ME LLAMÓ MI PADRE desde la ventana. Me llamó, y su voz, lo noté, era agria. Desde hacía algún tiempo lo veía pagar conmigo no sé qué enfados, no sé qué tristezas. Me regañaba por cualquier motivo. Me decía que me estaba convirtiendo en un golfo, en un gitano. Porque, seguramente, tú a lo que aspiras es a ser un don nadie. Lo decía convencido de mi anarquía, de ese importarme todo absolutamente nada. Era un desdén por la vida, un desencanto hacia lo visto y lo por ver, sin que encontrara, por más que lo intentara, ansias de vivir, como si lo único importante fuera ese rotundo ser por el simple hecho de parecer ser. Me llamó y me dijo ven en seguida, y yo, conociendo su genio, corrí y me paré delante de él, mirándole, como diciendo aquí me tienes. Me midió con la vista y me dijo: Vienes hecho un desastre. Fue entonces cuando me di cuenta de que estaba sucio, sucísimo, de que tenía los pantalones manchados de tierra, de que tenía los zapatos cubiertos de barro.

—Un desastre —remató mirándome por delante y por detrás y llevándome luego, cogido del hombro, hasta la sala, donde estaba la abuela atenta a la regañina de mi padre.

—Mira cómo viene —le dijo, poniéndome delante de ella, y yo me vi como un reo delante del juez—. Este niño me preocupa. Me preocupa porque le veo sin ilusión. Porque no tiene inocencia. Porque a veces lo miro y no me parece un niño. ¡Yo no sé qué es lo que tiene en la cabeza! Pero te prometo que esto se va a terminar…

Era terminante. Yo le oía en silencio. Le oía y le miraba aquella pierna dislocada que cada vez le servía menos de nada.

Me llamaría muchas veces y me diría cosas parecidas. Y yo seguía viéndole así, herido, un soldado mutilado. ¿Por qué mi padre no había estado en la guerra, como el tío Miguel? ¿Por qué aquello que tenía no era consecuencia de una bomba o de un tiro?… Mientras me regañaba, yo me iba inventando no sé qué historias sobre aquella pierna tronchada, que ya no era pierna ni era nada, sino un remo que paleaba, en mitad del cuarto, intentando sacar su cuerpo a flote.

Aquel día mi padre me abofeteó delante de la abuela. Me pegó y yo no sabía realmente por qué me daba aquella paliza, sin que yo por eso soltara una lágrima, negándome a llorar, no queriendo, con rabia, doblegarme a ese castigo injusto, porque yo no sabía ni comprendía la razón de aquellos tortazos en mi pleno rostro, hasta dejarme la marca no sólo en mi labio partido, sino también en el corazón… Puede que mi padre tratara de hacer de ese modo su pequeña guerra pendiente, esa guerra que tenemos y tenemos que hacer siempre los españoles, porque, si no la hacemos, ni nos sentimos libres, ni vivos, ni muertos, ni nada. Sin entender ni comprender, de alguna manera me di cuenta de que yo simbolizaba el otro bando de mi padre.

Y yo sabía que aquello contra mí no era, en verdad, contra mí, sino que algo amargo pasaba por su alma, porque luego, más tarde, lo veía pesaroso mirándome sin quererme mirar, girando como una peonza, triste, sin poder decirme lo que sentía. Por eso quizá la huella se me hacía más honda. Entonces, sin llorar, lloraba por dentro. Me desgarraba, me hacía trizas, me sentía como un trapo que se rasga y se desgarra. Y yo decía: ¿Por qué? Y no había respuesta para ese porqué que quedaba suelto, que estaba allí, entrañablemente unido a millones y millones de otros porqué…

Oí a la abuela diciendo basta, porque no sufría el que se me hiciera daño sabiendo, como sabía, las angustias de que yo había sido testigo. Basta, déjalo que haga lo que quiera. Y mi padre se enfadaba y decía que ella era la culpable de mi mala educación, de que siempre anduviera por ahí y de que me hiciera un perdido. Porque lo que deseaba es que yo no me hiciera un desgraciado como todos los de aquella casa. Que fuera distinto a él. Distinto al tío Miguel. Distinto a la abuela. Distinto a… todos. Pero eso que quería, que se empeñaba en conseguir, era un imposible.

Sin duda, cada uno es hechura de los suyos: nadie puede cambiar el destino de una familia, ni siquiera el destino de un pueblo. Si somos como somos, es inútil echarle la culpa a quien no la tiene. Lo comprendería más tarde, cuando, con el tiempo, me parara a meditar no sólo en mí y en los míos, sino en los bienes y en los males del país, que nada tienen que ver ni con el color ni con las ideas de los unos y de los otros, ya que, debajo, como la raíz que sostiene el árbol, está la sustancia y lo permanente. Por eso, por más que él lo quisiera, yo, en el fondo, sería lo que siempre fue nuestra casa, y nadie podría evitarlo. Y eso era lo que a él no le entraba, y discutía muchas noches con la abuela, porque lo que había que hacer era romper con todos los sueños tontos del pasado y poner los pies en el suelo y comenzar una vida nueva.

Yo oía su voz segura, como si aquella voz no fuera su voz. No había duda de que algo se le había transformado por dentro, algo así como una congoja, como el temor a llegar tarde a alguna parte.

—Hemos perdido mucho tiempo. En este país siempre estamos perdiendo el tiempo —decía—. Somos un país de señoritos más que de señores. Nos gusta la buena vida, nos gustan las copas, nos gustan los toros. Todo nos gusta, menos trabajar. Los verdaderos señores son los primeros en la tarea y los últimos en el descanso. Así eran los antiguos señores de la guerra…

Yo veía a la abuela gesticular debajo del pañuelo, escondiendo la risa que la consumía y que, ante la seriedad de mi padre, no se atrevía a soltar. Mi padre seguía su monólogo, seguro y bien seguro de lo que decía. Yo miraba la tarde, que se deshacía violeta a través de la ventana y se perdía luminosa, dorada y transparente. Pero me hacían pensar, sin entender, las cosas que mi padre iba repitiéndole a la abuela cada momento.

—Si ahora no lo intentamos, algún día tendremos que empezar de nuevo…

Toda la noche, incluso en la cama, seguí preguntándome sobre aquellas amenazas de que hablaba mi padre, para quien el porvenir no se anunciaba halagüeño. Una sombra espesa parecía levantarse a su vista, y muchas veces dudaba yo si esa sombra que tanto le asustaba no sería yo mismo, su hijo, perdido siempre en el huerto, jugando a la guerra y a la represión, y hasta ensayando desfiles militares por las veredas, haciendo la trompeta y el tambor al propio tiempo…