DÍAS DESPUÉS, con mi camisa, mi pantalón y mis calcetines de luto, me mandaron a la escuela. Era un día de septiembre de 1939, y los alemanes, lo decía el periódico, habían invadido Polonia. Mientras corría hacia la escuela sin saber quiénes eran los alemanes ni dónde estaba Polonia, las nubes pasaban sobre las copas de las moreras, y el cielo, a trechos, se abría azul, como un mar de papel suave y cristalino. Empujé la puerta y dije:

—¿Se puede?

Sólo vi cabezas de niños, quienes, desde sus pupitres, al oírme, se me quedaron mirando. Yo también los miré. Algo, que no sabía, me hacía mirarlos fijamente. Todos tenían en su rostro un no sé qué, una mirada extraña, como de papel viejo y sin sonrisa. Como si los unos fuéramos espejo de los otros.

—Adelante —oí la voz del maestro, quien, serio, no me quitaba ojo desde su mesa.

Era mi primer día de escuela…

Cádiz, Granada, Almería, 1976-1977