RECIBIMOS UN TELEGRAMA en el que se nos decía que el tío Miguel llegaría al pueblo a tal hora de aquel mismo día. Era un telegrama extraño, que mi padre se limitó a leer y a meterse en seguida en el bolsillo.

—Vuelve Miguel —le oí repetir a mi madre, con una sonrisa dulce, mientras se miraba en el espejo. Hasta parecía guapa echándose el pelo para atrás y poniéndose polvos en las mejillas—. Vuelve —repetía, como si se lo estuviese contando a sí misma, mirándose, sin acabar de reconocerse en aquella doble del espejo—. Miguel…

La contemplé hasta que oí el bastón de la abuela por el pasillo, que venía protestando con su taconeo seco, nervioso, diciendo a cada momento, ¿dónde te has metido? Fue ese ¿dónde te has metido?, lo que rompió el encanto de la visión y lo que deshizo la imagen de mi madre cuando se volvió y se quedó mirándome sin decirme nada, sin saber por qué estaba yo allí, parado, sin quitarle los ojos.

Aquella noche, fue verdad, vino el tío Miguel. Anochecido, mi padre me llamó y me dijo: Ven conmigo, vamos a por tu tío. Nos fuimos a la carretera, y, al rato, los faros de un coche nos tragaron al detenerse delante de la casa. A través de la ventanilla se veía al tío, con su gorro de oficial, vestido de uniforme. Pero aquél no era el tío Miguel que saltó la tapia para irse a la guerra, aquél (cuando lo sacaron del coche) no era sino la mitad, ya que le faltaban las dos piernas. Mientras mi padre le decía: ¿qué pasa, Miguel?, y le abrazaba, yo miraba espantado aquellos pantalones vacíos que colgaban de su cuerpo y que el viento movía y arrastraba a su antojo como un espantapájaros. Fue quizá la mayor tristeza de mi vida, porque, en mi mente, no entendía el gozo de la victoria con la desgracia de aquella mutilación. Al besarlo, sólo recuerdo la dureza de su barba sobre mi rostro infantil. Luego los gritos y los lloros de mi madre y de la abuela, como si nos hubieran traído un muerto. Y es posible que fuera eso lo que realmente nos trajeron a casa aquella noche…

Durante muchos días, durante el tiempo que vivió, sólo recuerdo su rostro helado, de papel, como pintado con lápices azules y verdes, en donde florecían, como margaritas, sus ojos de miel y de fuego. Yo me decía: son los mismos ojos de la abuela. Lo veía irritarse, intentar lo imposible cogiéndose a los barrotes de la cama, al tiempo que decía: inútil, inútil, INÚTIL… Y su voz era como un grito desnudo, desorientado, rebotando por la casa. La abuela, con su bastón, sin valor y sin coraje, venía despacio hasta su alcoba, se ponía al pie de la cama y se quedaba mirando en silencio a su hijo, al que, estoy seguro, veía ahora como un bebé dentro de su cuna, ea, ea, ojalá fuera un niñito de teta, ojalá estuviera recién nacido, al que ella podría coger en sus brazos, mecer y tener así, pegado, como un capullo fresco, junto a su corazón… ¡Qué cosa más triste es la guerra! ¡Qué flor más amarga!

Yo mismo venía hasta la abuela, le acercaba una butaca y le decía, abuela, siéntate, y ella se sentaba sin verme, dejándose caer, quedándose así, con sus manos cruzadas sobre el puño del bastón, pensando, pienso yo, ¿qué guerra es ésa que hemos ganado nosotros?…

Me levantaba, abría el balcón a la calle, mientras oía el jaleo del tío, mientras veía el rostro aquel, el de un cristo, tapado con sus manos, anulado, sin querer que nadie le viera aquellos ojos vivos en los que afloraba su ansia de vivir, su lucha y su fracaso. Abría el balcón y me quedaba mirando la carretera vacía, plateada por el sol que apenas si ya existía, y las moreras, con sus hojas oscuras, inmóviles y extrañas. Ni parecía que hubiera habido guerra nunca. Ni parecía que existiera nadie. Ni siquiera nosotros…

Más tarde veía cómo la luz entraba como un cuchillo por el postigo. Veía su rostro, su barba afilada y aquellos ojos que se esforzaban por no sucumbir. Le veía contestar, sin palabras, las preguntas que la abuela le hacía con la mirada. Así se pasaron muchas horas de aquellas tardes, el uno frente al otro, sin hablar, sin cesar de hablar, acaso culpándose (¿de qué?) mutuamente, hasta que, al fin, cada vez más vencida, más doblada, veía salir a la abuela arrastrando los pies, arrastrando el bastón, perdiéndose por los pasillos.

Mi madre, como siempre, encendía la lamparita, le sonreía a su hermano, le ponía la mano en la cabeza y le decía, Miguel, Miguel… sin dejar de acariciarlo. Muchas veces lo levantaban entre todos, lo sentaban en una butaca y lo ponían junto al balcón para que pudiera ver el patio. Yo lo veía fumar, quedarse mirando el pozo, cuyas historias mágicas, como a mí, le contaría la abuela… Lo miraba a hurtadillas, con no sé qué temor a sus gritos. Como si, en cualquier momento, pudiera bajarse del sillón y, sin piernas, hubiera podido perseguirme por la casa. A veces, no sé cómo, me encontraba con su mirada y, entonces, bajaba yo los ojos, asustado. Hablaba muy poco con él. Sí, recuerdo un día en el que estando los dos solos, yo sentado en el suelo junto a él, de pronto sentí su mano, como la de mi madre, que se posó en mi cabeza mientras con la otra se ocultaba el rostro y sollozaba. Eso, como digo, sólo pasó una vez. Después, cuando me veía entrar en su cuarto, me decía vete y me echaba a la calle amenazándome con la mano.

La verdad es que ya no caminaría nunca jamás en la vida. La verdad es que era como un muñeco de trapo al que se le movían las manos y los ojos. La verdad, verdad, es que era lo mismo que un bebé mayor, con barba, al que le gustaba fumar y beber… Fumar y beber…