LA CALLE acaso fuera lo más fascinante de la guerra. Aquel sol dorado, vivo, que parecía nacer de las copas de los árboles: aquellas nubes largas, como barcos increíbles que se movían con las velas al viento. En medio de todo, del pueblo con su plaza, su pilón, su acacia y la fachada de la iglesia, estaba la gente multitudinaria, inactiva y desharrapada que hablaba constantemente de la guerra, de avances y de retrocesos, de ayudas y de fracasos, de rusos y de italianos, de fachas y de comunistas, sin que, en el fondo, se pusieran de acuerdo en nada. Para los niños la guerra era salir a la carretera. Al este nos encontrábamos siempre con los presos que trabajaban en la calzada, transportando grava y derritiendo bidones de alquitrán en las calderas, bajo la vigilancia de los guardias de asalto. Si era hacia el oeste, el sol de la tarde, amarillo y dulce, pasaba como un ascua entre los troncos plateados, alumínicos, que corrían blanqueados sobre el fondo verde oscuro. En medio, única entidad viva, quedaba el pueblo, con sus paredes de cal, el hambre y la sarna. La guerra, sobre todo, eran los partes militares que, todas las noches, oíamos en la Casa del Pueblo.
Salí disparado hacia la carretera, hacia el lado este. Era verano y el sol picaba sacando nubes de talco sobre las copas de los tilos que empezaban a ponerse sucias, y del cementerio, con su puerta rota y su cruz inválida, que cojeaba como una gallina coja, sobre la tapia. Picaba el sol y se oían los tábanos y el ronroneo de algún corral, o de algún perro, que rompía a ladridos perdidos, a golpe seco, el silencio largo que seguía hasta el hondón de la carretera. Pero no eran los tábanos, sino el ruido, lento y aburrido, de las camionetas que arrastraban material pesado. Entre ellas recuerdo un camión largo, imponente, de doce ruedas, que transportaba un cañón enorme, con su boca tapada, cuya imagen, grandiosa y terrible, nos llenó de temeroso estupor. Lo vimos desfilar majestuoso, lento, dueño y señor de la vida y de la muerte, y cuyo paso, lo recuerdo bien, seguí con otros niños con auténtica admiración, con la boca abierta, casi sin despegarnos de las ruedas que se deslizaban y se hundían en la calzada polvorienta que aquellos presos cubrían con arena y con betún, bajo un sol implacable. Todavía lo vimos alejarse, rugiendo, cogiendo la pendiente, dejando asomar el tubo largo del cañón que sobresalía sobre las moreras y que marchaba feliz, pensábamos, camino de aquella guerra. La gente, entusiasmada, segura de que, al fin, con aquella poderosa máquina serían vencidos los facciosos, hablaba con fervor del gran Berta, aquel cañón legendario con el que los alemanes habían bombardeado París en la guerra del 14.
En cuanto perdimos de vista el cañón echamos a correr hacia la balsa, junto a los olivos, a un lado de la carretera. El cielo estaba limpio, calentón y dulce. Sólo se veía plateada, ferruginosa, la cumbre de la sierra emergiendo sobre los cerros de color de tierra, pardos y rotos, en los que florecía el vello lejano de los álamos esqueléticos. Se perdían los grajos, negros y blandos, como enormes peces blandos y negros, que caían sobre las cumbres arrastrados por el viento. Todo lo demás permanecía inmóvil. Sólo de tarde en tarde se oía el ronquido largo y molesto de algún camión que bajaba del llano, entre los pinos, y que siempre se trataba de un vehículo militar.
Naturalmente, yo conocía bien a todos los niños del pueblo, tanto a los indígenas como a los forasteros que, circunstancialmente, a causa de la guerra, ahora vivían entre nosotros. Los acompañaba en muchas de sus correrías por el campo o por el cementerio. También por el río adelante. Un día, con un cencerro colgado del cuello, encontramos al loco del pueblo. ¿Adónde vas, José?, le preguntamos. Y él, sin dejar su camino, sin dejar de hacer sonar su campana, repetía: América, América, América… Y seguía pacífico su caminata, desnudo y con los pies metidos en el agua, anda que te anda, suena que te suena, hasta lejos, lejísimos, hasta que desapareció entre los cañaverales. América, seguía gritando, América, sin desviar la vista, desnudo y blanco, como un trozo de queso que tuviera figura humana. Pero, en esta ocasión, nos dirigimos a la balsa. Era muy poco lo que yo, entonces, sabía nadar. Por eso corría por la orilla, me daba un chapuzón y en seguida me salía y me tumbaba debajo de la higuera, donde los otros niños hacían coro en torno a los más grandullones, acalorados, los ojos brillantes, endulzados y lascivos, con aquel despertar de misterios insondables y pecaminosos, de historias increíbles y atrayentes, pegajosas, que se referían a mujeres de aquel mismo lugar, a muchachas que se acostaban con los soldados. La conversación, agria y dulce, era una baba que iba de una a otra boca, que volvía y que nunca se marchaba, porque a todos les gustaba ese estar y ese gustar y ese contar repetido, machacón, sabroso y nervioso, ese ir y venir, ir y venir de los pájaros bajo la sombra estéril de la higuera, con los ojos enrojecidos, lo mismo que serpientes que tuvieran la vista clavada en un solo, en un mismo, en un idéntico punto que giraba y giraba sobre el empalago de aquella conversación atrayente… Azul, azulísimo en el cielo, que bajaba de lo más alto y se expandía sobre las copas verdes, plagadas de pájaros, de los álamos, de los olivos, de los castaños grandes y redondos, fieros, que ponían sus patas abiertas en el filo mismo de los montes. Azul, azulísimo hasta el pueblo, cuyas casas salían sobre las moreras, manchadas de blanco, como de cáscara de huevo, con su torre ahumada y su cruz torcida, con una paloma solitaria.
Azul, muy azul el calor que hacía y blanqueaba la carretera y los secanos próximos al pinar, por donde venía repetido el runrún de los camiones, achatados y gruñones, los camiones rusos de la guerra, con soldados iguales, que cantaban y que parecían espigas doradas, con fusiles dorados, diciéndonos adiós y salud, mientras nosotros, desnudos, corríamos por la orilla de la carretera y, con el puño en alto, gritando y riendo, les decíamos salud, salud, salud…
Una tarde, en el placer de aquella tertulia libidinosa, bajo un sol terrible y asfixiante, se presentó de improviso el guarda jurado empuñando una escopeta y haciéndonos disparos de sal al tiempo que nos lanzaba a todo trapo un perro diabólico y maldito que cayó sobre nosotros sin piedad, dispuesto a despedazarnos, rabioso y ladrador, azuzado por su amo, quien, al tiempo, se echaba la escopeta a la cara, bajo el sombrero, y nos perseguía por los sembrados hasta llevarnos a lo alto de una colina.
—¡Si os veo por aquí os encierroooOOOO!…
Gritaba voceando, echándose el arma a la espalda y volviéndose de nuevo.
Pero ésta era la historia de siempre, ya que nosotros volveríamos a bañarnos y él también volvería a perseguirnos y a echarnos aquel perro canalla. Desde lo alto del monte, agotados y sin aliento, éramos lo mismo que un ejército desnudo y vencido.
Así, desinflados, mientras poco a poco nos íbamos vistiendo, contemplábamos en silencio la vega, el río, los álamos y los otros pueblecillos lejanos, manchas de cal que parecían florecer entre los huertos. Las nubes de polvo que subían la carretera, las voces perdidas, los ladridos y los motores nos hacían adivinar el paso de las columnas camino del frente que, aquel día, pasaban de forma interminable…