¿Haré más difíciles aún las cosas por empeñarme en sanear esta ilustrada letrina? Si existe una posibilidad entre ciento de arrojar alguna luz en este pozo ciego, estoy dispuesto a correr el riesgo de seguir aburriéndoos para traer dos palabras con verdad. Pero si prefieres olvidarlo todo, aún estás a tiempo de poder decir a tus nietos que no terminaste de leer «aquello». Sé que, de cualquier forma, hasta el más benévolo de mis lectores me negará el perdón, aunque pienso que es hora de que dejes de acosarme, y de que me oigas hablar con franqueza.
Nunca existió el viejo profesor Narciso, ni toda su corte de embrollos, ni sus groseros escarceos faltos de toda destreza, aunque dentro de muchos años, quizás exista otro viejo Narciso, si bien mucho más experimentado, acomodado y alegre.
Dispensa, lector, mi atrevimiento de volver a cambiar los mojones del camino. Yo soy el primer desorientado. Al comienzo, abrumé de datos las cuartillas, con un trago previo, convencido de que nada me aliviaría como una confesión por escrito. Después, dudando del poder purificador de la verdad, por poco arrimo una cerilla a estos papeles. Y ahora que quiero reconciliarme con la existencia, me hallo irremisiblemente atrapado en la palabra: la que retengo, es una esclava que se subleva dentro de mí; la que al fin pronuncio es la dueña que me tiraniza.
Tras estas sucintas puntualizaciones, en las que no he podido sustraerme a las imágenes literarias (por lo que este apéndice ya queda inficcionado de retórica, es decir: de falsedad), empezaré por aclararte algunos puntos cronológicos, para que no pierdas contacto con la realidad.
Lo cierto es que ayer noche, cuando amanecía, sucumbí a la tristeza y al alcohol. Y desperté luego, a media mañana, para seguir bebiendo, hasta dar en el peor de los delirios, imaginándome ser el pobre anciano que hubiera temido ser, impotente y desvalido, en el umbral de la muerte, que transcribió todas aquellas procacidades de pederasta.
Ahora vuelvo a tomar la pluma en la madrugada, ahora sí está amaneciendo (no cuando escribí lo anterior, ayer tarde), para dejar sentado que quien relató lo que ya conoces no fue (lo habréis notado, sin duda) el maldito e inútil anciano que pensasteis por un momento, ese buey indeciso, pusilánime, desalentado, que se desprecia y humilla, sino el joven Narciso del principio, con el crimen aún tibio entre los dedos.
Y ahora no me permitas hablar más, no me lo permitas, pero deduce tú mismo, guiado por la lógica: ¿De dónde pudo extraer el viejo célibe tanto conocimiento anatómico, de dónde tanta pericia en los manejos, y tanto abundar en los resortes lúbricos, y tanto menudear su escritura de datos procaces? ¿Y desde cuándo, sobre todo, un viejo asilado puede entregarse a la bebida con tanta impunidad?
Estúpido y miope anciano, que no supo representar su papel, ni urdir una trama medianamente convincente, en la que a mí, el alegre, agraciado y decidido Narciso, se me pintó cheposo, agónico y necesitado. Desde este colofón, aún me alcanza la mano a arrancarle las narices de payaso, aunque noto que me llega a la cara un chorrito burlón que parte de aquella flor de papel que se puso en el ojal.
Esta historia podía haber sido limpia y bonita, si no se le hubiera adherido, como una tenia ávida y pertinaz, ese viejo pedante que poco sabe de botánica si no sabe la reacción química que a las emanaciones carbónicas del Hippomane hace tercamente letales el ozono desprendido en las tormentas, por esas carambolas moleculares del oxígeno, el desarrollo de cuya intrincada fórmula en estas páginas me haría llegar tarde a las exequias de mi amada.