LA GUERRA, en su camino, llevó pronto hasta el pueblo la baba de los refugiados. Era la espuma desorientada de una marea incontrolada con la que, hasta entonces, nadie había contado. Llegaban como meras bestias, perdidos los unos de los otros, sin acordarse, muchas veces, ni de sus nombres. Se sentaban en cualquier parte y se quedaban las horas así, perdidos nadie sabe en qué lejanos laberintos, en qué camino de la miseria, en qué lugar exacto de la catástrofe. Porque la mayoría llegaban con lo puesto, descalzos y hambrientos, fantasmas de la huida y del terror. Se sentaban en la plaza, junto al pilón, frente a la iglesia, como si esperasen que la Providencia, más que el Socorro Rojo, se hiciera cargo de la situación tan angustiosa en que venían. Todo el mundo salía a sus puertas para ver aquel desfile de ganado, aquel pasar y pasar de hombres, mujeres y niños que hacían sus necesidades en cualquier parte y que, una vez ligeramente alimentados, se peleaban como perros y corrían por el pueblo en una persecución alucinada e interminable. En principio se les habilitó la iglesia como lugar de refugio, pero, en seguida, dado que aquella masa crecía y crecía constantemente, no hubo más remedio que ir alojándolos en las casas del pueblo, en una requisa que ordenó el Crisólogo y que dejó a todos descontentos, ya que, en gran parte, se oponían a que aquella miseria se les metiera por dentro. El pueblo, en pocos días, fue sacudido por una invasión de piojos y de sarna, de picores tremendos, que ni el azufre ni el zotal bastaban para combatirlos. Todo el pueblo parecía arder, y hasta los más remisos acababan por meterse en sus casas y, a escondidas, se despojaban de sus prendas para despiojarse o simplemente meterse las manos en los sobacos en un placer infesto y miserable.

De nada le valió a la abuela oponerse a que se alojaran refugiados en nuestra casa. A pesar de sus protestas, de sus intentos de bastonazos, de sus gritos histéricos e impotentes, la casa se vio en un santiamén invadida por la turbamulta de aquella gente incontrolada que se instaló donde le vino en gana, apoderándose de sus ropas, de las cortinas y el mobiliario, reduciendo a cenizas lo que encontraban a su paso: mesas, sillas, cuadros y hasta las puertas y los marcos, que convirtieron en leña para calentarse.

A la vista de aquello, nunca fue la abuela más trasto, más estorbo, que sentada en su butaquita, en lo poco que había podido salvar, arrinconada en su cuarto, con el balcón entreabierto que daba al patio y desde el que podía ver aquel pozo de sus sueños y quimeras, donde yacían tantos recuerdos mágicos de su vida y de la mía, y de la vida de todos nuestros, ya muertos, antepasados. Porque por mucho que aquellos refugiados hicieron por levantar la tapa de hierro, fuertemente cerrada, les fue imposible conseguirlo, quedando, al menos, a salvo del sacrilegio. De noche, para admiración de aquéllos, por entre las rendijas, seguía desprendiéndose aquel hedor a fruta madura, a florecillas silvestres, cuyo origen, por mucho que lo intentaron, nunca llegaron a conocer.

Los días se iban volviendo tibios, y los árboles, ignorantes de tantas cosas de los hombres, volvían como si nada a cubrirse de hojas, de un verde intenso, vivo, que parecía incendiar el campo. Nosotros acertábamos a ver las copas que sobresalían por el tejado, adonde venían a bandadas los gorriones. Con la invasión de refugiados se acabaron las palomas del huerto, ya que, una a una, fueron sucesivamente cazadas y sacrificadas, quedando borradas para siempre. Toda la casa olía a chamuscado, a basura, a restos de comidas imposibles, a meadas y a porquería de niño. Nunca jamás averiguaríamos de dónde procedía aquella baba, aquel oscuro turbión de harapientos y desheredados, en qué lugar del mundo habrían podido habitar y permanecer ocultos, ignorantes de la más mínima noción de convivencia. Pienso que ni siquiera el Crisólogo, con sus sueños de paraísos socialistas, era capaz de digerir aquella versión de la fraternidad indisciplinada. Y ello aun a pesar de sus discursos, de sus consignas y de sus ostentaciones justicialistas en pro de un reparto equitativo de los sufrimientos de la guerra.

—Estos hombres, estas mujeres y estos niños son nuestros hermanos…

A la abuela, una vez más, aquellas palabras amorosas del Crisólogo volvieron a sonarle a suplantación religiosa. Porque ponía en sus labios el mismo celo, el mismo candor, el mismo angustioso sentir que ponía el pobre de don Liberado las noches de Navidad, cuando no había guerra y los pobres venían a la iglesia. Pero, ahora, ¿cómo consolar a estas gentes? Se quedaba pensando todo esto, oyéndolos conversar a través del balcón, con sus historias increíbles sobre ciudades lejanas, caminos, bombardeos y matanzas incontroladas.

Cuando venía la aviación, aquella muchedumbre se lanzaba a la calle y se ponía a correr sin sentido, terriblemente asustada. Veían pasar los aparatos, grandes y claros, y perderse luego sobre los cerros, hacia el sempiterno ferrocarril, en donde lanzaban su carga explosiva. Temblaban las casas y un humo negro, como un árbol movido, florecía rápido abriendo sus ramas, extinguiéndose pesado y lento hacia las nubes. Algunos, más agresivos, echaban mano de las escopetas o de los máuseres que habían traído en la carrera y que guardaban debajo de la cama, y se ponían a disparar sin ton ni son, pretendiendo derribar a tiros uno de aquellos bombarderos. La empresa no dejaba de resultar ridícula, ya que los aviones pasaban intocables, casi bellos, sobre el cielo limpio, en su cotidiano bombardeo sobre la línea férrea. Después, cuando ya todo había terminado, cuando los aparatos volvían a desaparecer sobre las montañas, cuando la gente se detenía para hacer los comentarios de siempre, un algo extraño, cuasi animal, parecía flotar sobre las casas.

Era, quizá, la tristeza, ese aleteo de la muerte, ese respirar profundo y contenido de los momentos amargos. Hasta las palabras parecían poder cogerse con las manos. Todo tan suelto, tan despedido, tan sin saber a qué carta quedarse. Pasaba ese vuelo de alas tristes, esa brisa de lluvia agonizante, ese estar y no estar, ese ir y venir como el péndulo incansable de un reloj.

Y era terrible el silencio, el enorme y largo silencio que salía de las personas y de las cosas. Nada se oía; ni siquiera el vaho de la naturaleza, ese deglutir orgánico de las plantas y de los insectos.

—¿No se oye nada?

Oía a la abuela obsesionada con aquel silencio, como si todo fuese producto de la sordera que no tenía. Se ponía la mano en la oreja y, a cojetadas, alcanzaba el balcón y se ponía atenta a escuchar lo que, de ninguna manera, se oía.

Quizá fuera mi madre la que mejor se adaptara a aquella situación, ya que, como si se hubiera olvidado de pronto de mi padre y de nosotros, se pasaba las horas de conversación con aquellos refugiados que llenaban la casa, a quienes iba regalando las pocas cosas que nos iban quedando. Pero yo, sin saber, estaba seguro de que aquello no era sino fruto de la enajenación familiar, del sufrimiento para el que ella, acostumbrada a una vida sencilla, no estaba suficientemente preparada. A través de la puerta oíamos la abuela y yo su voz monocorde, blanda, dialogando con aquellos seres anónimos que se sentían como liberados, comprendidos y hasta generosos, con la piedad de mi madre, con sus palabras y con el sello de tristeza que poco a poco se le iba marcando en la mirada. Hasta nosotros nos acostumbramos a ese verla entrar y salir, y hasta encontramos no sé qué descanso pensando que ese palique podía alejarla de las otras preocupaciones que pasaban por su cabeza.

La abuela me decía:

—Déjala estar; hasta se le olvidarán otras cosas.

Pero eso no era sino una simple apreciación. Porque mi madre había pasado de un plano a otro plano de la realidad, y su conversación se refería a un mundo alucinante y extraño para los demás, a una casa que era nuestra casa de antes y a un hijo que ella tenía (que era yo) y a un marido que también tuvo… Todos esos recuerdos parecían flotar en su memoria, tal cual si hablase de otras personas que éramos nosotros y de otros tiempos, que no eran los nuestros. Porque había una felicidad escondida en aquellos días inventados, en aquel padre y en aquel hijo que nunca habían existido como ella los veía. Pero era claro que ella encontraba no sé qué refugio, no sé qué intimidad hecha a su medida que necesitaba compartir con aquella gente que, por no saber, podían creerla mejor que nadie.

—El alma es un misterio. No sabemos qué es el alma —le oía decir, meditando, a la abuela, aferrada a su bastón, el labio rojo caído, como si desde su butaca pudiera contemplar el mundo entero.

—¿Dices, abuela?

—No; nada.

Moviendo, negativa, su mano diminuta cubierta de arrugas, de hilos morados, lo mismo que la hoja de la parra. Hasta me parecía que podía caérsele, volar por el balcón a la calle, y que aquella mano suya se podía convertir, qué sé yo, en una hoja o en un pájaro, sin forma, quizá, pero bañado por un sol viejo, metálico y dulce. Por eso me prendió los ojos aquella mano suya que volvió a posarse sobre la empuñadura de su bastón y allí se quedó acurrucada, helada de frío, como si ya no tuviera ninguna esperanza.

—Has dicho algo, abuela.

Insistí. Quizá porque yo también tenía necesidad de su habla, de sentir que las palabras estaban allí, vivas, vivos todos nosotros, y no se sabe cuántas cosas más.

Por eso movió todo su cuerpo, su barbilla y su labio rojo, medio claro, que pareció temblar, como un péndulo. Todo su cuerpo se escoró al compás de su bastón hermano, bastón padre y bastón hijo que, en sus manos, también pareció un remo navegando sobre las aguas procelosas, sobre la vida procelosa, sobre la carne y el fango y tantas cosas que forman el todo y la parte de la vida.

Me miró y quiso dibujar su sonrisa de entonces. La luz entraba secante por el balcón. Ahora el sol brillaba sobre el tejado, iluminando las copas de los árboles que sobresalían.

—La casa parece un lazareto.

Fue lo que se le ocurrió y se echó a reír. Porque era verdad que la casa, con tanta gente, con tanto escándalo, con tanto gritar y chillar, era poco menos que un manicomio o una leprosería.

—Quién se lo iba a decir a tu abuelo…

Y volvió a reírse, apagando la risa en el pañuelo, como si de repente hubiera descubierto el lado cómico o tragicómico de aquella situación absurda.

—La casa parece un campamento de gitanos…

—De gitanos…

Siguió repitiendo y hasta estuvo a punto de ahogarse con las sílabas y con las letras de aquellas palabras nómadas.

—Todos nos hemos convertido en gitanos…

—Somos una gitanería…

Siguió, sin cansarse de repetir la palabra:

—Un pueblo de gitanos… En eso se ha convertido este pueblo…