AQUELLA MAÑANA, al mucho tiempo de la guerra, se vieron pasar sobre el pueblo los primeros aparatos. Era un zumbido de moscas sobre un pastel, sobre un trozo de carne podrida, que aumentaba y crecía desde los castaños, como si bajara por la sierra y se expandiera por los olivos, los álamos y las huertas lo mismo que el agua cuando baja turbia por el río. Por eso salimos a la calle: para verlos cruzar, con las alas abiertas, rasando los tejados, como si, desde sus ojos grandes, nos fueran mirando a todos. Por eso, algunos, asustados, se refugiaban en las sombras de los portales, de los árboles e, incluso, se tumbaban junto al pilón, en la plaza. Aquel zumbido terrible quedó mucho tiempo flotando por el pueblo como una baba espesa y soñolienta. Pasaron los bombarderos (alguien dijo que les había visto las bombas colgando como tetillas, prontas a ser lanzadas donde fuera). Fue eso lo que atemorizó a todo el mundo, la posibilidad de una muerte indiscriminada, ya que las bombas, al llover, llovían lo mismo para listos que para tontos, para blancos y para negros, para viejos y para niños… La guerra desde el cielo perdía todas las virtudes de una guerra individualizada entre caballeros, ya que una guerra así significa exterminación, y toda exterminación es siempre apocalíptica. Por un momento, los aparatos, el miedo, parecieron conseguir el milagro de la unificación del pueblo, ya que, a la vista, había surgido un enemigo mayor, más poderoso e invencible. Los vimos alejarse, volver a convertirse en moscardones, en moscas, en mosquitos y confundirse en un cielo pálido que, pronto, con el viento helado, se borró con nubes. Pero no se fue, repito, aquel desasosiego, ese nuevo sonido taladrando incansable nuestro cerebro. A partir de entonces nuestros ojos andaban siempre registrando los cielos a la búsqueda de la mínima señal.

—¿Se oye algo?

La respuesta era poner el oído, quedarse quieto, esperar, esperar…

—No; no se oye nada…

Y el corazón volvía a relajarse, poco a poco, en busca del silencio.

Fue entonces cuando ya nadie amó la guerra. Cuando todas las caras empezaron a ponerse mustias y todos callaban, sin querer traslucir sus pensamientos. La guerra no parecía ser lo que tanto se había dicho. La guerra es sólo una trampa para cazar incautos. Por eso que las Uniones, Convenciones y Fraternidades aumentaron (mediante consignas) sus campañas patrióticas, y ahora, durante todo el día, se oían los altavoces de la Casa Popular lanzando músicas militares y frases alusivas al valor guerrero, a la grandeza de la Patria y al paraíso que a todos los hombres leales se les tiene prometido para después de la victoria. Pero la gente (empezaban a llegar telegramas sobre muertes y continuos desaparecidos) comenzó a darse cuenta de que la guerra no tiene nada que ver con las músicas celestiales.

En Navidad, como una reminiscencia del nacimiento de Jesús, se repartieron bollitos de pan y onzas de chocolate para los niños del pueblo. Pero a nadie convenció aquella festividad aséptica y solitaria. Algunos, a escondidas, montaron en sus casas portalitos de Belén. Era una noche triste, donde la nieve, por la ventana, brillaba más que nunca a la luz de un cielo limpio de nubes, estrellado y divino. Vi a mi madre llorar junto a la ventana el que Dios, aquella noche, no estuviera, como siempre, con nosotros. Porque todo estaba muerto: la iglesia, la campana (que habían descolgado con dinamita hacía poco tiempo) y la calle, otras veces salpicada por el jolgorio. Ahora Dios no está aquí, porque todos le hemos cerrado la puerta y le hemos dejado pasar, una noche así…

Me acerqué a la ventana creyendo ver la borriquilla de la que tiraba José, ese hombre de allí, con su cayada, y la Virgen, como una niña de porcelana, bella cual ninguna, con un cerco de estrellas sobre la cabeza. Los vi, estoy seguro, con su farolillo de aceite para no perderse por el camino. Iban hacia Belén, huyendo del viejo Herodes, el impío y sanguinario, quien, astutamente, pretendía apoderarse del Niño para matarlo. Y por eso, engañado por los Magos, había ordenado asesinar a todos los niños de la tierra…

La abuela, sentada en su mecedora, me contaba aquella historia grande, y yo veía los caminos de azúcar, y los ríos de papel de plata, y la estrella con su rabo de luz, y las casas de papel pintado, y el Portal rodeado de ángeles, donde el Niño, pequeño como un dedal, sonreía tranquilo, desnudo, sobre pajas de oro fino, con sus manos de miel y de candor. Luego se echó a llorar, porque esta noche, por primera vez, no están aquí todos mis hijos. Faltaban su hijo el soldado y sus dos hijas locas, cuyo matrimonio civil con el Crisólogo y el miliciano García se había celebrado no hacía más de dos semanas.

—Locas…, locas… —repetía, refiriéndose, ahora, a otra clase de locura.

Callábamos siguiendo el balanceo de sus palabras, ese ritmo, ese ir y venir de sus lamentos. Locas…, locas…

La casa, aquella noche, parecía impregnada por el pegamento de aquellas palabras que, como insectos, se aferraban a las paredes, al mantel de la mesa, a los cubiertos y a nuestras vidas, un tanto frías por el frío de aquella noche triste e inhóspita.

Mi padre, al que la guerra tenía últimamente preocupado, permanecía hundido en su butaca, el rostro escondido entre las manos. Le había librado de ir al frente, además de la edad, no sé qué deformación ósea que tenía en una pierna. Éste era el motivo de su cojera y de su palidez. Su contra al casamiento civil de sus cuñadas le acarrearía serias dificultades. No sé si era eso lo que pasaba aquella noche por su cabeza, mientras se consumía sobre la mesa la lámpara de aceite, en una cena triste, en la que ninguno cenaba.

Y yo veía que mi madre, liada en su toca, observaba con preocupación a mi padre. Se le acercaba a veces y le susurraba no sé qué palabras que, mi padre, sin dejar de taparse los ojos, recibía en silencio, sin hacer el más mínimo gesto, como si todo aquello le fuera indiferente.

Era la abuela la que seguía abstraída, cerrada en sí misma, pálida como el papel, con los ojos borrosos, perdida en el callejón sin salida de sus recuerdos. Porque a ella le hubiera gustado verlos a todos, a sus hijos, allí, como entonces, como hacía años, sentados a la mesa, o junto al Portal, sin esas ideas extrañas que habían dividido y expoliado su casa.

—¡A mí qué me importa quién gane la guerra!

Fue un gesto desesperado, como de animal viejo y acorralado, que tratara inútilmente de defenderse blandiendo su bastón.

Y lo curioso, pensaba yo, es que la guerra también es natural. Es natural que de vez en cuando los hombres cojan sus armas y se vayan lejos, a matarse los unos a los otros. Y no es por las ideas, ya que, en resumen, casi todos los hombres vienen siempre a luchar por cosas parecidas: es por la ley natural, que lo abarca todo, que se cumple siempre, y que selecciona a las especies vivientes. La guerra es cruel, porque la vida, en su lucha, nunca perdona. En realidad todos vamos naciendo y creciendo hacia alguna parte, como hacia otra vida, en un parto terriblemente doloroso…

Bueno, es posible que yo, aquella noche, no pensara nada de eso, ya que es difícil pensar cosas así con tan pocos años. Pero mi corazón estaría encogido, trabado por esa noche gris, por ese silencio espeso y largo y por ese cielo (lo vi desde la ventana) iluminado y limpio, sin una nube, sin un grito, manchado por el negro lejano de los árboles, de los cerros y de las casas, ligeramente violetas y confusas. Y era bello ese paisaje donde, a pesar, había algo inhabitual, maravilloso, que estaba mucho más arriba de la sombra de la iglesia, de la veleta y de la luz que descollaba sobre el tejado. Cerré el postigo y cerré, también, la noche. No sé qué más pasaría. Debió seguir la abuela con sus lloros, con sus ataques de rabia y de impotencia. Con su tristeza infinita. Porque me pareció oír su voz entre las sábanas, fragmentada, como si todas sus palabras se hubieran caído de repente y el viento las llevara bailando por la calle.

Y yo soñé con los aparatos, viéndolos asomar iluminados sobre la vega, rasando las copas de los árboles y arrancando, con su vuelo, de los sembrados, hojas y pétalos de amapolas y margaritas. Pasaban suaves, como si fueran de papel de periódico, como los que hacíamos nosotros para jugar y arrojábamos para que se deslizaran sobre la mesa. O sobre las hojas de la parra. O por la carretera. Porque, a veces, tan suaves, tan silenciosos, eran lo mismo que pájaros de papel, con sus alas abiertas y la cola larga y estirada. Levantábamos las manos para saludar, mientras un sol limpio nos hacía taparnos los ojos y mirar luego, deslumbrados, llenos de aquella luz increíble y maravillosa. Todo el cielo parecía lleno de aquellos fantásticos, hermosos y brillantes aparatos…