QUIZÁ LO MEJOR es que todo hubiera sido mentira y que ninguna de aquellas cosas hubieran ocurrido nunca. Que aquellas dos niñas nunca hubieran existido, sino que hubieran sido producto de la mente, pura fantasía, y que ni la guerra, ni la muerte, ni todas las demás cosas que habían sucedido hubieran pasado realmente. Muchas veces yo mismo pensaba en todo esto, me sentaba delante de los libros y me empeñaba, yo solo, en meterme en la cabeza, casi a golpes, el que nada de lo que había conocido había pasado nunca… nunca…
—Todo es mentira. Yo nunca he tenido dos tías locas. Yo nunca he tenido un tío Miguel. Yo nunca he visto a los fusilados, nunca, nunca…
Y me pasaba las horas escribiendo esa palabra en la pizarra: Nunca, nunca… hasta que me quedaba cansado, inerte, con los ojos perdidos en un mundo de silencio.
La tarde venía verde por la ventana. Un azul de tela vieja, de árboles viejos, se deshacía sobre la línea del campo. Veía la sierra como dibujada sobre un papel grande, con su cresta de nieve y las nubes, ligeras, cabalgando hacia lugares ignotos. Nunca, nunca…
Puede que la única guerra de verdad fuera aquella de hacía muchos años, cuando los franceses pasaron por el pueblo y fusilaron, en el patio, a los hermanos de la bisabuela. Allí, todavía, estaban vivas sus sombras muertas, tal como quedaron aquel día, con la luna impregnando sus tremendas manchas de sangre.
Anochecía cuando, despacio, bajé hasta el huerto y destapé el viejo pozo donde un día yo mismo vi, colgado, el cuerpo de la bisabuela María del Carmen. Pero, ahora, al quitar la tapa, sólo salió de allí el hedor de la humedad, su tremenda bocanada de vacío. Miré y sólo vi, honda, la moneda fría del agua inmóvil y callada. Ya no estaba para nunca aquella bisabuela romántica. Todos los sueños habían desaparecido de repente. Cuando subí de nuevo, la abuela parecía más vieja que nunca, como si supiera que yo también sabía… Ése fue el último día que la vi levantada; a partir de entonces todo empezó a cambiar…
Alguna vez, al cabo de tantas cosas, tendría que preguntarme si la guerra de verdad hacía tiempo que había terminado o si, por el contrario, de alguna manera, aquella mala guerra continuaba existiendo por alguna parte. Todavía se veían soldados, con fusil y bayoneta, que pasaban hacia un lado o hacia el otro. Se hablaba de la lucha guerrillera que continuaba en la montaña.
Pero lo que más recuerdo fue el día en que los mismos aviones que nos arrojaban las bombas en la guerra, de repente, se asomaron sobre las nubes y bajaron hasta los tejados del pueblo y nos bombardearon, de manera insólita, con una lluvia de florecillas rosa, blancas y amarillas. Todos vimos cómo bajaba ese maná del cielo, esa llovizna multicolor y dulce que fue renovando nuestras casas, la plaza, la iglesia y la carretera. Como pude recogí con las manos un puñado de aquellas florecillas y las llevé a mi casa, depositándolas, con veneración, sobre la mesa limpia del comedor, como si de algo sagrado se tratara. Mientras los aparatos se alejaban de nuevo, recuerdo el llanto de mi madre y de la abuela, petrificadas ante las flores, sin atreverse por nada a tocarlas. Más que flores, pienso, eran como el aliento o el alma de tantos y tantos como la guerra cruel se había llevado por delante.
Por el balcón la tarde se empañaba de un azul triste, cuando yo mismo volví a recoger las flores y las guardé religiosamente en el cajón de la cómoda.
En seguida, en cuanto el verano se apagó y las primeras lluvias del otoño aparecieron sobre la raya del cielo, la abuela dejó primero de salir de su cuarto y luego ya no pudo levantarse. En realidad, ya le daba lo mismo vivir que estar muerta: todos los caminos los tenía andados y, ahora, como ella decía, sólo me resta esperar…
Y esperar es lo que hacía, sentada, con el rosario en la mano y la cabeza caída sobre la almohada.
Un día me dijo:
—Ven.
Me acerqué para ver lo que quería. Me contó que en aquel cuarto habían nacido su madre, ella misma y todos sus hijos.
—Tú también has nacido aquí.
En ese momento la habitación me pareció sagrada. Levanté la vista y vi la lámpara que se descolgaba del techo. Vi la cómoda. El lavabo, con el jarrón y la jofaina grande, de porcelana. Todo lo mismo que hacía cien o más años.
—Siéntate —me dijo.
Me senté, mirándola, pensando qué cosas tendría en su cabeza. Su vida, sus amores, sus alegrías estaban guardados allí como dentro de un arca.
—Abuela, ¿quieres que te lea algo?
Movió la cabeza diciendo que no quería que le leyese nada. Por la ventana, la luz se entristecía y los ruidos se apagaban dejando en el cuarto una fragancia de flores marchitas a punto de perecer.
—Pronto llegará el invierno.
Vino mi madre y le dejó una taza de leche en la mesita.
Yo le hubiera preguntado, abuela, ¿qué es el invierno? Habría sido una pregunta inútil. El invierno era ella.
—Abuela, ¿qué es la vida?
La vi con ganas de aferrarse al bastón, queriendo cogerlo.
—La vida es tener ganas de vivir…
Una tarde se incorporó en la cama y me pidió todas sus cosas: los espejos, los peines, los polvos, porque decía que había recibido una carta de su hijo en la que le decía que llegaría a casa esa misma noche. Hubiera sido cruel contradecirla. Recuerdo que todo se lo fui dejando sobre la cama, mientras contemplaba cómo cogía cada uno de aquellos objetos e intentaba arreglarse el pelo y se blanqueaba de polvos las mejillas. Aquella noche se agravó muchísimo y mi padre me mandó para que avisara al médico y al cura, quien, a los pocos momentos, llenó la casa con el taconeo de sus botas militares. La abuela, que ya no tenía fuerzas para nada, se quedó dormida ya de madrugada. Nunca me hubiera figurado que ese sueño era la muerte.
Ha pasado mucho tiempo y todos esos recuerdos parecen flotar en alguna parte. Y yo me digo: ¿Pasó todo eso? ¿Ocurrió alguna vez? Y, sin embargo, no se me quitan por nada aquellos ojos de viejo can de la abuela clavados en mi vista y que parecían esperar no sé qué… Veo su cuerpo, como el de una niña, encogido y tierno, tendido en el suelo, con su camisón de dormir, que no le tapaba los pies. Y veo sus manos juntas sobre su pecho, enlazadas con un rosario. Y veo su cabeza, apretada por un pañuelo, para que el labio no se le cayese. Y veo su sueño, su enorme sueño para siempre, dormida y olvidada, completamente lejana, sin comprender qué misterio, qué muro, qué barrera se había levantado, de pronto, entre ella y nosotros. No lloré, sino que estuve mucho rato viéndola así, recién muerta, tendida en el suelo frío, mientras alguien iba desnudando de cosas la habitación como si, con ella, también se hubieran muerto todos aquellos recuerdos que allí vivían. Por la ventana entraba la luz del sol y se oían los pájaros, a millares, picoteando en los árboles. El verano moría, y la luz, sobre las colinas y sobre los álamos, tenía un dorado suave de aguas ocultas.
Ni me parecía verdad que fuera posible aquello que había pasado. Vi cómo se llevaban la butaca y el bastón de la abuela y sólo quedó allí, en mitad del cuarto, toda su ausencia. Hasta me acerqué a la alcoba aquella en la que todos habíamos nacido y dudé de que de ahora en adelante pudiera servir para algo. ¿Sería yo capaz de conservar aquella casa, tan vieja y tan apuntalada, tan barrida por los vientos de la guerra? De pronto sentí sobre mí el peso de aquella familia, de los abuelos y de aquellos tíos extraños, muertos de manera rabiosa, talados como árboles, fusilados en el patio, o quién sabe en qué parte del mundo. Todo estaba salpicado con la sangre de todos. Noté el nudo que se me hacía en el pecho cuando, estando así, noté en mi hombro la mano de mi madre que debía estar contemplándome y que, al mirar, vi sonreírme tiernamente como si, de repente, hubiera recobrado todas las razones perdidas. Me dijo, ven, y me llevó con ella al balcón para que viera el cielo limpio a esa hora, sin una nube, que relucía sobre las casas blancas del pueblo y sobre la torre de la iglesia, con su veleta y su cruz de hierro.
Me dijo:
—¿Te gusta?
Y yo la volví a mirar porque, de repente, me pareció reconocer en su voz la misma voz de la abuela. Luego levantó la mano y me hizo la señal de la cruz en la frente.
—Para que Dios te libre de los malos pensamientos…