EL HAMBRE, en su riada, trajo hasta nuestra casa a una parienta de la abuela, la tía Encarnación, quien llegó aquella tarde con un grupo de mujeres de la ciudad que habían tenido que lanzarse por los campos en aquella búsqueda incansable de alimentos. Era una mujer menuda, de pelo corto, los ojos hundidos que, por faltarle la mitad de los dientes (quizá porque tuviera que vender la dentadura de oro) hablaba a silbidos, dejando que las palabras se le escaparan y se le deshicieran en la boca como globos. Mientras hablaba, veía como no dejaba de sobar una bolsa fláccida y vacía, como la teta de una cabra vieja, que tenía cogida de las manos. La veía junto a la ventana conversando con la abuela de forma imparable, tratando, en algunos momentos, de estar cariñosa, de poner sus labios húmedos sobre mi cabeza y de pasarme la mano por la cara diciendo qué rico está, qué guapo y qué rico. Pero daba no sé qué tristeza contemplar aquella mujer con sus taconcitos bajos, con su vocecilla de leche ordeñada, diciendo a cada pregunta de la abuela, tú qué sabes, tú qué sabes; porque, conforme hablaba, parecía como si fuera sacando de su boca una cinta larga, larga, en la que estuvieran escritos cientos de desastres, cientos de muertes incruentas de primos, cuñados, parientes y amigos. La abuela, con los labios apretados, se esmeraba en no perderse la lista completa de aquellas personas a las que ella había conocido, tratado o querido en algún momento de su vida.

—Tú qué sabes, tú qué sabes…

Seguía repitiendo aquella parienta rica, ahora pobre, que unas veces se sentaba, sin darse cuenta de que se sentaba, y otras veces estaba de pie, sin saber que estaba de pie. Se secaba las lágrimas, sacaba de su bolsillo un espejito mágico y trataba en seguida de arreglarse el pelo y las pestañas, de terciopelo, que le caían sobre los ojos claros y húmedos.

El retrato vivo de aquella parienta de la abuela era, indudablemente, la imagen de algo que había muerto casi de forma definitiva. Era, más que los otros refugiados, el símbolo claro de que aquella guerra existía, de que era real, de que no penséis que en todas partes ocurre lo que aquí…

—Esta es una guerra horrible —recalcaba, levantando su mano delicada, con los guantes de cabritilla casi deshechos, en los que brillaban, por su ausencia, las bellas sortijas—. Horrible… —repetía.

Luego, en una de esas lagunas de la conversación, recorría con la vista todos los muebles, los pocos que quedaban en la casa. Los retratos, el tapete de hule que cubría la mesa, la lamparita, el aparador donde la abuela guardaba las poquísimas, las escasísimas cosas de comer que teníamos, y hasta la bata que tenía puesta mi madre y que ella, con arrumacos, como una niña boba, le pidió le regalara. A ti ya no te sirve o, tú tendrás otra por ahí. Y mi madre, sin pensarlo, se la quitó y se la entregó a la otra que, rápida, la guardó en seguida en el fondo de aquella bolsa sin fondo en la que hubiera cabido, seguramente, el universo. La abuela, enajenada, renqueando, arrastrando el bastón que ahora no le servía, que se le había vuelto de repente un anciano, vino hasta la mecedora y se quedó sentada, con la frente pegada a aquella mano suya que parecía una hoja de álamo barrida por el vendaval. No podía creerse aquella larga y horrible crónica negra que aquella parienta, como una mensajera del terror, había venido desde tan lejos, desde la misma raya del infierno, para contarle. Nada de aquello podía ser verdad.

—¿Y Enrique? —se le ocurrió preguntar. Yo no sabía, ni he sabido nunca, quién sería aquel Enrique.

—¿Enrique?

La parienta se echó de nuevo a llorar. Se buscó el pañuelo y se secó la nariz y los ojos, al tiempo que repetía: el pobre no pudo resistir esta clase de vida. Ya sabes tú cómo era Enrique. Tan serio, tan puesto en sus puntos… No pudo resistirlo y se murió…

—Muerto…

A esta respuesta seguía en seguida otra pregunta de la abuela, a quien se le había avivado la curiosidad y parecía, sentada allí, la luz triste entrando por la ventana; como si estuviese repasando una a una las hojas de un álbum bello y familiar, en el que las fotografías, al vaivén de la cabeza de aquella parienta, fueran desapareciendo de repente…

—Muerto… Lo fusilaron… Ha desaparecido… Está en la cárcel… No se sabe nada de ellos…

La guerra era mucho más cruel, mucho más terrible, mucho más despiadada de lo que todos habíamos pensado. ¡Qué pocos muertos eran los escasos muertos de nuestro pueblo comparados con aquéllos!… Hasta me pareció que la abuela no quiso contarle nada a su prima, por no desmerecer…

—¿Y tu hermano?

—¿Francisco? Ése era un republicano. Y tú sabes lo exigente que siempre fue. Cuando le hablamos de Fernando (Fernando era mi padre) no quiso saber nada. Que cada uno pague lo que debe, fue lo que nos dijo, sin atender a nuestras súplicas. Faltó que nos echara.

El sol entraba por la hoja abierta del balcón. Se oía el bullicio de los pájaros en el campo. Era lo único que, cada tarde, nos llegaba limpio.

Al fin, la parienta Encarnación dio por terminada su larga confidencia con la abuela y se sentó, extenuada, en una butaca, lo mismo que una cosita vieja y trémula, como si toda su persona fuera ya sólo aquellas dos manos suyas, encogidas, metidas en sus guantes de los viejos tiempos, cogida de la bolsa larga y negra que se balanceaba viva entre sus piernas. Fue por eso que a la retahíla de las desgracias familiares siguió en seguida la cuenta de las necesidades materiales, de las hambres, de las colas, de los días sin pan, de los días sin nada de nada, de los días que más vale que no amanezcan…

Creo que sólo veía yo aquellos dos ojos claros, de agua perdida, como dos felinos suaves y tiernos, que esperaran agazapados el momento justo, el momento exacto, el justo momento para caer, como un rayo, sobre su presa…

—Si pudierais darme un pan, o medio pan, o un cuarto de pan…

Mendigaba abriendo a cada palabra, a cada pedazo de pan, la boca ávida de aquella bolsa que sólo esperaba engullir lo que le echaran.

—Vosotras aquí vivís de otra manera. Todo el mundo os respeta.

Oí la risita de la abuela, que le salió rota por las rendijas de sus dedos. Tuvo que quitarse de la cara las lágrimas de la risa.

—¿Nos respetan…?

La vi cogerse, para no caer, al puño del bastón.

—Sólo nos han dejado lo que tenemos puesto. Ni el huerto. Nada.

Pero aquella parienta era obstinada y parecía no enterarse de lo que la abuela le estaba diciendo. Por eso negaba con la cabeza, abriendo de continuo la boca del saco, diciendo, con guiñitos azucarados, con guiños de pera en dulce, mujer, ¿cómo no vais a tener nada? Y miraba hacia los rincones segura, segurísima, de que algo tenéis que tener escondido…

Yo, desde el suelo, callado, sólo veía, como un péndulo, la cabeza de la abuela que a cada sí de aquélla, contestaba qué más quisiéramos nosotras, hija mía, qué más quisiéramos…

Fue en ese diálogo de cabezas cuando a mí se me ocurrió decir, abuela, abuela, tenemos las patatas de esta mañana…

—¿Lo ves?

Ese ¿lo ves? fue como si de repente la parienta rica-pobre nos hubiera devorado a los tres, porque nunca en mi vida cayó sobre mí una mirada más terrible, más asesina, que la de mi abuela y la de mi madre, queriendo, las dos, confundirme. Ya no valió de nada seguir discutiendo: la parienta había vencido.

Naturalmente, aquella noche nos tocó no cenar.

Se despidió de la abuela su parienta, quien tornó a cubrirme la cara de lágrimas y de besos húmedos, bendiciendo mi estrella, con razón. Todavía vimos su mano enguantada diciendo adiós… como si se marchara de esta vida y de la otra. La abuela, desde el balcón, la vio ir, mientras, triste, se quitaba una lágrima del ojo. Se hizo el silencio. Cerró el balcón y se quedó dentro el olor especial de aquella mujer delicada, ahora veía que mendigaba como una mendiga y que las circunstancias, los tiempos que vivimos, quién me lo iba a decir a mí, me obligan a hacer cosas que una nunca ha hecho…

—Si mi padre levantara la cabeza…

Fueron esas palabras, ese gesticular, aquella bolsa pegada y replegada entre sus manos lo que tardaríamos bastante en borrar de la casa.

A mi madre le dio por llorar. Por echarse en una butaca, con los brazos sobre la mesa, y llorar y llorar de forma incontrolada. Parecía lo mismo que un niño. Era un lloro continuo que parecía desovillarse y nacer de las palabras de aquella prima extraña que parecía una muñeca barata, una pepona, una vieja de guiñol. Vi a la abuela compadecerse, levantarse y venir a mi madre, ponerle la mano sobre el hombro y decirle, mujer, cálmate, cálmate, no llores más… Ya verás cómo todo se arregla…