CLARO QUE LA GUERRA es un huracán que todo lo va barriendo. Lo que ayer parecía imposible, hoy era ya completamente normal. Las cosas sucedían porque tenían que suceder, porque todo va unido con todo y cada día trae su propio afán. Pero, a pesar, al olvido de unas muertes, en seguida sucedía el horror de las siguientes. Era como si el viento, con su prisa, fuera repartiendo ese mensaje tembloroso y apocalíptico. Se miraba al cielo, y se le veía tupido, azulado viejo, como si estuviera a punto de cansarse y nos amenazara con derrumbarse sobre nuestras pobres casas. Esa sensación que yo sentía me daba cuenta la sentían, también, los demás, y por eso, algunas tardes, veía yo cómo mi madre venía al balcón y sin decirme nada me obligaba a salir y cerraba. Entonces todo quedaba lejos. Como si de pronto me hubiera puesto las manos sobre los ojos para anular el mundo que me rodeaba. Me sentaba en el suelo y me ponía a mirar lo que hacían los demás. Cómo la abuela dormitaba en su mecedora, cómo a veces abría los ojos y se me quedaba mirando, cómo arrugaba, doblaba y desdoblaba su boca de cereza madura y llamaba a mi madre y le decía esto o aquello, que ella escuchaba sumisa, sin quitarme los ojos, como si, a cada instante, temiese que el suelo se abriera y yo pudiera precipitarme en su sima. Por eso venía y me decía, levántate del suelo, siéntate en una silla. Y yo me levantaba y me sentaba en una silla y me pasaba el tiempo, no sé cuánto tiempo, silencioso y grave, oyendo, imparable, el compás de un reloj que me sonaba por dentro. Un día se lo dije a la abuela y, ella, riéndose, me dijo: Tonto, ¿no ves que es el corazón? Para mí fue un descubrimiento maravilloso: saber que todos llevamos dentro una especie de reloj de verdad, sin cuerda, con su campanilla y su péndulo, que nos acompaña a todas partes y que se puede escuchar perfectamente con sólo colocar la yema de los dedos sobre la parte izquierda del pecho. Y me quedaba las horas escuchándome a mí mismo, como si dentro de mí hubiera un mundo distinto a este mundo…

—Cuando el corazón se para, todo se para… —me dijo, también, la abuela.

—¿Y todos tenemos corazón?

—¡Pues claro!

—¿Y los pájaros también?

—Naturalmente. Todo lo que vive tiene corazón. No sólo los animales, sino hasta las plantas.

Entonces descubrí que el corazón es algo fundamental, genial, fabuloso.

—¿Y Dios? —le pregunté una tarde—. ¿Dios también tiene corazón?

Aquella tarde la abuela se echó a llorar de repente y yo vi cómo se le corría el rimmel, el colorete de la cara, convirtiéndola, de pronto, en una figura de comedia, en algo que no parecía todo lo real que era. Se sacó el pañuelo, se sonó la nariz y, cuando se calmó, me dijo que Dios era todo corazón, un corazón infinito, un corazón siempre amando…

—Si no fuera así, ¿tú crees que no se habría ya hartado de nosotros?

Esto le costó, como digo, tener toda la tarde el pañuelo en el ojo, moviendo la cabeza, ay Jesús, ay Jesús, diciendo, también, que todos estábamos irremisiblemente perdidos, porque los pecados del mundo son muchos, infinitos, subrayaba, y no tiene nombre la ingratitud humana.

Abría el balcón y se quedaba muda contemplando la torre de la iglesia, de donde ya no salían, como flechas, las zuritas de don Liberado. Hasta el cielo parecía ahora distinto. De repente, parece como si al mundo, o a la vida, o a las cosas, le naciera una enfermedad y toda la naturaleza gimiera por efectos de ese mal.

—¿Y qué enfermedad es ésa, abuela? —le preguntaba yo, tirándole de la toca.

—La locura —me contestaba—. ¿Qué enfermedad puede ser?

Días después alguien vino contando que el matador de don Liberado (un individuo oscuro, un individuo apenas sin identidad, un individuo al que nadie terminaba de concretar) se había colgado de un árbol y su cuerpo había aparecido en el campo, entre los olivos. Con la emoción, mi padre se lo contaba a la abuela, la abuela a mi madre, mi madre a las dos tías solteras, quienes escuchaban silenciosas, en tanto yo veía, como en un espejo, los rostros enrojecidos, pálidos y hasta blancos de todos ellos. También me parecía que estaban hundidos en el agua y que yo, al moverla con mis manos, los hacía desaparecer y emborronarse hasta que luego, poco a poco, volvían a componerse las figuras.

—Ese quien sea —le oí comentar a la abuela al día siguiente, mientras regaba las hortensias— ha muerto como Judas… Reventado como un ciquitraque.

Yo la seguía de acá para allá, oyéndola repetir mil veces la misma cosa. Eso es, como Judas… Como entraban moscas, me dijo, cierra los postigos, porque estaba segura de que aquéllas venían de olerle la lengua al muerto y por eso no quería verlas en la casa. Hasta desenrolló en el pasillo dos tiras de pegamoscas para que fueran cayendo, y allí las veía yo aleteando y pataleando, queriendo escapar.

Y todo el mundo estuvo cierto, sin conocerlo, sin ni siquiera estar seguros de haberlo visto alguna vez, sin tener valor para mirarle de cara la cara, todo el mundo dio por hecho que aquel desgraciado había sido forzosamente el asesino del pobre cura pajarero. Porque, ¿quién de este pueblo podía hacer una cosa semejante? ¿Es que acaso no sabíamos todos quién era don Liberado? Y de esta forma se quitaron de la conciencia aquella mala muerte que les pesaba como una losa y que los amenazaba, cada vez que miraban la torre, con aplastarlos, ahogarlos y asfixiarlos. Hasta se notó cierta actividad en el pueblo. La gente volvió, de nuevo, a hablar del cura, y hasta hubo quien se atrevió a llevarle un ramo de siemprevivas a la tumba.

Y fue más: los miembros de todas las Uniones, Federaciones y Coaliciones, como prueba ostensible de la bien llamada justicia popular, que premia a los buenos y castiga a los malos, celebraron públicamente un mitin en desagravio de don Liberado, quien, desde la fría pared de un retrato gigante, sonreía tímidamente a sus feligreses, satisfecho y feliz de aquel encuentro.

—Porque don Liberado, ahí donde lo tenéis, era también un digno miembro de esta comunidad. Porque don Liberado era parte de todos nosotros. Porque don Liberado era incapaz de matar una mosca. ¡Porque él era pueblo, como pueblo somos nosotros! ¡Y el asesino del pueblo es también nuestro asesino!

La abuela, el balcón entornado, oía toda aquella palabrería que salía de la boca de Pedro Crisólogo, el carpintero, haciéndose embudo en la oreja, con la mano, para que no se le fueran las palabras. El Crisólogo hablaba desde el pretil, los brazos levantados, descargando, a veces, el peso de sus puños sobre un enemigo invisible y testarudo.

—No me gusta que el Crisólogo hable de política desde la iglesia. No me gusta —protestaba la abuela—. En el fondo lo que ése se está proponiendo es suplantarnos al cura. Tú verás cómo al final nos dice que los curas de verdad son ellos, los socialistas. Aunque ahora lo nieguen, seguro que fueron ellos los que mandaron asesinar a don Liberado. Ya lo creo que sí…

El cielo se llenó de pájaros. Pájaros minúsculos, como pájaros-piojos, que se quedaban inmóviles, aleteando, sin terminar de posarse en ninguna parte. Pasaban sobre el tejado, anunciando sobre las acacias y los álamos la llegada del otoño. Porque los días pasaban y el cielo se teñía de un añil intenso. A retazos venía ese añil del aire, sobre la sierra, como cintazos de sangre, de manchas rojas, suaves y bellas, lo que hacía pensar a los socialistas que Dios estaba de su parte y organizaban manifestaciones y merendolas cerca del río, junto a los castaños, en las que exaltaban los colores del Partido y las promesas celestiales de la aurora del mundo nuevo. Era en ese momento, rayando ya la luz del sol, que trataba de taparse con una nube, cuando aparecían de repente los innúmeros pájaros-mosquito, ingrávidos y veloces, que suplantaban a las hojas en las ramas de los árboles que, con el viento, se desprendían y cubrían amarillas los entretroncos.

Sin embargo, hacía calor. La abuela se sentaba junto al balcón y se quedaba pensativa las horas, mirando la torre de la iglesia. Como ahora no había cura, la iglesia estaba inservible. Parecía lo mismo que una cosa muerta. Es verdad que pasó lo que ella dijo y que el Crisólogo, para ganarse a los católicos, trató de restablecer el culto, abriendo todas las mañanas las puertas del templo, mandando poner velas delante de la Virgen nuestra señora y obligando con súplicas imperiosas a las mujeres de los republicanos a ir casi a diario a visitas y sufragios. El hecho de que no hubiera cura, aseguraba el Crisólogo, no es óbice para que cada cual arregle sus cuentas con Dios. Después de todo, ¿qué es lo que hacía el cura? ¿Es que porque no haya cura vamos a ser nosotros peores de lo que somos?… Se tocaban las campanas y el mismo sacristán de antes se prestó a ser sacristán de ahora. Pero todo aquello fue un fracaso, porque nadie se prestó a la farsa, aparte las mujeres de aquellos mismos que la habían organizado y que, muy señoronas, como decía la abuela, ocupaban los primeros sitios y hasta quisieron sacar un domingo a la Patrona en procesión, cosa que, naturalmente, no pudieron hacer, porque la Virgen no lo permitió. Por eso se acabó cerrando la iglesia, a pesar de que se habían puesto anuncios en todas partes comunicando que los cultos continuarían celebrándose como si tal cosa.

La abuela se pasaba las tardes junto al balcón, detrás de la persiana, detrás del tabaque de costura, al otro lado de la sombra azul y roja que se colaba por la cristalera de colores. A veces se levantaba y venía, renqueando, a la pajarada y se entretenía chupeterreando a los pajaritos, quienes empezaron a conocerla y acudían volando a posarse en sus manos, sus hombros y su cabeza, en una sucesión de fiestas y de cánticos. Era entonces cuando le entraba la melancolía por el pobre don Liberado, diciendo, con voz de frambuesa, que nos había dejado solos, como ovejas sin pastor, rodeados de lobos carniceros por todas partes. Porque, de alguna manera, se trataba ahora, mediante campañas perfectamente orquestadas, de inculcar en las gentes no sé qué sucedáneos de tierras prometidas, de revoluciones pendientes y de horas sonadas. Yo me quedaba silencioso, por frente a la abuela, fijo en su labio gotoso y dulce, de donde caían tristes todas aquellas monsergas, todas aquellas protestas y recuerdos que se referían a un mundo perdido, dulce y color de rosa en el que ella había pasado las horas más bellas de su vida. Eso era lo que le hacía llevarse el pañuelo a los ojos, mover la cabeza y querer arreglarse el pelo, algo pelirrojo, con esa coquetería sobreviviente al cabo de los años. Luego dejaba de llorar, se sonaba la nariz y se ponía, sonriente, a mostrarme extraños juegos de manos, acertijos y charadas en las que era muy versada. Pero, a pesar, a mitad de cada historia, siempre tenía algún motivo de queja o de angustia, que se refería, cómo no, a los tiempos, a las amarguras de la vida, a los desengaños, al otoño que se echaba encima y al hijo aquel que se fue y del que no se sabía nada.

—¿Cómo un hijo puede ser tan desconsiderado?

No servía que yo le dijera nada, entre otras cosas, porque yo no sabía cómo se podía contentar a una anciana. A una mujer que jugaba y que se ponía a mirar por la ventana espiando silenciosamente la calle. La tomaba de las manos y, con mucho respeto, como un perrillo, como un simple chucho de lanas, la acariciaba y le besaba los dedos.

Fue por entonces cuando, al caer la tarde, una leve nube de vapor sobre las casas, la campana de la iglesia nos hizo sacar la cabeza del sueño y salir asustados, la abuela, arrastrando las piernas, hasta el bastón se le volvió débil, y desde el balcón, ya sin sol, ya sin rosa por el cielo, sin amarillo y sin verdes, vimos el humo negro que salía angustiado por el reloj de la iglesia y el lengüetazo salvaje, ensalibado y fiero, que rompía el tejado y las vigas de madera añosa, que ardían ya con la rabia de un perro endemoniado y rabioso. Alguien, nunca se supo, tocaba a rebato, llamaba a aquellos mismos que, antes, en tiempos de paz y de canciones, allí se habían bautizado y casado. Porque, no van a venir los muertos, ¿no?, a apagar el incendio.