TODAVÍA VENDRÍAN otros días y otros fríos, y la lluvia caería, como airada, sobre el tejado de la casa. La oiríamos romper las últimas hojas secas de la parra. Golpear las paredes ahumadas de la galería, la tapa del pozo, los palomares sin palomas, los árboles desgajados que asolaban el huerto. Porque a la marcha de los refugiados parecía ahora suceder el empuje de cien años, como si los tiempos contenidos se desbordasen sobre nuestra casa. Nos decían que desde el huerto, algunas noches, hasta se veían los relámpagos de la artillería sobre la sierra. Y era verdad. La abuela, mi madre y yo, abrigados, salíamos hasta la tapia y nos quedábamos allí mirando, viendo ese rascar en la montaña que se encendía, se apagaba, se encendía, se apagaba… Y todo el cielo, con sus nubes, se iluminaba, a intervalos, en ráfagas repentinas, para vivir y morir en seguida. Lo que no llegaba era el eco de los cañones. Parecía como si su ruido quedara atrapado entre las nubes. Fue la primera vez, y acaso también la única, que yo vi así, en silencio, mientras caía la llovizna, el retrato verídico y hasta festivo, de la guerra.
Ahora, en aquella vastedad, vuelto el pueblo, parecía, a sus orígenes, lo que a todos nos preocupaba, casi desasosegadamente, era que aquella guerra no se terminara de una vez para siempre y que cada mochuelo (como decía la abuela) volara a su olivo. Por eso se enfadaba, golpeaba con el bastón y daba gritos cuando, como siempre, sin querer saber nada de nada, volvían los bombarderos y pasaban rasando los tejados con su carga de perdición y de muerte. Para ella ya estaban de más aquellas ostentaciones tontas y, en el fondo, temía que, por cualquier circunstancia, algo malo pudiera ocurrirnos y no viéramos nunca el final de aquella guerra. Ella misma, con una escoba, se puso a limpiar las salas y las alcobas de la casa, en un intento de reparar, a su modo, los destrozos causados. Toda su vida estaba escrita entre aquellas paredes. Nunca había salido de allí. La vida puede ser hermosa sin necesidad de tener que ir a ninguna parte, decía. Aquí hemos vivido siempre, repetía. La veía caminar, mover su cuerpo cubierto de plumas, cogida de la caña de la escoba. Era yo el que, entonces, cogía su bastón y, cojeando, trataba de emularla, siguiéndola por los pasillos, quejándome en un simulacro de años y de angustias. Era un juego ridículo que a ella le fastidiaba.
Algunos días hacía sol. Entonces el cielo se pintaba de azul y veíamos la sierra con sus picos blancos, brillantes por la nieve. Pero el frío era intenso y nadie, nadie, se veía por ningún lado. Como si la tierra se hubiera quedado deshabitada. Sólo las nubes se veían pasar, enormes y largas, manchadas de violeta o de gris, avanzando como palios sobre los chopos y los pinos. Entonces, a la vista de aquello, pensábamos, no sin razón, que la guerra todavía sería larga. Que la guerra era algo que no se terminaría nunca, sino que esto de ahora era sólo una tregua y que a un avance siempre sucede un retroceso. Pero, en realidad, aquella tristeza, aquellos días apagados y mustios, no tenían nada que ver con la guerra, sino que eran los días propios de la estación y, ¿por qué no?, también de nuestro propio estado de ánimo.
Mi madre se paseaba ahora por las galerías como alma en pena. La veía entrar y salir, bajar al huerto, recoger las hojas del caqui y hablar horas y horas en una jerga interminable. Hasta cantaba muchas veces nanas que había aprendido, seguramente, cuando niña. El pelo se le tornaba gris y su rostro, antes blanco y de color, se le había vuelto pálido, mucho más delgado. Ni siquiera parecía haberse dado cuenta de que todas aquellas personas que habían convivido allí se habían marchado de repente. Ni preguntó por ellas. Era como si nunca hubieran existido, ni vivido, ni estado nunca en la casa. La veíamos aparecer, se sentaba junto a la mesa, sacaba los retratos familiares y se pasaba las horas remirando las viejas fotografías, aquel pasado al que ella había vuelto irremisiblemente. Sólo esporádicamente se daba cuenta de mi presencia y, encarándose, me decía que dónde había estado, sin advertir que yo no me había movido para nada.
Era por entonces cuando, oscurecido, venían algunas viejas amigas de la abuela y se estaban las horas hablando, mientras contemplaban con grima a mi pobre madre, que las ignoraba por completo. Las veía yo vestidas de negro, con sus pañuelos, iluminadas suavemente por el color cobre de la luz, con sus ojos escondidos y aquellas manos de mazorca puestas encima o debajo de la mesa. Hablaban de tiempos diferentes, de ayeres y de antesdeayeres, y también, como no, de aquel hijo (como un rayo de sol, como una espiga) que estaba al otro lado del frente y que vendría a este pueblo (decía María Misericordia con su boca vacía, con su lengua hundida y aquellas manos suyas que parecían la cabeza de una cobra, así, cada vez que las hacía volar sobre la mesa) para poner cada cosa en su lugar, a Dios donde Dios, a los hombres donde los hombres, y la justicia en todas partes… (Decía y repetía, enlutada y casi neutra, removiendo su cuerpo bajo la saya, oliendo a barro de mujer, a tierra, a medias de felpa recosidas.)
A la abuela la cita del hijo era lo que más le aturdía. Porque durante todo ese tiempo, sin nombrarlo, no se le había caído de la boca. Lo hacía y lo rehacía, y, de noche, en la quietud, lo respiraba y no lo olvidaba ni lo podía olvidar, ¿sabes tú?, ni lo olvidaré nunca…, apretando su puño sobre la mesa, mientras dejaba delante, abiertos, a la vista de todos, aquellos ojos suyos bañados por el sol de la tarde y ese paso de las nubes, como avispas, sobre el campo. Por eso, ahora, con los ojos, con la cabeza, yo veía temblarle el labio de cereza y la barbilla y tenía como un baile de San Vito en las manos, ya que las palabras dichas por María Misericordia le habían como despertado las aguas serenas de su espíritu y ahora no sabía cómo quitarse esa luz, ese amor de mis amores, ese hijo, ese hijo mío…
No había luz por la ventana. Se reflejaba, como en un espejo, la lámpara y todos nosotros en el cristal, como si estuviéramos, a la vez, aquí y allí. Se oía un ladrido, lejos. Pero todo lo demás, sólo aquella desolación, ese volar y revolar de las manos y de las palabras, hablando de lo que pasaba y de lo por pasar, que si los fascistas estaban ganando en todas partes, que si al general Franco se le había aparecido la Virgen del Pilar, que si el general Queipo de Llano había dicho no sé qué por la radio, que si ya eran muy pocos, poquísimos, los refugiados que todavía no se habían marchado, que si José y Paco García habían desaparecido el mismo día que llegaron al frente… Era un runrún monótono, repetido, que me cerraba los ojos y terminaba por quedarme dormido con la cabeza apoyada en la falda de la abuela. La vida, a pesar de todo, es pequeña pequeña, y todos podíamos caber y cabíamos en aquel pueblo, nuestro pueblo, con su torre, sus tejados y aquella acacia que existía, desde siempre, junto al pilón. Debió ser la lluvia. Por el cristal se vio un trozo de cielo con estrellas finísimas y blancas, lo mismo que copos de nieve. Mi madre, cuando abrí los ojos, tenía la frente pegada al cristal y, con el vaho, había borrado aquella luz triste. El viento gemía otra vez y gemían también los árboles, con sus ramas mordidas por la lluvia. Aquellas mujeres, como pájaros grandes, con sus chales y sus pañuelos, se pusieron de pie, aletearon, cacarearon, estiraron sus piernas delgadas en un baile de sombras y contraluces. Sopló la noche sobre la sala cuando la abuela abrió la puerta a la galería. Pero olía, olía profundamente aquel aire duro, helado, impregnado de un millar de cosas invisibles. Y es que, en el fondo, sólo existe la naturaleza, todo es naturaleza y nada existe aquí, entre nosotros, que no proceda de la naturaleza. Salieron aquellas mujeres, e inmediatamente fueron absorbidas por la sombra. Hasta sus palabras, sin sentido y sin calor, fueron también como fragmentos de aquella sombra larga y tierna que había invadido completamente al pueblo.