LA GENTE SE FUE a su casa segura de que aquella noche pasarían las tropas nacionales. Ni se oía el viento. Sólo de vez en cuando, en el silencio, pasaba un auto que, en seguida, se perdía en la negrura de los pinos. Eran los últimos coletazos de aquellos que, hasta el ultimísimo momento, no habían podido escapar. El cielo estaba claro, cuajado de estrellas, iluminando las paredes blancas y las copas de los árboles, espadas brillantes y limpias. En la casa, con la luz apagada, sólo el ir y venir del reloj con su voz sonora, tictac, tictac, colgado de la pared. Pero, a pesar de la espera, de los cuchicheos de la calle, de las puertas que se abrían, de las preguntas, ¿se sabe algo?, ¿llegarán esta noche?, nada llegaba, sino que la noche seguía el compás de aquel reloj que yo oía medio dormido en una butaca, vestido, por si había que levantarse corriendo para ver a los soldados… De madrugada, en la quietud, se oyeron los gritos de libres y de viva España de los presos de la carretera, a quienes sus guardias habían abandonado, y, a esa hora, salían gritando de la cárcel y se iban a sus casas. Pero, en seguida, continuó el silencio, la inmensa soledad, la noche dulce y solitaria. Recuerdo que alguien vino, llamó a la abuela y le pidió una lámpara para colgar en la calle, a la entrada del pueblo, por si vienen las tropas. Hubiera sido deshonroso recibirlas a oscuras, sin una luz. Sentí los pasos de la abuela, el eco zalamero de su bastón fascista y las palabras que se decían, como hojas pisadas, cerca de la puerta, donde alguien que no podía ver, anónimo, le contaba que los nacionales estaban al llegar; figúrese usted… La abuela le autorizó a desenroscar la bombilla que colgaba de la salita, orgullosa de que fuera su lámpara la que recibiera aquella noche histórica a las tropas libertadoras. La oí lloriquear, pasándose por la cara ese pañuelo de yerbas que yo no veía, pero que sabía que estaba en su mano, como una hoja grande de tela de algún árbol existente y misterioso, al que ella acudía para ocultar sus lágrimas, ya que oía su voz ahogada, oculta, como hablando desde el fondo de un vaso. El hombre trató de tranquilizarla, no se apure, esto ya se ha terminado, viva España, y, otra vez, al oír viva España, se me anudó el corazón y pegué la nariz y los ojos contra el cojín de la butaca para aguantarme el llanto que, sin saber por qué, me saltó como una lluvia grande, desbordada, rota, que se me quedó helado sobre la tela de raso. Todavía, en aquella oscuridad, vinieron de la calle los pasos de aquel hombre alejándose, llevando en sus manos aquella lámpara más maravillosa que la de Aladino, ya que iba a servir para iluminar el paso de la victoria, la entrada de los soldados, los nuestros, como le oí repetir a la abuela, crispando su voz junto al cristal de la ventana que parecía la cara de un charco, reflejando, casi apagada, casi muerta, las ventanas mudas, como nuevas, de la calle…
Sin embargo, a pesar de aquella lucecilla, tierna, colgada de la entrada misma del pueblo, bailando, por el viento, del hilo que la sostenía de pared a pared, en medio de la calle, no llegaron las tropas ni esa noche, ni al otro día, ni al otro, ni al otro… Y no llegaron porque montaron sus cuarteles en la ciudad, en donde izaron sus banderas, y al atardecer, cuando el sol se oculta, tocaban la marcha real con tambores y trompetas. Luego, como un ramo de laurel con las hojas doradas, un corneta desplegaba la cinta de seda del toque de oración.
Fueron un cura, un guardia civil y un soldado, con su gorro de borla, para nosotros, los símbolos de que, efectivamente, la guerra se había terminado y de que, ahora, el cielo volvía a ser claro y los pájaros, como antes, como siempre, podían volver a poblar la torre, el azul sereno y las jaulas, cómo no, de las pajareras de la abuela. Durante varios días, los que en esos años no se habían visto, se hartaron de pasear por el pueblo llevando la bandera nacional, roja y gualda, cantando los escasos fragmentos que conocían del Cara al Sol, levantando el brazo frente a la iglesia, junto al pilón, a la sombra de la acacia, mientras alguien, con su bote de pintura, emparejando la letra, escribía en la pared ESPAÑA UNA, GRANDE Y LIBRE, ARRIBA ESPAÑA y el nombre (tres veces) de FRANCO y de JOSÉ ANTONIO PRIMO DE RIVERA, PRESENTE. Aquella tarde, de forma solemne, se abrió la puerta de la iglesia y un silencio augusto llenó de repente la plaza. Alguien dio un Viva Cristo Rey y luego, reverentes, todos fueron entrando haciendo el signo de la cruz, arrodillándose, inclinando la cabeza, a pesar de que la iglesia estaba desmantelada, arrasada, incendiada, convertida en garaje. Alguien, devotamente, puso una cruz sobre la mesa del altar mayor y, entonces, lo que hasta ayer no era nada, pasó a convertirse en una verdadera iglesia…
Anocheciendo, los faros de un camión entre los árboles, por la carretera, nos anunció que, al fin, ahora de verdad, llegaban los presos, mi padre y los otros del pueblo, que salían de la cárcel, libertados por los soldados y que, a esa hora, estaban llegando. Cuando se detuvo el camión, entre los gritos y los vivas de los que tanto tiempo aguardaban, vi la cabeza rapada de mi padre, con sus lentes para ver, que parecía perdido en medio de la gente, manoteando para bajarse del camión, dejando colgada, como inerte, aquella pierna que le servía de muy poco, que llevaba a todas partes como un lastre. No sé qué vuelco me dio el corazón cuando vi a mi padre allí, con su jersey de cremallera y un pañuelo al cuello. Parecía otra persona, con más años, tostado por el sol, quien me encontró en seguida entre las manos y los rostros de los demás que le abrazaban, le decían viva España y le llevaban en volandas por la calle. Sentía su mano en mi cabeza, en los hombros, que, en la carrera, perdía y de nuevo volvía a encontrar como una tabla perdida de salvación. Sin verlo, notaba yo la fragilidad de su mano, ahora endeble, de hoja seca, temerosa, que se me aferraba a la ropa para no perderse. En la misma puerta de la casa, con las manos juntas, vi cómo mi madre miraba la calle y, con su gesto iluminado y triste, ahora feliz, salía hasta él y se abrazaba a su cuerpo, a todo su cuerpo, con un lloro de pájaro sin alas, como si, con las manos, intentara recomponer su figura. Eso era el aspeo de sus brazos, como si, más que vivo, mi padre estuviera muerto y ella lo estuviera rehaciendo, recordándolo con las manos, diciendo Fernando, Fernando, Fernando, con la cabeza en su pecho. La gente aplaudía y no se hubiera ido nunca, si mi padre no hubiera empujado la puerta y con su cara helada, dolorida, no nos hubiera metido para dentro y todo el mundo, de golpe, se hubiera quedado en la calle.
Era de noche por la ventana. Una luz tenue, de pábilo de vela, alumbraba las paredes de las casas y se veían, de plata, las copas de los árboles del huerto. La abuela, con las manos juntas, trocitos de hueso engarzados, tan finas, estaba pendiente de las pocas, poquísimas, palabras que decía mi padre, quieto en una silla, todavía con aquella cazadora horrible, con sus alpargatas, con ese pelado infame, con las gafas que, de tiempo en tiempo, se quitaba e intentaba limpiar con el pañuelo, como si la oscuridad de sus ojos estuviera en los cristales. No se parecía nada a aquel otro que, aquella noche, de pie, intentaba meterse la chaqueta delante de los dos guardias de asalto que se lo llevaron. Parecía, en su delgadez, que además de los kilos hubiera perdido los años. Y tal vez las ganas de vivir. Tenía un codo apoyado en la mesa y sólo en algunos momentos se despertaba contando de corrido algo que se refería a la libertad, a cómo habían hecho ondear, antes que nadie, antes de que en la ciudad se supiera que la guerra había terminado, una bandera roja y gualda hecha allí, en la cárcel, y escondida para ese día grande. Y eso fue lo que anunció a todos que la guerra se había terminado, la bandera, desde tempranísimo, clavada en el tejado de la prisión…
Por la ventana, a veces, la luna alumbraba y dejaba el paisaje todo como de papel satinado, de un claro dulce, sin daño, adormecido. No se oía nada: todo deliciosamente tranquilo. Sólo venía esa agua rumorosa de la voz de mi padre, que se cortaba y luego rompía otra vez, como si el viento la pusiera en marcha. Yo miraba todo desde el sofá, tumbado, cada vez más caído, más perdido, llevado por el sueño. Pero no quería dejar de ver lo que pasaba y abría los ojos para recorrer el cuarto, a mi madre, al lado de mi padre, que lo miraba atenta y que, sin hablar, le acariciaba la cabeza, le decía Fernando o se echaba a llorar, como una niña, dejando que sus lágrimas, chinitas de cristal, le rodaran de la nariz a las manos. Más y más caía la noche y caían, también, los blancos mate de las casas, hechas de papel, calladas, entre azules y oscuros, y el cielo añil-negro que volaba hacia la sierra y allí se perdía por completo.
Oí a la abuela que me decía:
—Anda, vete a la cama.
Y vi su rostro repitiéndome ese anda, vete, acuéstate, es muy tarde, porque me había quedado dormido y, al abrir los ojos, era ella sola la que quedaba allí, cogida a su bastón, mirándome desde el hondón de su mirada, dejando su mano de hoja seca, marchita y blanda, sobre mi frente. Mi padre se había acostado y ella, sola, se había quedado en su butaquita, como yo la dejé todavía, baboseando el rosario que tenía entre los dedos. No sé qué le dije a la abuela, qué palabras salieron de mi boca, lo que apenas recuerdo es cómo salí de la sala y me fui, despacio, diciendo buenas noches, a la cama, sin pensar en otra cosa que no fuera en ese retrato de mi padre, sentado, con la pierna estirada, que yo sabía le pesaba de forma horrible, cada vez que abría la boca y decía alguna de aquellas cosas que contaba.