COMO ES LÓGICO, la detención de mi padre fue un golpe para la casa. Y la verdad era que, hasta entonces, ninguno habíamos advertido suficientemente la importancia de su ausencia. Pero ahora las cosas estaban así. Lo echábamos de menos a la hora de la mesa, de sentarnos de noche junto al fuego, y a la hora de los comentarios. Su silencio flotaba como algo vivo en medio de nosotros. La presencia de su ausencia, su vacío, su no estar, era algo palpable, que se definía y nos hacía pensar en que no estaba. Sobre todo, me daba cuenta en mi madre, quien parecía haberse quedado sin interlocutor y permanecía horas y horas en silencio, sin saber qué comentar, distraída, con la cabeza puesta en una hipotética situación imaginaria, en la que, posiblemente, mi padre unas veces estaba bien, igual de libre que antes y, otras, era el hombre más desgraciado, más perdido y más condenado del mundo, puesto que veía a mi madre afligida, a lágrima viva, protestando de aquellas dos arpías, que eran sus hermanas, que habían consentido un atropello semejante.

La luz de enero entraba fría, sin color, como si se perdiera en el aire antes de tocar el suelo. Todo parecía haberse calcinado. A veces, entre las nubes que se arremolinaban en los picachos, emergía uno de aquellos dientes blancos de la sierra como clavado en un trozo blando del cielo azul y limpio. Me entusiasmaba la contemplación de este paisaje que, por otro lado, me producía no sé qué turbación, ya que mi creencia era que, al otro lado de aquella cumbre nevada y brillante, forzosamente tenía que encontrarse la guerra, con sus cañones y su tropa, en lucha perenne. Eso tenía que ser, más adelante, en primavera, el color anaranjado de las nubes, cuando el sol se perdía, cayendo en el ocaso. Por otro lado, los aviones solían aparecer por aquella parte, traspasados de luz, cuando empezaron a venir casi siempre a la misma hora y bombardeaban el ferrocarril, entre los cerros, como a tres o cuatro kilómetros del pueblo. La tierra temblaba y en seguida, veíamos cómo el humo subía negro, manoteando entre los árboles.

Pero todo eso, como otras muchas cosas, se fue convirtiendo en una costumbre. Las gentes del campo se detenían un instante y levantaban la cabeza para seguir el vuelo de los aparatos, que pasaban grandes, llenos de sol, con aquellas teticas negras (que ellos veían) y esperaban unos segundos, hasta que oían las explosiones. Después, seguían en lo suyo.

Para nosotros, naturalmente, tenía que ser distinto. Mi padre estaba en la cárcel, en la ciudad, y no sabíamos qué suerte podía correr. Por eso, cada vez que venían los aparatos, mi madre se ponía a rezar, a encender velas y a decir Dios mío, Dios mío, hasta que otra vez los veía de regreso, hasta que se perdían de vacío. Lo peor fue que le entró de repente no sé qué intranquilidad por mí. Me estaba llamando a cada momento.

—¿Dónde te has metido?

Y no le valía que le dijera que estaba jugando aquí o allá. No quería que saliera de la casa.

—Tú no te muevas de aquí —me amenazaba.

Porque, pienso, sintió de repente sobre sus hombros la responsabilidad de que pudiera pasarme algo y trataba de protegerme. Se ponía nerviosa y, a lo mejor, se pasaba el día regañándome, diciendo que le estaba amargando la vida y que me había vuelto un desobediente y un maleducado. La verdad es que yo era el mismo de siempre. Lo que ocurría es que también yo crecía y sentía la necesidad ineludible de correr por la calle y jugar, simplemente jugar, con los otros niños. Pero ella persistía en su negativa, en que yo no tenía por qué hacer lo que hacían los otros niños, y que sí patatí que si patatá. El final era un enfado general, rabietas y lloriqueos, en los que tenía que mediar la abuela defendiendo, a su modo, mi punto de vista y mi necesidad vital de correr, como los pájaros.

—¡Los pájaros!

La abuela giró sobre sus talones y, despacio, pasito a pasito, apuntalada por su bastón, sin dejar de decir pobrecitos míos, porque, con aquellas cosas, se había olvidado de la pajarada, y por eso iba caminando, chupeterreando palabras como poniéndolas así, masticadas y blandas, ensalivadas, en los piquitos dulces, lindos, de aquellos pajarillos que había heredado del pobre don Liberado. En cuanto abrió la puerta de la pajarera, a puñados se le arrojaron sobre su cuerpo, sin dejar de piar, lo mismo que mariposas gigantes o como pedazos de papel vivo, encendido, que no fuera posible detener. Entraba el sol por la ventana enrejada cubierta de tela metálica. Desde la puerta oíamos el palique de la abuela con sus amigos los pájaros, hablándoles como si pudieran entenderla, porque, indudablemente, existe un lenguaje, no de palabras, por el que las personas, los animales y las cosas se comunican.

Mi madre me llamó, me llevó a un aparte y me dijo:

—Me han dicho que ayer hablaste con tía Peregrina.

No pude negarlo. Y lo curioso es que no sabía cómo ella había podido enterarse, ya que, en ese momento, no había cerca ninguna persona. Pasó que yo iba por la calle y ella, de pronto, desde un balcón, me dijo ven, y yo, acordándome de lo que me había dicho mi madre, no sabía qué hacer. Porque, además, estaba como siempre era: tan blanca, con los ojos recién pintados. Me quedé embobado. Esa indecisión fue la que ella aprovechó para bajar y salir a la calle y decirme ven aquí, porque me llamó desde las puntas de sus dedos finos, con las uñas pintadas, y desde sus labios azules, con los que me besó en la mejilla, llamándome mi niño y niño mío. Era sincera y se alegraba realmente de verme y de acariciarme, mientras se le caían las lágrimas y rompía en uno de esos monólogos suyos, confusos e inconcretos, con el que trataba de desahogar su corazón, empapado como una hoja tierna.

Yo no supe qué contestar a mi madre. Tenía la impresión de que había sido sorprendido mientras hacía alguna marranada. Por eso bajé la cabeza.

—Te dije que no te acercaras nunca a esa mujer. Ni a ésa ni a la otra.

Y por primera vez, acaso la única, sentí sobre mi rostro su mano abierta, que me hizo tambalear y salir de allí sin soltar una lágrima.

Claro que, detrás de mí, yo sentía la agitación de mi madre, su rezo de palabras condenatorias, con las que me advertía seriamente que jamás, ¿me oyes?, jamás, volviera a mirar, ni a escuchar, ni a nada, a aquellas dos indignas, que ya no son de nuestra familia.

Porque la detención de mi padre había terminado, creo, por encizañar el corazón de mi madre, cuyo rencor hacia aquellas hermanas locas y hacia los hombres con quienes vivían se acrecentaba día por día. Muchas veces me paraba a verle, con disimulo, los ojos y me daba cuenta de que su cabeza era una máquina disparatada, en constante acción, que ninguna cosa sería capaz de detener. Incluso nos sorprendía a la abuela y a mí con alguna pregunta o con alguna afirmación fuera de lo corriente o que, en ese momento, no comprendíamos el porqué.

Fue entonces, por la cara de preocupación que ponía la abuela, sentada en su mecedora, con las manos escondidas en su manguito de pelo de zorro, cuando empezó a pasarme por la cabeza el que mi madre, con aquellas cosas, estuviera perdiendo también la cabeza. Porque todo el mundo sabía que la gente de nuestra casa no era esto, precisamente, lo que tenía más en su sitio y todos teníamos no sé qué fama de medio locos.

Los días, sin embargo, siguieron su marcha. A los tristes y duros del invierno, pronto seguirían los húmedos y claros de una primavera que parecía, en medio de una guerra, imposible. Las noticias de mi padre eran muy escasas. Alguna vez vi cómo mi madre se desplazó a la ciudad para verle y luego volvía pocha, con los ojos hundidos y apagados. Se sentaba un rato con la abuela y, en un palabreo monótono, le contaba los ánimos con que había encontrado a mí padre, las cosas que se contaban en la ciudad y las personas (sobre todo parientes) con los que se había encontrado y hablado sobre los tiempos tan calamitosos que se estaban viviendo. Yo asistía medio dormido a aquel diálogo en el que las palabras vivían solas y había que ir cogiéndolas al vuelo y colocándolas, una a una, como los cromos en un álbum. Cuando abría los ojos, casi siempre me encontraba con el rostro pintarrajeado de la abuela, su labio medio caído y ese gesto de conmiseración, de comprensión por las cosas que estaban ocurriendo, pensando, pienso yo, que todo lo de aquí es pasajero y que, en definitiva, todos somos peregrinos, como diría la Santa, detenidos una mala noche en una mala posada…

Era maravilloso contemplar, desde la ventana, cómo empezaban a florecer los almendros. Aquella nevada sutil sobre los árboles tiernos, casi niños, con su corazón de agua dulce y las nubecillas tenues rotas, como pedazos de luz flotante sobre las ramas recién nacidas. Claro que, generalmente, una noche cualquiera, se presentaba la helada lo mismo que un ladrón, y con su hacha de nieve cortaba celosa, una, a una, aquellas flores inocentes y limpias.

Hasta nuestra casa llegaba la risa de las dos tías locas, vueltas a sentarse en la plaza, a tomar el sol, con las piernas cruzadas y los cigarrillos perfumados. Y ahora era peor.

—Porque no tienen sentimientos, ni vergüenza, ni nada, sabiendo lo que ocurre en esta casa…

Decía mi madre, cerrando, como las hojas de un libro, una a una las ventanas, con lo que trataba de borrar aquellas risas, aquellos gritos, ese hablar de ellas, sentadas allí, sin decoro, a sabiendas de que los hombres del pueblo andaban encochinados junto al pilón por darse el gusto de verles las piernas.