DE TODAS LAS COSAS que la guerra nos hizo perder, acaso ninguna tan dolorosa como la suelta de los pájaros de don Liberado, el pobre, aquella mañana de abril, cuando los refugiados fueron llevados por parejas y con su prole a nuestra casa. Nada tan triste y tan amargo como ver a mi abuela, cogida de su bastón, desamparada, trasladando, a nuestra vista, las jaulas hasta el huerto y abriéndoles la puertecilla metálica para que los canarios y los ruiseñores, que no querían, que se resistían a escapar, abandonaran para siempre su encierro y volaran libres por el cielo. Toda la mañana estuvo la abuela convenciéndolos para que se fueran de una vez, poniendo su mano de seda, como de agua tibia, sobre el plumón y el cuerpecillo de sangre caliente de aquellos minúsculos seres intuitivos. Sería al mediodía cuando todas las jaulas quedaron vacías y la abuela regresó pensativa para la casa. El sol manchaba de luz las paredes y los tejados. Yo oía el paso desigual de la abuela, el tris, tras, como un tijeretazo de sus piernas encogidas y aquel seco y aplastante caminar unísono de su bastón erguido, orgulloso, que ni siquiera volvía la vista para no desalentarse. Fueron los pájaros, estoy convencido, los que realmente terminaron aquel día una etapa completa en la vida de nuestra familia. Todavía volví los ojos para contemplar el cielo azul, sedoso, limpio, por el que, ahora, confundidos, volaban, a millares, los pájaros desconocidos, de aquí para allá, sin países y sin fronteras, dueños absolutos de la tierra. Me puse la mano sobre los ojos para seguir bien aquel juego de dibujos, de ires y de venires, y todas aquellas aves parecían flores vivas, sueltas, que el viento agitara como un temblor de luces repentinas. Y me di cuenta hasta qué punto Dios ha querido que los pájaros, que son como nadas que vuelan, ha querido que cosas con ojos, con sangre y con plumilla se sientan como un festín de alas completamente felices. Por eso me quedé allí embobado, perdido de la abuela, abriendo por un instante mis brazos, queriendo volar, volar, volar como uno de aquéllos, sin saber hasta dónde.

Me llamó la abuela, golpeando seca con el bastón. Yo sabía que estaba disgustada. Que aquel paso, el tener que soltar la pajarada, tirarla a la calle, había secado el agua dulce de su alma dulce. No disimuló su mal humor, su gesto agrio que le rompía, a pedazos, cada una de las palabras que se le quedaban en la boca. Hasta me regañó, con el puño levantado, gritándome, ¿qué es lo que miras?

—Miro los pájaros.

Le contesté, con dureza. A sabiendas de que era esa contestación, precisamente, la que ella no quería escuchar.

—¡Los pájaros! —despectiva.

Y se volvió caminando, más escorada, más a punto de hundirse, con aquella cojera de charol de sus zapatos, siempre digna y con la frente bien levantada.

Pero aun cuando se fueran los pájaros, no se fueron sus trinos. Estaban allí, escondidos en aquel cuarto, en los pasillos, en el tejado y hasta en los entretabiques. Estaban en todas partes, cada vez más rotundos y más angustiosos. Teníamos que levantarnos de noche para ver dónde estaba lo que de ninguna manera hubiéramos podido ver.

La abuela se sentaba en la cama envuelta en un cobertor, y se ponía a gemir diciendo basta, basta, porque no se le iba de la cabeza, ni de los ojos, ni de la boca, ni de las manos aquella música constante y delicada de las docenas de pajarillos que había venido cuidando con tanto esmero…

Fue el tiempo, y acaso las lluvias repetidas de la primavera, las que terminaron por acallar esos cantos. Llovía intensamente. Como si a ella también se le olvidara que era perecedera y que tenía que dejar paso a los días limpios y de sol. Desde la ventana el agua caía densa y tupida, dejando el aire impregnado de un tierno sabor a tierra húmeda, a hojas limpias y a nubes azules, como caballos lanudos, abrigados y silenciosos que cabalgaran pateando sobre las casas y sobre la sierra. El viento era fresco, empapado de olores, de nuevas savias y de luces que comenzaban a nacer diminutas, microscópicas e inexistentes.

—Abuela —le dije— los pájaros, nuestros pájaros (ella sabía bien a los que me refería), ¿tú crees que ahora estarán con Dios?

Esta vez no pudo decir qué estupidez más gorda. No pudo decirme tú estás loco, qué cosas dices. Se cogió al puño del bastón, cerró los ojos y no pudo contestar.

Otra vez me volaban por la mente aquellas dudas extrañas: si los hombres pueden salvarse o condenarse, ¿por qué los animales o las plantas, que no han hecho ningún mal a nadie, que son limpios y puros, que son como las manos y como los ojos de Dios sobre la tierra, por qué, pienso yo, no van a ver también su rostro?…

—¿Me oyes, abuela?

—Te oigo.

—¿Por qué no me contestas?

—¿Quieres que juguemos a algo?

—No; quiero que me contestes.

—Ahora eres un niño; cuando seas mayor pensarás otras cosas.

—Pues, ¿qué cosas piensan los grandes?

Se me hacía un mundo saber qué cosas tan distintas y tan opuestas tenían siempre los grandes en la cabeza. Desde la ventana veía la plaza, el pilón, la acacia y la fachada de la iglesia con la puerta chamuscada. Los retratos monumentales de aquellos hombres que suplantaban tontamente a Dios y que nos miraban con una mirada hosca y asiática. ¿Por qué los hombres piensan que esos hombres pueden ser mayores que Dios?

No supo sacarme de dudas. Creo que eran los rezos de mi madre, sus palabras, los que me habían metido dentro esa obsesión de Dios, del cielo, de los ángeles y del alma. Todo lo demás es como papel mojado. Nada es duradero: todo acaba en un abrir y cerrar de ojos.

—Los hombres están locos —comentó la abuela—. Locos, locos…