TAMBIÉN FUE TRISTE aquella Navidad en la que, esta vez, no hubo ni bollito de pan ni la pastilla de chocolate para los niños del pueblo, ya que los tiempos no estaban para regalos, y la tropa, que andaba en el frente, que se moría a chorros en las trincheras, malcomía lentejas y, como mucho, la carne de aquellos mulos viejos y flacos, con las cabezas peladas por las huellas de mil hambres heredadas, que nosotros veíamos conducir al matadero. Se trataba de animales inservibles, cuyos ojos apenados florecían, como hojas tristes, por encima del vallado y hasta se acercaban a nosotros, nos soplaban en la mano y nos mostraban unos dientes grandes, amarillos, anuncio de la muerte capital en cuanto les metieran la puntilla y se derrengasen. Veíamos luego las reatas muertas, desolladas, convertidas en piezas de carne roja, con la que, decían, daban de comer a aquellos soldados que, después de todo, ellos qué sabían o qué les importaba cuando también muchos estaban tan condenados a muerte como éstos. Los veíamos pasar clavando los cascos, malamente herrados, sobre el barro y el hielo de la carretera, dando cojetadas, y nos quedábamos silenciosos, firmes, viéndoles caminar inocentes. La muerte debe ser algo que se lleva en la piel, que nos envuelve y que nos viste y nos desnuda cuando quiere. Y ahora, estoy seguro, muchos sabían que la derrota, que el fin de aquella guerra que había pasado por la tierra y por el aire, significaba, también, la muerte. Por eso había como un chirimiri, una nubecilla invisible que nos calaba y que era simple anuncio del desastre.

—¿Y esas nubes también van al Ebro?

La abuela volvió la mirada, sin entender. Miraba el cielo plano que se barría, de repente, de nubes de papel, casi de papel sucio, que ponían como un remolino sobre la iglesia.

—¿Qué es lo que dices?

Yo me acordaba de lo que oí decir una vez: Que las nubes, volando, volando, iban ahora hasta el Ebro. Fue eso lo que le dije mirándola a los ojos: todas las nubes iban, como grandes aparatos, a llover sobre el Ebro. No sé qué entendería; el caso fue que no dijo nada, sino que las siguió con la vista, arropada, tapándose la boca, hasta verlas con sus alas abiertas perderse por encima de los cerros. ¡Quién sabe hasta dónde podían llegar, empujados, aquellos trozos grandes de bruma, que no se pueden coger con la mano, que se deshacen y que son lo mismo que fantasmas! Porque la verdad, verdad, es que las nubes no son nada de nada…

Tampoco yo hice porque me contestara: quizá porque ya sabía yo que ella no podía darme ninguna respuesta. Ahora ni ella ni nadie podría decirnos si el Ebro era un río como todos los ríos, si pasaba realmente por Zaragoza y si iba a desembocar al mar Mediterráneo. De repente el río se había convertido en algo distinto, en algo que hacía llorar a las mujeres, en papeles de color azul donde, en tiritas blancas pegadas, venía también pegada la muerte. Por eso yo tampoco estaba seguro de que el Ebro fuese un río de los que llevan agua o fuese, más bien, un río de los que dan en el morir. Ni siquiera ahora, cuando han pasado los años, estoy seguro de ello.

La abuela giró sobre el bastón y fue despacio, desnivelada, escapada, dando vueltas por el huerto. Era, con todo, el que menos había sufrido. El viejo caqui, los rosales y la tierra húmeda, recubierta por un verde frío, como pelusa, que se afelpaba a los pies.

—Cuando venga mi hijo todo esto cambiará.

No sé si lo dijo o no lo dijo, pero estoy seguro de que lo pensó y de que esa idea la tuvo en la cabeza. Eran muchos los recuerdos que dormían allí, entre los parterres y el invernadero. Los días azules, con pájaros y con juventud, con el agua viva saliendo en el estanque. Ahora todo era un cementerio. Porque un cementerio era sólo esa pátina gris, esa lluvia, ese olor sin olor, ese vacío, esos árboles sin hojas y sin nada que salían de la tierra como clavados en la tierra. Y, más que nada, el frío: el frío tan enorme que se nos mete por dentro y por fuera y parece, a cada instante, querer bandeamos.

Había cambiado mucho, en estos pocos años, aquella abuela mía. Ni su sombra era. Hastiada de tantas cosas como habían pasado. Traspasada y más que herida por el pago de aquellas dos hijas de su sangre que andaban perdidas por ahí. Dolorida por ese olvido de mi madre, quien había preferido morirse viva a quedarse muerta de verdad. Porque eso era realmente lo que había hecho. Y luego estaba la ruina de la casa. Y ese pasar de nubes y de infiernos. Y ese hijo en el que ella tenía cifradas sus esperanzas…

La vi levantar el bastón como si quisiera amenazar el cielo. ¡Qué tontería! Puesta allí, con su rostro viejo, con su mano vieja, con sus piernas viejas, ¿qué cosa podría destruir? Un hombre no es nada y una mujer es menos todavía…

Volvió los ojos:

—¿Qué es lo que piensas?

No quedaba ni una paloma. Era eso también lo que echábamos de menos: que no había quedado ni una paloma para contarlo. Ni una gallina, ni un gallo, en el gallinero. El corral parecía cualquier cosa menos un corral. Empujé la puerta y le dije: abuela, y ella derramó por allí el calor de su mirada. ¡Qué silencio dentro de aquel silencio! Me dijo que cerrara, y fuimos, poco a poco, cerrando puertas, hacia la casa.

Los días caían como las hojas de los árboles. Había un silencio especial, casi distinto al de las otras veces. Las nubes impedían contemplar los relámpagos de la guerra. El cielo aparecía negro, cubierto de trapos negros, lo mismo que una noche cerrada. Y no se veía absolutamente nada.

—Abuela, ¿se habrá terminado la guerra?

Yo la veía pensativa, meciéndose, como si remara en mitad del cuarto. Movió la cabeza para decirme no, que la guerra no se había terminado. ¿Cómo se iba a poder terminar una guerra así?

Por la mañana, sólo aquella negrura, aquella boca de lobo en la que se habían callado o se habían roto los fusiles. Puede que el viento hubiera llevado ahora la guerra a otra parte.

—Entonces, abuela, ¿se habrán muerto todos los soldados?

—¡Qué tontería!

Uno de aquellos días hubo una aurora boreal. El cielo se tintó de rosa y la sangre parecía manar de la montaña. Salimos al huerto y vimos el campo impregnado de aquel polvillo, como si hubieran llovido pétalos de rosa machacada. Mí madre dijo que era la sangre del caqui. Pero la abuela, con la mano en la boca, muy seria, no se atrevió a decir nada. Días después el cielo se limpió de nubes y otra vez comenzó aquel chisquero mortal, aquellos relámpagos mudos que abrían el cielo a cada instante. Era la guerra que se retrataba con flash.

Al día siguiente pasaron seis aparatos, pero no bombardearon. Iban altos y se perdieron lejos, por las nubes.

—Van al Ebro.

La abuela me miró sin saber por qué yo decía aquello. Durante varios días se fueron repitiendo aquellos vuelos.

Fue a partir de entonces cuando los acontecimientos comenzaron a precipitarse, cuando de nuevo, sin tener en cuenta los días claros o los días turbios, comenzaron a verse de nuevo camiones de soldados sin soldados que regresaban a todo correr por aquella carretera de los chopos por la que, meses antes, habían marchado. Pasaban encogidos, enfangados, enarbolando, en la prisa, restos de banderas con impactos de bala y de metralla. Fue un desfile al revés, ya que ahora el mundo parecía andar del otro lado y de día y de noche, durante varios días y varias noches, no cesó aquel paso impaciente, aquel tronar de vehículos, aquella lluvia de pasos y de camiones que se perdían hacia la parte de donde salieron, como si el sol los fuera devorando. Ni siquiera se detenían, como antes, de charla con nosotros. Ni nos saludaban cuando los saludábamos. Ni, pienso, nos veían cuando, en la loca carrera, nos miraban desde el fondo de sus ojos angustiados, cegados por la fiebre. Entonces comprendí que la derrota es la vaina de la victoria. Al final, la columna pasó a la desbandada, como si de repente se hubieran olvidado todos los caminos y fueran sálvese quien pueda en un juego infantil y hasta ridículo. Y es que, en el fondo, todo es un juego, hoy me toca a mí, mañana te toca a ti. Los vimos pasar en un otoño de camisas, de brazos y de fusiles arrojados en la cuneta. Y entraban ganas de llorar, porque nada hay más triste que un hombre que de repente descubre que de nada sirve ni su lucha ni su esfuerzo. Y era ese halo, ese resplandor, esa sombra, lo que los envolvía, hasta lejos, hasta que no quedó ninguno, porque todo fue así de rápido: como un relámpago. Nunca, que yo recuerde, un silencio más hondo. Casi se tocaba con los dedos. Hasta las casas, alineadas, parecían haberse manchado con ese polvo que no era polvo, que era como un humo que tampoco era humo porque, en resumen, era simple desesperación, simple desbandada, simple huir por la carretera…

A la tarde sólo quedó la huella de aquella prisa. Porque, casi queriendo, se veía la nube de polvo cogida de los árboles y esa ausencia de pájaros que no aparecían por ninguna parte. Un gris plateado, una raya alumínica, era la que oscilaba, resplandeciente, sobre los montes. Luego fue como cuando el mar se retira y queda sobre la arena ese lamido limpio de la marea. Hasta se podían recortar los ladridos de los perros. Un pequeño sol alumbró un instante sobre los sembrados y las casas temblaron heladas. ¿Qué era lo que había pasado? La pregunta pareció salir de todas partes, aun cuando nadie se atreviera a dar una respuesta. Vi a la abuela caminar por la galería y detenerse delante del balcón. Se veía la plaza, el pilón y la acacia, y, también, la puerta oscura, cerrada, de la iglesia.

Cayó la noche y el viento no bajó. Se veían las estrellas, menudas, pedazos de cristal brillando sobre las casas. Todo lo mismo que recién muertos: ni un disparo, ni aquella luz intermitente, a ráfagas, de la montaña. Ni tan siquiera el paso del viento…