—MIRA la luna…
Oí la risa de la abuela que salía de su cara blanda, como de merengue, como de dulce de chocolate. Luego, con su bastón, señaló la luna llena, blanca, redonda, sobre el tejado. Todo el pueblo estaba apagado. Las casas parecían otras casas, más bonitas si quieres, más misteriosas, como si estuvieran hundidas en el fondo de un lago y, desde arriba, desde las aguas azules y quietas, se pudiera ver todo el pueblo metido allí, como en un sueño, en esa antesala de la muerte. Las torres, las chimeneas, las paredes blancas, con sus ventanas y cristales. Y el cielo azul claro donde seguía brillando y brillando aquella luna de papel de plata, muy limpia, clavada con chinchetas en ese otro papel del cielo.
Oí todavía la risa de la abuela, apagada en la seda de su pañuelo blanco y, luego, sus pasos de muñeca rota, tris, tras, tris, tras, entre las sillas, los sillones de terciopelo, las mesas limpias de pino y de caoba, las porcelanas, las alfombras de su salita que, de pronto, apagaban el tris, tras de sus pasos de gatito de Angora.
—Abuela, abuela…
Traté de llamarla. Y ella volvió a su risa de bombón de nata, de pastel de fresa. Yo veía, sólo veía su risa moviéndose entre las sombras de la sala.
—Ya voy… Ya voy…
Porque me empeñaba en que ella volviera a mirar la luna. Lo único que brillaba aquella noche silenciosa del 36, en la que todo se había detenido de repente y nadie hablaba, nadie decía nada, sino que cada cual estaba en su casa, detrás de esos espejos claros, las ventanas, como charcos de luz. Oí otra vez sus pasos y el punteo del bastón que hablaba por su cuenta.
—Nos hemos quedado solos…
Porque, en aquella oscuridad, ya no había nadie. No se veía a nadie. Todos se habían hecho invisibles. Era un juego que tenía su interés, porque había que adivinar dónde estaba cada uno. De repente, dejé de oír los pasos y la risa de la abuela y me sentí perdido del todo. Ya sólo quedaba yo en el fondo de la oscuridad del cuarto, de la casa, del pueblo y del mundo. Eso fue lo que ocurrió. ¿Me había muerto? ¿Sería que de pronto había desaparecido yo de entre los vivos? La muerte es negra. Negra como una noche cerrada. Negra como la sotana de un cura. Negra como el velo de luto de la abuela. Como un pozo. Como la quitina de un escarabajo. Como la boca de un lobo…
—Abuelaaaa…
Debía estar jugando ella también.
—Abuelaaa…
Seguí gritando, bebiéndome mis lágrimas, sentado en el suelo, gateando las patas de la mesa, de las sillas…
—Abuela…
La traicionó de nuevo su risita delgada, como un grito que se estira.
—Estoy aquí.
Me dijo luego:
—¿Te has asustado?
Era verdad: me había asustado. Había tenido miedo. Porque me había perdido en medio de la selva, y tan altos eran los árboles, que nadie podía ver el cielo. Eso era lo que había pasado. Cogería mi espada y cortaría todos los árboles hasta salir fuera, donde brilla el sol. Por eso me puse a gatear de nuevo, a seguir aquella pista de su voz, de su risa de azúcar, pegajosa, a la que veía mi oído, mis orejas levantadas como las de un podenco. Ahora yo era un perro, un galgo estirado que husmea por los rincones y que camina a saltos, bailando, sin posar nunca las patas en el suelo. Va por el aire, ¿te has fijado? Yo también iba por el aire. ¿Has visto sus ojos? Me volví para verle los ojos, como de cristal, como dos piedrecitas oscuras y brillantes metidas en la cara del perro. ¿Los has visto? Me sequé las lágrimas y sentí dentro de mí aquellos ojos vivos, como dos ascuas encendidas, como dos florecillas que se movieran por el impulso del viento.
—Vamos, perrito, vamos…
Moví la cola y estiré las manos, la lengua colgando entre mis dientes, como una hoja verde que llegaba hasta el suelo.
—¿No vienes?
Me preparé a dar el salto, todo el cuerpo pendiente de ese solo impulso de mis patas, como si fuera un resorte.
La luna seguía viva. Parecía el fondo de agua de un cubo en el que se mirara la luna.
—¿No vienes?
Otra vez la vocecita de la abuela, que estaba escondida en alguna parte de la sala, detrás de un sillón, de la puerta, acurrucada en la mecedora. Todos los muebles estaban alertas, con sus orejas de fieltro, de madera o de metal. Aguantaban la respiración. Jugaban al escondite, unos de mi parte, otros de la suya. Yo sólo esperaba que me soltara el hilo dulzón, en almíbar, de su vocecita blanda, como que se deshacía sólo al tocarla, como un pitisut.
Esperé curioso que su voz me instara de nuevo a ese salto definitivo. Por eso movía la cola y creo que me puse a ladrar, las orejas gachas, acentuando el brillo de los ojos, como dos alfileres en mitad del cuarto. Pero sólo me vino de pronto su llanto. Como si todo el pastel de su rostro y de su voz se le hubiera caído de las manos y llorara por eso, porque lo había perdido. Era una risa de mujer vieja. De mujer cansada. Todos los años los cumplía con ese lloro con sonido a trapo viejo, a toque de iglesia, a perro al que de pronto le roza la muerte. Tuvo que llorar para que yo la viera, pálida, como una flor deshojada, todos los pétalos rociados en su falda. Ni le llegaban al suelo sus zapatitos de charol. Sólo llegaba la punta metálica de su bastón helado creyéndose un bastón de mando alemán. Le quise quitar las manos de la cara, para verle los ojos anegados y la boca como una flor de papel pintado, manchada, lo mismo que una historieta. Yo sé que lloraba porque pensaba en algo. En su hijo que se fue a la guerra. Yo mismo le vi saltar la tapia y huir en una nube de polvo. Salimos corriendo hasta la era, donde se recogían las últimas trojes, como agujas doradas, brillando la paja en manos del viento. Se volvió para decirnos adiós y le vimos la cara bajo la media sombra del sombrero. Por eso lloraba. Porque se acordaba de su hijo (como una espiga, como un lirio del campo, como un grito de hombre) que no había querido escucharla y quedarse aquí, entre nosotros. Tu patria es ésta: tu madre y tu casa. Y tus hermanas, aun cuando estén locas perdidas. Pero no quiso oír los consejos de una vieja. No quiso ella que le quitara las manos del rostro, porque no le viera en la nariz y en los ojos y hasta en el pelo la cara de su hijo que estaría lejos, cualquiera sabe dónde. Por eso se defendía en la mecedora, moviendo, como un saltamontes, sus piernas delgadas, dobladas y encogidas, de insecto rebelde y peligroso. Tuve que separar sus dedos para ver rectángulos de su cara, manchada de polvos y de rosa. Estaba disgustada y más, porque había forzado su secreto y no la había dejado sola, escondida en la oscuridad, sin luz y sin ruidos. La besé en la frente para consolarla y volvió a convertirse en la muñeca de china de antes, porque se echó a reír y se desnudó la cara y dejó que yo le viera sus grandes ojos negros…
—Abuela, vamos a ver la luna…
—No, la luna no; la luna me hace daño.
Fue caminando como encogida, tris, tras, tris, tras, para cerrar el postigo, para que la luna loca no se asomara a la casa y volviera, como antes, a descubrirla en la butaca.
—No la quiero ver, ea.
—¿A qué jugamos, abuela?
Oí sólo el punteo de su bastón, que se ponía firme en mitad del cuarto. La bota, el sable, la mirada de hierro de aquel mariscal heil Hitler.
—No, abuela: a los mariscales, no. Me dan miedo los mariscales.
La casa estaba de noche.
—Entonces vamos a mirar el pozo.
—Eso; vamos al pozo.
Una vez sacaron del pozo a una mujer ahogada: Gertrudis, blanca como el papel. Tenía las manos anilladas de gladiolos. La dejaron sobre la hierba, tan delgada, con su pelo de hilos y margaritas. Todo su vestido era de seda y los bordados del pecho, de plata.
—¿En serio, abuela?
Otra vez al rey de España se le cayó ahí un anillo de oro, con un brillante. Tuvieron que bajarse cuatro infantes para encontrarlo.
—¿Y lo encontraron?
—Lo encontraron en la barriga de un pez, que nadie supo cómo había llegado hasta aquí.
Oí su risa de pastel, como antes, mientras andaba apoyada en su bastoncito, que era como el anca de una rana. Apenas si hacía ruido sobre las baldosas. Caminaba despacio. Por la cristalera del pasillo pasaba el resplandor de la luna. Siseaba un búho en la copa de un pino.
—Y tú, abuela, ¿tú no has bajado nunca?
—No, yo no he bajado.
Y se reía, dejando que se le descolgase el labio y le brillara el colorete en sus mejillas.
—Abuela, ¿y a qué vino aquí el rey de España?
—Vino en busca de la bisabuela María del Carmen, de la que estaba enamorado.
—¿El rey de España?
Asintió con una risa de florecillas pálidas, que le volaban sueltas de los labios. No sé por qué le hacía tanta gracia nombrar al rey de España, al que, seguro, ella veía jinete de un caballo, con su pluma y su sable en la mano enguantada. La abuela no concebía a nadie importante que no fuera subido en un caballo y llevase guantes para la guerra. Iba delante de mí guiándose por el paso de su bastón enseñado, que se sabía bien el camino y que nunca se equivoca.
—¿Nunca?
La abuela volvió la cabeza y dijo:
—Nunca.
Otra vez, cuando la guerra contra los franceses, el pozo estuvo manando sangre dos semanas seguidas. Toda la tierra se anegó de aquella agua ferruginosa que empapó las hortalizas y hasta la raíz de los manzanos. Durante varios años todos los frutos parecían tomates, tan rojos y tan brillantes. Se arrancaban las matas, los arbustos, los árboles y, enseguida, volvían a brotar otros ensangrentados y dulzones. La gente empezó a hablar mal y, un día, se presentó en nuestra casa un escuadrón francés y fusiló en el patio a los tres hermanos de la bisabuela. Entonces dejó de manar aquella agua misteriosa.
Oí su vocecita como de cristal, tapado de encaje y, otra vez, sobre el empedrado, el tris, tras de sus pasos y el bastón, más serio, iluminado por la luna que hacía relucir las paredes blancas del patio. Ahí cayeron Ginés, Manolo y Luis Alfonso, los tres hermanos solteros de la bisabuela. Y señaló con la punta plateada del bastón. Y allí estaban los tres, la camisa abierta, manchados de pólvora negra, sobrevolados por millares de insectos y mariposas que, con aquella luz, se habían colado por encima del tejado.
—Los tres se parecen a mi hijo.
Y otra vez la voz se le rompió como el vidrio entre los dedos finos, descarnados, con los que ella se sujetaba el rostro de mujer atormentada. Espantó a las mariposas, que se deshicieron como cristalitos, para que también se fueran ellos, que se borraron en seguida y sólo quedó la sábana blanca de la luna tendida en el suelo, entre los rosales y la hiedra. En medio, con su brocal y su garrucha, estaba el pozo extraño.
—¿Y qué más, abuela? ¿Qué más pasó en este pozo?
Otra vez su hilo de risa, blando como la pulpa del caqui, dorada y dulce.
—Cuando nació mi hijo le dije a tu abuelo: Anda, tráeme un cubo de agua del pozo. ¿Para qué? Tú haz lo que yo te mande. Vino con el cubo, lo puso en medio del cuarto y le dije: Ahora baña al niño.
Se le debilitó la voz y tuvo que apoyarse en la pared.
—Lo bañó y el niño sonreía lo mismo que un querubín. ¡Con qué dulzura sonreía aquella tierna criatura!
La abuela destapó con sus manos blancas la tapa de hierro que cerraba el pozo y, dentro, resplandeciente, con su corona de azucenas, vestida de novia, estaba la bisabuela María del Carmen como estaba el día en que se fue a la iglesia a esperar la llegada del rey para casarse. Como el rey no vino, ella fue y se arrojó al pozo. Me asomé para verla bien y le vi las manos como la cera, pequeñita y hasta graciosa, con aquellos labios de cereza que se le habían enfriado y los ojos como alas azules y violetas de pájaros mariposas. Olía a jazmín y a galán de noche. Todo el patio se impregnó de aquel perfume invisible. La cuerda de la que pendía la balanceaba como a una virgen de marfil y porcelana. ¡Qué linda estaba la bisabuela María del Carmen!
Cerramos la tapa y la abuela me recomendó que no le contara a nadie este secreto.
—No se pueden echar flores a los puercos, lo dijo el Señor —mientras, me acariciaba los cabellos y me besaba con sus labios tiernos con sabor a membrillo.