AHORA, la tarde, cuando se calmaba el viento, mucha gente salía a pasear a la carretera, a tomar el sol, que pasaba como una hoja limpia entre las sombras y los troncos de los árboles. Todo se iba transformando en turquesas, en un mar de olas verdes y granates, con su cresta de florecillas silvestres, de margaritas y de luces extrañas. Parecía casi imposible que de la muerte de un invierno como aquél hubiera podido salir una primavera como ésta. Porque todo parecía haberse inventado de repente. De repente todas las cosas tenían un sonido, el nuevo, el de siempre. Y se veían los pájaros, a millares, como bulanicos con alas, cayendo a bandadas sobre las copas de las alamedas. El pueblo quedaba allí, pincelado de cales nuevas, con sus tejados y sus chimeneas de ladrillo, medio rotas, por las que salía el humo, que luego se derramaba y parecía querer volar, deshacerse como un pájaro de nada. Yo me paraba a mirar estas cosas desde la ermita. Nadie se había metido a quitar de allí la imagen de la Virgen, entre llamas de escayola pintada, rescatando las ánimas desnudas, con barbas, que purgaban en el Purgatorio. Hasta alguien seguía colocando allí su lamparita de aceite, que ardía en un rincón, humilde como una viejecita. Veía la torre ahumada de la iglesia, con la veleta y la cruz torcida sobre aquel cielo azul. Y entonces, no sé por qué, me acordaba de otros días. Porque es verdad que hay momentos en los que el espíritu, por no sé qué motivos, se siente perdido y añora la luz de otra luz, el aire de otro día o las palabras que flotan, que no se han ido, que están alrededor de nosotros, siempre aquí, y sólo esperan el momento oportuno, igual que aquel igual, para volver, para repetirse… Oía el zumbido de las moscas sobre las boñigas de los bueyes, ese ir repetido de los moscones azules, grandes, que van y vienen y luego, lo más, se marchan carretera abajo, entre el repetido corte de los árboles, manchados de cal, idos hacia adelante. Y no se oía nada, como no fuera ese hervir de los insectos y de las moscas. Sólo ese resplandor de las casas, de los campos, de las moreras, y el sonido limpio y recortado de las palabras, con los nombres que venían aislados por el aíre.
La abuela, cuando llegaba, me decía:
—A ti te pasa algo.
Yo no decía nada. Me sentaba y me quedaba callado. No era que me pasara, era sólo que se me llenaba la cabeza de pensamientos, de tristezas y de personas. Me ponía su mano vacía sobre la cabeza, entreviendo, quizá, lo que pasaba dentro de mí. Luego empezaba con una de sus charadas, con uno de esos acertijos raros, en los que era muy difícil dar con el resultado. Oía su risita blanda, que se le deshacía en la boca, lo mismo que un caramelo. Veía sus manos sobre la mesa, o sobre los brazos del sillón, rellenos de vacío, con azules y verdes llenando su dorso como un mapa. Me repetía:
—Anda, cuéntame: a ti te pasa algo.
Yo negaba con la cabeza e insistía en que no me pasaba absolutamente nada. ¿Qué podía pasarme a mí? La abuela quiso ponerme otra vez su mano hueca en la frente, buscarme esas ideas que ella sospechaba me estaban molestando, y, atrayéndome, me dijo: Anda, ven, si te portas bien puede que te cuente un día otro de mis secretos. Vi sus ojos cómplices, su dedo con el que trataba de advertirme de algo dulzón y misterioso, hasta el punto de que me quedé fijo, atento, esperando ver en seguida esa nueva historia interesante y maravillosa. Pero la verdad verdadera es que yo no tenía nada que contar, porque todo eso que me pasaba era sólo un estado de ánimo, uno de esos momentos en los que la vida no vale nada y a uno no le importa morir…
Por eso vine al balcón y me quedé mirando el pedazo de azul, ligeramente iluminado, que restaba en el cielo cuando el sol trataba de perderse, tapándose con un pañuelo de nubes largas y rosa, amarillas, a punto de apagarse. ¡Cuánta melancolía! ¡Qué enorme tristeza entre los árboles, en el aire, en la penumbra de la casa, en la tos y en los pasos de la abuela! Como si ninguna cosa existiera ya y todo hubiera perdido repentinamente su interés.
—¿Te acuerdas de tu padre?
Oí la voz de ella acurrucada entre sus labios, desmenuzada y tierna, como si tuviera el don de penetrar en los menores sentimientos.
No le contesté, pero me eché a llorar.
—Tonto, tonto —me dijo—; pero si no le pasa nada…
Se le iluminó la cara, grande como el sol que se perdía, con aquellos ojos de mermelada con los que trató de quitarme la pena.
Porque era pena lo que yo sentía en ese momento: un dolor profundo, amargo, que me hacía una trenza en el cuello y apretaba, como en un puño, mi pobre corazón solitario.
No debí consolarme tan pronto. Claro que, en ese momento, el llorar era un placer al que yo no estaba dispuesto a renunciar. Nada existía en ese momento más agradable, más tierno, ni más hermoso como ese dulce lloriqueo que salía de mis ojos y de mi alma. Por eso me dejaba mimar y acariciar, sintiendo sobre mi rostro el roce de los labios húmedos, pintados, con sabor a cereza, de la abuelita buena, de la abuelita vieja, quien se empeñaba, con sus poquitas fuerzas, de mecerme lo mismo que a un rorro. Sentía su vocecita, las palabras que sacaba encadenadas de su boca, y que canturreaban sobre un mocito que tuvo que ir a Roma a ver al Papa…
Cayó la noche y las casas, por el balcón, parecían casas-fantasmas, con sus paredes blancas y sus ventanas brillantes, en donde, todavía, se miraba, como en el agua, el cielo crepuscular que, poco a poco, terminaba. Volvió, otra vez, el frío. La primavera era todavía muy joven, y al atardecer el viento bajaba caballuno de la sierra, helado, con sabor a nieve derretida…