LOS DÍAS, de repente, parecieron querer acortarse, ir limitándose poco a poco, dejando vagar por el cielo restos de nubes que parecían trapos puestos a secar. El viento empezó a enfriarse, a ir perdiendo, día a día, aquella tibieza, y el aire tornó de nuevo a aquella transparencia triste, casi lúcida, que parecía traer hasta nosotros las cosas más lejanas. Brillaban más que nunca las casas, los árboles, los objetos que, en cambio, tenían otro matiz, como si, en un momento, se hubieran transformado en algo diferente. Hasta el silencio era más silencio. Hasta la carretera, más carretera. Hasta la nieve, estirada y limpia sobre los montes, parecía más nieve. Pero lo más de ver, la tristeza que parecía desprenderse de la naturaleza y que poco a poco, a la vista de las nubes, nos sobrecogía el corazón y nos quitaba las ganas de hablar.

No por eso dejaron de pasar los aparatos, de manera cronométrica, brillando como luciérnagas, a intervalos, saliendo de la pintada de nubes, con sus alas grises, cayendo siempre sobre el mismo lugar, dejando aquel repentino florecer de humos y de fuego, en el ya viejo, inútil y tantas veces reparado ferrocarril, tan terriblemente castigado. Pero, ahora, casi nadie salía a lloriquear a la calle. Se les veía pasar y se esperaba que, en minutos, retornaran a perderse. Era una simple rutina de exterminación y de muerte que sabíamos tendría que repetirse durante el tiempo que durase la guerra. Sería el invierno, cuando las tormentas y la nieve loca que iría cayendo sobre los montes, el que acabaría poniendo un freno a los ataques.

La guerra, ahora, se limitaba a esos raids (como decían los más entendidos), a ese frenético ataque aéreo, ya que, desde hacía algún tiempo, el paso de tropas se había hecho escaso y, ante las noticias pesimistas que corrían, se hablaba ya (y se llevó a efecto) de llamar a los reservistas, a hombres que habían olvidado de una vez para siempre todas las prácticas y todas las teorías de la lucha. Era por eso que cundía el desasosiego, porque muchos de aquellos hombres, vecinos nuestros, tendrían que presentarse en el ayuntamiento, y a poco, en aquel otoño helado, turbio y triste, tuvieron que marcharse a la guerra. Yo mismo los vi, lacrimosos, más para consolados que para consolar, despidiéndose de sus mujeres que los gritaban y lloraban ya como a muertos y de sus hijos que no decían nada y que, sin saber, manoseaban las culatas de los fusiles, la manta y la cartuchera que se les había entregado.

La abuela decía:

—De eso se ha librado tu padre.

Y con esta confesión trataba de tranquilizarnos, porque, ¿qué hubiera hecho mi padre, con su mala pata, en una guerra en la que —decía— tan pronto hay que correr para un lado como para el otro?

Ya no se abría el balcón. Sólo veíamos la pared blanqueada de la galería manchada por el sol, sucia, adonde venían los pájaros callejeros y se detenían, los penúltimos, en su emigración a tierras cálidas. Ya habían pasado la mayoría, como otros años, sin importarles nada de nada, parados y encogidos en los hilos del telégrafo y volando, volando, luego sobre los sembrados muertos, grises, nubes bajo las otras nubes, a contranube, hasta que se perdían como un enjambre de avispas, allá, por el claro de sol.

La visión de los pájaros entristecía a la abuela, quien se ponía a pensar en los suyos, aquellos que había liberado hacía tiempo y que, ahora, con este invierno de nieves que se nos echa encima, Dios sabe dónde y cómo vivirán, porque los pájaros —repetía— son como las personas, tienen sus sentimientos y tienen sus tristezas, ¿qué pensáis? Yo la miraba callado, fijo en sus ojos como alfileres, negros, perdidos en las cuevas de sus ojos, debajo de sus cejas, en aquella carátula de comedia. Entonces me parecía que la abuela era sólo aquellos ojos, como dos faros o como dos vuelos extraños o como dos flores recién nacidas, y que todo lo demás de su cuerpo ya no era ella, ni nada, ni ninguna otra cosa…

Mi madre, cada vez más ausente, ni siquiera reparaba en estas cosas. Andaba olvidada de nosotros, siempre buscando en los baúles, a la captura de no sé qué objetos perdidos, y se pasaba las horas ensimismada, sin vernos, sin notarnos, sin darse cuenta de que nosotros dos estábamos presentes. Se sentaba, se hacía la señal de la cruz, volvía y revolvía a santiguarse y se pasaba las horas rezando, moviendo incansable los labios que se le habían convertido en dos pétalos blancos, morados, como si aquel viento frío y lluvioso se los hubiera estado mojando. Permanecía así en un rincón del cuarto, en la sombra, y no cesaba de rezar en un encadenado de palabras rotas que nunca jamás nadie hubiera podido descifrar. Fue a poco, entrado más el invierno, la tierra desolada, la tierra agarrotada y helada, cuando un día nos salió diciendo que acababa de ver y de tocar con sus manos pecadoras a la propia Virgen María quien le había dicho: Hija, no te apures, esta guerra está a punto de terminarse y tu marido volverá…

La abuela hubiera querido que mi madre no fuera con aquella historia de la aparición a ninguna parte por temor de que, por haber hablado con la Virgen, no fueran a encarcelarla también a ella. Pero fue imposible impedirle una cosa así, y ella misma fue quien se ocupó de ir con el cuento a unos y a otros, quienes, contrariamente a lo pensado, la miraban con extraño respeto y muchos no dudaron de sus palabras hasta el punto de que los refugiados venían a nuestra casa a darle encargos, para que cuando volviera a encontrarse con la Virgen le preguntara por sus maridos, sus hijos o sus padres, a quienes habían perdido en la carrera. A la vista de aquello, la abuela, viéndola, lloraba también y decía una y otra vez qué triste es la humanidad, qué triste es la humanidad… Muchas veces pienso que ella misma, al final, llegó a dudar de que no fuese verdad aquella historia de la visión, ya que le oí decir que aquella hija suya, mi madre, siempre había sido muy buena hija y buena esposa…

Desde el balcón, cerrado, por encima del tejado, veíamos pasar las nubes densas, con sus alas de algodón y su llovizna fuerte que se estrellaba sobre el viejo tejado cubierto de hierbas. Fue éste, durante muchos meses, la única verdadera visión que yo tuve, sentado junto a la mesa, donde la abuela me obligaba a leer un libro escolar y hacer largos copiados de historietas que venían en él. Pero lo que a mí realmente me gustaba era dibujar, hacer pinturas de pueblos, de aparatos bombardeando y de camiones largos que transportaban soldados y cañones. Me gustaba también pintar iglesias, sin campanas, con su llametada de fuego y su cola de humo que subía hasta el cielo.

Seguía soplando aquel viento helado, manchado con las primeras nieves que pronto coronarían las cumbres, los hocicos de las montañas que, entre las nubes, parecían aullar aquellas noches lejanas, llenas de luz, cuando la luna era una moneda de plata que rodaba sobre la mesa del cielo. Ladraban los perros. Daban gritos las ramas peladas de los árboles. Y hasta las puertas, que ya no existían, golpeaban en medio de aquella quietud. Todo el campo parecía muerto. La tierra aplastada, sucia, amarillenta y parda, cubierta, al amanecer, con aquella corteza dura de resplandor y de escarcha.

Mi madre, acurrucada, pasaba las horas totalmente ida de nosotros, olvidada incluso de su mismo aseo personal, despeinada, con los ojos arrasados y tristes, musitando de forma irreconocible aquel palique suyo, aquel diálogo interminable y dulce, durante el que ella podía tocar con sus manos, que nos mostraba levantadas y limpias, el manto celeste y purísimo de la Virgen.

La abuela movía su cabeza, y yo sabía o quería entender lo que pensaba sobre aquella hija suya loca, a la que nadie tuvo por loca nunca, sino por cuerda y que, sin embargo, tenía el alma pequeña como la hoja del laurel que, aplastada, podía caber en el hueco de mi mano. Por eso fue ella la que tuvo que hacer frente a las necesidades de la casa, ya que a mi madre habían dejado de importarle aquellas cosas, y le hubiera dado lo mismo morirse que no morirse. Por eso se quejaba. Por eso arrastraba, casi cadáver, aquel bastón que cada día le pesaba más y era un lastre, ya que, con los avatares, había perdido su lozanía, y, de seguir, puede que se le convirtiera en un ser horrible e inoperante. No sonaba igual, no era la misma cosa: también él languidecía en aquel otoño borrado, entre paréntesis, que sería el último otoño de la guerra.

—Abuela —le decía yo—, dicen que la guerra se va a terminar.

Volvió la cara y me dijo:

—Eso lo sabrá el doctor Negrín.

Y yo veía su rostro de papel, pintado por las arrugas, por su boca de pastel y sus ojos manchados de negro. Era como una abuela disfrazada, porque su cara, conforme pasaban los días, se le iba volviendo cara de campo, cara de carretera, cara de aquel pueblo…

—¿Tú has visto al doctor Negrín?

—No; pero una vez estuvo en esta casa don Fernando de los Ríos. Estuvo aquí con el abuelo; de eso hace ya mucho tiempo. Tu abuelo, que descanse en paz, era un republicano y un liberal. Para que veas lo que son las cosas.

Se sentó en la butaca, con las manos arrugadas, cogidas y enlazadas sobre el puño del bastón. Yo las veía como dos pájaros viejos, o como dos ranas encogidas, a punto de saltar de inmediato sobre algo. La abuela parecía fabricada con restos de muchas cosas: de animales, de hojas, de cortezas de alcornoque.

—Abuela —le insistía—, ¿y tú has visto muchas guerras?

Miró al techo y vi salir de su boca aquella risa suya, como una baba de risa transparente.

—Y tanto…

Decía que había visto muchas guerras: la de África y la de Cuba. Levantó la mano como un guante viejo, para dejar que saliesen sus dedos. Ahí parecían estar aquellas dos guerras. Señaló para la ventana y yo miré la pared tocada por el sol que, de repente, las nubes ensombrecieron.

—En la guerra de Cuba estuvo el abuelo.

Luego le oí susurrar:

—Somos un pueblo que no entiende la vida sin la muerte. Vivir, por el solo hecho de vivir, para nosotros no tiene sentido…

—Abuela, ¿qué estás diciendo?

Me miró como si despertara.

—¿Yo?

Volvió a levantar la mano, dejando volar aquella palabrería, aquel desgarro que le había salido del corazón.

Cayó la tarde y todo se apagó, se quedó sin fuerzas.

—Abuela, ¿verdad que la casa, con tan poca luz, parece una iglesia?

—Abuela, ¿te acuerdas de aquella noche del 36?

—Abuela, ¿tú crees que la bisabuela María del Carmen se ha enterado de que hay una guerra?…

Fue mi madre la que irrumpió de la sombra dejando la lámpara encendida sobre la mesa. El cuarto se llenó de aquel resplandor triste.