CLARO que a quien nosotros esperábamos de verdad era al tío Miguel, que ya no era sólo el tío Miguel, sino el tío héroe Miguel, cuya imagen se me aparecía brillante con su uniforme militar, su casco de acero y su espada de arcángel. Era una figura reluciente, nimbada por un sol de oro. El tío Miguel había ganado la guerra. Para mí, él era el todo de aquella victoria, de aquellos años largos y duros en los que tantos habían perecido. No quería pensar en aquellos que habían pasado deshechos por la carretera y se habían perdido para siempre. Una mancha de sangre y de lodo los había cubierto. Era mejor olvidarlos. Era mejor cerrar la ventana y que las sombras olvidaran a las sombras.
Sabíamos que el tío Miguel se había batido en el Ebro (entre Illetas y Miravet), cuyas nubes yo había visto pasar tantas veces por el cielo. Sabíamos que su regreso no se retrasaría mucho. Lo sabía la abuela, quien todos los días abría las ventanas para que el sol y el viento airearan su cuarto y la casa oliera a campo llovido. Hasta llegó a poner un retrato suyo, grande, encima de la cómoda.
—Algo me dice que está a punto de venir.
Le oí decir una mañana abanicándose con aquel abanico de varetas con pinturas de toreros. Mientras se hacía aire, mientras se balanceaba en la butaca, sacaba de su boca toda la seda de su hijo, cuya imagen volvía a cada momento, lo mismo que un relámpago. La veía meterse las manos en los bolsillos de la bata, buscándose las cartas arrugadas que había recibido y que se ponía ante los ojos que, de repente, se le convertían en dos chispazos de luz entristecida.
—Me lo dice el corazón.
Repetía, mientras abría y cerraba, como en un rito, aquel abanico viejo, brillante, de pinturas llamativas, con el que se tapaba la cara. Más que sentada en la butaca parecía estar en una barrera, un día de sol, uno de esos días de arena y de sangre. Yo veía su mano que manoseaba, que se convertía en cinco gusanos blancos aplastando el papel manuscrito con la letra de aquel hombre, mi tío, su hijo, que había ganado la guerra. La miraba en silencio, sin hablar, con la imaginación vuelta a los campos de trigo, bajo el cielo azul, allá, Ebro adelante, donde el tío había estado luchando.
Sin embargo, los días pasaban como el viento. Desde la ventana, con el silencio, con esa nada de nada que sigue siempre a una guerra, veíamos cómo las nubes sobrevolaban los álamos, los olivos, los castaños, allí, en el mismo lugar donde fue abatido el avión fascista que se estrelló, se incendió y se quedó convertido en un montón como de trapos negros, de ceniza y de hierros retorcidos y viejos. Todavía, colgado de la ventana, tenía en la mente la imagen de aquel avión, lo mismo que la imagen de un pájaro tierno, sin alas, con el pico abierto y estrellado. Casi resultaba imposible, mirando hacia esa parte, la tarde pálida y triste, no tener delante ese fantasma de horror en donde, sabíamos, había perecido carbonizado un hombre como tú y como yo. Pero ya se sabe que nunca se debe hablar de esas cosas. Lo pasado, pasado. La guerra es la guerra y son muchos los que mueren irremisiblemente para que otros (y se señalaba ella y me señalaba a mí) podamos seguir viviendo.
—Eso ocurre —añadía— incluso en el reino animal.
Yo la miraba sin saber qué decir.
—¿Y eso ocurre siempre? —terminaba por preguntarle.
—Siempre.
Repetía, dejando el abanico y dejando vagar su mirada por las sombras de la tarde que danzaban por la ventana. Las nubes flotaban y desaparecían como pedazos de tela gris.
Pero, cómo digo, ella ahora sólo vivía pendiente de la vuelta de ese hijo suyo, lo que más quería en ese momento: la razón de su vida. En cuanto oíamos un motor, unos pasos o una llamada extraña, se ponía inquieta, golpeaba el suelo y decía, irritada, ¿es que no va a ir nadie a ver quién es?…
Luego no era nadie. O no era quien ella y nosotros esperábamos. Los días, sentados allí, parecían ir olvidándose paulatinamente de nosotros. Parecían marcharse, también, como vencidos. Hasta el pueblo parecía helado. Sólo venía de vez en cuando el chirrido de aquella campana, que no era campana, que se perdía en el viento con su voz ahogada y sin dulzura. La abuela, abatida, el abanico sobre la falda, sacaba el rosario de uno de sus bolsillos y, mirando la torre por el balcón entreabierto, se ponía a rezar, a dialogar con Dios y con la Virgen, mientras se santiguaba y besaba con devoción la crucecita y la medalla del rosario. Yo, mirándola a escondidas, sabía perfectamente que por quien rezaba, sobre todo, era por su hijo, por su Miguel, ¿dónde estaría? ¿Por qué tardaba tanto en volver? ¿Por qué carretera polvorienta caminaría?… Me quedaba casi dormido oyendo ese bisbiseo de sus labios, esa lluvia serena y tranquila de su boca, mientras la tarde se hacía tierna, de pan húmedo y blando. Era mi madre la que nos sacaba de aquel ensimismamiento, cuando la veíamos aparecer de repente, sin saber de dónde salía, lo mismo que una aparición y, sin hablar, encendía la lamparita que había sobre la mesa y se retiraba por el pasillo, débilmente iluminado, hablando de forma interminable con los fantasmas de aquellos refugiados que habían estado viviendo allí y a los que ella, con su imaginación descompuesta, había vuelto a encontrar. La veíamos quedarse en el umbral de los cuartos, la lamparita en la mano, mirándolo todo sorprendida, mientras decía: María, María, ¿estás ahí? Nadie le contestaba, naturalmente. La casa estaba vacía. Mucho más vacía con aquella destrucción y aquella ruina.
La veíamos volver, dejar la lámpara y sentarse junto a la mesa, pensativa. La abuela me hacía un gesto con la mano, diciéndome déjala, ya se le pasará lo que sea. Yo me quedaba alelado, sin acabar de comprender ese oscuro misterio del alma.
Mi padre solía llegar siempre sobre esa hora. Le oíamos abrir la puerta y luego subir poco a poco la escalera, hasta que aparecía delante. Era el momento en el que la casa parecía animarse algo. La abuela guardaba el rosario y se preparaba, ávida, para oír las cosas que mi padre le contaba. Cosas del negocio, de la guerra que había terminado, de las personas que volvían.
Por la ventana, como digo, se veía la luz del cielo, que se apagaba, que se iba gastando, como si al cielo se le fuera terminando la vida.