CUNDIÓ POR EL PUEBLO que, a las doce, todos los días se sentaban las locas en la plaza a tomar el sol. Cruzaban las piernas, montadas la una sobre la otra, y fumaban cigarrillos perfumados que sus maridos, golosos de señorío, se hacían traer de contrabando. Muchos aseguraban que aquellos cigarros especiales procedían de las fábricas de don Juan March, y otros que eran de procedencia inglesa, de Gibraltar. El caso era que, a las doce, todo el macherío local soltaba sus herramientas para hacerse los remolones junto al pilón, como que hablaban de algo o como que liaban petardos con hojas de papa, como si a ellos también les hubiera entrado la rareza del sol, para mirar con disimulo y con deleite las entrepiernas de las dos señoritas que, alguna vez, se dejaban ver hasta la liga.

Semejante escándalo llegó a nuestra casa, y muchas veces, desde la persiana, vi a la abuela contemplar, con los labios apretados, aquella desvergüenza. Daba patadas con la punta del bastón, y yo veía crisparse su mano delicada sobre el puño, como si, de aquella manera, o de alguna otra, retorciera el cuello de aquellas dos hijas suyas, salidas de su carne y de su sangre, aunque no podía explicarse el cómo, el cuándo y el dónde de aquella corrupción y de aquella lascivia.

Y otro tanto le pasaba a mi madre, repitiéndose a sí misma: ¿has visto? ¿Has visto qué poca vergüenza? Porque, para mí, lo peor, es que las dos locas sabían que eran observadas, espiadas por la abuela y por mi madre, y es posible que hasta exageraran por ese motivo, con aquel alarde del fumerío, de risas y de tijereteo de piernas, significando, en definitiva, la entrada de los tiempos modernos en el pueblo.

La abuela se esforzaba en meternos en la cabeza que ella había educado a sus hijas en la doctrina de la Iglesia, enseñándolas a ser recatadas, honestas y, sobre todo, limpias. Porque una mujer limpia brilla lo mismo que el sol. Y se quedaba fija, penetrando con sus ojos en el fondo de los nuestros. Parecía que taladraba con aquella mirada segura, hasta el punto de que había que cortar y mirar para otro lado. Llegó a sacar del bureau una cajita perfumada, aquellas fotografías de sus hijas, vestidas de blanco, con una corona en la frente, el día en que don Liberado, el pobre, les administró el Sacramento de la Eucaristía. Allí estaban quietecitas, candorosas, las dos niñas de sus ojos, junto a una mesita con el tablero de mármol, con un Niño Jesús de Praga. Ésas eran sus niñas, señalándolas con el dedo, y no ésas, a las que ni yo misma conozco…

Los días seguían helados. Y el sol se retiró por bastantes de ellos, dejando limpia la plaza. Otra vez volvieron las nubes, oscuras y densas, que parecían caer como mantas sobre la sierra y los frutales desnudos. Los caminos volvieron a quedarse desiertos. Sólo se veía clavada aquella fila interminable de álamos, como espadas, con los troncos pintados de cal, abigarrado encuentro de lanzas. Hasta la guerra tenía que haberse paralizado. El viento cortaba, y, cuando menos se esperaba, el campo aparecía cubierto de nieve, hoja blanca y suave de papel satinado y limpio. La tierra, el mundo, todo parecía haberse quedado vacío, sin nadie. Gritaba, y aquella soledad parecía devolverme las palabras. Era como si, de pronto, hubiese hecho un viaje muy largo y me encontrase ahora en otra parte. Y era verdad que podía haber ocurrido así: muchas veces tiene uno la sensación de que ha estado aquí o allá y de que ha visto a personas que nunca ha visto. Pero, la verdad es que el invierno nos encerraba a todos y nadie se atrevía a poner los pies en la calle. Se veía un niño correr por la nieve y quedaban sus huellas marcadas, los dos hoyos repetidos, que venían y que se iban. Incluso, alguna vez, en un rincón de la pared de la iglesia, recuerdo a tres o cuatro hombres puestos allí, tomando un sol flaco, medio pálido, que hacía un triángulo débil, sin fuerzas y sin calorías, que pronto se fundía con la nieve. Mi padre se entretuvo haciendo en el huerto un muñeco, un hombretón, al que puso un cigarro en la boca y una boina vieja en la cabeza. Era un muñeco tonto, que destruimos después a fuerza de pelotazos, pero al que, recién hecho, toda la casa fue a contemplar. Recuerdo a la abuela, superabrigada, con los guantes de lana y el bastón, sacando sus ojos manchados de la barrera del tapabocas. Pero, ahora, en general, le gustaba poco bajar al huerto, porque le daba no sé qué tristeza que ni siquiera a mí confiaba. Se pasaba las horas junto al fuego, sin apetito, sin interés por nada, hasta el punto de que oí a mi padre preguntarle a mi madre, ¿has visto cómo está la abuela? Y mi madre la miraba en silencio y asentía, como diciendo que ya se había fijado y que aquella actitud le preocupaba y la tenía pesarosa. Por eso trataba de animarla, de decirle, anda, bébete esto o, ¿por qué no haces alguna cosita para el niño? De momento parecía reanimarse, intentar, ella misma, salir de aquel alejamiento; pero, en seguida, la veíamos de nuevo con las dos manos caídas, fija la mirada en un punto inconcreto, pensativa y lejana.

—No me gusta lo que le pasa a tu madre —repetía mi padre, andando a cojetadas alrededor de mi madre, que era como el todo de la casa. Creo que sin ella la máquina se habría detenido.

Ella no hacía ningún comentario; se limitaba a mirar, a derramar sobre la vieja sus ojos amantes y preocupados.

—Es mejor dejarla —le oí susurrar.

Yo me sentaba a su lado y alguna vez notaba cómo su mano flaca buscaba mi cabeza y la dejaba descansando allí, como si no quisiera quedarse sola. Le gustaba saber que yo estaba a su lado, pegado a su falda. A veces le decía:

—Abuela, ¿por qué no hablas? ¿Qué te pasa?

Y notaba entonces ese intento suyo por soltar la risa secreta, esa complicidad conmigo sobre cosas determinadas. Porque acaso fuera yo el único que se diera cuenta de que aquella enfermedad no era más que un pretexto que ella se había buscado con el único objeto de cavilar y pensar en sus problemas. Pero, a pesar, yo también sabía que estaba acobardada, abrumada por aquellas locuras de sus dos hijas solteras, casadas a la espalda de Dios y de su Santa Madre. Por eso le temblaban las manos y sentía cómo se le ponían tensas, electrizadas sobre mi pelo, perdidas en ese mar que deben ser los recuerdos de una mujer con tantos años.

La tarde se hacía ceniza por el balcón. Pasaban las nubes como gusanos, redondos y negros, caminando lentamente y derramando su enorme gusanera sobre las casas y los campos. Volvían a ladrar los perros. La guerra parecía haberse quedado lejos, que hubiese dejado de existir, como si no se la viese por ninguna parte, ni a derecha ni a izquierda, a no ser por la ostentación bélica del Crisólogo y sus camaradas, a quienes la lejanía del frente estaba aburguesando y se les veía más muelles, más cachondos, más relajadamente felices. Incluso se les notaba no sé qué simpático para que las puertas de nuestra casa se les abrieran y poder entrar y salir del mismo modo que Perico por la suya.

No había que olvidar que las circunstancias habían convertido al Crisólogo en el mandamás del pueblo, en el personaje más importante, cosa que trató de probarnos siendo generoso con nosotros en la distribución de los alimentos y en otras ventajas.

—Como verán, los socialistas no somos tan malos como por ahí dicen —comentaba para que llegara hasta la abuela.

Pero eso era algo que ella jamás hubiera consentido. Si era necesario morir (y lo decía con frecuencia), moriría.

—Yo ya soy vieja, y ni vosotros, ni el pueblo, ni nadie va a ganar nada con mi muerte.

Por eso rechazaba sucesivamente todas y cada una de las generosidades del Crisólogo, a quien, naturalmente, desagradaban aquellas orgulleces de los Fernández, tu familia, como le decía a su mujer, quien lloriqueaba a causa de las tonturas de la abuela, tan emperrada en un pasado muerto, en una historia de fábula, cuando todos los hombres y todas las mujeres somos iguales.

Yo sabía que eran estas cosas las que tenían aletargada a la abuela, las que la mantenían inmóvil en la butaca, muda, sin ganas de hablar, como otras veces, y recontarme tantas y tantas cosas de su vida y de la casa. Sabía que tenía que estar en guardia, atenta al primer ataque de aquel hombre importante, casado, bueno, con una hija suya, con su Peregrina, tan llorona, siempre tan blanca, con aquellos ojazos que le cogían toda la cara. Y movía la cabeza pensando, sin decir, como yo la veía, como sí tuviera delante, a trasmano, a aquellas dos prendas suyas, a aquellos dos tesoros míos, a las que todas las noches miraba en su alcoba, para besarlas o para amenazarlas, antes de meterse en la cama. Ahora, cuando llegaba ese momento y la luz de aceite, sobre la mesa, se apagaba de un soplo, la oía caminar vencida, como si alguien le hubiese cortado las alas, y se escoraba sobre el bastón, quejosa, dolorida, arrastrando el dolor de mis dos niñas.

—Ya no son ningunas niñas —protestaba mi madre—. Ni están locas, ni están nada: las dos saben muy bien lo que se hacen.

Pero ella protestaba. Protestaba aun respetando la opinión de mi madre. Para ella eran, serían siempre, dos criaturas, dos niñas tiernas, desvalidas, dos pedazos de mi corazón. Y no lo podía remediar.

Por eso la veía renqueando, casi arrastrada por la pata de venado de su bastón, lento, despacio, sin energías, caminando por el pasillo.

Aquellos desaires de la casa ocasionaron la detención de mi padre, acusado de enemigo del pueblo. Era el único hombre de la familia y hubiera estado mal apresar a mi madre o a la abuela: hubiera sido inicuo. Para eso estaba mi padre. Nadie protestaría de que fueran a por él y de que lo sacaran de la cama, una noche, cuando el frío era más intenso y caía una llovizna helada y tétrica. Lo recuerdo mientras se vestía, sin entender una palabra, sin comprender el sentido de aquella acusación, siendo así que era un hombre políticamente neutro, que no estaba ni aquí ni allí. A él lo único que le preocupaba era su tienda, su familia y aquella pata desgraciada que tenía que llevar, como un lastre, a todas partes.

—En mi vida me he metido en política —le oí decir mientras se ponía la chaqueta—. Ni en política, ni en nada.

Aquellos hombres lo miraban en silencio, sin saber qué comentar, esperando tranquilamente a que acabara de vestirse.

Era mi madre la que se obstinaba en convencerlos de que mi padre, al que veían, no era sino un trabajador, un hombre de la calle, un hombre de acá para allá, lo mismo que ellos. Es posible que aquéllos, apontocados en la puerta, con los máuseres en la mano, sin dejar de mirar los retratos y las lámparas, es posible que se creyeran todo lo que mi madre les contaba, segura de que ellos eran depositarios de la justicia y de la libertad. Pero aquéllos se limitaban a escucharla, a no decir nada de nada y a esperar pacientes a que el preso terminara de una vez de vestirse, de coger sus cosas y de llevarse una manta, una noche como aquella.

Desde la cama oí a la abuela preguntar, a gritos, ¿qué pasa? Y a gritos le contestaba mi madre diciendo que se llevaban preso a mi padre, una noche como esta, sin saber ni los motivos. Seguía a todo esto un rosario de protestas, un ronroneo, un alarido seco, acorralado, cuyo sentido trataba de entender. Puede que el único que no dijese nada, asustado y sin palabras, fuera mi padre. Yo lo veía a través de la puerta, a medio abrir, de mi cuarto. Me parecía más pequeño, más pálido, como si, de pronto, se hubiera reducido a la vista de los dos guardias de gorra y fusil, que lo miraban y hasta le ayudaban a meterse la ropa, como si no tuvieran nada que ver con todo aquello.

El reloj de la sala dio las once, y las once campanadas sonoras y profundas hicieron volver la cabeza a los guardias, confusos y admirados, que no sabían qué hacer para disculparse por la detención. Trataban de que se les notase claramente que ellos se limitaban a cumplir una orden pero que, debajo del uniforme, eran lo mismo que tú y que yo. Hasta se sintieron obligados a tranquilizar a mi madre, quien había terminado por derrengarse en una silla y lloriquear en cuanto vio que mi padre estaba ya listo para la marcha. Lo vi entrar en mi cuarto y, sin dar la luz, me puso la mano en la cara, me besó y me dijo, pórtate bien y cuida de tu madre y de la abuela. Estaba helado y su frío se me quedó en la cara toda la noche. Lo vi salir y le oí bajar la escalera, mientras aquellos hombres comentaban no sé qué. Vi aparecer, con una bata y un chal, a la abuela. Era ridículo verla allí, bajo la lámpara, junto a la mesa larga de caoba, con el velón. Como si fuera a salir cacareando, con su cresta, su pechuga y sus espolones, Se movía, tris, tras, inclinada, con extraños vaivenes por el cuarto, que parecía rematar en un picoteo de gusanos. Era mi madre la que lloriqueaba, la que sobaba el hilo de su lloro, largo y lo mismo, que salía de su pecho afligido, oculto el rostro con el brazo.

Fue esa noche cuando, en un repente, le oí chillar a la abuela por ese hijo imprudente que se había ido de su casa, ¡de ésta!, y que vaya usted a saber qué casas son las que andará defendiendo por ahí. Picoteaba su bastón, con el pico afilado y metálico, engallado, con el plumaje revuelto, dispuesto para el salto.

—¡Hijo! ¿Dónde te has metido?

Porque esta y otras humillaciones y cualquiera sabe qué cosas más tendríamos que tragarnos mientras durara la guerra, esta maldita guerra que os habéis sacado todos de la manga, porque, por muchas vueltas que le deis al asunto, todos estáis locos y no hay un dios que os entienda.

Nunca vi a la abuela más enfadada, más salida de sí, casi dando saltitos, mientras repiqueteaba con su bastón que, de repente, se había vuelto enérgico, cargado de nervios, y que parecía traducir todas aquellas palabras suyas a un lenguaje fanático y desconocido. Era increíble la vitalidad de aquel simple bastoncillo con el que la abuela, como Moisés, era capaz de hacer tantísimas cosas. Yo la recuerdo, erguida en la cama, con la luz apagada, mirando por la puerta, a medio abrir, del cuarto, con la bata y el chal, a la luz de la lámpara de aceite que crepitaba sobre la mesa, ya que la luz eléctrica, que era muy pobre, se cortaba casi a la hora de llegar. Oí el lloriqueo, el pecho roto de mi madre, que jadeaba sobre la silla, tapándose el rostro con el brazo. Pero, sobre todo, tanto ella como yo, creo oíamos los pasos imparejos de mi padre, saliendo, saliendo siempre escoltado por aquellos dos hombres uniformados, que llevaban colgado del hombro un máuser viejo y manoseado.

Fue imposible cerrar los ojos aquella noche, porque toda la noche estuvo llena de aquel galimatías, de aquella serpentina rota, perdida e interminable de palabras, de ecos y de signos, cuyo significado llegué a perder casi por completo, como si de repente la habitación y la cama anduvieran a la deriva sobre el mar, o sobre un río, y no encontrara la orilla por muchos esfuerzos que hiciera.

La mañana amanecía triste, con sus nubes grises, como paños, al otro lado de la ventana. Veía las ramas delgadas y muertas de los frutales. Tan helado, y tan sin nada, todo. Por la puerta, todavía encendida la lámpara, veía las piernas de la abuela, encogida, ovillada en un sillón, tapada y medio oculta entre sus ropas. El cansancio, por lo visto, había terminado apagándola, dejándola desbaratada y deshecha. Me levanté, salí despacio y contemplé a las dos mujeres dormidas, encogidas y frágiles, a las que cubrí con una manta. Las miré, como si se hubieran quedado esperando alguna cosa. Era una sensación rara, un amargor, un no sé qué, que de pronto empezó a subirme, a marearme, a estropearme mi pequeña vida. Apagué la lámpara, y yo también, sin saber, me quedé allí sentado, esperando lo mismo que ellas esperaban…