ABUELA, Dios está loco: tan pronto es de día como tan pronto es de noche.

Me hacía caminar por el corredor, siguiendo el rastro de su bastón, al que había hecho colocar un taconcito de goma.

—No quiero que vaya delatándome por todas partes —decía.

Y no era el bastón, era también su andar descompasado, su balanceo de piernas como arcos que a veces le fallaban y le hacían esa música de langosta, de caballito del diablo, ese tris, tras que la anunciaban ya desde lejos. Pero ella se encerraba en que todo era a causa de su «ayudante de campo», como ella solía llamar a su bastoncito, a ese soportador silencioso de su miseria que era un frailecico de la Orden Tercera, humilde unas veces, y otras, cuando le entraba el genio, se convertía fácilmente en un inquisidor.

Yo le repetía a la abuela lo de la locura de Dios, que hacía las cosas y luego las deshacía y luego las rehacía y luego las volvía a deshacer. Era como el juego interminable del deshoje de la margarita. Ella se sonreía, me miraba y volvía a romper la risa en su pañuelito de seda.

—Las cosas que se te ocurren… —decía, parada delante de la ventana, la mirada sobre las hojas de la parra que empezaban a ponerse doradas, a envejecer sobre los alambres, con sus manos cubiertas de hilos, encogidas, que terminaban por volar hasta el suelo.

—Abuela, ¿las hojas tienen alma?

La veía mover, como dos ascuas, sus chispas de ojos diminutos. ¡Cómo iban a tener alma las hojas o los árboles o las nubes o las piedras que nos encontramos en la calle! Sólo tienen alma las personas, porque las personas piensan.

—Abuela, y si las hojas no piensan, ¿por qué se ponen viejas? ¿Por qué se mueren?

—¡Porque tienen que morirse!

—¿Y por qué sabes tú que las hojas no piensan?

—¡Pues porque no piensan!

—¿Ni los perros?

—Ni los perros…

—Pues yo creo que los perros y los caballos sí piensan.

—¡Qué tontería!

Pero yo estaba convencido de que los perros sí pensaban. Y de que veían por dentro a las personas. Porque muchas veces tienen cara de lástima y se te ponen para echarse a llorar en cualquier momento. Algunos se te están horas y horas y hasta días junto a un muerto y ni comen, ni van a ninguna parte y hasta se ponen a morir de pena, más que un humano.

—¿Por qué Dios no va a tener perros que anden sueltos por el cielo?

—Abuela, ¿no serán los perros ángeles disfrazados?

—Abuela, ¿a Dios le gustan los perros?

—¿Estás loco?

¿Quién puede decir esto y lo otro y lo de más allá? La verdad es que nadie sabe nada del alma y que lo único que se conoce es lo que se toca: las vísceras, el riego sanguíneo, el esqueleto o el aparato respiratorio. Y pare usted de contar…

Pero ella seguía obstinada en que todo eso que yo creía no eran más que creencias absurdas, tonterías. Yo, en cambio, seguía y sigo pensando que ninguna cosa que existe es inútil, sino que todo tiene un sentido trascendente y eterno. Lo único que pasa es que nosotros podemos seguir viviendo sin necesidad del cuerpo. El cuerpo es sólo la casa en que habitamos. Lo que se nos muere es la casa, abuela…

—Sí, sí… Pero quítate de la cabeza eso de los animales; piénsalo. Lo que a los animales y hasta a las plantas les ocurre es que tienen sentimientos: eso es lo que les pasa. A causa del hombre, de su prevaricación, toda la naturaleza sufre: hay como un dolor derramado entre las cosas…

Tenía que ser verdad lo que decía la abuela. Desde la ventana veíamos el caqui, la luz verde, casi lechosa, que parecía salir del agua del estanque, verdes los árboles que asomaban al otro lado de la tapia, hacia el río, y la tierra, que se ondulaba, se despeinaba, se encaramaba árida a los olivos, a los castaños y a las encinas terribles como gigantes. Había un gesto de dolor en cada cosa, que la abuela, mansamente, con su voz de cascabel, me fue señalando y yo fui viendo y sintiendo de forma incontenible…