TODO se habría olvidado (la guerra, la muerte del tío, la prisión de mi padre) si aquel domingo, sentados todos en la sala, no hubiéramos oído de pronto, con completa nitidez, lo mismo que en los viejos tiempos, el lloro aniñado y tristón de tía Peregrina, quien, aquella tarde, no atreviéndose a llamar, se había quedado allí, delante de la puerta, dejando que su llanto de niña tonta y loca subiera, como un viento, la escalera y entrara en el cuarto. Al cabo del tiempo casi nos parecía imposible que, como si nada, lo mismo que entonces, volviera a oírse ese no sé qué de mosquita muerta que era aquella tía sentimental, que se echaba a llorar por cualquier tontería. Por eso, al sentirla dentro de sí, sin poderlo remediar, la abuela se abrazó a su bastón amigo como el náufrago que se coge a una tabla y se quedó firme, las orejas levantadas, casi un podenco a punto de cazar su presa. Era así como yo la veía, preparada, sin quitar los ojos de ese punto invisible que eran sus dos hijas pródigas. Fue entonces cuando mi padre se puso de pie, salió, abrió la puerta, encontrándose con aquellas dos sombras estrafalarias y delgadas, vestidas de negro sucio, con las cabezas envueltas en una especie de turbante hecho con retazos de camisa teñida. No sé qué pensaría mi padre cuando se encontró con aquel cuadro: tía Peregrina llorando y tía Santo pálida, sosteniendo, de la mano, una maleta de soldado. Oímos sus pasos, oímos el lagrimeo monótono y chillón de la tía, quien trataba de decir alguna cosa, negándose a comparecer delante de la abuela, quien, tensa, había terminado por esperarlas de pie, apoyada en su bastón, sin quitar los ojos de la puerta, hasta que aparecieron aquellos dos fantasmas de sus hijas, aquellos despojos de la guerra, aquellos mamá, mamá, indecisos y tímidos. Fue entonces, al tenerlas delante, cuando ella recobró sus energías perdidas y clavó las uñas en el brazo del sillón a punto de sacarle la sangre si la tuviera, y luego, como una bola, como si toda la boca, los labios y los dientes se le hubieran convertido en la boca de una escopeta, les apuntó y les disparó al tiempo que, convulsa, machacaba el suelo con la punta del bastón, levantaba la mano, la cerraba y la agitaba amenazando en el aire, haciéndole decir esas cosas tan tremendas que ella, de ninguna manera, pudo escupir.
—¡Excarceladas! ¡Rojas perdidas!
Porque era de la cárcel, después de varios meses de prisión, de donde ahora salían con libertad provisional, marcadas y humilladas. Horriblemente marcadas cuando, con pudor, se quitaron aquellos turbantes de luto y dejaron a la vista sus cabezas rapadas y afeitadas, blancas y brillantes, como las cabezas de dos efebos. Fue por eso y no sé por cuántas cosas más cuando la abuela, al cabo de los años, perdió de pronto el bastón y cayó sentada en su butaca, al tiempo que se orinaba patas abajo, sin dominio ni control, desorientada y confusa, mojándose las medias y los zapatos, en una meada que, en ese momento, al cabo de su vida, era un lloro amargo y solitario.
—¡Mierda, mierda, mierda!
Diría muchas veces.
Porque nada de lo pasado, ni los soldados, ni los incendios, ni el avión derrumbado, ni las muertes, nada de aquello tenía tan horrible rostro como el que trajeron mis dos tías locas perdidas, sentadas, encogidas y cobardes, llorando sin llorar, hablando sin hablar, viviendo sin vivir, porque ahora ya no tenían derecho a tener derecho, eran dos rojas, dos vencidas, y los que pierden son ya como nada, como tierra que se pisa o como saliva que se escupe.
Creo, y no miento, que acaso fuera ese día, después de la contienda, el más ruin de la guerra. El día en que nos dimos cuenta de que, entre dos frentes, todo lo habíamos perdido. De que nosotros no habíamos ganado nada, nada. Por eso, estupefacto, mirando a los unos y a los otros, sin poder expresar lo que sentía dentro de mí, acabé soltándole una patada al bastón de la abuela.