LA MUERTE DEL TRISTÁN fue como cuando sale la riada y todo se lo lleva por delante. Todavía, mirando desde la ventana, recuerdo yo el gentío junto al pilón y la acacia donde, a pesar de la hora, seguía yacente el cuerpo de aquel hombre tapado por aquella manta horrible que dejaba fuera las botas y las manos sobre las que volaban enjambres de moscas codiciosas del olorcillo terroso del cuerpo. El sol caía sobre el pueblo como una sábana de luz. A hombros, en cuanto José el de Antolín le terminó y le forró la caja, se le llevó al cementerio y se le dio sepultura laica entre el llanterío redoblado de los Tristanes y los gritos enardecidos de sus partidarios, quienes arrojaban frenéticos, en homenaje al muerto, puñados de tierra blanda sobre la tapa del ataúd, al tiempo que, algunos, con osadía, hacían descargas de pistola y fusilería desde un balatillo cercano. Al regreso, en el lugar exacto donde había pernoctado el cadáver, alguien dibujó con esmero la hoz y el martillo y repitió una y otra vez, machaconamente, que la revolución iniciada ya nunca, nunca, nunca se detendría (marcando cada nunca con un golpe de la mano) mientras existieran mártires como aquel Tristán el Republicano, cuya sangre derramada por los enemigos del pueblo, por los enemigos de la libertad, todavía (señalando) está caliente aquí, sobre esta arena que todos estamos ahora contemplando… Centenares de ojos se quedaron de repente sobrecogidos, clavados en aquel círculo oscuro, en aquella sombra alargada, como prendida en el polvo, que era la última huella de Tristán el Fuerte, lanceado y muerto allí, en mitad de la plaza, frente a la iglesia, bajo la sombra de la acacia,  junto al pilón, como si se tratase de un toro bravo y noble.

Yo me pasé el día en mi atalaya olvidado de los míos, con medio cuerpo colgado, haciendo balancín, a punto de estrellarme contra el suelo, sin poder, tampoco, separar mi vista de la sombra, que ya no era sombra, de aquel muerto, que tampoco era ya un muerto como los otros muertos…

Todo el día estuvo el pueblo sacudido por la tensión de los discursos, hasta el punto de que no se abrió ni una ventana, ni un balcón, ni una puerta de los llamados reaccionarios e insurrectos, quienes soportaron, con más temor que paciencia, los insultos, las amenazas y hasta los intentos de allanamiento basados en los títulos de las llamadas libertades.

La abuela, por si las moscas, le había pedido a mi padre le cargara la escopeta de pistones, que puso apontocada detrás de la puerta, por si a alguno de ésos se le ocurre pisar esta casa.

No por eso se fue el calor. Más pesado que nunca. Como que el cielo parecía de talco, tan luminoso y tan pesado. Sobre la blancura destacaban, alineadas, las casas, con sus tejados ocre, encaramadas, algunas, a la falda del monte, con la iglesia asomando sobre todas. Estaban las acacias, las moreras, los álamos y nuestra casa: la casa grande de los Fernández, la más blanca del pueblo (también la más antigua), con su portalón, sus balcones y sus cuatro ventanas. Nadie se atrevió a poner su mano ni en la aldaba ni en la puerta, sino que, los más osados, se limitaron a pasar por delante y a gritar, desgañitándose, para que la abuela pudiera oírles sus denuestos. Era entonces cuando ella, mentalmente, repasaba los orígenes familiares de cada uno de aquellos ofensores, desde sus padres a sus abuelos, quienes, en alguna ocasión, habían servido en aquella casa.

—Y todos eran decentes —remachaba mirándonos a todos—. Yo no me explico —mirando de nuevo a la calle— qué es lo que le ha pasado de pronto a esta canalla…

Aquella tarde, junto al molino viejo, detrás de la ermita, apareció, asesinado, el padre Liberado, tan viejecico, con su pelo blanco, con sus manos pequeñinas pequeñinas, como que era incapaz de matar una mosca. Vivía en una casita blanca junto a la iglesia. Con su balcón, sus geranios y su tontería por los pájaros, porque tenía la casa llena de canarios y de periquitos y de no sé cuántos más y se les oía arrullarse y cantar en cuanto apuntaba la primavera. Todos los días, metódicamente, abría la puerta de su casa y a la misma hora, iba al pie de la torre a tirar de la cuerda y el cielo se despertaba y se estiraba con aquel repique que volaba hasta lejos, por los aires. Apareció ejecutado, pobrecillo, llevando en las manos, protegidos, dos huevos de verderón, los mismos que llevaba cuando lo sorprendieron en su casa y se lo llevaron al paseo, no porque tuvieran nada en su contra, sino porque, al decir, era lo que se estaba haciendo en todas partes y este pueblo no va a ser menos que los otros. Don Liberado, en honor a la verdad, pegado a la tapia, caído de culo, parecía tomar tranquilamente el sol y miraba fijo, sonriente, con aquellos dos polluelos de verderón que estaban a punto de florecerle en las manos.

Fue eso lo que la abuela le echó en cara a todo el pueblo cuando, aquella misma tarde, se fue derecha a la iglesia, la abrió de par, encendió las velas y ella misma tocó a duelo. Y nos dijo que ese crimen, la muerte de don Liberado, que era un santo, era una mancha para todos, lo mismo para la izquierda que para la derecha. Nunca creí que la abuela tuviera aquella energía, pero sí que la tuvo, puesta de pie en el atrio, empuñando su vara y culpándonos a todos.

—Porque ahora nadie bautizará a vuestros hijos, que serán moros. Nadie casará a vuestras hijas, que serán unas perdidas acostándose con hombres que no serán, por mucho que quieran, sus maridos. Nadie os dará los Sacramentos y nos iremos a los puros infiernos… Más le valiera al asesino que se hubiera atado al cuello una rueda de molino y se hubiera tirado a una alberca…

Ni los más avanzados se atrevieron ese día a contradecir a la abuela. La vimos nosotros desde el balcón cuando volvía enlutada de la iglesia, dando zancadas con el bastón, sin quitarse de la boca ese masculleo de palabras que nadie hubiera podido, en ese momento, arrancarle. Se hizo un silencio en el pueblo. Como si de pronto todos lo hubieran abandonado y sólo hubiera quedado vivo el eco, el plaf, plaf, de la punta de su bastón, mientras caminaba sola, erguida y renqueante, arrastrando a su paso el ayer y el anteayer de aquel pueblo más suyo que de nadie.

—Habéis olvidado demasiado pronto que él le dio la bendición a vuestros hijos y a vuestros muertos —dijo en un repente, volviéndose y mirando las ventanas vacías de la plaza—. Os habéis vuelto todos un hatajo de cobardes.

En realidad, tanto los unos como los otros sabían perfectamente que don Liberado era un bendito y que a nadie se le puede matar porque le gusten los pájaros y tenga su casa llena de colorines…