CLARO QUE EL SER HUMANO termina siempre por adaptarse a cualquier tipo de circunstancias, y en esta ocasión no iba a ser diferente. Los días pasaban rápidos, como caen las hojas de los árboles lamidas por el viento. Aumentaban los refugiados y aumentaban, también, los camiones con aquella tropa heterogénea y alegre que saludaba con el puño levantado. Siempre el repetido viaje este-oeste, como si aquellos hombres jóvenes, cargados de fusiles y de mantas, vinieran directamente del sol. La lucha, no cabía duda, con el buen tiempo había recobrado su crudeza, y, ahora, con más empeño que nunca, se retornaba al tema de la guerra y se buscaban en los mapas las flechas envolventes de los cuerpos de ejército y de las columnas que se batían, eso sí, con heroísmo en todos los frentes. Hasta la aviación había aumentado sus ataques, y muchas veces no se contentaba con atacar la vía férrea e impedir, de esta forma, el movimiento de tropas, sino que ametrallaba la carretera, dando pasadas ligerísimas y espeluznantes. Era fácil oír el tableteo de las ametralladoras, esa rociada de balas que brillaban, por el sol, como un telégrafo eléctrico y metálico.
—Abuela, ¿por qué hay guerras?
No creo que, aquella tarde, tuviera muchas ganas la abuela de contestar a mi pregunta. Las guerras existen porque tienen que existir. Todo lo que existe: la iglesia, el cielo, el agua, los pájaros, el viento… todo, hasta la guerra, existe porque tiene que existir.
Pero a mí no me convencía una razón tan simple, tan imperiosa, tan a dedo. Tenía que haber otro motivo y por eso insistía, por eso le repetía la pregunta, porque ella, que tenía un hijo en la contienda, tenía que saberlo mejor que yo.
No le gustó que le dijera lo del hijo.
—No lo nombres ahora.
Y lo vi deshacerse de pronto en su labio de cereza, con sabor a ceniza mojada. Ni una palabra, ni un nada en tantos meses.
—A lo mejor está muerto…
Movió sus piernas de alambre metidas en las medias, y las medias en aquellos zapatos de charol, sin brillo, que le colgaban de la mecedora. Lo mismo que una muñequita de trapo, sin forma, caída y doblada allí. Le besé las manos y, ella, mohína, parecía como que quería (sin querer) rehuir mi caricia.
—Dios manda las guerras como castigo.
Dejó salir de sus labios rotos, como si se le cayese de la boca, el clavel reventón. Todo el cuarto, por la luz de colores de la vidriera, se encendió de aquel rosa fuerte, de sangre. Taconeó con aquel bastón macho al que, de repente, parecieron hinchársele las narices.
—Las cosas ocurren porque tienen que ocurrir —repitió, la boca ya desnuda, enseñándome su fila de dientes de la dentadura postiza—. Todas las cosas de esta vida son consecuencia de las otras. El dos viene del uno y el tres del dos y el cuatro del tres… Igual que los números, todo lo demás también está ordenado. Lo que empieza en el uno termina siempre en un número superior, mucho más alto que nosotros…
—No te entiendo una palabra —creo que le dije, de esta o parecida manera.
Era ese juego suyo de siempre. Ese hablar cabalísticamente, como si las palabras corrieran, como pájaros, en medio de los árboles. Calló, como si mascullase ella misma lo que acababa de decir y tratara de encontrarle alguna puerta. Porque hay veces en que las palabras que decimos no son nuestras, vienen de pronto a nuestros labios, sin saber siquiera lo que estamos diciendo. Por eso tenía que volverlas a su boca, en una masticación lenta y larga.
Insistí de nuevo:
—Abuela, ¿y tú crees que alguna vez se acabarán las guerras?
Levantó su cara, que parecía retornar de algún lugar lejanísimo. Era un rostro arrasado por los años, sobre todo por estos años tristes de ahora, el que me puso de frente, sin que, en algunos momentos, acertara a reconocerla. ¿Cuántos seres pueden vivir, escondidos, detrás de los ojos y de la cara y de las manos de la gente? Porque hay instantes en los que parece como si no nos conociéramos los unos a los otros…
—Siempre habrá guerra.
… porque seguramente todos, todos los que han muerto, los que ya pasaron por la vida, viven agazapados dentro de nosotros, enterrados en nuestro pensamiento, y por eso nos acordamos y tenemos memoria, incluso de cosas que nunca hemos visto y que, de repente, se vienen a nosotros…
—Habrá guerras mientras haya hombres, porque las guerras existen desde que existen los hombres… Es un misterio… Tiene que haber una razón, un algo, que lo explique todo…
Seguía con sus manos levantadas, uniendo los pulgares, tratando de captar esa chispa invisible e insignificante que envuelve los secretos de la vida. ¿Quién podría vivir dentro de aquella carne flaca y vacía, llena de arrugas, de la abuela? ¿Acaso la bisabuela María del Carmen? ¿Acaso sus tres tíos Ginés, Manolo y Luis Alfonso? ¿Acaso su padre y su madre?… Pensaba todo esto sin decirlo, imaginando el peso tan grande de los muertos metidos en el fondo de los vivos…
Algo debió notarme.
—¿Qué pájaros tienes en la cabeza?
¿Y los pájaros, también, vendrán a vivir con los vivos?
—¿Eh? ¿Qué es lo que piensas?
Le intrigaba el que yo no contestara a sus preguntas. Yo sabía que a ella le gustaba oír las cosas que yo pensaba y que se me ocurrían.
—Los niños no mienten nunca —decía.
Y también:
—La verdad sale siempre de la boca de los niños.
Pero yo no podía contar ninguna de las cosas que pensaba, porque nada de aquello se concretaba, sino que eran pedazos de nubes que veía volar y cuyo nombre y cuyo destino desconocía absolutamente. La guerra… Los hombres… El hambre… El frío… El calor… El llanto… La risa… Los árboles… El cielo… El odio… La envidia… ¿Cómo podía meter todo eso en mis manos? Era como si tratara una vez más de coger el océano con un cazo.
—Abuela, ¿qué es pensar?
No creo que se esperara aquella pregunta. Porque la vi confundida, cada vez más aferrada a su bastón, tratando de enderezar su figura. A mí me parecía que pensar tenía que ser como buscar. Como si uno se metiera dentro de la oscuridad de uno mismo y, en la sombra, a ciegas, tratara de reconocer todos los objetos de que uno está hecho.
—¿Y el alma? ¿Qué es el alma?
—El alma es una luz…
Recuerdo que me dijo, terminando por echar al suelo aquellos dos piececitos suyos, dos monedas en un charol, encogidos y desiguales, que no se decidían, que no se ponían de acuerdo, miraba yo, para dar el primer paso.
—Abuela, ¿qué luz?
—Es una luz que no es una luz como esta que nosotros vemos…
—¿Es que existen otras luces?
—Seguramente… —todavía, mirándome, lamiéndome con su mirada vieja y arrinconada—. Hay luces, una vela o una lámpara, que sirven para que podamos ver los objetos que no vemos. Pero hay otras luces que no están hechas de fuego y, sin embargo, alumbran… ¿Comprendes?
Negué con la cabeza.
—Tú cierras los ojos y hay cosas que no están aquí, que no las puedes tocar y, si quieres, las ves perfectamente.
Cerré los ojos y, de repente, vi a mi padre, de pie, metiéndose todavía la chaqueta, allí, junto a la mesa, mientras la luz de la lámpara le ponía un halo amarillo-viejo sobre la cara. Abrí los ojos y ya no lo vi. Y, sin embargo, la luz de la calle, papel blanco, entraba por el balcón medio abierto. Volví a cerrar los ojos y, de nuevo, lo vi, acabado de vestir, abrazando a mi madre y a la abuela que, a la vez, también estaban allí, de otra forma, con los ojos abiertos… ¿Dónde estaba la realidad?
—¿Lo has visto?
Me miraba, esperando que yo acabara de realizar aquel descubrimiento. Estaba sorprendido porque, aunque eso yo ya lo sabía, nunca había caído en la cuenta…
—Entonces, vivimos a la vez dos vidas…
—Puede —fue lo que me dijo—. Puede que vivamos dos vidas. Pero, sea o no sea, en esas dos vidas tú eres el mismo tú: nunca te cambias por nadie.
—¿Y el sueño?
Repiqueteó su bastón, que pareció impacientarse, porque yo ya me sentía disparado y tenía hambre de conocerlo todo, todo, todo…
—Dime, abuela, ¿qué es el sueño? Dime qué es…
—¡Y yo qué sé! ¿Tú crees que yo lo sé todo?
—¿Y no será el alma como un globo?
¿Y si al dormir, que es como una pequeña muerte, el alma se queda flotando, semidesprendida de nosotros y por eso vuela?… ¿Será el sueño la vida de las almas?…
Salió protestando, golpeando el suelo, escorada sobre el bastón, perdida y más perdida, rodeada de aquellas preguntas mías, seguramente absurdas, que se quedaban por el aire. De fuera venía la voz de mi madre dialogando en el pasillo. La abuela, abrumada, se volvió para decirme:
—Anda, vete a jugar a la calle. Aquí nos vamos a volver todos locos…