TEMPRANO me metía en el huerto y me pasaba las horas allí jugando, en el invernadero, a los pueblos, a los soldados y a los aparatos que venían a bombardear y todo lo destruían. Corría el huerto llevando de la mano aquel terrible bombardero (un trozo largo de madera cargado de piedras) que remontaba, aceleraba y, finalmente, lanzaba en pico sobre aquellos ladrillos formando pueblo que, rápidamente, quedaban convertidos en ruinas. Era el único juego que le estaba permitido aprender a un niño durante aquellos años. Me asomaba a la tapia y veía el campo, los frutales y la acequia que corría, entre juncos, hasta oírse, alborotada, en el sifón. El cielo se abría limpio sobre la sierra y el volar ocre de los montes, como dientes. Yo decía: Todo este valle, este pozo largo y profundo, es la cabeza pelada de un cadáver. Me quedaba un rato mirando así, imaginando cosas, recordando los meses pasados cuando la guerra se encendía y se apagaba, de noche, sobre la blanca nieve. El cielo resplandecía, se quedaba de día un instante y, en seguida, caía en la tiniebla para volver a encenderse azulado, amarillo o violeta.

Pero ya la guerra se había terminado. Se había terminado aun cuando yo continuara jugando a la guerra. Aun cuando todavía no hubieran regresado de ella mis dos tías locas. Aun cuando supiéramos que estaban presas y la abuela, absurdamente, se negara a querer hablar de ello y de ellas. Estaban en la cárcel, por rojas, desde la muerte de sus maridos. Desde que aquéllos fueron fusilados por un Consejo de Guerra. Las canciones continuaban siendo de guerra y se hablaba y se reía y se dormía y se bautizaba y se casaba siempre, siempre, hablando de la guerra. En todas partes se encontraba escrita: en las calles, en las cicatrices. En las cárceles y en los fusiles. En las tapias y en los amaneceres. Sobre todo en la tierra mansa, en la tierra dulce y tranquila. En la tierra relajada y amante. En la tierra empapada y caliente…

—A una guerra sigue otra guerra…

—A una matanza otra matanza…

—A un adiós otro adiós…

Yo seguía mi juego alegre por el huerto, llevando y rellevando aquellos aviones poderosos que salían como espadas de fuego sobre las nubes y que, en un ziszás, todo lo barrían, todo lo convertían en sangre y en ceniza. Luego venía la represión. Yo mismo llevaba mis muñecos a la tapia. Yo mismo les tapaba los ojos con una hoja larga de eucalipto que les enrollaba en la frente. Yo mismo decía ¡fuego!, y yo mismo, con la mano, los hacía caer sobre el polvo hasta que los veía muertos del todo, de bruces o de cara, acabados para siempre.

Aquélla era la guerra guerra. Una guerra que volvía a empezar con esa lascivia, con ese frenesí, con ese placer entrañable del terror y de la venganza. Por eso, al rato, volvía a repetir mis fusilamientos, y una y otra vez caían aquellos hombres que no eran hombres, sino simples pedazos de madera que se quedaban allí con los ojos fijos, con la sangre dulce y salada tirada por el suelo. Y me sobrecogía el silencio que sigue siempre a ese silencio, cuando a la muerte sucedía el dorado del sol, el gemido del viento y los pájaros tan señeros por el cielo. Nunca sabría explicar qué pasaba de verdad con la muerte. Qué sentían aquellos hombres que yo veía morir y morir en tandas interminables, en un juego de naipes o de dominó, delante de la tapia sucia en la que, todas las tardes, también jugaban las lagartijas y las moscas.