OPTÓ LA ABUELA por dejar libres a las dos tías locas, Peregrina y Espíritu Santo, más que nada por las presiones a que fue sometida la casa, las amenazas de los grupos políticos, sobre todo de los socialistas, quienes hicieron pintadas en nuestra fachada tachando de fascista a la abuela, que tenía secuestradas a dos buenas camaradas, a dos hijas del pueblo legítimo, a dos colaboradoras de la causa libertaria. Fue esta marea, el cada vez más subido tono izquierdista, los gritos y las ofensas dichas a voz en la puerta y hasta las banderas que se pasaron por delante de la casa lo que, por primera vez en su vida, atemorizó a la abuela y dejó descorrido el cerrojo para que aquellas dos mujeres hicieran de su capa un sayo. Antes, eso sí, las llamó «rojas» y les dejó sobre la cara aquella mano vacía y blandengue que le quedaba de los años mozos.

—Sois dos rojas perdidas…

Mientras mi madre lloriqueaba junto a la mesa, la cara escondida entre las manos, las oímos bajar la escalera aguantándose la risa. Eran dos risas de globos de colores, de día de feria, con sus faroles y sus lucecitas colgadas de los árboles. Las vimos correr como locas, como lo que eran realmente, en busca de la libertad. Después, mezcladas, simbiosadas por la masa, pasaron a ser algo amorfo, incoloro, imposible de distinguir.

—Todos juntos parecen un muro —le oí a la abuela, tratando de verlas todavía encogiendo la pupila. Yo sabía hasta qué punto aquellas dos niñas eran las niñas de sus ojos. Por eso se amargó, si cabe, más y se le torcieron las piernas y se le fue marcando una joroba, dura como la de un camello, sobre la espalda. Sin darse cuenta, trataba de recobrar, de nuevo, la postura fetal. Ese círculo eterno en que acaban todas las cosas. Ahora caminaba sin destino, perdida en el laberinto de sus recuerdos infantiles, cada vez más niña y cada vez más borrada de este mundo. Porque empezar de nuevo es siempre terminar.

Todavía, sentada, sin dar señales de consuelo, seguía mi madre su lloriqueo, aquel pañuelo que de vez en cuando sacaba y se refregaba el rostro, y aquellos ojos grandes, enrojecidos y avergonzados. Porque todo esto, indudablemente, era una deshonra. Y eso era lo que a ella más le dolía: la mancha imborrable que nada podría nunca quitar de la casa.

—Nos salpicará a todos —se dolía—. A todos.

La abuela asentía, sin hablar. Sólo veía su cabeza que se movía rítmica, como si temblara sobre sus hombros. Era un cabeceo que hubiera durado mil años.

Veía el cuerpo incontenible de mi madre, sus pechos robustos sobre la mesa, aquellos brazos níveos, desnudos por encima del codo, que se agitaban macizos. Ella era otra cosa en aquella casa.

—Tú eres distinta.

Le decía con frecuencia la abuela. Porque se había casado, había formado un hogar y tenía un hijo (que era yo) para perpetuar esta familia. Fue entonces cuando capté la tremenda responsabilidad que caía sobre mis hombros. Tanto que, me parece, me pasé todo el día cavilando, sin hablar con nadie, atemorizado de que el destino del mundo estuviera en mis manos.

—Si encuentras a las tías en la calle, ni las saludes. ¿Me oyes?

Me ordenó mi madre, de pie, el rostro enrojecido, pero ya seco. Era claro que acababa de tomar una determinación. Había decidido romper con aquellas dos descaradas. Cortarlas de su carne y de su apellido como con tijeras. Ignorarlas y no hablar nunca jamás de ellas. En una palabra: morirlas, perderlas para siempre.

Tuve que asentir porque, en ese momento, no dudaba de la razón de mi madre y de la locura de aquellas dos mujeres locas perdidas, que se habían lanzado a la vorágine de la guerra. Por eso, ahora, se las veía en los bailoteos de las Casas Populares del brazo de oficiales malignos, con los que bailaban, para nuestro mal, muy apretadas.

Lo peor fue cuando alguien, a escondidas, trajo a la casa el que Peregrina y la Santo se habían dado al tabaco y fumaban lo mismo que dos tíos. Yo mismo, por casualidad, sin que nadie me lo dijera, me acerqué una tarde al Salón Social y allí las vi, riendo, muy pintadas, con un cigarrillo en los labios. Me puse nervioso y eché a correr para mi casa.

La guerra, en tanto, seguía pasando por el pueblo. Aquellos convoyes interminables de camiones rusos, chatos, repletos de soldados, con fusiles y con mantas terciadas, que se perdían bajo un cielo gris, amoratado y lluvioso, por la carretera. Sólo veíamos los chopos, delgados y casi secos, de aquel baile de hojas raquíticas, que temblaban con el viento. Corríamos hasta la era por ver alejarse a la tropa, para gritarles, como siempre, o para saludarlos con el puño levantado, mientras la lluvia los iba borrando hasta que se perdían en la primera curva. Lo curioso es que, nosotros, nunca sabíamos en qué parte estaba la guerra: sólo sabíamos que los vehículos, los convoyes y la caballería (que alguna vez pasó) iban en dirección este-oeste, por lo que colegíamos que la batalla tenía que desenvolverse siguiendo el camino angosto, cubierto de barro, pésimo, que cortaban los chopos y los álamos negros.

Una vez, a los varios meses de la guerra, llegó un telegrama al Ayuntamiento en el que se decía que Amulio García, hijo de aquel pueblo, había caído en el frente. Me acuerdo bien de su nombre: Amulio. Y de su cara. Ese día entendí mejor que nunca lo que la palabra «pueblo» quiere significar. Porque, al notar en mi rostro el frío de aquella noticia, me sentí carne, verdadera carne y verdadera sangre de aquel Amulio. Pronto me daría cuenta de que los muertos son casi siempre hijos del pueblo. De que es el pueblo el que padece, el que se calla y el que no tiene más color que el que le ponen. Lo que más recuerdo, después del telegrama, es a aquella mujer, desaliñada y perdida, que corría por la plaza como un perro, sin saber dónde ir, incapaz de mantener en su pecho el dolor que le producía aquella pérdida, la pérdida de su hijo.

—Hacen las guerras con nuestros hijos —chillaba—. ¡Como si nuestros hijos fueran sus hijos!

Lloviznaba y sólo quedó, como un trallazo, como un chispazo de chisquero, aquella voz rota, desarreglada, perdido el sentido. Porque seguía la lluvia, cada vez más cruda, más sucia y más negra sobre los tejados de las casas y el muñón de la iglesia, ciega en el ojo del reloj y en la torre manchada de humo por donde habían salido las llamas. La mujer se enrolló en la puerta de la iglesia, se hizo una cosa de trapo, abrigada con el portón, que olía a hoguera muerta. Tuvieron que llevársela de allí, aunque ella no quería y nunca lo hubiera hecho. Parecía un pequeño animal, encogida, fea, con aquellos despojos de su carne y aquellos trapos negros, en los que parecía gatear su alma desconocida. Y así se la llevaron dando grititos, moviendo sus piernas de lana, con aquellas medias y las alpargatas sujetas al tobillo por dos cintas blancas.

Me fui para mi casa con el amargor de aquella estampa. La sentía raerme las tripas. Era una sensación de asco y de vergüenza. Yo no sabía qué era cada cosa. Veía que unos iban hacia la derecha y otros hacia la izquierda. Acaso eso no fueran más que caminos, más que direcciones opuestas y engañosas. Yo sólo comprobaba, veo un solo camino en la vida. Se nace, se va creciendo y se acaba en el cementerio. Es una dirección ineludible: no existe otra alternativa. Y eso, creo, lo sabe la gente del pueblo: esa mujer desparratada, indefensa y hasta ridícula, sin consuelo y sin nada.

El pueblo parecía haberse escondido. No se veía a nadie por ninguna parte. Sin luces y sin palabras: un silencio cómplice y acusador, vergonzante y responsable. Habían cerrado el Salón Social en señal de duelo. Se habían puesto algunas banderas a media asta, que colgaban como muertos a causa del aguacero. Pero nadie se sintió con ganas de organizar ningún tinglado, ni de decir discursos, ni de agitar al viento la sangre recién derramada. Entre otras cosas porque aquello de la sangre había disgustado al pueblo, quien empezó a temer que a una muerte seguirían otras y otras como en un dominó imparable. La guerra es siempre devoradora: se alimenta de cabezas, de sangre, de manos y de ojos blancos y tiernos.

La abuela se pasó la noche lloriqueando. Era un lagrimeo corto, pero continuo. Una tristeza sin límite por el hijo que ella también tenía lejos, en la contra de éstos; pero, al fin y al cabo, también en peligro de muerte. Lloraba por todas las madres como ella. Porque las madres, me decía, no entendemos de esto y de lo otro: sólo somos madres y no tenemos partido.

Aquella noche, tarde, me dijo:

—Ven conmigo.

Se había puesto un chal. Cogimos un paraguas y salimos a la calle. Hacía tiempo que no ponía los pies en la puerta. No terminaba de entender lo que veía: los letreros y los pasquines que cubrían las paredes. Yo iba a su lado tratando de llevar el ritmo, aquel paso lento y torpe bajo el caparazón negro, relleno de varetas, del paraguas. Oía cómo la lluvia se obstinaba en llamar sobre la piel de la tela, como si llamara también sobre la tapa de un ataúd.

—Abuela, ya no me cuentas nada —me quejé, mientras le ayudaba a pasar un charco. No recuerdo lo que me contestó, pero debió ser como un chascazo en su mente, ya que, a pesar de todo, soltó su risita delgada que le resbaló del labio. La vi menear la cabeza. Luego dijo:

—La guerra nos vuelve a todos egoístas.

Yo veía cada vez más sus piernas delgadas, con espolones, como las patas de una gallinita que fuera a saltar por la calle. Con su cola, sus alas y su pechuga. La oía cacarear, con esa música de caldo caliente, de sopicaldo, y ese balanceo de gallina vieja, ponedora, bajo las alas de su chal oscuro. Y yo me sentía un pollito, con los ojos redondos, pendiente de la lombriz o del grano de trigo que sobrenadaba en los charcos. Todo el pueblo me pareció de pronto un enorme, grande gallinero, un corral repleto de gallinas ponedoras, de gallinas y gallos y de nidos donde esconder los huevos. Seguía aquella llovizna goteando en el paraguas, dejándome, a veces, su meadita fría por el cuello. Todo el mundo es un enorme gallinero repleto de miles y miles de gallinas.

—La guerra nace del pecado original —seguía ella, con su palabrería, con su dulce eco, que iba dejando un deletreo de sílabas sobre el camino, las calles tan oscuras, tan solitarias. Era, a veces, el brillo del cielo, o de la luz de una puerta, lo que nos guiaba.

Al fin llegamos a la casa de aquella mujer. La única que estaba abierta. Salía un resplandor de luz hasta la calle. Un resplandor de lloros amargos tapados, cenicientos, en torno a una mesa vacía, en la que alguien había colocado un vaso con unas cuantas mariposas encendidas. La candela era el alma del muerto. Estaba allí, en esa lucecita azul, tierna, amarilla como una hoja de sauce, como una flecha de luz que no se extingue. La abuela cerró el paraguas en la puerta y dejó que el chorro cayera entre las piedras. Me dijo: Toma. Para que tuviera en mis manos aquel cuerpo de tela plegada y húmeda. Era un pájaro, un aguilucho, una de esas aves tétricas que pasan por el cielo con sus alas de fieltro. Por eso la coloqué en un rincón, donde siguió meando por la punta de metal. Vi cómo a la llegada de la abuela aquellas mujeres pararon sus lloros y se pusieron a mirarla, sin saber qué hacer. Pero a ella nada de eso le importó, se fue para la pobre madre, le puso las manos en sus manos y la abrazó como se abraza a un niño desvalido, a un hijo al que nadie quiere, a un despojo humano, en el que late un corazón que sufre. Yo sentí a aquella mujer empaparse de la abuela, volcarse como en un puño de lágrimas y llorar como si toda ella se desbordara.

—Llora, hija —le decía—. Hártate de llorar. A nosotras sólo nos dejan eso.

A las palabras de la abuela todo el coro pareció reanimarse, y aumentaron los ayes, los desmayos y los lamentos que no se iban, como si allí mismo, tumbado, tendido y amortajado, estuviera el cuerpo de aquel soldado infeliz, roto, que seguramente había caído hambriento y harto de piojos, renegando de los tiros y con ganas de volverse a su casa. Fue entonces cuando, de pronto, alguien se acordó de don Liberado, el pobre.

—Ahora, sin cura —decía ese alguien—, ¿quién le rezará al muchacho? Antes, los pobres, teníamos otro consuelo…

Me sentaron en una sillita, desde la que asistía silencioso y triste a aquel velatorio sin muerto, arropado entre mujeres que olían a tierra y a refajo, y que estaban asombradas y satisfechas de que la abuela, que tenía un hijo en el otro lado, estuviera aquella noche allí.

Seguía la lluvia. Daba en el tejado haciendo una música monocorde y aburrida. Porque sentía que se me cerraban los ojos y que, en cualquier momento… Abrí los ojos y advertí que sobre la mesa, junto al vaso de las mariposas, había un trozo de queso, un jarro de vino y media hogaza de pan. Era la comida del soldado, lo que su madre le había estado guardando tanto tiempo, para el día que volviese… Se me caían los ojos, y la luz amarilla y triste del candil que colgaba de la pared se hacía negra de repente, y estaba a punto de hundirme, de perderme sobre la silla. Pero oía la voz de la abuela, su voz como cristal pisado, allí, en medio de aquellas enlutadas, con chales y pañuelos negros, casi fantasmas. No; no eran fantasmas: eran pájaros gigantes, reunidos en torno a la lucecita de la mesa, aquel vaso transparente, en donde volaba y volaba, chiquita, lo mismo que una semilla verde, el alma de aquel soldado…