ALGUIEN se encaramó en la torre, y, como pudo, del mismo sitio y lugar donde, antes, colgaba la campana de verdad (la que dinamitaron y arrancaron de cuajo, como una muela picada y lanzaron dando volteretas a la calle, para hacer, decían, cañones para luchar contra los facciosos), colgó una vieja llanta de camión, cuyo repique estridente, machacón y borracho era como la voz de un ahogado que se hundía y sacaba su brazo de hierro sobre la tapa del agua que, a cada momento, lo sorbía y se lo llevaba a los profundos. Hasta la abuela, arrastrando la saya, gesticulando, sosteniéndose de forma increíble sobre aquellas piernas suyas de alambre, enfundadas en unas medias de lana negras, vino pasito a pasito y se puso la mano de la ira en los ojos para quitarse el sol y ver qué demonios y qué coña se traían en la torre, con ese denterío insoportable, que no era cosa de cerrar la boca y quedarse atragantada. Tanto, que me dijo vete corriendo a la iglesia y dile al cura que pare esa campana…

Y yo fui corriendo, y mientras corría me acordaba de cuando, en tiempos de bandidos, hacía años y años, porque me lo había contado la abuela, de las dos cuerdas de la campana colgaron al cura y al alcalde y todo el día estuvo el esquilón toca que toca con el desnivel de los cuerpos balanceándose. Por eso corría, porque conociendo el carácter de la abuela, de haber tenido más brios, seguro le habría echado la cuerda al campanero y lo habría ahorcado, porque eso es lo que está haciendo falta, repetía con la pataleta, dando puñados al aire y diciendo que todos éramos unos inútiles, unos gallinas y unos perendengues, que no sabíamos más que lloriquear y mirar la luna de Valencia (que no sé qué luna sería ésa). Me encontré con el cura, alto, delgado, con la sotana manchada de cal, asomando por debajo las botas de montar, ya que, hasta hacía nada, había estado de páter en el frente y no había perdido ese aire militar, repicando el suelo con los tacones. Lástima, porque, al pronto, yo pensaba que me iba a dar con don Liberado, bajito y gordo, con la sonrisa de papa que tenía, tan despistado y tan buena persona.

—¿Qué quieres, muchacho?

Me quedé con la boca abierta ya que, ¿qué le decía yo al señor páter? Sin embargo, le solté el recado de la abuela, que la campana ni era campana ni cosa que lo pareciera y que a la abuela le partía el alma y que hasta le iban a estallar los oídos, que se los había tenido que rellenar de algodón. Pero el cura tenía prisa. Dijo ¡baja! al campanero, haciendo bocina con las manos y, entonces, como por ensalmo, el mundo recobró su sentido, y un silencio dulce de pan con miel se extendió por la tierra y pareció de repente que cada cosa era cada cosa. Daba gusto mirar el cielo, sin esa marejada de nubes y sin el plaf, plaf, plaf del llanterío. Vi cómo el cura cogía la estola, la besaba, se la ponía en el cuello y echó a correr calle arriba, y yo lo seguí con el sacristán, quien se quitaba el polvo a manotazos diciendo, Dios cómo está la torre; y llegamos a la casa del Malagueño, una casa vieja, con su tejado y su ventana sin cristal, a la intemperie, por donde vi (y el día iba de eso) cómo el Malagueño se había colgado de una viga, con los calzones sujetos con una cuerda, las manos a medio cerrar, lo mismo que dos manojos de cebolletas, y la cara ladeada y violeta, como si más que una persona (le persona que yo había visto igual que las otras personas) fuera un muñeco de cartón o de trapo, relleno de paja, como si la paja le saliera por los dedos y por las puntas de los pies y hasta por la burla trágica de la boca, deshecha y vacía. Ni esperé a ver al cura derribar la puerta de una patada, ni al sacristán, que temblaba ante la perspectiva de verle la mueca al muerto y no sólo verle la cara, sino tener que aguantarlo cuando el cura, que no tenía miedo, dijera que le echara una mano para poder descolgarlo y ver si le quedaba un hilo de vida, que no le quedaba. Eché a correr como si aquel demonio del ahorcado, con la lengua fuera, estuviera a punto de cogerme por las piernas y tirarme al suelo. Era ésta la segunda vez que yo estaba a un palmo de un muerto. Llegué a mi casa y me quedé parado, sin saber qué responder cuando la abuela me espetó ¿qué te pasa?, ni que hubieras visto al diablo. Y no me atreví a decirle que sí, que lo había visto y, entonces, sin saber por qué, me eché a llorar con la corajina, enfadado, diciendo que lloraba porque quería, ¿me entiendes?, y porque me daba la gana y porque las lágrimas eran mías y nada más que mías. Y más me enfadé cuando vi a la abuela contándole a mi padre lo que yo había dicho y cómo lo había dicho, y mi padre, claro, también se echó a reír, dejando a la vista una muela que le dolía y que, con la risa, le hacía poner cara de muerto. Luego se enterarían de la causa de mi susto y de cómo aquel hombre solitario, por miedo a los fascistas, se había echado una cuerda al cuello y se había colgado de una viga.

—Le pesaba demasiado la conciencia.

Fue lo que le oí murmurar a la abuela, mirando la calle con un gesto extraño. Pero a mí no se me borraba aquella caricatura de hombre, aquella figura horrible, que ni parecía esto ni aquello, porque los muertos sólo se parecen a los muertos, y aquél, a mi ver, como el Tristán, estaba mucho más muerto que los otros. Después vimos pasar al cura a zancada limpia, dejando clavadas en el suelo las huellas de sus pisadas, aquellas botas con las que había correteado la guerra. La abuela lo vio desde el balcón y hasta me preguntó, tanteándome con la mano, ¿ése es el cura?, porque no le entraba que el cura anduviera como un salvaje dando botazas, y, quién sabe, decía, si no llevará un revólver debajo de la sotana.

—No iré a misa mientras no tengamos un cura como Dios manda.

Se enfadó dando golpes con el bastón sobre las losetas, que repicaba como un recluta. Porque ella se acordaba con grima de aquel don Liberado, con su mirada plácida, sus pasitos cortos (como tiene que ser) y con su campana, ay, que parecía una criatura de Dios, un don del cielo…

Desde la ventana, con el sol, el día se estiraba sobre las casas y parecía más azul, más vivo, aun cuando la muerte de aquel hombre parecía gravitar sobre todos, ya que todos sabíamos cómo había muerto; cómo el cura, con el juez de paz y con el alcalde, lo habían metido en aquel carro y al trote lo habían llevado las mulas, con su arriero, por la carretera hasta el cementerio, panteón, camposanto, con sus cruces de palo, sus lápidas y aquellos mojones y ladrillos clavados en la tierra que, muchas veces, parecían las cabezas sobrenadantes de los muertos que se angustiaban queriendo quitarse la ola de tierra que los llevaba y que les impedía, seguramente, el volver, volver a la vida. Ése tenía que ser el sufrimiento mayor de los muertos. A mí no me gustaba ni me gusta pasar por allí. Cuando lo hacía, cuando miraba la puerta entreabierta, echaba a correr dejando atrás el palmoteo de los álamos que, con el viento, la emprendían a bofetadas.

Todo el día y toda la noche y durante mucho tiempo tuve metido en la cabeza aquel espantapájaros colgado de la viga, que parecía un muñeco de saco, con su cara amarilla y las manos largas, largas, que le salían por la bocamanga. Siempre me he preguntado por ese afán de los muertos por cogerse a los vivos, por perseguirlos, por acosarlos, por meterles los dedos del miedo por los ojos del alma.

—Abuela, los que se ahorcan, ¿dónde van? ¿Al cielo o al infierno?

—¡Al infierno!

La voz de la abuela era tajante. Sonó a guillotina, cortando en seco las palabras. Casi se las vio decapitadas, sangrantes, rodando por el entarimado del patíbulo, como se veían en los grabados franceses de la Revolución. Todavía, moviendo el cascabel de sus manos, buscando en la oscuridad de su tacto algo que no alcanzaba, le oí repetir lo del infierno. ¿Dónde, coña, van a ir los malos?

Yo me tenía que imaginar ese lugar de perdición cargado de humos y de pestes horribles, donde los condenados, como figuras infrahumanas, tenían que tener tres cabezas o seis piernas, garrapateando como arañas, escupiendo paja por la boca, por los ojos, por las orejas, por la bocamanga de los brazos y de las piernas y chillando como hienas en medio de un hormiguero gigante, donde los diablos se divertían aplastando a los condenados locos que pretendían sacar la cabeza para encontrar una brizna de aire o contemplar, por alguna parte, la aurora celeste, el otro lado del abismo, donde viven tranquilamente y tan panchos los buenos.

—¿Y la bisabuela María del Carmen? —se me ocurrió preguntar, temiendo que aquella antepasada nuestra, con su cara de marfil, tan bella, tan delicada, pudiera estar ahora ardiendo en los profundos.

—La bisabuela estaba loca.

—¿Y los locos no van al infierno?

Oí de nuevo el cascabeleo nervioso de sus manos, buscando el puño del bastón. No le gustaba el tema de la muerte que yo había elegido, y no sabía cómo escabullirse, cómo escapar de mis preguntas.

—Los locos están locos.

—Abuela, ¿por qué don Quijote estaba loco?

Casi no lo resistió:

—¡Por decir siempre la verdad!

Últimamente tenía el convencimiento de que yo me inventaba las cosas que decía. Por eso me clavó las uñas de sus ojos, encarada, esperando que yo, como un gallito, le saliera con un picotazo. Pero era mucho lo que me interesaba ese misterio de los buenos y de los malos, de los que se mueren porque quieren y ese destino fatal del infierno para los malos. Yo no podía creer que la bisabuela, con aquella finura, con ese morirse por simple amor, pudiera estar ahora e-ter-na-men-te cociéndose en un lago de azufre repleto de sapos. Me daba frío sólo pensarlo y por eso no presté atención a esa mirada de la abuela que seguía fija, inquisitiva, la cara medio manchada por la luz que entraba de plano por el balcón. La oí enderezarse en la butaca y echar un pie tanteando el suelo. Le fallaban más y más aquellas piernas de zancuda, de ave sin alas, que caminaba paso a paso, encogiendo, al andar, una de aquellas piernas raquíticas embutida, como una morcilla, en su media. Le oí cogerse al bastón y volver la cabeza antes de volver a mirarme con sus ojos silvestres, de hojas de abeto bañadas por el arrebol.

Vino, por el balcón, la voz de mi madre en el huerto cantando un romance viejo, una de esas historias que van rodando por los ríos de la boca y que ella, al cantarla, le ponía no sé qué sentimiento. Me asomé para verla y la vi, con los brazos desnudos, sin perder ese iris del sol sobre una mesa que, poco a poco, se consume. Me quedé como tonto escuchando la voz de mi madre, que me pareció, en ese momento, la madre más bella del mundo, con esa tristeza que le salía de la voz, hablando como hablaba de aquellos amores tristes, porque se amaron los que tanto se amaron y no los dejaron quererse… Mientras la oía, la tarde se fue haciendo de lino, con esa blancura que salía del alma pura de las cosas, y el aire, azulado, con vetas verdes, pasaba rayando las copas de los pinos. Entraban ganas de llorar. Vi cómo mi madre se callaba y se quedaba sin hacer, con la vista perdida, muy perdida. Luego, con las manos húmedas, cortó una rosa de sangre y se la puso en el pelo.