HACÍA CALOR. Como que se descoló el gallo de la torre y la sangre se le hizo pintura negra que fue goteándole, por las patas, al tejado. Tanto sol, que hacía daño en las sienes, en la espalda y en las manos, y nadie se atrevía a poner los pies en la calle y menos a salir corriendo. Desde por la mañana, desde tempranísimo, el sol, como de paja, quemaba y brillaba justo sobre la plaza, sobre el pilón, sobre la acacia, con sus hojas verdes enfrente de la iglesia. Tan seco el camino y tan secas las casas, con las fachadas a cal y canto, por miedo a que el horrible calorín se les metiera por dentro. No se recordaba un año tal y, por eso, aguardaban todos a que pasara la hora blanca, como de tela de algodón, en la que parecía dormir, a pata suelta, el verano. Mi madre, desde la ventana, mirando al patio, me dijo que no me moviera, que se habían oído disparos de escopeta y que a lo mejor era pelea, porque se sabía que la guerra había empezado y ya algunos, aquella noche, habían intentado meterle fuego a la iglesia. Hasta se habían llevado al señor cura a las afueras, vaya usted a saber, que no quisiera ella estar en su pellejo. Me puse las manos en los ojos para verla en la ventana, con la camisa blanca, el pelo rodete y las manos y los brazos gruesos y desnudos cuando sacaba el pecho y la ropa mojada que colgaba de la cuerda. Me deslumbró cuando vi sus ojos (grandes, su boca tierna, muy roja, y los dientes como pepitas o pedazos de nieve que se le helaban en la boca). No estaba yo conforme con quedarme plantado, y más si sonaban tiros allá, por la parte del cañaveral, junto a la ermita, donde alguien, que no se sabía, hacía frente a la fuerza pública y se veían lengüetazos de llamas sobre el molino viejo, seguramente fruto de los incendiarios que, desde hacía una semana, tenían aterrorizado el valle y amenazaban a los campesinos con abrasar sus cosechas si no se venían a su parte. De allí trajeron cosido a balazos a Tristán el Fuerte, llamado, también, Tristán el Republicano, quien había estado pegando tiros hasta el amanecer. Ahora yacía junto al pilón, frente a la iglesia, a la sombra de la acacia. Alguien le había tapado medio cuerpo con una manta y dejaba salir sus piernas y sus manos, regordetas y sucias, con las uñas endurecidas, como las de un lobo. Decían que tenía los dientes rotos por el bofetón de la metralla.

Más todavía me chilló mi madre, desde la ventana, para que no se me ocurriera ir a la plaza, ni al pilón, ni a la acacia y menos ver al muerto, que luego te pones a soñar y no hay quien te aguante. Pero a mí me tiraba como un imán el contemplar al yacente al que, de lejos, veía rodeado, como moscas, por un corrillo de gente aletargada. En cuanto pude, ya tarde, me escapé a la plaza y vi las botas y las manos del muerto, que en mucho tiempo no se me quitaron de la cabeza. De noche estaban en el aire, como fantasmas, y de día asomaban por debajo de las mesas, de las alfombras y de las puertas a medio cerrar.

El Tristán era aserrador. Le habían quemado el taller y las herramientas. Todas las ventanas de su casa estaban negras por el fuego. Mi padre, sentado a la mesa, se lo había estado contando a mi madre, a las tías y a la abuela, quien colgaba sus pies de la mecedora y se mecía y se abanicaba al tiempo que miraba fija a mi padre. La ventana estaba abierta y entraba el olor blando, pastoso, de los caquis maduros. La lámpara, sobre la mesa, tenía como alas de un sombrero y quedaba su sombra sobre la pared, sobre el chinero y sobre las sillas de madera alineadas. Mi padre, mientras ponía el chorro de vino en su boca, hablaba de forma interminable, y a mí, adormilado, me parecía que la lluvia estaba cayendo sobre las hojas de la parra, debajo de la ventana, con su goteo remolón y dulce que, de vez en cuando, me hacía estirar de repente la cabeza y cabecear en el sueño, como agarrándome fuerte a la vida. Seguía la voz recia, borrosa y brumosa de mi padre y yo veía los rostros de las cuatro mujeres (Peregrina, del color del papel; Espíritu Santo, dominante y calurosa; mi madre y la abuela, mece que te mece). La luz se fue apagando. Las voces también. Todo fue desapareciendo, haciéndose ceniza y, luego, agua de estanque. No sé si aquella noche, en sueños, oí otra vez disparos por la parte del río. Me pareció ver a las tías asomadas a la ventana y decir: Es en la ermita. En la ermita. En la ermita… Me vino un golpe de risa de la abuela. La vi queriendo, a duras penas, apearse de la mecedora, sin soltar por nada el abanico. Por la ventana, sobre las cabezas de las tías locas y de mi madre, saltaban relámpagos de luz, como cohetes, como lágrimas blancas, verdes, rojas, que caían iluminando la vega. La vi empujar a las tías queriendo mirar mientras se abanicaba y repetía: San Hilarión, con su violón; San Hilarión, con su violón…

Tenía que hacer mucho calor, porque todas las ventanas y balcones estaban abiertos y venía de la calle como un rumor de cazuela, de olla hirviente, que era el volar de tanto insecto, de tanta mariposa, de tantos saltamontes, de tantas libélulas, que se estrellaban en las paredes, lo mismo que balazos, y salían encendidos por las otras ventanas o se remontaban hasta la torre de la iglesia, donde acribillaban a la campana. Ni una brisa de viento: todo tan espeso, como si una vaca mansona hubiera relamido la noche. Hedía la tierra y las chicharras se expandían al pie de los tilos, entre las hortalizas, al filo de las acequias y los pozos artesianos. ¡Qué navajazo daba la luna sobre los álamos, dejando abierta una herida de luz, de plata, que partía la vega!

—Vamos a ver qué le pasa a mi niño —oí en mi oreja la voz, como leche caliente, recién ordeñada, todavía espumosa, de la abuelita buena—. ¿Duermes? ¿Estás dormido?

Sentí sus labios, sus ojos, sobre mi cara, aquellos dos fondos marinos, con sus pestañas, con las bolsas que le colgaban a un lado y a otro de la nariz afilada. Me abanicó con su abanico de papel de acacia, con pinturas de toreros y de toros, y abrí mis ojos sintiéndome feliz, como si todo el mar, con sus papelillos azules y su espuma de terciopelo, viniera escondido entre las varetas de su abanico. Por eso, no sé por qué, le dije huele a mar. Y ella se echó a reír, aguantando la risa con el pañuelo, con su mano de palitos de santo, perfumada, porque, por la ventana abierta, ahora, se colaban los lamentos, los ayes y los desmayos de los parientes de aquel Tristán el muerto, que velaban junto al pilón, junto a la acacia, frente a la iglesia, su cadáver acribillado a tiros por los insurrectos. Salió, tris, tras, al balcón apoyada en su vara amiga, y se puso a regar las macetas con la regadera. Volaron cuatro mariposas azules y un pájaro con el pico muy largo. Otro se le paró en el hombro y ella lo abanicó, vamos, vamos, para que no le diera miedo echarse a volar.

—No debe de ser fácil, abuela, volar en la noche.

Ella se sujetó la risa, mientras los hilos del agua caían sobre las hojas verdes, sobre las florecillas rojas, sobre la tierra del castaño, oscura, donde ella manipulaba retirando, con los dedos, briznas o raíces secas. Todo el patio estaba desnudo. Lleno de sombras los parterres, cubiertos de hiedra amorosa. Los arcos de las galerías, los rosales y el pozo, con su cubierta de hierro cerrada. Pero, a pesar, sobre el tejado pasaba el llanterío de los Tristanes, de su mujer y sus cuatro hijos, de su nuera y sus demás parientes, venidos de lejos, quienes rompían el silencio del pilón a la acacia. Porque ya no valían de nada las palabras, ni las quejas, ni los ayes, ni los si no hubiera salido, ni los si se hubiera quedado en casa… Y eso era lo que más lloraban: ese no poder ya nunca hacer nada, nada, nada. Porque ni siquiera el muerto les servía.

Oí a las tías locas reírse en el dormitorio. Luego, llorar. Luego llamaron a la abuela, y ésta, cojeando, diciendo desdichadas niñas, se asomó a la puerta del cuarto. Si no os dormís llamo al Zaraguato. Nadie sabía quién era ese personaje. Ni dónde había vivido. Ni qué cara tenía. Pero aquel nombre tenía propiedades mágicas y, a su conjuro, las dos niñas locas se tapaban la cabeza y decían el Zaraguato, no; el Zaraguato, no… Yo veía a la abuela severa en la puerta, el dedo firme en el labio, mandándolas callar. Se retiraba despacio, meneando la cabeza, contrariada con la locura de aquellas dos mujeres a las que, en vida, su padre no había dejado casarse…

—¡Qué desgracia! —repetía—. Y quisiera que las hubieras visto de niñas. No había niñas más guapas que mi Peregrina y mi Santo. Hacían gentes.

Y era raro, porque unas veces parecían locas, y otras no. Unas veces parecían serias, y otras no. Unas veces parecían guapas, y otras no. Era muy difícil clasificarlas, decir de manera definitiva son así, de esta y de esta manera. La verdad es que ellas cambiaban según el día, según la hora y según las ganas que tuvieran de cambiar. En realidad, como decía mi padre sentado a la mesa, tirándole bien al tinto, en realidad toda la culpa la tiene el mal de amores, ese querer y no poder, que les había puesto pajoleras las cabezas. De noche se las oía como ánimas en pena. Abrían la ventana y maullaban, parecía, lo mismo que gatos. Por la mañana, temprano, cuando yo esperaba verlas muertas, me las encontraba frescachonas, medio en cueros, lavoteándose el cuerpo en la pila vieja, detrás del caqui, en el huerto. Las palomas revoloteaban y el cielo era de un azul limpio, transparente, que daba gusto mirarlo. Se ponían a correr en torno a la fuente de los patos, a volar las palomas, a correr los gallos que saltaban desde la tapia y que formaban un cacareo tremendo. Todo el huerto se llenaba con las plumas y con las risas locas de aquellas dos mujeres locas, que tenían las piernas largas, blancas y bellas. Los albañiles y los jornaleros que, al otro lado de la tapia, tenía el capataz Melero, se subían a escondidas para verles el culo a las locas. Algunos habían chuleado por ahí diciendo que habían sobado a la Santo y a la Peregrina, pero esto era sólo de boquilla, que no había quién se atreviera a saltar la tapia de los Fernández, la nuestra, por las represalias del tío, que era el que se había marchado a la guerra, y por el genio de la abuela.

Me acuerdo que, aquella noche, con la cosa del muerto, con ese saber que estaba en la plaza y que venían y no dejaban de venir los lloros, los gritos, las palabrotas de los Tristanes, no se me hacía el cuerpo a dormir, y, a pesar del calor, de que el sudor se me hacía caldo en las sábanas, de que estaba casi a un punto de la asfixia, me pasé la noche con la cabeza tapada, defendido del condenado fantasmón del Tristán, cosido a balazos y con los dientes rotos con el bofetón de la metralla. Yo había visto muchas veces a los lobos y a los zorros, secos ya, rellenos de paja, cruzados sobre burros, con la fila de dientes apretados, lo mismo que peines. Y hasta así me daba no sé qué repeluzno de pasarles la mano por la piel y mirarles los ojos ciegos, por donde, seguro, seguían mirando aquellas fieras del monte, que son capaces de cargarse a un hombre y dejarlo tieso. No se retiró hasta la madrugada el llanterío. Era (dicen) el primer muerto de la guerra, y allí estaba el hombre, abierto de piernas, con sus botas y con sus manos como dos pelotas peludas, que ahora parecían de goma sucia y amarilla.

Me despertó el quiquiriquí y el chicoleo de las dos tías, como siempre, andando a saltos por el gallinero, bañándose en el lebrillo y saliendo desnudas a la tapia para ver si los hombres del capataz habían advertido el alboroto. Pero aquella mañana todos estaban en el entierro de aquel hombre, con los sombreros de paja y el sol grande y apiñado abrasándolos, quemándolos a todos, dejando en el viento un relumbre de mies que fue arrastrando, como una nube, hasta lejos, hasta los troncos dorados y encalados de la carretera. Allí, pasada la curva, más allá de las cuatro casas, una montada sobre la otra, con su doble tejado y su balcón de madera donde colgaban los pimientos, estaba la tapia del cementerio, con su puertecilla sin llave ni cerrojo a cuyo través (y yo lo había visto muchas veces) se veían las tumbas, las fosas, los ojos de los nichos, las cruces de palo, los mojones de ladrillo, bajo los cuales yacían los muertos. Todos estaban en ese entierro laico, sin cura y sin campana, sin gorigori y sin velas, que era el entierro de nuestro convecino Tristán, el Republicano. Como que lo envolvieron en una bandera tricolor, con la estatua de la Libertad bordada. A falta de pan, con el puño cerrado, los suyos, los que estaban dispuestos (juraron) a cobrar su sangre, le cantaron, a coro, La Marsellesa.