LA ABUELA volvía a su sillón. La veía ahora cada vez más escondida debajo de su toca, cada vez más debajo de sus manos, el rostro oculto, dejando sólo asomar su mano débil, su mano fina de marfil, como un guante vacío sobre el puño del bastón. La veía callada, muda y hasta sorda cuando del cuarto del tío Miguel salían sus insultos disparados con metralleta. Nada podía ya afectarle. Todo le daba lo mismo. Sólo veía su mano viva que se endurecía, que se agarraba como una tenaza, como la garra de un ave carnicera, al puño del bastón, y que luego se aflojaba y se quedaba perdida, solitaria y a su suerte, como si, en aquel silencio, aquella mano desvalida se le fuera suicidando.

A veces venían de la ciudad amigos y compañeros de armas del tío. Se sentaban en torno a la cama, contaban historias que sólo a ellos concernían, se reían a carcajadas, cantaban canciones de la guerra, y esta emoción le hacía regresar a los campos de batalla. Pero en cuanto aquéllos se marchaban, le veíamos pegar el rostro a la almohada y aguantar allí el llanto y la rabia que ya para nunca podría quitarse.

La abuela se levantaba del sillón, venía lenta hasta su cuarto y le decía:

—Hijo…

Y su consuelo quedaba reducido a ese hijo, como una luz que se encendía y se apagaba en medio del cuarto.

Los días pasaban azules y grises. Se decía que la sierra estaba infestada de muchos de aquellos combatientes que no habían querido rendirse a las tropas de Franco. Por eso algunas noches se oían disparos lejanos, bombazos, ladridos de perros, que el silencio tapaba en seguida. Nunca se lograba saber nada de nada: ni quién pegaba los tiros, ni quiénes eran los que corrían, ni quiénes azuzaban los perros, ni quiénes gritaban al alba. Era mejor dejar las cosas como estaban. Aquella, ahora, era una guerra mucho más cruel que la pasada: era una guerra de sombras y de signos en la que la muerte se había convertido en un vacío interminable. Desde los asesinados anónimamente delante de sus casas «por fascistas», a los que sucumbían en una lucha sin piedad y sin esperanza. Una vez, con otros niños, vi cómo descargaban de un camión, en la puerta del cementerio, una brazada de cadáveres semidesnudos, sangrientos y rígidos, como si aquellos hombres andrajosos y horribles estuvieran tallados en madera de pino. Nunca jamás se me quitaría de la cabeza aquella estampa, ese enfrentamiento violento y cruel con la muerte.

Pero, a pesar, la vida seguía su camino. A la luz sucedía la sombra. Veíamos las nubes, trémulas, pasar sobre las casas del pueblo y perderse, como grandes hojas de humo, sobre las colinas color azul triste. Parecía casi imposible que a los días largos de la guerra hubieran sucedido ahora los días veloces y minúsculos de la paz.

Mi madre se asomaba a la ventana y se quedaba silenciosa contemplando cómo las estrellas se iban clavando en el papel del cielo. Se pasaba las horas muda, con aquella palidez de la tarde reflejada en su rostro, a veces anciano, a veces fresco como una rosa. Parecía milagro ese estar de su figura, de sus ojos azules, de su nariz y de su boca.

Mi padre subía dando cojetadas, empujaba la puerta y se iba derecho al cuarto del tío.

—¿Quieres alguna cosa? —le decía.

El tío movía la cabeza y no contestaba. Otras, se pasaban las horas hablando y fumando, hablando y fumando. Yo me acercaba a la abuela y le decía:

Abuela, ¿de qué hablan?

Ella levantaba la cabeza y parecía poner atención.

—Hablarán de cosas de hombres —decía, encogiéndose de hombros.

Yo me preguntaba qué cosas serían esas tan importantes cuando tenían que decirse con la puerta cerrada, mientras llenaban de humo la habitación y apenas si se les escuchaba. Y cuando yo le insistía a la abuela qué cosas de hombres eran esas cosas, golpeaba el suelo con el bastón y decía, ¿qué cosas quieres que sean? ¡Cosas! Y aquella palabra seguía sola multiplicándose por el cuarto, enganchada a su bastón, como si le costase trabajo deshacerse de ella e hiciera lo imposible por arrancársela…