ES MUY DIFÍCIL penetrar en el fondo de las razones del alma. Nadie puede decir esto o aquello, ni salvar ni condenar, a priori, a ninguno. La vida, se diga lo que se quiera, es siempre un misterio, un camino arduo que el hombre ha de recorrer inevitablemente. Y el hombre es sólo una pieza en un engranaje complicado, perfectamente ordenado y compuesto, que forzosamente ha de cumplir el destino para el que ha sido creado. Todo marcha, desde que nace hasta que muere, hacia una meta previamente señalada. Yo me pensaba estas cosas sentado delante de la ventana, viendo cómo el sol iluminaba las copas blancas de los eucaliptos, con sus ramas lloronas, junto al camino. Me pensaba todo esto cuando oía la voz del tío Miguel que sonaba cada vez más perdida, como si, poco a poco, fuera como el agua que va cayendo en un cántaro. La oía monótona y pesada, con su ronquido hueco de voz gastada, de voz que empezaba a desbordarse, a convertirse en puro líquido, en pura confusión de pasados y de presentes. Y no era suficiente que los amigos vinieran a la casa en visitas cada vez más espaciadas y menos concurridas, para que nada fuera capaz de detener esa fuga de su alma que yo, sentado allí, en silencio, oía como un chorro suave que caía lento sobre la taza de una fuente. Y yo me decía: Esa lluvia, que no es lluvia, debe ser el ruido que hace la muerte cuando se acerca o la vida cuando se marcha. Volví la cabeza y, por la puerta entreabierta, vi al tío tendido en la cama, con su bigote caído, los ojos cerrados, cada vez más de papel, más de sombra, varado en aquella cama, arrojado a esa orilla anchurosa de sus sábanas de holanda.
Los días pasaban azules, repetidos, calcados los unos de los otros, con esa mecánica de las cosas que se hacen de forma cotidiana. La casa se iba llenando de silencio porque todos, convencionalmente, estábamos de acuerdo en no hacer ruido, en cerrar despacio y con cuidado las puertas, en hablar bajo, como hojas que el viento suave arranca dulce de los árboles, en andar casi como hormigas… Y yo pensaba: Este silencio, este empezar a no estar ninguno, estando todos, es ya como la víspera de lo inevitable.
La abuela abría el balcón y se quedaba mirando las nubes que pasaban.
—Va a llover —repetía. O pensaba. O yo lo leía en su rostro, en aquel gesto de tristeza que le cubría la frente. Las nubes eran densas, de otoño, y el viento soplaba sobre la torre de la iglesia, sobre los olivos y más allá, sobre las cumbres oscuras, arropadas por el oleaje de un mar azul que no era mar, sino las nubes de la borrasca que venía…
Cerraba el balcón y se quedaba allí como un paraguas cerrado, la tela acrisolada por el sol, con las varetas rotas, medio sueltas, apoyada la cabeza sobre el cristal empañado. Ya no era un pájaro, ahora era un simple objeto, algo que se coloca aquí o allá y que se olvida. Sin embargo, debajo de aquellas alas plegadas de la tela seguía latiendo como una mariposa, como una llamita de mechero, aquella abuela buena de entonces como si, de repente, se hubiera convertido en un insecto, en una florecilla tierna, escondida, enjaulada debajo de sus ropas de mujer triste y avejentada. Hubiera sido inútil que yo, en aquellas circunstancias, le hubiera hecho también preguntas inútiles. Me limitaba a deambular por la casa, a salir a la calle, a caminar por el campo y a volver de nuevo a la casa, en ese círculo constante de los días que empezaban a ser ya siempre iguales, ondas de una onda anterior, cada vez más amplias, más sin energía, más carentes de profundidad. Y el caso es que me daba cuenta de que los demás, aferrados a sus cosas, apenas si tenían tiempo de darse cuenta de aquel sin estar de mi vida. Parecía que había dejado de existir para ellos. Que mi presencia no tenía ya ningún significado. Todo era vacío, decepción constante y unos deseos infinitos de dejar que las cosas siguieran su curso por su cuenta. Como si después de aquella guerra, después de haber puesto todos tanto y tanto, ahora, una vez terminada, a nadie ya le importara esa tarea común de hacer bien las cosas. Daba la impresión de que sólo la guerra, la pura guerra, el ganarla o el perderla, el ser yo más que el otro, era lo que realmente les había obsesionado.
—Abuela, ¿qué es lo que buscan los unos y qué es lo que buscan los otros con la guerra?
—Y eso ¿quién lo sabe?
Una tarde le oí a mi padre decir que el tío Miguel estaba muy mal y que por eso estaba allí el médico, quien se encerró con él en su cuarto y al rato salió con un gesto grave, signo visible de que su estado no era bueno. Hacía días que se negaba a tomar alimentos, que se quejaba de las piernas y que, incluso, olvidando que no las tenía, había intentado, en varias ocasiones, levantarse de la cama. Por eso lo habíamos encontrado en el suelo, intentando incorporarse con las manos. Era tremendo contemplar aquella especie de animal extraño que levantaba la cabeza y que se arrastraba como si tuviera las piernas enterradas en el suelo. La abuela, con los ojos clavados en el médico, dijo es mejor que se muera antes de que yo me muera.
Ni siquiera ahora estoy seguro de que ella dijese esas palabras tan horribles. Sabía hasta qué punto deshacía su corazón. El médico movió la cabeza entendiendo, diciendo lleva usted razón: hay momentos en los que es preferible estar muerto… La vida no está hecha para los débiles… Para los que son incapaces de valérselas por sí mismos… Todas esas palabras se quedaron flotando en la casa, en los rincones, en las sillas, encima de la mesa o de la cómoda, como si cada una de ellas tuviera vida propia. Luego le vi coger el sombrero y salir acompañado de mi padre, quien continuaba aquella conversación sorda, ese siseo convencional y enfermizo de la mente. Por la puerta entreabierta, la lámpara sobre la mesa, yo veía el brazo del tío que a veces se movía como señal inequívoca de que su vida seguía.
Y es verdad que siguió, aunque no por mucho tiempo. Estaba claro que el ovillo de su vida comenzó a soltarse aquel día en que una granada le arrancó las piernas, entre Illetas y Miravet. Sólo él podría saber hasta qué punto su alma se asomó a ese abismo insondable de la muerte. Estaba allí, en su boca y en sus ojos, ese resplandor de los fondos enigmáticos, ese sello o esa marca que lo hacían caminar hacia la meta irreversible.
Y un día, cuando la lluvia azotaba los árboles del huerto y las puertas de la torre se abrían y se cerraban sin piedad, dando golpes horribles, su alma, al fin, cansada, harta de arrastrarse, llegó al umbral de la muerte, y allí se quedó con las manos abiertas, tendido en la cama, con una lágrima de sangre en la mejilla y en los ojos abiertos.
La abuela, que parecía aguardar atónita ese adiós con la boca apretada, sin soltar una lágrima, le puso la mano sobre el rostro y, con suavidad, como si lo invitara al sueño, le cerró los ojos, y luego, serenamente, le cubrió la cara con la sábana. Fue así como acabó en nuestra casa aquella página gloriosa de la guerra. Se le enterró vestido de militar en aquel cementerio humilde del pueblo, su pueblo, donde, bajo una losa y una cruz, reposaban, desde siempre, los restos de nuestra familia. Alguna vez pasé por allí y me quedaba mirando la tumba bajo la que, sabía, ahora yacía él. Era imposible creer que todo lo pasado, que todo lo sufrido, que todas sus ansias de vivir habían sido una simple quimera. No es justo que el hombre viva y sufra para nada. No es justo que el hombre llore por nada. No es justo que uno muera para nada. No es justo que haya injusticias y que unos rían y otros no tengan casa, ni pan, ni esperanza… ¿Qué Dios de la nada puede haber inventado tal cúmulo de maldades? ¿Cómo puede quedar todo, en un segundo, reducido a ceniza, a menos que ceniza, a un soplo estéril y olvidado?… Si el hombre no tiene más destino que éste, ¡qué desgracia ser hombre! Por eso, pensando yo en la vida y en la muerte, pensando yo en lo útil y en lo inútil, pensando en esta y en la otra vida, me echaba a llorar, seguro de que nada de aquello podía ser verdad y que Dios, el cielo, el alma, la resurrección y la libertad tenían que ser…
—Dios existe…
—El cielo existe…
—El tío Miguel ahora tiene piernas y puede andar de pie, mejor que nosotros, en la otra vida…
Mi padre me decía:
—¿Qué es lo que estás diciendo?
Me sentía como cogido en una pillería y no sabía qué contestar.
—En cuanto venga el maestro irás a la escuela…
Y como no replicara, insistía:
—Así que ya lo sabes…
Lo miraba absorto, seguro de que, efectivamente, iría a la escuela en cuanto viniese el maestro, que también había ido a la guerra.
Todavía me miró mi padre, y su mirada me turbó, sin saber por qué, sin atreverme a levantar los ojos del suelo…