempo el brazo que golpeaba y el rostro protegido de los vástagos que buscaban su calor. Tras un momento, Ayrys había reconocido el shock vidrioso de aquel instante —esto no puede ocurrirme a mí, pensó— en su propio vientre y en la espina dorsal. Náusea, frío, la ráfaga rápida y oscura de desfallecimiento… pero no, ésa había sido su situación tres días atrás; ahora se trataba de otra. Pero en el momento en que su mente adormecida separó los dos instantes, su brazo había oscilado, como no se había atrevido a hacerlo girar tres días antes, para lanzar su cuchillo contra sus atacantes.

El vidrio azul rodó desde su brazo hacia el kemburi.

La botella, estrecha a la altura del tapón y ancha en la base, describió un arco irregular, golpeó una roca y explotó en fragmentos azules desprendiendo un líquido claro. El agudo olor del ácido llenó el aire. El kemburi gritó, con una nota que no era animal; sopló hacia afuera unos gases sobre el ardiente ácido y liberó a la jelita. Ésta saltó sobre el estante rocoso, cogió a Ayrys por la cintura y rodó con ella hacia el río, fuera del alcance del kemburi agonizante que enviaba vástagos que azotaban y se retorcían en todas direcciones. El kemburi gritó de nuevo y después de liberarse de tanto ácido como pudo atrajo sus vástagos hacia su masa central. En pocos minutos se había desvanecido en la hierba.

Un cuello de botella de vidrio azul rodó sobre el lecho rocoso.

Ayrys yacía adormecida. La jelita saltó hacia un lado. Cuando Ayrys finalmente se sentó, observando la umbrosa línea donde la llanura se encontraba con la roca, la jelita se quedó al otro lado del fuego, con el cuchillo de Ayrys en la mano. Miró el arma con incredulidad. Cuando alzó los ojos hacia Ayrys, la incredulidad aún brillaba en ellos, y de pronto Ayrys se dio cuenta de lo joven que era.

—¡Es un cuchillo de talla!

Ayrys no dijo nada.

—Un cuchillo de talla, delysiana. ¿Qué esperabas hacer con un cuchillo como éste?

Su carcajada, horrible como un alarido y amarga como bilis, penetró de nuevo en la mente de Ayrys.

—¡Te he preguntado qué esperabas hacer con un cuchillo de tallar!

—Tallar —dijo Ayrys, y rechazó la horrible risa, resistiendo el impulso de taparse los oídos con las manos. La botella había sido disparada sólo un diezciclo antes: la pequeña mano de Embry, tirando excitadamente de la refrescante cubeta, rastreando la curva de áspero vidrio azul con un satisfecho dedo sucio, alardeando del infantil diseño ante las otras mujeres en el patio de vidrio. Y ella, Ayrys, había hecho pedazos la botella de Embry. Por un pánico estúpido y en beneficio de una hermana guerrera jelita que, ahora Ayrys lo veía, estaba confundiendo la amarga burla que Ayrys hacía de sí misma con valentía.

A través del fuego, las dos mujeres se observaron mutuamente.

La jelita era mucho más joven. De hecho era poco más que una muchacha; sus aptitudes como guerrera debían ser formidables dado que ya usaba el tebl bordado.

Era hermosa. Suaves trenzas negras se enroscaban en un nudo de guerrera en la parte de atrás de su cabeza; cuello largo y delgado; oscuros ojos jelitas, y la vitalidad natural de un atleta soberbio, magníficamente entrenado.

—¿Qué le arrojaste al kemburi? —preguntó.

Ayrys miró hacia la sabana. El cuello azul de botella, aún con el tapón, yacía en el borde de la piedra. Se acercó a él, lo levantó y le dio vueltas una y otra vez en sus manos. Unas gotas de ácido le quemaron los dedos.

—Te he preguntado qué contenía la botella…

—Ácido. Para mezclar con la pintura de cobre —dijo Ayrys; apenas se oyó a sí misma—. Le da mayor fluidez a la pintura, y un mejor mordiente en el vidrio.

—¿Eres una fabricante de vidrio?

—Lo era. —Ayrys levantó la vista ante el tono de desprecio de la jelita—. Afortunadamente para ti. El ácido quema las plantas tanto como los dedos.

La muchacha se sonrojó de irritación y se acercó a Ayrys, que agarraba el cuello de la botella con la mano.

—Ten cuidado —dijo Ayrys—. Ahora estoy armada.

—¿Con eso? ¿Contra mí? —dijo la jelita, ultrajada—. ¡Siéntate!

Ayrys se sentó. La muchacha se puso en cuclillas cerca, apoyada ligeramente sobre los talones, irradiando calor como el de un horno.

—Delysiana. ¿Por qué has salvado mi vida?

Ayrys, ¿por qué pones en peligro la vida de tu hija? El tono era el mismo: el círculo de hombres acusadores, los padres de la ciudad de Delysia, de pie en la brillante luz multicolor procedente de las ventanas del consejo, que la propia madre de Ayrys había pintado alguna vez, y la hermana guerrera jelita, en cuclillas en la roca oscura y fría. El mismo tono. La triste carcajada lanzada contra ella de nuevo, y Ayrys casi se abrió a ella, cedió, dejó que se escapara su razón, y con ella muy probablemente su vida. ¿Importaba si ella moría a manos de esta muchacha, o por el río y la intemperie en la sabana? Que venga la risa. Pero no vino, sencillamente. Al parecer, estaba eligiendo vivir.

—¿Tiene importancia el por qué salvé tu vida? Lo hice.

Los negros ojos de la muchacha chispeaban, esperando.

—Te salvé la vida. Ahora estamos en el mismo plano de honor.

La muchacha farfulló sobre lo que, para una jelita, parecía blasfemia. ¿Cómo ella, Ayrys, se había vuelto tan hábil para blasfemar? ¿Ella?

—¡El código guerrero no se extiende a los delysianos! —dijo la jelita.

—¿No? Bien, entonces no es un verdadero código de honor.

—¿Una delysiana habla de honor? —La muchacha escupió dramáticamente (y un poco ridículamente) en el fuego. Una brasa echó humo.

—Nuestras ciudades no están en guerra en este momento. Por tanto, estamos en el mismo bando. Lo que es dado libremente, debe ser devuelto libremente.

La jelita la observó, minuciosamente. Ayrys se imaginó viéndose con los ojos de la muchacha: una ciudadana, ni siquiera una soldado; sucia a pesar del helado río; Delysia y Jela en guerra tres años atrás, inquietos aliados este año, ambiente de guerra de nuevo para el año próximo. Y contra eso, sólo la juvenil confianza de la muchacha en las exageradas simplicidades del honor de un guerrero. Ella no lo haría. Encontraría más fácil matar a Ayrys y librarse de ella.

Los dedos de Ayrys se apretaron sobre el cuello de la botella de Embry.

La muchacha juró, con un vivido torrente de maldiciones de guerrero, y luego habló como si las palabras fueran carroña en su boca.

—¿Tú reclamas el plano de honor?

—Te he salvado la vida.

—¡No has dicho por qué!

—El honor no requiere que diga por qué.

—¡Tú sabes demasiado sobre guerreros, delysiana!

Ella iba a hacerlo; iba a reconocer la petición de honor. Hasta que Ayrys no se sintió segura, ella no percibió su propio temor, y luego fue una cosa que se arrastraba, viscosa, en la parte de atrás de su garganta. Si no hubiera arrojado la botella, si su taller de vidrio no hubiera comerciado lo suficiente con Jela como para aprender las retorcidas ideas del honor de sus guerreros, si la jelita hubiera sido más vieja, o hubiera sido varón…

—«Estamos en el mismo plano» —gruñó la muchacha con odio en cada palabra del juramento formal—, «consagra…» ¡Levántate, ramera delysiana! «Estamos en el mismo plano, consagradas al honor de la vida misma. Lo que se da libremente, debe ser libremente devuelto. Nadie salvo los niños puede aceptar como un derecho la fuerza de otros sin devolución, no sea que debilite su propia fuerza y se convierta en lisiado en vida. Nadie puede decidir ofrecer su propia fuerza como negocio, no sea que ponga la vida al servicio del barro. Lo que se da libremente, deber ser libremente devuelto.»

—¡Ahora dime cuál es tu devolución, kreedog, lamedora de excrementos!

Ayrys pensó rápidamente.

—Tu protección por un ciclo de viaje. Esta tresnoche y el siguiente tresdía. Entonces la petición de honor habrá sido cumplimentada.

La jelita frunció el ceño. Era libre de rechazar la oferta; el juramento la obligaba a salvar sólo una vez la vida de Ayrys, como ésta había salvado la suya. Pero eso significaba que estaría sometida a la deuda de honor hasta que surgiera una ocasión semejante, y lisa y llanamente odiaba la idea.

Ayrys había aprendido, del furtivo comercio entre las ciudades, que ninguna guerra efectiva detenía las ofertas alternativas de los guerreros para satisfacer las reclamaciones de honor. Sin éstas, las idas y venidas de lealtades por las diversas reclamaciones de honor se habrían convertido en una trama demasiado densa e imposible de desenredar. Ayrys nunca había oído de un guerrero jelita que no hubiera satisfecho una reclamación de honor. Antes moría, o quizás era matado por su propia clase, fiera e inflexiblemente. Era así, e incluso sus propios ciudadanos, no considerados lo suficientemente buenos como para ser comparados con cualquier guerrero, lo habían sabido. «Jela por lealtad, Delysia por traición», era un proverbio jelita citado incluso en la propia Delysia. Ayrys pensó en el consejo de la ciudad, y torció el gesto.

—Acepto tu devolución —dijo la muchacha amargamente—. ¿Adónde viajas?

—Al Muro Gris.

—¿Por qué? —La jelita alzó la barbilla.

—Eso no quiero decírtelo.

La muchacha frunció el ceño.

—Como quieras. Pero no creas que ellos te llevarán a ti detrás del Muro Gris.

Ayrys se la quedó mirando y dijo lentamente:

—Tú también vas allí. Al Muro.

—Ellos sólo aceptan guerreros y soldados, delysiana.

Ayrys no había oído decir eso. Rumor, contrarrumor, negación. Delysia hervía de historias contradictorias sobre el Muro Gris, mezcladas y ambientadas con historias de conflictos de otra guerra con Jela. A los delysianos no les gustaba dejar la ciudad para verificar los rumores; podía hacerse mejor uso de ellos no verificándolos. Pero Ayrys no había oído decir que sólo los guerreros y soldados eran admitidos detrás del Muro Gris. Si eso fuera cierto…

Si fuera cierto, ella no tendría ningún lugar adonde ir.

—No me importa dónde elijas ser rechazada —dijo la jelita—. La devolución ha sido aceptada. Mi protección perdurará hasta que alcancemos el Muro Gris. No llevará un ciclo completo. Sólo un débil ciudadano delysiano pensaría así. Durmamos ahora y viajemos a través de Oscurodía, o tanto como puedas soportar, y alcancemos el Muro hacia Primeramañana. O durante Sueñoliviano a más tardar. Pero yo no descanso junto a fogatas que atraen alguna escoria de la sabana; yo no hago campamentos con rameras. Te protegeré, delysiana, pero tú duerme y camina sola. Si me necesitas, llámame.

—Espera. ¿Cómo te llamaré? ¿Cuál es tu nombre?

—Jehane. ¿Qué otras armas llevas en tu bolso?

—Ninguna.

—¿Desarmada y sola en la sabana? —Jehane resopló.

—¡Sí!

—Entonces ¿por qué una negativa tan ruidosa? Necesito un cuchillo mejor que éste.

Cogió el bolso de Ayrys. Ayrys no podía hacer nada. No podía alcanzar el bolso antes que ella, no podía… ¿Qué? ¿Arrojarlo al río antes de que la hermana-guerrera lo abriera? Observaba impotente cómo Jehane buscaba el arma que no estaba allí, y vio su mano cerrarse y sacar un objeto a la luz de la luna. La jelita jadeó.

Era una escultura de vidrio, una hélice doble, mitad azul y mitad roja, las dos espirales unidas por una escala curva cuyos peldaños, no espaciados uniformemente pero que mostraban una estructura propia, estaban matizados desde el azul hasta el índigo, pasando por el púrpura, el magenta y el rojo. La luz de la luna destellaba de forma opaca sobre el pesado vidrio. Contra esa luz acuosa, la hélice brillaba con justa precisión, las curvas equilibradas por líneas rectas, la atracción en la mano sutilmente compensada por alguna misteriosa fuerza en la mente. Como si se tratara de un modelo vislumbrado pero no comprendido. El vidrio no tenía defectos, pero algunas marcas o reflejos cambiaban entre las paredes de ambas espirales y las hacían parecer más que vidrios, como si su curva y el aliento que los había soplado fuera de quien lo sostenía y no del fabricante de vidrio.

Jehane, estupefacta, miró a Ayrys a través del fuego.

—¿Tú te atreviste a hacer… tú…?

El consejo de la ciudad le había hecho la misma pregunta y con el mismo tono ultrajante.

—Sí —dijo Ayrys.

—¿Tú…? ¿Una delysiana?

—Sí. —Ayrys cerró los ojos.

—¿Por qué?

—Porque es hermoso.

—¡Hermoso! Es el emblema del rango de un guerrero-sacerdote jelita. ¿Sabías eso? ¿Lo sabías cuando lo moldeaste?

—No está moldeado. El vidrio está soplado.

—¡Soplado! ¿Pones la boca…?

Ésa era la expresión que había utilizado el consejo. Estúpidos, eran todos unos estúpidos. ¿Cómo podía la gente ser tan estúpida?

Esa estupidez le había hecho perder a Embry.

—¿Tú te atreviste a…? —dijo Jehane, y se detuvo sofocada por su propia violencia. Había apretado el puño sobre el cuchillo de tallar de Ayrys. Ésta vio el rostro asesino de la muchacha reflejado una y otra vez en las curvadas secciones de vidrio; distorsión sobre distorsión.

—Delysia y Jela no están en guerra. ¡Qué importan los emblemas que hacen los artesanos!

—Estaremos en guerra de nuevo. Tan pronto como tu ciudad rompa la alianza.

Probablemente era cierto. Siempre lo había sido hasta entonces. La tierra fértil a lo largo de la costa, compartida por ambas ciudades, no era suficiente para mantener a las dos, y sembrar en el terreno más alto de la sabana era más complicado que conseguir que Jela tuviera menos bocas que alimentar. Cosechas, caza, pesca, madera… Jela por lealtad, Delysia por traición.

—Yo hice la hélice —dijo Ayrys deliberadamente—, porque es hermosa. Y porque sabía cómo hacerla. Y porque si la leyenda que cuentan vuestros sacerdotes fuera cierta…

—¿Cómo sabes qué leyenda cuentan nuestros sacerdotes?

—Si fuera cierta, si Jela y Delysia fueron construidas por gente que escapó en el mismo barco de la Isla de los Muertos, entonces tu descendencia y mi hija compartirían el mismo linaje. Y porque incluso si no lo hacen, y si las ciudades son enemigas hasta el fin de los tiempos, ninguna ciudad puede poseer una forma hecha de materia y aire. Es una forma, Jehane… mírala. Una forma de vidrio. No el objeto de temor y respeto que tú haces de ello, sólo una forma…

—¡Basta! —gritó la muchacha. Arrojó con todas sus fuerzas la doble hélice al suelo y aplastó los fragmentos con el tacón de su bota, metal envuelto en cuero. El vidrio se hizo pedazos. Jehane siguió triturándolo con el tacón hasta que la escultura se convirtió en una mancha de polvo sobre la piedra—. Yo duermo muy alerta. No trates de deslizarte hasta mí, delysiana; tengo el sueño liviano. —Y sin mirar hacia abajo, se fue taconeando hacia la oscuridad.

Ayrys se arrodilló y tocó el polvo de vidrio con un dedo. Se le pegaron algunos fragmentos. Cerró los ojos y arrastró el dedo sobre la piedra, presionando tan fuerte como pudo. Cuando abrió los ojos, la sangre manchaba la roca y su dedo estaba impregnado de vidrio. Entonces restregó otro dedo por el vidrio y luego otro.

Cuando forzó el pulgar en el vidrio, sintió un dolor tan agudo a lo largo del brazo que por un momento ni siquiera pudo ver.

Durante un buen rato se agazapó en la roca, con la cabeza inclinada por el dolor. Cuando se hubo calmado un poco, se levantó y hundió la mano en el río, manteniéndola así hasta que el frío la estremeció totalmente.

Con la mano izquierda reavivó el fuego y se echó encima su albornoz; la mano derecha perdió la sensación fría del agua y comenzó a dolerle atrozmente. Ayrys se acostó sobre una dura piedra. Con el dolor de la mente así disminuido por el dolor de la carne, y por primera vez desde que había sido empujada, encapuchada y pateada —y sin Embry— a través de la puerta este de Delysia, pudo dormir sin sueños.

3

La mujer delysiana durmió durante toda la Primeranoche. No se despertó para encender el fuego ni para olfatear el aire, pensó Jehane con disgusto. Desde el momento en que la perezosa se enrolló en su manta hasta que Jehane le dio puntapiés para despertarla, yacía como una piedra, ciega como una piedra ante el kreedog que baboseaba allí cerca, o la nueva altura del creciente río.

¿Eran todos los delysianos como ella? No podía ser, pensó, o en la última guerra —en la que Jehane no había luchado porque era demasiado joven— Jela no habría sido forzada a concertar una alianza en lugar de obtener la victoria. Algunos delysianos debían de ser hábiles guerreros. Pero por supuesto esta delysiana era escoria, un insulto, una ciudadana proscrita por su propio pueblo. Un guerrero jelita, en posición tan inconcebible, se habría suicidado. Orgullo; los delysianos no tenían orgullo. Y pensar que ella, Jehane, se había impuesto proteger a una cosa sí… Una exiliada, una sopladora de vidrio, una perezosa de músculos inflados en celo, que roncaba en la llanura abierta desde Primeranoche hasta Oscurodía, y que hubiera continuado roncando a través de Oscurodía si Jehane no la hubiera despertado.

Jehane había pasado las largas horas de Primeranoche en cuatro sueños livianos. Durante ellos había expulsado al kreedog, había mantenido una red protectora sobre un gran semicírculo de espaldas al río, había recuperado su cuchillo junto al kemburi, ahora prácticamente cerrado por sus propios jugos preservadores del calor, y tan inofensivo. Había probado las armas —cuchillo y ballesta— y tensado los músculos uno contra otro en un ejercicio de guerrero sin movimiento. La actividad periódica mantenía su cuerpo flexible contra el frío, mientras Qom daba su lenta vuelta lejos del Sol. Con un disciplinado horario de guerrero, se levantó del último sueño en el mismo momento en que las brillantes estrellas gemelas del Marcador se alzaban sobre el horizonte y señalaban el comienzo de Oscurodía. Jehane se salpicó la cara y las manos en el río helado, esparció todas las señales de su campamento, y fue a despertar a la perezosa delysiana.

¡Puag, qué mal olía! Jehane no recordaba haber oído que las mujeres delysianas no se bañaran, pero al parecer ésta no lo había hecho en muchos días. Estaba profundamente dormida, con un olor como para atraer a todos los kreedogs de la sabana. Si Jehane no hubiera pensado, la cosa se ahogaría, ella la habría arrojado al río antes del desayuno.

—Delysiana, despierta. Es Oscurodía.

No hubo respuesta. Un enemigo podía haber cortado las piernas de esta mujer sin que ella se diera cuenta.

—¡Levántate! —Jehane le dio un puntapié nada cordial.

La mujer gimió suavemente, se sentó, y parpadeó como si la luz de las estrellas y de las dos lunas fuera la del brillante día. Su rostro estaba blanco y sus movimientos eran rígidos. Jehane estaba en lo cierto: era una perezosa con la estupidez de una perezosa. Jehane había tenido horas para pensar durante la noche anterior. Era posible que la delysiana le hubiera salvado la vida no en combate sino por estupidez. ¿Por qué otra razón destruiría la botella de ácido que necesitaba para mantener su miserable vida ciudadana? Estupidez, y además olía mal.

Entonces Ayrys arrojó lejos su manta y Jehane vio la palma de su mano.

—¿Qué te ha ocurrido en la mano?

—Me he cortado —dijo la mujer.

—¿Te has cortado? ¿En los cinco dedos? ¡Parece carne molida! —La perezosa no dijo nada. Jehane continuó—: Eso te lo has hecho tú. Te has destrozado la mano. El pulgar…

—¿Y a ti qué te importa?

—Destrózate lo que quieras —dijo Jehane con desprecio. Loca… La mujer no sólo era estúpida, sino también una loca. Jehane estaba en el plano de honor con una mujer loca, indefensa y estúpida, que ni siquiera tenía un respeto animal por su propio cuerpo, y Jehane se había impuesto proteger a este kreedog todo el camino hasta el Muro Gris en lo que se suponía era su Primera Prueba, la primera de Jehane. Todo ello tenía un sabor amargo.

—Come y prepárate para la marcha.

La delysiana desenvolvió alimentos de su bolso. No parecía que fuera a lavarse antes del desayuno. El aire frío, el aire particularmente frío de un Oscurodía, revolvió su cabello. La mujer tembló violentamente. En su desgreñado cabello había una especie de polvo, que probablemente se usaba en la fabricación de vidrio. Contempló su alimento.

—No puedo comerlo. ¿Quieres un poco?

Sorprendida, Jehane echó un vistazo a los recipientes. Torta de grano, frutos frescos de daha, pescado salado… alimentos ridículamente empaquetados para un viaje por la sabana; pero la delysiana era demasiado estúpida como para haber pensado en ello. Jehane sólo llevaba fruta fresca y carne. La torta de grano estaba adornada en rojo. A veces los delysianos ponían azúcar en sus tortas de grano. La boca de Jehane se llenó de líquido dulce.

—Puedes comerla. Yo no puedo.

—Eso es estúpido. Incluso tendrás menos fuerza para marchar de la que ahora tienes.

—Ya me las arreglaré.

—Marcharemos todo el Oscurodía. No podrás dormir como una piedra.

—Ya dije que me las arreglaré. Y el Muro Gris no se va a ninguna parte. Ha estado allí cerca de un año; aún estará allí aunque lleguemos un día más tarde.

Jehane frunció la boca. Temblando, herida, con el blanco rostro fijado en esa apariencia cerrada, esforzada… no duraría todo el Oscurodía.

—Come un poco de torta de grano, Jehane.

—No quiero comer nada, delysiana. Y si tienes un desfallecimiento mientras marchamos, te abandonaré. Ni siquiera el plano de honor exige que te proteja de ti misma.

—No voy a desmayarme —dijo la mujer, y sonrió tan burlonamente que Jehane se sobresaltó. ¿Qué había en la advertencia como para que la perezosa tuviera ese aspecto? Nadie podía entender la mente de los delysianos… eran demasiado tortuosos. Por lo menos ella, Jehane, no caminaría demasiado cerca para no tener que olería. ¡Puag!

Las dos mujeres se mantuvieron cerca del río, cortando a través de la llanura sólo cuando las orillas se volvían demasiado empinadas o con mucha vegetación como para viajar por ellas, o cuando Jehane decidía tomar un camino más directo en lugar de dar una gran vuelta por el río. En la fría noche, la sabana se extendía tranquila y viva, con arbustos espinosos, kemburi, y la fresca y espinosa daha, todas formas oscuras, inmóviles, delineadas por la luz de la luna. La vida animal permanecía mayormente invisible, excepto por algún crujido de hierbas o algún grito distante. Cuando llegaron a un katl, esa extraña y simétrica masa de hierba dura que crecía en líneas rectas de roca cristalina pero que bebía en el agua y la luz y que ni siquiera los sacerdotes-guerreros podían decir si era planta o mineral, Jehane se apartó.

Delante, oscuras montañas cortaban el horizonte a través de la mitad estrellada del cielo, borrando parte de la Cimitarra, el borde de la Onda del Signo. Kufa brillaba en rojo opaco y casi sólo en su parte del cielo. Entre las orillas, el agua negra del río corría y murmuraba, hasta que en un remanso tranquilo e inesperado brillaba como un vidrio oscuro reflejando las plateadas luces gemelas del Marcador.

Jehane no mantenía una posición fija. A veces viajaba delante de Ayrys, a veces detrás; y otras a su lado, con Ayrys entre ella y el río. De pronto se materializó al lado de Ayrys y soltó su ballesta. Un sólido golpe, un alarido de dolor y algo corrió aullando a través de la hierba.

Kreedog —sonrió Jehane.

La delysiana se limitó a contemplarla con ojos grandes y exhaustos. Estaba tan mal como había temido Jehane. Aplastó kif verde, liberó su olor nocivo y avanzó con esfuerzo, la cabeza baja, y tropezando a lo largo de la piedra. No vio el kreedog dispuesto a atacarla hasta después de que Jehane le hubo disparado. Eso fue un salvamento de la vida de la perezosa; eso la habría librado del plano de honor, si no hubiera jurado proteger a la carroña de flojos músculos durante todo el camino hasta el Muro Gris. ¡Puag!

Cuando el Marcador estaba cerca de la mitad de camino hacia el cielo, Jehane se paró de nuevo al lado de Ayrys.

—Ahora descansamos.

—¿Ahora? —Ayrys habló torpemente, tambaleándose, exhausta.

—Ahora. Si necesitas dormir de nuevo hazlo ahora mientras tus músculos están calientes… o tan calientes como tú puedes conseguirlo. Si te duermes más tarde, te congelarás. Y come algo.

La delysiana no se movió. Jehane vio que no hacía ningún caso de sus palabras; la perezosa estaba demasiado agotada por la caminata como para prestar atención. Encendió un fuego mientras iba maldiciendo —había esperado que no tendría que encender ninguno—, empujó a la delysiana frente a él, y abrió el bolso con un tirón.

—Esa torta de granos… ¡Cómetela!

Ayrys se puso a comer. Antes de que hubiera terminado ya estaba dormida. Jehane la envolvió con el albornoz. Ella, Jehane, podría haber sobrevivido sin él, si hubiera tenido que hacerlo. Los maestros enseñaban que eso era lo que distinguía a los guerreros, lo poco que necesitaban para sobrevivir. La perezosa no hubiera podido comprenderlo.

Jehane terminó de comer, se sentó con la espalda apoyada en un árbol y se mantuvo vigilante. Era la hora más oscura de Qom, en mitad del Oscurodía, pero no la más fría. Los maestros habían tratado de enseñar a Jehane, que no había sido una alumna rápida, cómo todo lo que Qom giraba alrededor de sí mismo. Con dificultad, y sólo porque de otro modo habría sido golpeada, Jehane había aprendido la extraña idea de Qom rotando y el Sol manteniéndose inmóvil. Luego los maestros le habían transmitido la idea aún más extraña de que esta rotación producía un ciclo: dieciséis horas para Primeramañana, cuatro para Sueñoliviano, dieciséis para Oscurodía y diez para Terceranoche.

Pero ese conocimiento era esencialmente inútil; los ciclos pasaban tanto si uno los comprendía como si no, de modo que no importaba por qué si no hubiera sido suficiente para responder a la pregunta original que ella había formulado alguna vez. Si el frío viene porque Qom no está frente al Sol —preguntaba de niña Jehane— y si Oscurodía vuelve la cara lejos la mayor parte del tiempo, ¿por qué entonces es Terceranoche y no Oscurodía la más fría? Los maestros no lo sabían. Era así como era, dijeron. Tales palabras habían sido exactamente la idea de Jehane sobre el asunto de la rotación, y después de eso ella dejó de darle vueltas a las inútiles explicaciones de los maestros y en lugar de ello aceptó sus golpes.

Aún tenía la marca de los azotes en el dorso de las piernas. Los había aceptado sin resentimiento pero con un cierto desprecio. A los maestros que enseñaban el uso de las armas los obedecía escrupulosamente, eso podía salvarle la vida en una batalla. Pero desperdiciar toda la vida después del aprendizaje con esta cosa sin sangre… Era mejor emparejar con un hermano-guerrero y ser madre de guerreros, o convertirse en una diseñadora de armas que, a diferencia de toda esa chatarra sobre rotación, por lo menos podían tocarse.

Los exploradores de Jelita habían dicho que el Muro Gris no podía tocarse.

Jehane se enfurruñaba en la oscuridad. Eso no tenía sentido… ¿Cómo un muro no iba a poder ser tocado? Un muro era un muro, sólido. De lo contrario no mantendría nada afuera, o nada adentro. Pero los exploradores jelitas no eran delysianos; ellos no mentían.

Esa pregunta condujo a las restantes sobre el Muro, a todas las suposiciones y conjeturas, basadas en los informes insuficientes de los exploradores. ¿Qué pasaría si todas las conjeturas fueran ciertas? No importaba si eran ciertas o no; lo que importaba era que allí había nuevas armas, que podrían equipar a Jela como nunca hasta entonces. Armas y peligro. En ese punto todos los informes coincidían.

Jehane rechazó la confusión sobre el Muro. Era mejor pensar en alcanzarlo primero. No podía permitir que la delysiana durmiera mucho más —sólo una perezosa necesitaría dormir en mitad de Oscurodía, después de dormir diez horas en Primeranoche— o se congelaría. El Marcador ascendió en el cielo titilante. Sin embargo, era mejor que ella durmiera ahora que en el frío más intenso de Terceranoche.

La última vez que Jehane había pasado un ciclo en la sabana estaba en entrenamiento, y sus hermanas que no estaban de guardia, dormían cerca de ella por el calor. Ahora Jamisu se había incorporado a un nuevo círculo. Y ¿qué hacían ahora Nahid y Aisha? La bonita Aisha…

Jehane apartó también esa confusión. Su tarea era alcanzar el Muro Gris y entrar en él. De eso se trataba.

En Terceranoche el frío penetraba hasta los huesos. Venían nubes desde las tierras bajas. Las nubes más tempranas, en Ultimaluz, hubieran caldeado la Tresnoche, pero ahora sólo oscurecían las estrellas. La tierra se tornó más silvestre, salpicada con hondonadas y crestones de roca, mientras la sabana se elevaba hacia la montaña del interior. El frío, la oscuridad y el terreno hacían imposible el viaje.

—Haremos un fuego —dijo Jehane.

Ayrys permaneció en silencio; debajo de la capucha de su albornoz, sus dientes castañeteaban demasiado violentamente como para articular palabras.

Jehane no permitiría que durmieran. Calentó agua sobre el fuego, agua del río que les quemó las manos por el frío cuando las sumergieron en él, y las gargantas por el calor cuando se forzaron a bebería. El agua las hacía orinar; una angustiosa exposición al frío. De tanto en tanto Jehane obligaba bruscamente a Ayrys a detenerse y a comer. Ayrys respiraba con dificultad; las grandes bocanadas de aire le producían dolor en los pulmones y hacían sonar sus huesos.

Los kreedogs aullaban más cerca. Jehane encendió el fuego, manteniendo una mano sobre la ballesta. Cuando Jehane le hizo comer, Ayrys empujó silenciosamente la torta de granos hacia ella. Jehane la ignoró.

—P-p-pago —dijo Ayrys—. C-considéralo un pago.

—El pago es para c-com-compradores y vendedores. —Jehane hizo una mueca despectiva.

—¿Y qué otra cosa somos nosotras?

La mano de Jehane se había apretado sobre la ballesta.

—Como digas eso otra vez, delysiana, te m-m-mataré. La protección de un guerrero no se com-compra. Salvo quizás en Delysia, d-d-donde todo está a la venta.

—N-no to-todo —dijo Ayrys. Se cubrió la cara con las manos y se sacudió con lo que a Jehane le pareció algo más de su horripilante risa.

Loca. La perezosa estaba loca.

Pese a que podía andar, Jehane ya no sentía ni los pies dentro de las botas de cuero. Ahora el cielo del oeste se había aclarado. Los Marcadores habían pasado el cénit hacía mucho tiempo, tal vez varios días. Pero el Marcador aún no se hallaba lo bastante lejos en el cielo como para Primeramañana. Jehane nunca los había visto ponerse; Primeramañana siempre los borraba. «¿Puede alguien ver ponerse a un Marcador?», era un proverbio para referirse a la inutilidad en Jela y, según ella había oído, también en Delysia. ¿Cómo podía ser eso? ¿Un proverbio jelita en Delysia? Probablemente los delysianos lo habían robado.

No quería morir congelada junto a una delysiana.

A los kreedogs no les importaría de qué ciudad venía su carroña.

—¡D-d-d-despiértate! —dijo Jehane, dándole una patada. Ayrys lanzó un quejido y se estremeció violentamente. Jehane se puso en pie para obligarle a hacer lo mismo, y sintió el aire contra su mejilla. Esperaba estimularla a través de su propio temblor y castañeteo de dientes. Estaba comenzando a soplar el viento.

Sería duro; siempre lo había sido cuando la noche estaba tranquila. Pero Jehane daba la bienvenida a su crudeza, pues cuando comenzaba a soplar el viento era casi el alba. Deliberadamente, había encendido el fuego en el lado protegido del pedregal. El viento era la última prueba, la lucha final que la sabana podía plantear al estiércol gelatinoso que era responsabilidad de Jehane.

—¡Des-despiértate!

Finalmente las nubes se aligeraban en el este. El Marcador palideció y luego desapareció.

Jehane estaba exultante. Lo había logrado. Había sobrevivido en la sabana sin sus hermanas de entrenamiento; no había perdido a la perezosa delysiana sujeta a su propia debilidad; se había mantenido erguida en el plano del honor.

Y cuando se elevó el sol, su luz se reflejó en el Muro Gris. Quedaban aún algunas horas de marcha; sin embargo, era claramente visible como un enorme rectángulo que brillaba en lo alto de una colina. Quiere ser visto, pensó Jehane con aprobación. ¿Y por qué no? Siempre se mostraba el desafío de un campo de batalla.

—Fíjate en su grosor —dijo la delysiana—. Incluso desde esta distancia.

—Roca natural —dijo Jehane antes de saber que había hablado alto.

—No. No es foca.

—¿Qué otra cosa podría ser sino roca? —preguntó Jehane desdeñosamente.

—Mira cuánta luz refleja, y de qué modo más uniforme. Eso no es roca.

—¿Tienes miedo, delysiana?

—Sí, por supuesto.

La tranquilidad de la respuesta pilló a Jehane desprevenida. Frunció el entrecejo, mirando furtivamente a la distante fortaleza. Su diafragma se tensó; un rápido tirón de músculos y carne. Así decían las viejas historias sobre el aspecto de la Isla de la Muerte; un disolvente montón gris de muerte brillante…

—Si has hablado con tus propios exploradores —continuó la delysiana— debes de saber que no es roca. Incluso en Delysia corre el rumor de que…

—¡Cállate! ¿Ves aquella colina donde se levanta el Muro Gris? Al pie de ella termina mi protección. Termina el plano de honor. Al pie acaba mi protección; lo que te ocurra después de eso, no me concierne.

La delysiana no respondió. Estaba de pie, sucia, temblorosa, con la mano haciendo pantalla sobre los ojos para protegerse del sol en ascenso, estudiando la tierra rocosa entre la ligera elevación donde se habían detenido y el Muro. Jehane había comenzado a descender antes de oír decir a la mujer tranquilamente «A mí tampoco», pero eso era demasiado estúpido. Debía de haber oído mal. Incluso a una delysiana tan estúpida y de tan poco seso como ésta debía preocuparle lo que le ocurría a sí misma. No era posible que tuvieran los delysianos tan poca lealtad consigo mismos.

Ni siquiera aunque olieran tan mal.

4

El Muro Gris estaba más lejos de lo que parecía. Después de cuatro horas en la Primeramañana las mujeres aún no lo habían alcanzado. A Ayrys le dolían los músculos por el ejercicio desacostumbrado, aunque el calor del sol que crecía firmemente los suavizaba. Alrededor de ella, las plantas kemburi se desenroscaban y enviaban vástagos que se arrastraban a través de la llanura, embebiéndose de la luz del sol, y tan inofensivas para caminar sobre ellas como sobre hierba. Las flores silvestres se abrían para su florecimiento de tres días y se tornaban centros ciegos hacia el sol. La fruta de daha, de un púrpura brillante, maduraba rápidamente. El río chisporroteaba a la luz.

—Espera —dijo Ayrys.

—Puedes comer después de que me haya librado de ti. Muévete.

—No quiero comer, quiero bañarme. Dejemos pronto el río. Hay un remanso por allí, cerca de esos árboles, y quiero lavarme antes de que sigamos.

La jelita la contemplaba con sorpresa. ¿Por qué? ¿Bañarse era una idea tan ultrajante? Sólo si no me ahogo, pensó Ayrys. Se quitó la ropa y se zambulló desde uno de los crestones rocosos de la orilla del río. El agua estaba helada y salió jadeando, con los labios morados. Se frotó con jabón que sacó de su bolso. Jabón de lavar ropa, la primera cosa que había cogido al hacer el equipaje que le permitió el consejo, y volvió hacia la orilla.

La jelita estaba de espaldas al río, rígida. Ayrys había oído, quién no, bromas disimuladas sobre las hermanas-guerreras, pero seguramente las amantes de las mujeres no deberían ser tan pudorosas acerca de la desnudez estando delante de otras mujeres. Ayrys se encogió de hombros y levantó sus polainas y el tebl.

Hedían. Se inclinó sobre la orilla, las frotó con el áspero jabón y se las puso para que se secaran al sol mientras caminaba.

El jabón, que estaba hecho con lejía, resultaba lacerante en contacto con su mano herida. Ayrys contempló las entumecidas puntas de sus dedos y los cortes más profundos en la base del pulgar. Posiblemente hubiera fragmentos de vidrio de Embry clavados en la piel.

Primeramañana. ¿Dónde estaría Embry ahora? No en el taller de vidrios convertido en escombros por los soldados del consejo. Había dejado a Embry con Najli, hermana de la fallecida madre de Ayrys. Al margen de lo que pensara Najli sobre la falta de cariño materno, vería que Embry estaba físicamente cuidada. ¿Pero qué haría Najli con la perplejidad de Embry frente a la madre que la había abandonado, o con la vergüenza de Embry? Embry, que no querría llorar porque once años eran demasiados para las lágrimas…

—Caminemos —dijo Ayrys con dureza, pero Jehane ya no estaba allí. No habían alcanzado el lugar donde Jehane había anunciado que terminaría su protección, pero ya se había fundido en el áspero paraje. Ayrys hizo pantalla con la mano sobre los ojos y echó una mirada al Muro, pero no vio a la jelita. Se calzó las botas, cogió el bolso y comenzó a caminar sola.

Después de dar algunos pasos, oyó voces que se acercaban.

Voces de hombres, delante de ella. Miró a su alrededor, pero las voces debían de estar más cerca de lo que ella pensaba, porque avanzaban con rapidez. Se detuvo en un lugar abierto, cerca del margen del río. Antes de que pudiera hallar un lugar para esconderse, los hombres emergieron de entre los árboles que estaban más adelante. Eran dos, con tebles delysianos, aunque tenían la piel casi tan oscura como los jelitas. Cuando vieron a Ayrys, se detuvieron.

—Mira —dijo uno de los hombres. Tenía una barba de varios días y ojos pequeños y agudos en su rostro carnoso—. ¿Estás sola?

—Probablemente no —dijo el otro. Era más pequeño, con manos que se movían con rapidez a sus costados y una nariz que alguna vez había estado rota.

—Mi amante está cazando cerca —dijo Ayrys. Trató de caminar con soltura cerca de ellos, sosteniendo el bolso frente a ella.

—Vamos, Ralshen —dijo el hombre pequeño, echando una mirada temerosa a la sabana.

—Todavía no. Estás mojada, bonita. ¿No resultó fría el agua para esa linda piel?

—¿Estás probando que el Muro no ha disminuido tu coraje, Ralshen? —dijo el otro con acritud.

—¡Cállate! —Sonrió a Ayrys con la sonrisa burlona de un hombre que saborea su mayor fortaleza, su mayor velocidad.

—Soy una delysiana —dijo Ayrys con cautela.

—Y viajas al Muro. Yo te hago un favor si te entretengo. —Ralshen se echó a reír.

—Mi amante volverá pronto de cazar.

—Entonces tendremos que darnos prisa, ¿no? —dijo él suavemente y se lanzó hacia delante. Ayrys le arrojó el bolso y se movió de un lado a otro, pero sin la suficiente rapidez. Ralshen la cogió del brazo y la atrajo hacia sí. Ella le dio patadas con tanta fuerza como pudo, y ambos cayeron al suelo. Ayrys quedó bajo Ralshen, con la boca llena de la barba de él, ahogándose y golpeándolo inútilmente. Su mano derecha se estrelló contra la mandíbula de él y sintió un dolor lacerante en el pulgar. Ralshen se puso a horcajadas sobre ella y sujetó con una mano las de ella al suelo, mientras con la otra rasgaba su tebl mojado desde el cuello hasta la cintura. Tiró la ropa desde la parte de atrás de su cuello con tal fuerza que la hizo gritar. Ralshen la golpeó en la boca con la mano libre y luego le estrujó un pecho.

De pronto todo su cuerpo se estremeció violentamente, su cabeza cayó hacia atrás, con la boca abierta en un grito que brotaba de una garganta sangrienta. Cayó pesadamente sobre Ayrys, con la flecha de Jehane en un lado de su cuello.

—No te muevas —dijo Jehane al otro hombre, que estaba de pie, mirando la ballesta que apuntaba hacia él, preparada con otra flecha.

—No —dijo él—. Yo no iba a tocarla; sólo él.

—¿Quién más está contigo?

—¡Nadie! Sólo estábamos Ralshen y yo. Y yo no iba a tocarla. ¡Tú me habrás oído decirle que nos fuéramos!

—¿Dónde vas?

—A Delysia.

—¿Y de dónde vienes?

—Del Muro Gris.

—¿Tú? ¿Por qué?

Ayrys empujó el cuerpo que tenía encima hacia un lado, se levantó tambaleándose y se cubrió con los brazos. Jehane no le prestó atención.

—¡Te he preguntado por qué te fuiste del Muro Gris!

El hombre titubeó. Sus ojos iban con temeroso asombro de la hermana-guerrera jelita a la delysiana Ayrys, que apretaba su tebl rasgado contra los pechos. Tenía el rostro cubierto de sudor.

—Tuvimos miedo de lo que dijo el Muro —dijo finalmente.

—¿Qué dijo?

El hombre asintió con la cabeza, se pasó la lengua por los labios y trató de sonreír a Jehane, con una horrible mueca de sus labios, como un kreedog azotado. Jehane hizo un gesto de disgusto y preparó la ballesta. El hombre gimió de temor. Jehane apretó la mandíbula y disparó. La flecha penetró en la garganta del hombre; Ayrys dio un grito y se volvió de espaldas para no ver el resto.

—Un delysiano —dijo Jehane detrás de ella—. De tu propia ciudad. Sois peor que los animales.

Ayrys luchó contra la náusea. Oyó su propia voz temblar mientras decía:

—¿Y en Jela nunca hay… nunca hay violaciones?

—No por hermanos-guerreros a ciudadanas jelitas. Tenemos rameras.

—Que alguna vez fueron cautivas delysianas… —dijo Ayrys. Apenas sabía lo que había dicho; su voz se había puesto firme, pero sentía flojas las rodillas, ondulantes como el río. Fue tambaleándose hacia un árbol y se apoyó en él, con las dos manos, sosteniendo la parte rasgada de su tebl.

—Tengo aguja e hilo —dijo Jehane tranquilamente.

—¡Tengo en mi bolso! —dijo Ayrys. ¿Los tenía o Jehane los había roto? No, era la doble hélice lo que la jelita Jehane había aplastado, vidrio azul y rojo a la luz de la luna, sangre sobre la oscura tierra, y, rodando desde la sabana, el otro vidrio azul de la aplastada botella de Embry…—. Jehane —dijo lentamente, cerrando los ojos para escapar a la oscura acometida en su cabeza—, ¿qué pasaría si hubieran sido jelitas? ¿Me habría protegido tu plano de honor?

No hubo respuesta. Ayrys abrió los ojos. Jehane estaba de pie junto al cuerpo de Ralshen, limpiando de sangre una flecha.

—Ciudadanos jelitas, Jehane. ¿Los habrías matado para honrar tu juramento?

—¡Cúbrete! —estalló Jehane, y caminó majestuosamente con la espalda rígida hacia el cuerpo del hombrecito que yacía boca arriba en la orilla del río. Con un movimiento violento arrancó la flecha de su cuello; instantáneamente, el cuerpo se cubrió de sangre. Un insecto que se arrastraba sobre la nariz rota quedó atrapado en la sangre borbotante.

Ayrys buscó a tientas en su bolso aguja e hilo, tiró del tebl roto sobre su cabeza, y comenzó a coser. El movimiento mecánico la calmó un poco; cuando se puso de nuevo el tebl, los dedos ya no le temblaban y sus rodillas estaban firmes. Jehane estaba de pie dando la espalda a Ayrys y escudriñando la sabana.

Ayrys levantó el bolso, desviando la mirada de los cadáveres que yacían a la luz del sol.

—Gracias, Jehane.

—No quiero tu gratitud, delysiana. Me mancha.

Ayrys no supo qué decir. Las dos mujeres se volvieron del río hacia la colina coronada con el Muro Gris.

Lejos del río, el terreno comenzó a ascender. Al cabo de un rato exigió todo su esfuerzo para escalar la colina, jadeante, detrás de Jehane. La jelita se movía ligeramente, sin respirar fuerte siquiera.

En cuanto Jehane se detuvo, hizo pantalla con la mano sobre los ojos y echó una mirada furtiva al Sol; Ayrys supuso que Jehane estaba juzgando si Primeramañana había terminado y Ligerosueño había comenzado. Ayrys no podía saberlo. Mujer de ciudad, había medido sus días por las campanas de las torres de Delysia. No tenía sueño, aunque pensaba inexorablemente que debía tenerlo.

El sol se volvió más cálido. Las flores silvestres tiernas que se habían abierto al amanecer se cerraron ante la intensa luz directa del cercano mediodía. Otras plantas, que Ayrys no había visto nunca, se abrieron completamente: grandes agujeros verdes bebían de la luz del sol como agua. Una tenía un orificio central rodeado por un borde grueso y cerúleo fijado en capas de hojas espinosas. Mientras Ayrys observaba, el borde se elevó y cayó con un ritmo inaudito, como si la luz del sol fuera música. Ayrys miró a lo lejos.

Por dos veces, otros viajeros habían pasado cerca de Ayrys y Jehane: un grupo que viajaba hacia el Muro y otro que volvía de él. En ambas ocasiones Jehane había evitado acercarse para identificar a cada grupo por el idioma o la vestimenta, o para ser identificada por ellos. Había retrocedido sobre sus pasos, haciendo un rodeo fuera de las rutas directas, y prolongando la duración de su viaje. Ayrys no había protestado. Sudorosa y exhausta, se mantenía en pie lo mejor que podía. El rostro de Jehane se veía duro y seco como el terreno calcinado y sus ojos negros escudriñaban incesantemente el panorama, sin perder detalle.

Al pie de la colina sobre la que se alzaba el Muro Gris había un sendero muy trillado, pero cuando las dos mujeres llegaron a la base de la colina, no había nadie más a la vista. El sendero era empinado, serpenteando desde la sabana hacia arriba sobre el borde invisible de la parte superior de la colina. Desde abajo, podía verse el borde más alto del Muro Gris: una línea recta de gris brillante. Jehane fijó la mirada en él durante un buen rato y luego se volvió hacia Ayrys.

—Hemos estado en el mismo plano, consagradas al honor de la vida misma. Lo que se dio libremente, ha sido libremente devuelto; la fuerza ha sido honrada con fuerza; mi protección ha acabado. ¿De acuerdo, delysiana?

—De acuerdo. Mi nombre es Ayrys.

—Yo nunca te lo he preguntado —escupió Jehane, y se fue, encaminándose ágilmente por el sendero y desapareciendo tras el borde.

Ayrys la siguió más lentamente, inclinándose hacia delante en el empinado ascenso, empujando el bolso sobre el borde y luego avanzando por él.

Cuando estuvo sobre terreno llano ya no había señal de Jehane.

La meseta se extendía mucho más lejos de lo que ella había imaginado, y era absolutamente llana. La hierba era baja y fresca, y no había otras plantas visibles. Era como si los rumores más salvajes fueran ciertos —pensó Ayrys con aturdimiento— y la uniformidad del terreno y la del propio Muro fueran una cosa construida y las plantas hubieran tenido menos de un año para florecer sobre el terreno nuevo y vacío. El Muro Gris se extendía en ambas direcciones y desde donde Ayrys se encontraba podía ver una esquina, aguda y precisa como vidrio cortado. ¿Era el Muro un cuadrado? ¿Era un cubo?

Una figura, demasiado distante para poder identificarla, dobló la esquina en su dirección, se detuvo, retrocedió y desapareció de nuevo por la esquina.

Temerosa, pensó Ayrys. De mí. Se puso las manos sobre la cara y se echó a reír. Luego levantó el bolso y caminó hacia el Muro.

Tenía diez veces su altura, y resplandecía débilmente. El material parecía de un metal brillante, pero Ayrys descubrió que no podía tocarlo. Sus dedos eran detenidos por algún material invisible y liso como vidrio que provocaba una ligera picazón, como las burbujas de ciertas bebidas. ¿Cómo podía ser eso? Con las palmas sobre la superficie, Ayrys se inclinó cerca del Muro y husmeó. No olía. Sólo esa envoltura de algo invisible y esa ligera picazón en las palmas de sus manos.

El Muro habló.

—Ésta es la ciudad de R’Frow. Deseas entrar. Las puertas están en la pared oriental. Ve a la pared oriental para pasar el examen.

Ayrys saltó hacia atrás y miró como una loca a su alrededor. No había nadie a la vista. Estaba sola. El corazón le latía con fuerza en el pecho, en la brillante luz del sol. Finalmente extendió su mano izquierda y presionó la palma sobre el Muro.

—Ésta es la ciudad de R’Frow. Deseas entrar. Las puertas están en la pared oriental. Ve a la pared oriental para pasar el examen.

Teníamos miedo de lo que decía, había tartamudeado el compañero de Ralshen.

Ayrys presionó de nuevo palma de su mano contra el Muro. Éste repitió su mensaje por tercera vez con la misma voz, uniforme y un poco difusa, como un profundo gruñido. Nunca había oído una voz semejante.

Tengo miedo, pensó Ayrys. En el mismo momento dio de nuevo un paso adelante para estudiar el material del Muro. ¿De qué podía estar hecho? En todo caso parecía de un material uniforme, sin defectos, ni siquiera marcado por el clima.

Caminó a lo largo del Muro, dio la vuelta a la esquina y se detuvo cansada, bamboleándose en la pared del sur. Se extendía por lo menos cuatro o cinco veces el largo de la enorme pared occidental; si la ciudad interior era un largo rectángulo, sus muros podían encerrar a toda Delysia, todos los campos y viñedos que rodeaban sus puertas, y parte del bosque costero. La pared meridional recibía pleno sol y centelleaba como agua; una extensión de agua gris, intocable, demasiado vasta para ser real.

En Delysia se rumoreaba que el Muro, descubierto aquí, donde no hacía ni un año que no había nada, debía haber sido construido por los espíritus de la Isla de los Muertos. Se suponía que nadie creía en este hecho salvo los niños. Delysia era demasiado práctica; estaba demasiado interesada en metal, vidrio y ropa para creer en espíritus. Pero estaban aquellos que en mitad del Oscurodía se envolvían en albornoces y murmuraban en copas de vidrio de kaf que una vez había venido gente de la Isla de los Muertos… ¿De qué otra forma habían comenzado las dos ciudades de Qom? Siempre debe haber un comienzo. Y ni siquiera los pescadores más hábiles habían encontrado la Isla, ni ninguna otra isla en el vasto mar vacío, así que debía estar muy lejos. Los espíritus podían volar a través del mar; los espíritus podían construir este misterioso Muro…

Ayrys no creía en espíritus. ¿Pero quién lo había construido? No Delysia; no había artesanos capaces de trabajar este material, y menos en tales proporciones. Y desde luego, no Jela, esa ciudad de batallas apasionadas y oscuras curaciones, que sólo hacía bien las armas. ¿Entonces quién? Nadie de este mundo.

Aturdida, Ayrys cerró los ojos y presionó la palma de la mano sobre el Muro.

—Ésta es la ciudad de R’Frow. Deseas entrar. Las puertas están en la pared oriental. Ve a la pared oriental para pasar el examen.

A lo lejos dos figuras se movían a lo largo del Muro, alejándose de Ayrys hacia el este. ¿Quién?

Sintió un nudo en la garganta. Comenzó a caminar a lo largo del Muro parlante, sobre la hierba fresca de la meseta plana, que debería haber estado cubierta con kemburi y arbustos espinosos, campana de plata y bocas cerosas de vegetales sin nombre.

Cuando finalmente alcanzó el borde de la pared meridional y dio la vuelta a la esquina, se detuvo y se quedó mirando.

Una aldea destartalada —no, dos aldeas— se abrasaban al sol. Primero venía la pared oriental, hecha del mismo material que las otras, pero interrumpida por tres puertas igualmente espaciadas, cada una de ellas dos veces más alta que un hombre, con marco negro, y cerrada. En el lado opuesto a las puertas del norte y del sur, se encontraban grupos de edificios. El más cercano a Ayrys —el otro estaba demasiado lejos para verlo con claridad— lo consistían tiendas inclinadas, torpemente remendadas, y toscos cobertizos de piedra y barro, ninguno de ellos encalado. Entre el Muro y la tienda más cercana había un amplio espacio vacío, como si nadie deseara acercarse demasiado al Muro.

Surgiendo de entre dos edificios, un soldado delysiano, armado y serio, se dirigió hacia Ayrys. El sucio cabello castaño le caía sobre los hombros.

—¿Acabas de llegar de Delysia?

Ayrys asintió, entumecida.

—Estás en el campamento correcto. Has tenido suerte de no venir desde la otra esquina. —Lo dijo con un tono sombrío, como si la buena suerte de ella fuera una cosa personal suya. Lo dijo sin mirarla. Contemplaba con odio el otro grupo de edificios.

—Jelitas —dijo ella fatigadamente.

El soldado asintió, todavía sin mirarla.

—El Muro dijo… —Se oyó a sí misma, y una risa atolondrada surgió con las palabras—. El Muro dijo que debía venir aquí para someterme a una prueba. Para entrar.

—Consigue un número de la Breel. Aquel lugar de allí. —Hizo un movimiento con el pulgar hacia el edificio más cercano. La parte delantera estaba lejos de Ayrys, pero la parte de atrás era un rectángulo sin ventanas, hecho de ladrillos de barro—. Si tienes dinero puedes conseguir una cama en la posada hasta que toque tu número. Si no tienes, te instalas en aquella plantación de árboles. No dejes el lado sur del Muro si quieres protección delysiana. La guardia no patrulla más lejos. No quedamos suficientes. —Se dio la vuelta para irse.

—¡Espera! —dijo Ayrys.

El soldado aminoró la marcha.

—Consigue un número de la Breel.

Ayrys entró en el campamento. Vio poca gente; probablemente la mayoría estaba durmiendo el Sueñoliviano. En la plaza central, sin hierbas, había casillas vacías de un bazar, cada una de ellas con sólo una tela o cortina, sujeta sobre combados palos, calientes por el sol. Dos hombres jugaban con piedras frente a una tienda rota. Desde el edificio de ladrillos de barro venía una canción con voz de mujer, aguda y ebria, que se cortó abruptamente. El edificio no tenía puerta, y Ayrys no pudo ver nada en el sombrío interior.

Un segundo soldado, más limpio pero igualmente ceñudo, la observaba fijamente. Quizá pensaba que iba a robar una de las cortinas. Convencida de que en ese extremo del mundo el robo aún sería considerado un crimen, Ayrys caminó hacia el soldado. A diferencia del primero, éste no usaba emblema de rango; sin él su hombro estaba extrañamente desnudo. Su coloración era clara, incluso para un delysiano. Un mechón de cabello como la arena, el mismo color de su barbita, caía sobre su mejilla. En contraste con la piel quemada por el sol, sus ojos eran sorprendentemente claros, de un pálido azul como vidrio acuoso.

—¿Dónde está la Breel?

—¿Para qué? —Su mirada se hizo más dura.

—Necesito un grupo y una cama.

—¿Vas a prostituirte por ella? —Ayrys levantó la barbilla. La mirada del soldado se suavizó ligeramente—. Si no vas a hacerlo, no necesitas cama allí.

—Me dijeron que es una posada.

—Es una forma de llamarla. Pero hay otra posada donde una mujer puede elegir sus compañeros de cama. Allí, aquel edificio al final.

—Gracias.

—¿Quién te dijo que fueras a lo de Breel?

—Otro soldado.

Apretó la boca. Ayrys se dio cuenta de que no necesitaba del emblema para saber su rango: estaba habituado a obligar a los hombres pero no a dirigirlos.

—La prostitución es para las jelitas. Debemos dejársela a ellas.

—El soldado necesitaba un número de la Breel.

—Lo necesitas para ser examinada.

—¿Toda… esta gente aguarda ser examinada por el Muro?

—No. La mayoría viene para eso, pero luego cambia de opinión. Algunos vienen a vender provisiones al campamento, mayormente cereales. Vienen de una colonia que hay por allí. Algunos simplemente vienen. Otros son expulsados por el Muro, y te conviene estar lejos de ellos. Están molestos.

Ayrys oyó una voz delysiana que decía amargamente: «¿Probando que el Muro no te acobardó, Ralshen?» Ayrys apretó las mandíbulas y hundió las uñas de una mano en la muñeca de la otra.

—¿Qué clase de artesana eras? —El soldado la observaba atentamente.

—Una sopladora de vidrio. —Ayrys observó que él usaba el pasado.

Él asintió respetuosamente; los sopladores de vidrio tenían posición y rango en Delysia; su mirada mostraba curiosidad, pero no hizo preguntas, y esta cortesía súbita hizo saltar lágrimas de sus ojos. Cortesía… ¿Cómo olvidar, en sólo un ciclo, cómo era? Estúpida, se dijo a sí misma. Aunque sentía agotamiento, sacudidas, hambre, todo resultaba contenido por la incertidumbre sobre el Muro, de nuevo, presente en su mente.

El soldado le tocó el brazo.

—Siéntate aquí y yo te conseguiré un número de la Breel. Una sopladora de vidrio no tiene que tratar con esa clase de gente. Siéntate aquí, a la sombra.

Ayrys se sentó, inclinando la cabeza por una súbita acometida de estúpida languidez. El soldado caminó hacia la choza de ladrillo de barro y golpeó en ella, cerca de la abertura, sin puerta. Apareció una mujer y él la cogió del brazo y la sacó fuera. Era grande y sucia, y parpadeaba a la luz del sol con los ojos pintarrajeados. Ambos discutieron en voz baja y apasionada.

Ayrys vio el brillante reflejo de metal en la mano del soldado, y luego él vino hacia ella llevando una piedra pintada con un número azul: 206.

—¿Cuánto te ha costado? —dijo Ayrys. Sus estúpidas lágrimas habían desaparecido; allí no había lugar para lágrimas.

—Seis habrins.

Ayrys le dio seis habrins. Él frunció el ceño, y ella tuvo la ligera impresión de que el soldado había pensado que no tenía dinero, y que habría preferido que así fuera. Pero cogió las monedas.

—Quédate cerca del extremo sur del Muro. La guardia no puede protegerte más lejos de allí; demasiados soldados han sido ya cogidos por el Muro: quédate en la posada, o en el bazar, y estarás segura. No vayas a la sabana. —Su rostro se suavizó ligeramente. Una ligera suavidad que no alcanzó a sus claros ojos—. Que te vaya bien, sopladora de vidrio.

—A ti también.

La «posada» era una habitación sin ventanas, con la parte de atrás compartimentada en celdas privadas, y en la parte delantera un área común llena de camas. Bajo el techo, de poca altura, el aire era escaso, caliente y hedía. Por unas pocas monedas, un hombre le permitió a Ayrys extender su albornoz sobre el suelo sucio de una esquina, que ella alcanzó tropezando con los cuerpos esparcidos en la oscuridad. Detrás del compartimento, alguien gemía al dormir. A pesar de su agotamiento, Ayrys llevaba un buen rato sin poder dormir. Se acostó y se quedó mirando a la oscuridad, pensando que por primera vez desde que había salido de Delysia estaba a salvo, excepto cuando su mente cansada pensaba en el futuro o en el pasado.

Ultimaluz, y el campamento hormigueó con el movimiento. Los cazadores vendían las piezas cobradas en la sabana, y extraños y pequeños peces de agua dulce, capturados en un afluente del río. Las mujeres vendían simples tortas de grano cocidas sobre piedras calientes, o frutos de daha recogidos en la llanura. En la choza de Breel fluía el kaf. El aire caliente se espesaba con olores de alimentos y cuerpos, y de una zanja que hacía de cloaca, y se oían maldiciones de los que jugaban por dinero, y de las mujeres con el hosco bullicio de Ultimaluz, antes de que volvieran el frío y la oscuridad por otras treinta y seis horas.

Ayrys se despertó famélica. Compró una escudilla de guiso sorprendentemente bueno a una mujer con cara franca y tosca, que lo removía sobre un fuego, en el bazar. La mujer sonrió cuando Ayrys elogió el guiso, y esto animó a Ayrys a preguntarle de pronto:

—¿Por qué están todos aquí? ¿Qué te ha traído a ti al Muro?

—¿Y a ti qué te importa? —La mujer se puso tensa.

—Nada. No quise ofenderte.

La mujer la miró y luego se encogió de hombros.

—¿Puede uno ver la puesta del Marcador? Yo vengo con él. —La mujer señaló con su cucharón a uno de los grupos de hombres que estaban sentados conversando en voz baja, sin que ninguno de ellos dejara de mirar al portal de R’Frow.

—¿Por qué vino?

—Por las gemas, por supuesto. ¿Sabes tú en qué otro lugar puedes conseguir gratis gemas como éstas? Pero ahora —dijo con su cara reflejando resentimiento—, no entrará. Igual que todo ese grupo, simplemente se sienta y observa. Ha perdido el coraje y la virilidad. Ya no es útil ni para mí ni para ninguna otra mujer. Pero yo aquí estoy.

—Podrías regresar a Delysia.

La mujer se encogió de hombros.

—Bueno, esto no es tan malo. No hay cobradores de impuestos, ni un consejo. Hay mucho sitio.

—Tú misma podrías entrar en el Muro.

—¡No! ¡Ni por una olla llena de gemas! Las ciudades que hablan no son para mí.

—¿Para quién son? —le dijo Ayrys atentamente—. ¿Quién crees que construyó…?

—¡Calla! ¡Se está abriendo!

El campamento quedó en silencio. La gente se apiñaba en el borde más próximo del Muro, afluyendo desde las chozas para observar, con los rostros tensos. Sólo el crepitar de los fuegos rompía el silencio.

En medio de ese silencio, el Muro Gris habló:

—Ésta es la ciudad de R’Frow. Vosotros queréis entrar. Sólo un humano puede entrar. Seréis sometidos a una prueba. Si tenéis éxito, entraréis en R’Frow y permaneceréis un año. Nadie que entre saldrá antes de un año. En R’Frow se os darán gemas, nuevas armas y nuevas enseñanzas. Ésta es la ciudad de R’Frow.

Ayrys sintió escalofríos a la cálida luz del sol.

Nadie que entre saldrá antes de un año.

El Muro repitió su mensaje. Cuando comenzaba, la puerta se disolvió. No se solía decir de otra manera. La puerta estaba allí, y después ya no estaba. Ayrys se esforzó por ver un corto corredor que doblaba en ángulo recto, dejando a la vista sólo la pared de un gris claro.

—¡Ciento catorce! —chilló la Breel, agitando una piedra pintada sobre su cabeza—. ¡Lote ciento catorce!

Un hombre se adelantó y entró en la franja clara entre el campamento y el Muro. Era el hombre que la cocinera había señalado con su cucharón. Ayrys la oyó lanzar un profundo suspiro. El hombre andrajoso se levantó y comenzó a andar hacia el Muro. Todas las miradas lo seguían voraces y temerosas, compasivas y envidiosas, calculadoras y desdeñosas. El Muro comenzó su mensaje por tercera vez. El hombre se movía lentamente hacia delante.

—¡Más rápido! —gritó alguien.

A mitad de camino hacia la puerta el hombre se detuvo y regresó corriendo al campamento, curiosamente encorvado, con la cara de miedo a la derrota.

La cocinera suspiró y lanzó una larga maldición. El campamento estalló en sonidos y movimiento. Desde la Breel vino un ladrido de risa. El hombre se derrumbó donde se había sentado antes, colocando la cara entre las manos. Ayrys contempló el Muro. La puerta no se había cerrado pero estaba cerrada, con el material gris integrándose tan repentinamente como se había disuelto. Luchó contra una aguda sensación de vértigo y se volvió hacia la mujer.

—¿Cómo se cierra la puerta?

Pero la mujer, inmersa en su decepción, alejó a Ayrys con un tajante movimiento.

La mano de Ayrys apretó la piedra que contenía el número de su lote. Los bordes de la piedra eran cortantes y el dolor hizo que controlara su miedo. Espíritus de la Isla de los Muertos. No. ¿Pero quién?

—¿Cuánta gente ha entrado ya en el Muro? —preguntó Ayrys. Pero la mujer removió furiosamente el guiso y no respondió.

5

La puerta del Muro se abrió nueve veces más durante Ultimaluz. Ayrys observaba cada vez que se abría. Cuatro veces fueron llamados unos números y nadie entró. Tres veces entraron delysianos, y una hora más tarde, emergieron: dos llevando gemas con las que se podría comprar una casa en el mejor barrio de Delysia, y uno con las manos vacías y murmurando. Y dos veces entraron delysianos que no volvieron a salir.

Uno de ellos era el soldado de ojos claros que le había comprado el número de la Breel.

Ayrys formuló preguntas a quien quisiera responderle. Supo que el Muro había comenzado a hablar y a abrirse sólo tres diezciclos atrás, aunque el campamento había existido mucho más tiempo, y el Muro más tiempo aún. Se enteró de que el Muro no podía ser quemado, ni abollado, ni disuelto por ácido. Se había probado de todo. Supo que algunos delysianos estaban acumulando increíbles riquezas en repetidos viajes al interior del Muro; que los jelitas recibían espléndidas gemas; que los jelitas no recibían gemas en absoluto, sino armas de poder y velocidad mágicos; que los jelitas no recibían absolutamente nada. Que la «prueba» no existía, o que era sólo para los tontos que rechazaban la posibilidad de recibir gemas, o que habían matado a todos los que nunca emergieron por la puerta porque los monstruos querían devorarlos, o que había un puente espíritu hacia la Isla de los Muertos.

Ayrys comenzó a pensar que los mejores delysianos que trataron de abrir la puerta —aquellos con sensatez y coraje que no se entregaban ni al pánico ni al robo— debían haber sido los que habían sido aceptados puerta adentro. ¿Aceptados para qué? ¿Por qué? Y luego le hablaron de un hombre o una mujer, tontos o asesinos que, no obstante, desaparecieron en R’Frow, y de otros, firmes y valientes, que no habían desaparecido. La cosa no tenía sentido.

—Te compro tu número —dijo un hombre. Era viejo y encorvado y miraba a Ayrys con ojos astutos y desesperados. Su número había sido llamado y él no había ido.

—No.

—Diez habrins.

—No.

—Veinte.

—¡No!

El hombre la miró con dureza, y luego comenzó a llorar. Lloraba sin sonido, sin movimiento del rostro ni del cuerpo, y las lágrimas se deslizaban a través del polvo de su cara. Ayrys sintió náuseas y se alejó. Sintió también piedad, con un toque de desprecio; ella no había llorado ni siquiera por Embry.

Embry…

Se forzó a caminar a través del bazar y del campamento. Pasó bastante rato antes de que se diera cuenta de que un hombre la seguía.

El miedo apresuró sus pasos. Regresó rápidamente al interior del bazar justamente cuando la puerta se disolvía.

—Ésta es la ciudad de R’Frow. Vosotros deseáis entrar. Sólo un humano puede entrar por esta puerta en este momento. Seréis sometidos a una prueba. Si tenéis éxito, entraréis en R’Frow, y permaneceréis un año. Nadie que entre saldrá antes de un año. En R’Frow se os darán gemas, nuevas armas y nuevas enseñanzas. Ésta es la ciudad de R’Frow.

—¡Doscientos seis! —chilló Breel mientras sostenía una piedra por encima de su cabeza. Era el número de Ayrys.

—¡Por favor! —suplicó el hombre—. ¡Véndeme tu número! ¡Por favor!

Ayrys entró agachada a la posada a por su bolso. Cuando salió, el hombre corrió a su lado, tan cerca de ella que sintió su fétido aliento en la mejilla.

—Por favor, artesana, por favor, véndeme tu número. ¡Treinta habrins! ¡Cuarenta!

Al no recibir respuesta de Ayrys, su tono cambió súbitamente de un lamento a un rencoroso siseo.

—No sabes cuánto arriesgas. ¡Nunca saldrás con vida! ¡Nunca! ¡Te asarán viva, beberán tu sangre como hacen los guerreros-sacerdotes, te violarán, ramera! ¡Nunca volverás a salir! ¡No sabes cuánto arriesgas!

Ayrys se detuvo, apoyó la palma de la mano sobre el pecho del hombre y le empujó con fuerza. El hombre cayó rodando en el polvo, con expresión de asombro en su arrugada cara.

—Yo no arriesgo nada —dijo Ayrys fríamente—. No tengo nada que arriesgar.

Una mujer lanzó una risita.

El viejo seguía en el suelo, parpadeando. Pero al oír la risa bramó de furia, se levantó y corrió detrás de Ayrys. Ella ya había alcanzado la vacía franja de hierbas detrás del campamento, y él se detuvo, sin ganas de seguir. Cogió una piedra y se la arrojó. La piedra le dio en la cabeza y la hizo tambalear, aturdida.

—Ésta es la ciudad de R’Frow…

Otra piedra pasó cerca de ella desde otra dirección, seguida de un grito de protesta desde algún otro sitio. Durante un segundo no pudo ver por el golpe, la ira, o las tinieblas de la cercana Primeranoche.

El Muro se abrió más adelante.

Detrás de ella se oyó ruido de pelea. Entonces la puerta comenzó a resplandecer débilmente, como si fuera a cerrarse. Ayrys se mordió fuerte el labio y dejó que el dolor despejara su cabeza.

Nadie que entre saldrá antes de un año… Embry… Te asarán.

Ayrys corrió hacia adentro del Muro.

A los pocos pasos había alcanzado el ángulo derecho del corredor. Hacia la izquierda había otro corredor, otro ángulo recto. Echó una mirada sobre su hombro. El Muro había dejado de repetir su mensaje en el instante en que ella pasó a través de él, y en el mismo momento se cerró silenciosamente. Pero esa luz… Con la puerta cerrada, no debería haber luz. No había ninguna lámpara ni fuego, y sin embargo los corredores resplandecían con una luz uniforme y difusa que venía de todas partes y de ninguna.

Sintió un temblor de miedo, distinto del que había sentido en el campamento, que fue sólo de peligro.

El segundo ángulo recto conducía a una pequeña habitación del mismo metal gris. Ayrys entró y el Muro se cerró detrás de ella. Luchando contra el pánico, miró hacia delante: la única abertura en el metal desnudo era un estante saliente, sin juntura, en la pared opuesta, sobre el cual había una gema tallada.

Ayrys la cogió. Era una krigrass, rara y valiosa. En la luz inexplicable, reflejaba el azul y el violeta; estaba tallada en un largo óvalo que notó frío y pesado en su mano. En Delysia valdría una pequeña fortuna.

¿Una fortuna suficiente como para sobornar al consejo de la ciudad?

Su mano se apretó convulsivamente sobre la piedra. Pero la krigrass era demasiado pequeña o el consejo demasiado grande. Sin embargo, por un momento pensó que sus pies habían comenzado a correr hacia la puerta, hacia Embry, hasta que miró abajo y vio que no ocurría así. Miró de nuevo hacia arriba y vio que había dos huecos en el Muro, sobre el estante, y que el de la izquierda era oval y del tamaño de la krigrass.

Sostuvo la gema contra el Muro. Sus caras cortadas coincidían exactamente con las superficies planas dentro del hueco oval. Tras un momento de titubeo, colocó el krigrass sobre el Muro. Se abrió el fondo del hueco, la gema cayó adentro y el hueco izquierdo desapareció totalmente.

Ayrys tanteó el Muro. La superficie era tan lisa como si el hueco nunca hubiera existido. Al igual que el Muro gris exterior, éste no podía ser tocado directamente, pero parecía tener sobrepuesta una capa que producía un ligero hormigueo. Ayrys hundió sus dedos en el otro hueco, un cuadrado facetado; no había nada. Dio un paso atrás y observó atentamente el Muro. No hacía nada.

Pasaban los minutos. La pequeña habitación estaba absolutamente silenciosa. No ocurría nada. Finalmente, Ayrys se sentó, aturdida, sobre el suelo.

¿Habría sido ésa la prueba? ¿La había pasado con éxito, o había fracasado? Los que guardaron la gema y la llevaron al campamento no debían haber pasado la prueba, o se habrían quedado dentro del Muro. ¿Y ella? ¿La había pasado? ¿Cómo?

Quería el krigrass de nuevo. No era suficiente para comprar el regreso de su exilio, pero riquezas, riquezas… había sido una tonta. Había sentido el krigrass tan pesado y frío en su mano como la doble hélice, vidrio rojo y azul aplastado a la luz de la luna.

—Otra vez —refunfuñó el Muro tranquilamente.

Ayrys se puso en pie de un salto. Sobre el estante de metal había una piedra de fuego cortada en forma de cuadrado, roja como la sangre, con llamas anaranjadas y amarillas en su interior. Sus brillantes facetas coincidían con los planos del hueco cuadrado en el Muro.

Otra oportunidad. Le estaban dando otra oportunidad de elegir, guardar la gema o ponerla dentro de la abertura, perderla, o quizá ganar la entrada al Muro. ¿Cuánto deseaba entrar en R’Frow? ¿Lo deseaba más que la piedra de fuego?

Entraron algunos delysianos, se apoderaron de la primera gema y se sentaron a esperar a que la puerta se abriera de nuevo. Quienesquiera que fueran los que esperaban dentro de R’Frow ¿sabían esto? Debían saberlo; cogieron las gemas y los delysianos regresaron a través de la puerta. ¿Cómo podían tener tantas gemas? Ricos, poderosos, misteriosos, capaces de hacer algo como el Muro, y dispuestos a darle a ella, a Ayrys, una oportunidad. Ayrys torció la boca. Una oportunidad… eso era más de lo que el consejo de la ciudad había estado dispuesto a dar.

Empujó la piedra de fuego dentro de la segunda hendidura.

Inmediatamente la piedra cayó a través del fondo. El hueco desapareció, y el estante se introdujo silenciosamente y se estiró hacia afuera de modo que se tornó en el Muro blanco como una tela alisada por una mano invisible. Se oyó un ruido detrás de ella, y Ayrys se giró.

Se había abierto una hendidura baja en una pared contigua y empezaron a fluir objetos hacia ella. Ayrys lanzó un grito y saltó hacia atrás, pero casi al instante se detuvo la corriente de cosas. La abertura desapareció y los objetos rodantes se detuvieron con naturalidad. Ayrys los contempló con el corazón agitado sin osar acercarse a ninguna pared. Pero las paredes continuaban inmóviles, y finalmente se arrodilló para mirar de cerca lo que habían arrojado.

Había un cuchillo hecho del mismo material gris de las paredes. Pero no, no era el mismo. Al mirar a ambos lados Ayrys pudo ver que faltaba la capa clara y hormigueante. Podía tocar el metal de la daga misma. Era frío, liso y muy afilado.

Se os darán nuevas armas…

Había dos barras cilíndricas de un metal más oscuro, casi negro y diez o doce de otras sustancias. Ayrys contempló las barras con perplejidad. ¿Qué tendría que hacer con ellas?

Las levantó una por una. Eran de distintos materiales: una de madera, otra de piedra y otra de una sustancia como tiza que dejó polvo en sus manos. Había una de vidrio que Ayrys examinó minuciosamente, sorprendida por la uniformidad que el desconocido fabricante de vidrio había logrado. Ella no conocía ningún método —ni el soplado, ni la cera perdida, ni el moldeado del núcleo— que pudiera producir tal precisión. Otra barra era de una sustancia extraña y resbaladiza, de un blanco puro como Ayrys no había visto jamás. Las otras siete eran de distintos metales, algunos de los cuales Ayrys no creía que hubieran sido forjados en Delysia.

¿Qué iba a hacer con ellos?

Si no hacía nada, si simplemente se sentaba y esperaba que el Muro se disolviera y la dejara afuera…

Ayrys gimió suavemente. Si simplemente se sentaba y esperaba, tendría el campamento, la Breel, y el hombre que había gimoteado por su número, una y otra vez. Los habrins que le habían permitido llevar de Delysia no durarían mucho. Entonces, ¿qué? Nadie en ese extremo del mundo compraría vidrios, ni aunque era construir un horno y descubrir qué otras cosas necesitaba. Entonces, ¿qué? Convertirse en una cocinera, en una mendiga, en una ramera, viviendo día tras días con la esperanza de obtener del Muro gemas que no podía llevar a Delysia para venderlas…

Probó la daga sobre cada una de las barras cilíndricas. Cortó las que ella había esperado cortar: madera y tiza. Raspó las que esperaba raspar: piedra y alguno de los metales. En las otras no hizo nada. Se sentía como una niña, como Embry, en cuclillas sobre el suelo del patio de vidrio, combinando barro y varillas con la falta de objetivos de un niño.

Embry…

Sostuvo pensativa la barra de vidrio sobre su mejilla. Era un bonito color, azul pálido, como linwool pasado sólo una vez por la tina de teñir. Una vez había hecho para Embry un tebl de ese color, cuando Embry no era más que una criatura. Un color suave, un color seguro, como si hubiera sido tan estúpida como para pensar que la belleza podía mantener segura a su hija.

Color.

Ayrys miró las barras esparcidas por el suelo. Todas eran de diferentes colores, excepto dos: las barras oscuras que también eran las únicas confeccionadas con la misma sustancia. Las dos barras habían rodado hacia los extremos opuestos de la pequeña habitación. Ayrys las cogió una en cada mano, y se las puso cerca de la cara para mirarlas mejor.

Las dos barras se apartaron.

Ayrys las dejó caer asustada. Parecía como si estuvieran tratando de escapar de ella. Pero antes no lo parecía, cuando las había cogido de una en una, para probar el cuchillo sobre ellas y no había tratado de escapar a la hoja. Recogió con cautela las dos barras.

Una de ellas se había pegado a una barra metálica diferente. Cuando Ayrys levantó la barra oscura, la otra también vino con ella hasta que después de un momento se soltó y cayó con gran ruido en el suelo. Ayrys la cogió y la puso junto a la barra oscura. Las dos se juntaron como amantes.

El miedo la hizo temblar y un largo escalofrío le serpenteó lentamente desde el cuello a lo largo de la espalda. La barra oscura deseaba a la barra metálica y huía de su hermana, la otra barra oscura. Así pues, ¿estaba viva? Y las paredes que trepidaban y crecían y se cerraban, como un gran kemburi, una boca viviente sin mente que la hubiera tragado toda…

Por un momento se encogió, con la mente a oscuras, mientras el mundo se convertía en un devorador sin sentido. Entonces la mente se le aclaró. La barra no estaba viva, era un metal extraño y sorprendente, pero metal de todos modos, y la única cosa viviente en la habitación era su propio corazón, latiendo contra el pecho, y su propia mente. Los metales no huían, y un fabricante de vidrio sabía que los minerales podían cambiar su forma y sus cualidades.

Ayrys cogió una barra oscura en cada mano y las acercó. Esta vez corrieron las dos juntas. Una cierta manipulación demostró que una combinación de los extremos pegaría una a la otra, y que otra combinación las apartaría.

Luego tocó fascinada la barra oscura con cada una de las otras barras. Seis barras metálicas se unieron a las barras oscuras, pero no lo hicieron las de madera, piedra, tiza, vidrio, un metal desconocido, una sustancia desconocida y resbaladiza.

Ninguna se unió al cuchillo.

Una barra metálica que se había adherido a la barra oscura ya no se acercó al extremo opuesto de ésta, después de que ella la frotara. Ayrys se asustó tanto —no se había comportado así antes— que tiró la barra al suelo. Cuando la cogió de nuevo no saltó lejos de la barra oscura.

¿Por qué no?

Un leve olor ascendió en el aire. Ayrys arrugó la nariz. Antes de que tuviera tiempo de identificar el olor, las barras que sostenía en cada mano se deslizaron al suelo, y el gas la invadió.

Su cuerpo se aplastó contra la pared. Después de un rato, cuando su respiración se hizo más lenta, el suelo se inclinó ligeramente. Las barras cilíndricas rodaron hacia abajo por efecto de la inclinación, hacia el hueco que se había abierto para recibirlas. El cuchillo gris y el bolso de Ayrys quedaron en el suelo mientras éste se elevaba y levantaba su cuerpo.

El techo se disolvió. El suelo llevó a Ayrys hacia arriba y hacia los costados, a través de un largo proceso mecánico de descontaminación que la habría avergonzado, incluso con la ligera modestia delysiana, si se hubiera dado cuenta de ello.

Después de un buen rato, la llevó, soñando extrañamente, a un pequeño cubículo rectangular dentro del perímetro oriental del Muro, y la depositó allí.

El transportador del suelo se movió atrás, el cubículo se cerró y ella quedó detenida entre una respiración y la siguiente, en el congelado suelo intemporal del estasis.

6

—Quinientos ochenta y cuatro —dijo la Biblioteca-Mente en voz alta.

Los tres geds que contemplaban la pantalla del Muro no respondieron. En la pantalla se veía una gran figura de pie en la sala de pruebas del portal central de R’Frow, donde nunca habían entrado ni jelitas ni delysianos. El humano era tan alto como el portal o la mitad más alto que otros humanos, y tenía dos veces la altura de un ged; en la pequeña habitación, tenía que inclinar la cabeza para no tocar con el techo. Era blanco como un muerto, con la piel sin color, no tostada por el sol. Tenía el cabello blanco como la nieve, atado en diez trenzas que caían sobre sus enormes hombros, ropa de tela blanqueada y sin adornos. Tampoco sus ojos tenían color humano y eran levemente rosados por la sangre que corría en su interior. Había venido al portal en la oscuridad. No hizo ningún ruido.

—¿Una especie emparentada? —preguntó un ged. Habló en las configuraciones de una explicación extraordinariamente especulativa. Ninguno de ellos había visto nada como aquello.

—Quizá. Que Armonía cante con nosotros.

—Que Armonía cante con nosotros.

—Que cante siempre.

—Siempre cantará.

Los tres geds se acercaron, con las manos de uno apoyadas en la espalda, el cuello y las piernas del otro. Sus feromonas olían a incertidumbre.

El gigante blanco presionó la piedra de fuego dentro del hueco cuadrado; las barras cilíndricas resonaron en el suelo.

—¿Debe ser admitido, o debemos enviarlo directamente a Biología? No estoy seguro.

—Que Armonía cante con nosotros —murmuraron los otros dos.

La Biblioteca-Mente bramó suavemente.

—Admítelo en R’Frow aunque no hay muestras suficientes para un análisis de lenguaje. Las comunicaciones con él serán primitivas. El efecto que podrá tener sobre la Paradoja Central es desconocido.

La respuesta no fue una sorpresa para nadie; cada uno ya había pensado lo mismo.

La Biblioteca-Mente había sido creada y modelada por los geds.

El enorme albino ignoró las barras cilíndricas y levantó el cuchillo.

Lo probó en un dedo. Una sola gota de sangre permaneció roja sobre el blanco insensible.

Los tres geds observaban sin expresión.

7

Tan pronto como Jehane se despertó, su mano tanteó el cinturón. El soberbio cuchillo extranjero estaba allí, así como su propio cuchillo y el grueso garrote oscuro. Quizá no debía haber llevado este último; era demasiado corto para ser efectivo, a pesar de su buen equilibrio, y no tenía mango. ¿Los maestros guerreros de R’Frow podían ser tan pequeños como para que sus garrotes fueran tan cortos? Pero el cuchillo no era pequeño, y la idea de maestros guerreros que fueran muy pequeños resultaba estúpida. Nada de ventajas. Pero entonces había sido una prueba estúpida; cualquiera de aquella triste pandilla podría haber elegido las mejores armas, una para cada mano. ¡Estúpida!

Jehane recordó, pensó y sintió todo esto en un instante, mientras abría los ojos para ver dónde estaba acostada. El sitio era un estante angosto, abierto por un lado. Escudriñó la habitación de atrás, balanceó sus largas piernas a través de la abertura y cayó suavemente en el suelo, con el cuchillo desenvainado. La luz era muy lúgubre. Pero toda la gente que descendía desde otros estantes parecía jelita. Jehane los miró y sintió una breve conmoción: no todos eran guerreros.

¿Pero cómo podía ser? Los maestros guerreros nunca se molestaban con ciudadanos, y algunos de éstos ni siquiera parecían dignos de ser protegidos. Allí había un alfarero, por su tebl ni siquiera era el artesano de un núcleo; había un espigado muchacho con los hombros de una muñeca acicalada; había…

Una ramera. ¡Al otro lado del Muro Gris! ¡Una ramera! ¡No podía ser!

Al menos que ella, Jehane, no estuviera al otro lado del Muro.

La atravesó un espasmo de temor, del único tipo que siempre había experimentado: temor a no ser eficiente, a no poder probarse a sí misma, a no alcanzar la medida del Marcador. Ella… no ser aceptada por el Muro…

Pero la habitación en la que estaba era metal gris del Muro, un rectángulo desnudo, sin ventanas. Los jelitas bajaban de los estantes donde habían dormido. ¿Por qué? ¿Cómo? La mitad por lo menos eran guerreros. Por supuesto, ella estaba al otro lado del Muro.

—Todos jelitas —dijo una voz áspera detrás de ella. Era una hermana-guerrera con el cabello veteado de gris y la piel castigada por el clima, y tres soles cosidos sobre su hombro izquierdo.

Jehane agitó la mano izquierda como saludo.

—Sí, comandante.

—Pero no todos humanos —dijo la guerrera.

Miró a la ramera, que al instante inclinó la cabeza y respetuosamente miró sus pies. La comandante la contempló despectivamente. Jehane hizo lo mismo —pensándolo bien, si había hermanos-guerreros tenía que haber rameras para ellos— pero no antes de que hubiera captado el movimiento de la muchacha con el rabillo del ojo. Tan pronto como la comandante hubo vuelto la cabeza, la ramera levantó la vista, miró el extraño metal gris que los rodeaba y luego clavó la mirada en el rostro de la comandante. Los ojos de la muchacha, de un negro profundo y aún bordeados de rastros de pintura de mal gusto, miraron desafiantes y asustados, pero no había duda de que el insulto era deliberado. Jehane, ultrajada, apretó el puño sobre su cuchillo y se lanzó hacia delante.

El movimiento de la comandante la detuvo. La guerrera, de mayor edad, sacó su cuchillo, y Jehane echó una mirada para conocer la razón. Tres figuras habían aparecido en un extremo de la habitación, sobre una plataforma que un momento antes no existía, inmóviles en un suave brillo de luz anaranjada sin fuente de origen.

Los guerreros saltaron formando un cordón protector. No había sido impartida ninguna orden; no era necesario. Jehane estaba donde su rango la ubicaba, en la retaguardia, sobre su flanco izquierdo. La formación estaba encabezada por la mujer con el cabello veteado de gris; el tener el mayor rango entre los presentes, se convertía automáticamente en comandante. Sobre el grupo de ciudadanos agazapados en el centro, Jehane pudo ver la corona de su cabeza, casi tan alta como los hermanos-guerreros de cada lado, y sobre aquellos tres, las tres figuras en la plataforma.

Eran de metal. No, no eran de metal sino que estaban envueltos en una armadura metálica liviana que los cubría desde el cuello hasta los pies, y que resplandecía débilmente. La débil luz incluso parecía rodear sus cabezas. Eran pequeños, demasiado pequeños para ser guerreros, con las cabezas calvas, con feos rostros chatos y grises, con…

Con tres ojos.

A Jehane le asaltó el recuerdo de todas las historias de la infancia sobre la Isla de los Muertos. Luego un ciudadano gritó de miedo, y Jehane volvió la punta de su cuchillo hacia el hombre y se aseguró de que lo viera. La comandante había ordenado silencio, y silencio era lo que obtendría; un montón de ciudadanos gritones sólo haría más difícil la batalla con los monstruos si la comandante hacía una señal de batalla.

El ciudadano se topó con los ojos de Jehane, bajó los suyos y se mordió los labios.

—Somos geds —dijo la figura de la izquierda—. Nosotros construimos R’Frow. —Se detuvo y esperó. Estudiándonos, pensó Jehane. Observando nuestras fuerzas. Eso era lo que harían los maestros guerreros. Y a pesar de su pequeñez el monstruo parecía fuerte: tórax ancho y piernas en forma de barril. Su voz sonaba como la del Muro, baja y refunfuñante, y su horripilante rostro no mostraba reacción alguna pese a estar tan superados en número. Así era como debía comportarse un guerrero.

—Vosotros elegisteis entrar en R’Frow. Elegisteis lo que R’Frow puede daros en lugar de elegir gemas. Habéis venido a aprender, a ganar riquezas, a ganar armas. Nosotros os enseñaremos. Os daremos riquezas y armas. R’Frow es nuestra ciudad, haréis lo que nosotros digamos.

Jehane escuchó atentamente. Una reclamación de honor; los monstruos estaban diciendo que los jelitas estaban con ellos en el plano de honor. Se les había dado armas gratis y ahora se les pedía como pago un año de obediencia a las leyes geds. Una dura reclamación… El magnífico cuchillo y aquel garrote, por bien equilibrados que estuvieran, difícilmente valían la renuncia al mando.

A menos… a menos que los monstruos quisieran indicar que más tarde se entregarían más y mejores armas. Pero eso comenzaba a sonar como un regateo, no como una devolución de fuerza libremente otorgada… Por otra parte, si las armas eran verdaderamente asombrosas y esos monstruos horripilantes, después de todo, habían construido el Muro, sería prudente ceder lentamente, como hacían los maestros de armas cuando el necesario entrenamiento del cuerpo lo hacía necesario… Jehane frunció el ceño. ¡Menos de una hora dentro del Muro y todas estas estúpidas batallas de palabras! Pero afortunadamente no tenía que luchar con ellos. Para eso estaba la comandante. Jehane miró la espalda recta de la mujer de mayor edad, y se preguntó qué haría la hermana-guerrera.

—Viviréis en R’Frow a vuestra manera, según vuestras propias formas de limitar las acciones. —Jehane se dio cuenta de que los monstruos se referían a las leyes—. Excepto dos acciones. Una: todos los humanos pasarán seis horas cada día en la Sala de Enseñanza, donde los geds os enseñarán muchas cosas. Dos: ningún humano puede matar o herir gravemente a otro humano. Todos debéis permanecer vivos para recibir las enseñanzas.

Se oían murmullos de los ciudadanos. Jehane estaba asombrada. «Todos los humanos pasarán seis horas cada día en la Sala de Enseñanza…» ¿Iban estos geds a enseñar el uso de las armas a los no-guerreros? Eso era una blasfemia, y también una estupidez. Los guerreros eran guerreros, y los ciudadanos de músculos inflados, aunque necesarios, eran otra cosa. Y no matar… ¿eso incluía los entrenamientos? ¡Ningún maestro guerrero sería tan blando!

La ramera estaba mirándola fijamente.

Los ojos de Jehane brillaban peligrosamente. La insolencia de la muchacha le recordó la perezosa delysiana que había arrastrado con ella a través de la sabana. Pero esto era peor, un gran insulto. La delysiana era extranjera y estaba también loca, pero ésta era una jelita y la conocía mejor. Jehane cerró con fuerza el puño sobre el cuchillo y se topó con la mirada de la ramera. Después de un momento, la muchacha dejó de mirarla fijamente. Dio un paso adelante y Jehane vio que había estado subida sobre un gran paquete para ver la multitud; de pie sobre el suelo era sorprendentemente pequeña y no alcanzaba más altura que el pecho de Jehane. Pero las curvas de su cuerpo no eran las de una niña.

Ante la ferocidad de la mirada de Jehane, la ramera inclinó la cabeza y fijó la mirada en sus pies. No lo bastante buena, pensó Jehane, no lo bastante buena, en absoluto.

El ged habló después de otra de sus largas pausas:

—Tenemos mucho que enseñar a los humanos de Qom. Pero debéis estar de acuerdo con esos límites de acción. Mientras pasáis a través de este portal hacia R’Frow, cada uno de vosotros expresará su acuerdo.

Jehane estalló de enojo.

—Pedir un juramento de honor de los ciudadanos… de las rameras

—Yo hablo por Jela —dijo la comandante en voz alta. Saltó sobre la plataforma y envainó cortésmente el cuchillo. Jehane mostró su aprobación. Incluso estando tan cerca de los monstruos, la comandante no manifestó temor ni sumisión.

Los geds, observó Jehane, no tenían el buen sentido de retroceder ante ella. La miraban tranquilamente. Y al final, uno, no podía decir cuál pues todos tenían el mismo aspecto, dijo:

—¿Tú hablas en armonía por estos humanos?

Era un insulto mortal dudar de la autoridad de una comandante suprema. Jehane sintió que su diafragma se ponía rígido. ¿Exigiría disculpas la comandante? No mostraba signos de sentirse insultada, pero Jehane lo sabía bien.

Aun cuando esta comandante se hubiera desvanecido al otro lado del Muro Gris antes de que Jehane llegara al campamento, los guerreros de allí le habían contado cómo había matado a un cocinero que había presumido de que, debido a que ya no estaba en Jela, ya no había que observar la disciplina jelita. El cocinero había apoyado la mano en el pecho de una hermana-guerrera. Su cuerpo había sido arrastrado a una hondonada, detrás del campamento, para esperar a los kreedogs en Primeranoche.

—Hablo por toda Jela —dijo fríamente la comandante.

Los geds se volvieron unos a otros. El movimiento hizo que la luz anaranjada se reflejara en sus cascos, claros y hechos de vidrio. ¿Quién usaría cascos de vidrio? Un buen golpe los haría pedazos. Y ahora estaba hablando el tercer ged; no había forma de saber quién mandaba. ¡Estúpidos!

—Eres aceptada como portavoz. Tú…

—Todavía no —dijo la comandante en forma poco gentil. Sacó su cuchillo ceremoniosamente—. Estamos en el mismo plano, consagrados al honor de la vida misma. Lo que es entregado libremente, debe ser devuelto libremente. Nadie, excepto los niños, puede aceptar como un derecho la fortaleza de otros sin devolución, no sea que debilite su propia fuerza y se convierta en lisiado. Nadie puede elegir su propia fuerza como negocio, no sea que ponga la vida al servicio del cuerpo. Lo que es entregado libremente debe ser devuelto libremente.

—Que Armonía cante con nosotros —dijo el ged.

—Que pueda cantar siempre con nosotros.

—Siempre cantará con nosotros.

¿Qué estaban diciendo esos seres fríos y oscuros? No tenía sentido para Jehane. Pero al menos la comandante había sido bastante clara.

Los guerreros estaban en el plano de honor con los geds. Si la comandante había dicho que la reclamación era honorable, entonces lo era.

—Ahora entraréis en R’Frow —dijo uno de ellos—. Después de que entréis, el perímetro quedará cerrado para vosotros. En R’Frow se atenderán todas las necesidades de vuestro cuerpo. La iluminación ha sido alterada para adecuarla a los modelos de vuestros cuerpos, dieciséis horas de luz seguidas por ocho de oscuridad. Al comienzo de cada enseñanza, sonará el grauf —se oyó un ensordecedor sonido desagradable, como metal sobre piedra, y se detuvo en forma igualmente brusca—. Y vendréis a la Sala de Enseñanza, en el centro de R’Frow junto con los humanos de los otros portales. Ahora entrad en R’Frow.

Junto con los humanos de… Habría delysianos en R’Frow. Delysianos.

No hubo tiempo para el escándalo. La pared detrás de los geds se disolvió, caminaron a través de ella, y luego se cerró sin grietas detrás de ellos.

La pared que cruzaba la habitación se disolvió para formar un arco, a través del cual podían verse los árboles. Durante un momento, nadie se movió. Paredes que se abrían y se cerraban; una ciudad que no podían abandonar durante un año; monstruos de tres ojos… La comandante se volvió, hizo una señal a sus guerreros, y el mal momento pasó.

Un súbito regocijo invadió a Jehane. Iba a recibir armas que ningún jelita había empuñado jamás. La reclamación de honor de un año, y luego formaría parte de un núcleo de hermanas-guerreras como el mundo jamás había visto. Se había elevado a la altura del Marcador, y en los días futuros la medida del Marcador sería fijada por los núcleos jelitas armados en R’Frow. Su corazón se dilató.

Marchó en formación con los guerreros de Jela, atravesó el arco y entró en R’Frow.

8

—Otra contradicción —dijo la Biblioteca-Mente. Dieciocho geds, la totalidad del proyecto planetario, dejaron de observar las pantallas murales para escuchar al unísono—: Ladodelsol: el subgrupo «jelita» fue el que mostró mayor cooperación. Un humano cantó armonía por todos, como si fueran geds. A diferencia del otro subgrupo, entraron en R’Frow con orden y en paz, y eligieron dormitorios con sólo unas pocas palabras de discusión. No hubo división sobre qué humanos habitarían en las distintas habitaciones, ni qué humanos cumplirían determinadas funciones. Todo se llevó a cabo con ayuda mutua.

»Ladoscuro: tanto en el habla como en las acciones de los humanos fuera de R’Frow, el subgrupo “jelita” tuvo el mayor contenido de violencia.

»No se sabe cómo esto se relaciona con la Paradoja Central.

La habitación se llenó de feromonas de frustración. Nada encajaba. Ni la conducta de los dos grupos de humanos, ni los datos reunidos en la observación de los humanos que durante un año realizó la Biblioteca-Mente, más allá del proyecto, ni los alarmantes resultados del examen biológico del humano gigante albino mientras se hallaba en estasis.

Los geds se acercaron entre sí, golpeando espaldas, piernas y cuellos. Alguien bajó tres unidades la temperatura de la habitación y los demás refunfuñaron armonía. Los datos de la irracionalidad de los humanos justificaban el frío.

Humanos irracionales, inmorales… que no debían haber existido.

—Noticias de la Flota —dijo un ged, y todos se acercaron aún más, radiando feromonas de desesperación con el fin de desencadenar las de simpatía, y así husmear qué consuelo podía haber en una situación que no debería haber existido en la galaxia, que no podía existir en la galaxia… pero que de hecho existía.

De las miríadas de formas que la vida podía tomar, de todas las especies en todos los mundos habitados, sólo existían tres tipos:

Las especies de poca o ninguna inteligencia matemática y una amplia variación genética. Se desarrollaban, rápidamente, por la supervivencia de los más fuertes. Algunas practicaban la violencia intraespecie, otras no. Pero ninguna alcanzó jamás una tecnología significativa. Para los geds eran animales, que debían ser usados si resultaban útiles.

Las especies de inteligencia matemática y una amplia variación genética. Se desarrollaban, rápidamente, por la supervivencia de los más fuertes, incluyendo la violencia intraespecie. Finalmente alcanzaban la tecnología del átomo. Los geds las apartaban, sin gastar mucho tiempo en estudiarlas. No tenía objeto. Antes de que pudieran llegar más allá de sus propios sistemas solares, destruían sus propios planetas. Siempre.

En tercer lugar, estaban las especies de inteligencia matemática y poca variación genética, como los propios geds. Se desarrollaban muy lentamente, en viejos planetas de antiguas estrellas. Los avances provenían de mejoras que tardaban milenios, de pequeños cambios, en civilizaciones en las que nadie era sacrificado a los demás. La violencia intraespecie no era genéticamente posible. Al existir sólo una vía a la tecnología de propulsión estelar, a través de las matemáticas, sus mentes no parecían muy diferentes a las de los geds. Los usos del cuerpo seguían a la mente, y así las especies, capaces de vivir en el lejano espacio galáctico, tendían a parecerse entre sí. Era una galaxia de parientes mentales.

Los geds procuraron siempre establecer tratados con tales especies, aunque cuando la territorialidad de éstas resultaba ser tan fuerte como la de los geds, a veces eso resultaba imposible y la guerra se hacía necesaria. Los geds siempre lo lamentaban y sus feromonas olían a pesar por el carácter único de las especies perdidas.

Nunca había existido una especie que practicara la violencia intraespecie y que sobreviviera para alcanzar la tecnología de propulsión estelar.

Hasta los humanos.

Ellos habían ocasionado el caos, llenando el espacio con una tecnología que no deberían tener y una territorialidad tan fuerte como la de los geds. Una especie joven y temeraria que prefería estrellas amarillas y antiestéticas, respiraba oxígeno y cambiaba tan rápidamente que resultaba impredecible en la batalla, luchando tanto entre ellos como contra la Flota. Esto era lo que más sorprendía a los geds… luchaban entre sí con la tecnología de propulsión estelar. No deberían existir; deberían destruirse asimismo en sus mundos nativos, y que los supervivientes terminaran reducidos a un estado de barbarie.

A veces lo hacían. Pero no con demasiada frecuencia, y eso no había forma alguna de comprenderlo. No era genéticamente posible. Empero existía, y los humanos existían, y las naves humanas, y las geds, existían… tumbas brillantes, congeladas, radiactivas, flotando en el vacío. Tumbas que no podían solucionar nada.

Las noticias de la Flota olían a desesperación: otra batalla perdida con los humanos, cuya estrategia de hoy no podía predecirse en base a la de ayer.

—La Paradoja Central —gruñó la Biblioteca-Mente—. Ladodelsol: los humanos son violentos entre ellos. Pasado un nivel primitivo de evolución, la violencia intraespecie no es beneficiosa para ésta. Destruye recursos y consume energía. En una especie con amplia variación genética, puede destruir aquellas mentes más capaces de nuevas ideas, las que podrían compensar la falta de cooperación entre especies.

»Ladoscuro: los humanos han alcanzado la tecnología de propulsión estelar. Por tanto deben usar la matemática de números-racionales. Ganan batallas territoriales. Aún existen.

»Debemos comprender por qué. Debemos resolver la Paradoja Central.

La Biblioteca-Mente cambió configuraciones gramaticales a una gramática raramente utilizada. Las configuraciones denotaban una explicación provisional que parecía apoyada por hechos, pero también parecían lógicamente absurdas.

—En esta especie, la violencia intraespecie y el desarrollo de propulsión estelar están positivamente vinculados. A continuación, las ecuaciones…

»No se sabe cómo ocurre esto. Es lo que debemos descubrir.

La Biblioteca-Mente había sido creada por los geds. En parte era orgánica y en parte no. Incluía los modelos de incontables mentes geds. Tras un momento de silencio, gruñó:

—Que Armonía cante con nosotros.

—Que Armonía cante con nosotros —respondió una poetisa llamada Krakgar.

—Que cante siempre —dijo el joven R’Gref que apenas había pasado la edad de la torpeza. Este experimento era el primero que realizaba lejos del mundo en que habitaba.

—Siempre cantará con nosotros —dijo Grax. Había cantado en armonía con la humana que había hablado por su subgrupo. Él era maestro de inexpertos, de la misma forma que un poeta era un poeta, finamente cortés y con mucho gusto para satisfacer la necesidad de un ged.

Podía haber sido un poeta; el lenguaje no hubiera diferido mucho. Pero le gustaba ser maestro. El diseño de la Sala de Enseñanza, realizado con cuidado e ilusión, era obra suya.

En las pantallas del Muro en esta habitación principal, docenas de humanos se movían a través de las salas de R’Frow. Los geds observaban un poco más, y luego desconectaban las pantallas. Ninguno podía prestar atención. Sus feromonas olían a pesadumbre, cuyo único consuelo posible debía de ser el duelo por los muertos en combate. Los dieciocho salieron de la habitación, con las manos golpeando espaldas, piernas y brazos, para igualar a todos. Se emparejarían en temperaturas frías, en las feromonas de la lamentación, en el conocimiento de que la simiente mezclada del frasco no sería ahogada sino quemada. Se emparejarían para los muertos.

—Que Armonía cante con nosotros.

—Que Armonía cante con nosotros.

—Que Armonía cante siempre.

—Siempre cantará con nosotros.

La Biblioteca-Mente permaneció observando y escuchando, ordenando miles de millones de moléculas y bits de nuevos datos de la ciudad humana, buscando respuestas.

—… La violencia humana intraespecie y el desarrollo de propulsión estelar están absolutamente vinculados…

»Se desconoce cómo ocurre esto.