Epílogo

Volví a leer esta tarde el prolijo relato que mi mano garrapateó anoche, acerca de no sé qué escandalosos extravíos y andanzas de un caprichoso e incorregible muchacho. Si soportáis mi asmático estilo un poco más, os confesaré la falsedad de lo escrito hasta aquí, como ya habíais sospechado.

El joven Narciso no es aquel muchacho vivo, desflorador sublime, singular demente, sino un fruto espurio de mi enferma cabeza, reblandecida por los vapores del alcohol. Pero aunque tampoco fue todo perfecta mentira (diré por ahora que fue imaginación y realidad a un tiempo), más para ilustración de la juventud que para aprobación de mi vejez, intentará desmentir lo falso, espigar lo cierto y enderezar lo contrahecho que mi embriaguez desfiguró proyectando, en forma de mil disparatadas secuencias, la vida de un joven llamado Narciso (así me apodé allí, seguid, amigos, nombrándome aquí de la misma manera), aquel alegre y poderoso muchacho (ah, vivir a la sombra de un potente apellido), trasunto intencional, quimera vana y fantasma reconstruido por el espejo deforme de un triste anciano bizco, pobre, enfermo y de cerebro resecado por más de medio siglo de tristeza, de latín y de soledad. Como dicen las novelas policíacas, no pudo ocurrir.

Pues he decidido dejar de pintar delfines en los bosques y jabalíes en las olas, comenzaré diciendo sin ambages que no escribió lo que habéis leído el muchacho agraciado de rostro, noble de estirpe, mimado por la fortuna, joven de edad y pletórico de virilidad (lo habréis notado ya en el léxico, en la madura construcción, en el estilo sentencioso y en la vasta cultura del autor de aquellas páginas), sino este viejo ermitaño, exprofesor de Grecolatinos (¿quién mejor que él podía dar muestras de tan precisos conocimientos de los Clásicos?), miserable, desamparado y enfermo, que aquí abre su corazón. Porque la verdad es que muy alejada está de todo aquello mi vida de célibe, indigente, solitario de profesión, bizco de ojos, torpe en el trato, tímido por naturaleza, timorato por educación, siempre muy corto de ánimo, largo en imaginar y, hoy, agotadas las exiguas facultades, con una flor de papel de seda en el ojal, huésped gratuito de este humilde nosocomio. Mi vida la resumió muy bien Demócrito, cuando dijo que el hombre es todo enfermedad desde la matriz de su madre. Pero antes de ir a mi cuento quiero confesaros que encontré placer en escribir aquellos dislates (mire el lector quién tal pensara), como muchacho que me sentí. Y huyendo de mi pobreza y mi desaliento viví mi sueño sin reparar en pretensiones (hasta maquiné un crimen majestuoso con unos arbustos apenas ofensivos), «que todos somos dóciles imitadores de lo bajo y depravado», conforme a lo de Juvenal. Pero tornemos los bolos a su sitio para iniciar de nuevo la partida.

Cuando abandoné el frío claustro del convento, de tanto latín y griego quedaron repletadas mis jorobas que fácilmente logré empotrar mis magras carnes entre los brazos de una alta y eminente cátedra de grecolatinidad, a la sombra de un elegante liceo femenino. Desde cuya tribuna fiscalicé, durante casi cincuenta años, los granos, los anteojos, las ligas, la goma de mascar y los muslos de todas las que ya son mujeres en esta ciudad.

Mi único punto de observación fue mi cátedra y sus alrededores. Fuera de los muros de mi parque de atracciones, fui lo suficientemente desabrido como para no preocuparme de cómo nacía y se desarrollaba el organismo de mis crías antes de pasar por los registros de mi contaduría secreta, o de cómo se hinchaban y deshinchaban en su afán reproductor después de abandonar mi aula virginal. Algunas de mis deseables tunantas me sobresaltaron cuando, con los años, me devolvían un duplicado aún más conseguido de su propia adolescencia, fatua sensación que me remozaba unos instantes y que, filosóficamente hablando, a Federico Nietzsche le hubiera afilado la pluma. Y lo que el profesor recogía en los brotes de una silueta angelical que comienza de nuevo a despuntar como mujer (en el aroma de un rizo fresco, en el roce encontrado de una segunda versión de caderas evocadas, de pimpollos que atirantan la blusa por los canesúes), lo que el profesor recogía con desesperación eran otros aromas, otros roces, otros anhelos preteridos. Las búsquedas, los empeños, los contactos son como ruidosas cacerías. Rapidísimos huyen los instantes bulliciosos, como liebres perseguidas por podencos.

Y ahora no os alarméis. No es la intención de este viejo iluso ponerse a desmontar uno por uno los motivos que le empujaron a creerse todo lo bello, todo lo rico, todo lo ingenioso que nunca ha sido. A los recuerdos no les es fácil llegar al papel cuando, tras dos noches de caligrafía, han de atravesar el vaho lanoso de unas cataratas seniles.

Así que, en gracia a la brevedad, diré sólo que es muy propio de desvalidos envidiar a los poderosos, y todo indigente codicia y apetece aquello que nunca poseyó. Envidia el vil ratón al chimpancé, viendo que el simio goza de todas las perfecciones que a él le faltan, mientras que el chimpancé siente gran inclinación por la muchacha que lo contempla en la jaula, tanto que la doncella puede matarlo de amores. Luego, la mañana precedente, cuando me dormí tras la jornada alcohólico-literaria, me asaltó un sueño vivo, que me trasladó a mi antigua casa, una buhardilla muy alejada de los lujos del joven Narciso. Y volví a verme con mi querido ratón blanco sobre la mesa donde yo preparaba mis lecciones de Clásicos y donde una mañana recibí a Calíope. Pero vayamos despacio.

Por un agujero de mi cámara maravillosa, el primer día de curso veía cómo entraba la tira de niñas, en el otoño número catorce de su femenina evolución (discurro deliberadamente en términos de organización), y las veía salir el último día de curso, por el agujero opuesto, en su primavera número quince, más floridas, más maduras en todos los sentidos. Cada año pasaba ante mis ojos la misma cinta, que duraba diez meses, con idénticos personajes. Sólo variaba realmente, podría decirse, la caracterización de las actrices (grosor de labios, perfil de naricitas y situación de pecas y lobanillos), porque el mobiliario, los monólogos del coreógrafo y la indumentaria de las chicas de conjunto nunca se alteraron en sus líneas esenciales. Las mutaciones fundamentales se polarizaban en dos puntos sin relieve:

  1. El rostro del profesor, que caminaba hacia la momificación, dado que era el único personaje que no se renovaba cada temporada.
  2. La chaqueta azul marino con cuello negro de terciopelo, escudo con la insignia de la fundadora, a la que se han incorporado los símbolos de la institución docente, bordado en el bolsillo pectoral (blancas palomas sobre una fuente de plata que sirven de fondo al lema Puritas et Scientia), y medias azules, hasta la rodilla, con doble filete rojo en el elástico, que en primavera se trocaba en camisola con bolsillo pectoral que ostentaba el mismo escudo simplificado (se han suprimido los motivos que aportó la Institución, esto es, las palomas y el lema), y calcetines en lugar de medias. Permanecían invariables la falda gris plisada, la cinta de terciopelo albaricoque que, orlando la cabeza, sujetaba los cabellos de las bestezuelas, y el doble filete rojo en el elástico.

Mi ojo codicioso las esperaba cada mañana en lo alto de su torre de control. Las veía entrar olientes a selva, las hacía ocupar sus ramas. Y si alguna, más desaprensiva, se aventuraba a cruzar las piernas, era reprendida por el honesto profesor Narciso, que traía al caso el Reglamento del Liceo, Parte Cuarta, «La elegancia en las maneras sociales», Artículo Quinto, «Las posturas», cláusulas que redactó, hace milenios, la Señorita Fundadora, inspirada, sin duda alguna, en el Korán, que dice: «Oh, creyentes, ordenad a vuestras mujeres que mantengan los ojos bajos y no crucen las piernas, de manera que no muestren sus encantos sino a aquellos que deben verlos». Legislación que no impedía al profesor que, después de comprobar el estado de la débil maquinaria intelectual de sus discípulas, apreciara sus adolescentes y vigorosas estructuras físicas a media tarde (evitando el rito del té en la Sala de Profesores), desde la ventana del aula (piso entresuelo), en el momento lúdico en que las doncellúnculas iban detrás de una pelota (ay, hurgo la carne viva del recuerdo con un estilete infernal), en blusita blanca sin mangas, sucinta faldita blanca, y braguitas, Dios mío, blancas, verdes, azules, encarnadas.

La descripción literaria es un ejercicio que no me seduce en absoluto. Pero la mejor manera de que los lectores obtengan algunas aproximaciones al tormento es ponerlos allí, detrás de los cristales, junto al cotorrón pletórico, ignorado, pueril y simiesco (jamás tuvo nadie mirada tan confusa), para admirar el temblor de los breves senos de gelatina bajo las livianas blusas, la tensión de las blancas nucas y los esbeltos cuellos, el juego armonioso de las manos y brazos en movimiento, el latido del encarnado balón de caucho en el cemento, y el de los muslos y las pantorrillas infantiles bajo el generoso (adorable) plisado de las faldas.

Dicen que la vista es el sentido más noble de los cinco corporales, y los poetas y místicos llaman a los ojos puertas y ventanas del alma, por donde entran los gozos y los otros manjares del sentimiento. Por eso me entretengo en contar despacio aquellas supremas visiones vespertinas, a veces interrumpidas por unas manos febles y gélidas, inspiradas en las aletas de foca, que lo arruinaban todo, de pronto, acercándose sigilosamente por detrás, tapándome los ojos y retándome medio en español medio en francés:

—Adivina qui c’est?

—(Madame Blois. Mirada crepuscular, pelo escarolado, nalgas plomizas. Casada y separada dos veces. Casada de nuevo y hoy muerta en accidente de montería: posta del doce entre las cejas). Si traes tijeras, Dalila; si traes daga, Charlotte Corday…

¿Alguna vez bajé yo mis puentes levadizos? Sí.

¿Alguna vez descargó ella sus baterías entre mis lánguidos brazos? Sí. Una negra tarde de especiales fulgores la puse de espaldas contra la ventana, para amar a Calíope por encima de las montañas de los hombros de la gordaBlois. ¿Pero qué fulgores? ¿Qué Calíope? A eso vamos.

Un primer día de curso de hace muchos años, el viejo chimpancé entró en el aula rosada, mandó a la ninfea prole sentarse en sus pupitres (rodillas redondeadas, pantorrillas carnosas) y enfocó su catalejo hacia una sublime criatura que le miraba con ojillos color ámbar, cuyo largo, oscuro, brillante cabello se hallaba desprovisto de la institucional cinta de terciopelo, costumbre que más adelante le ocasionaría tener que escuchar a menudo los acres bocinazos de la enjuta Señorita Directora.

«El primer ejercicio consistirá en la simple lectura de uno de nuestros más apreciados poetas latinos. Usted misma», dije mordisqueándole con los ojos los redondos labios.

Tomó con expedición la Selecta Latina entre sus manos doradas por el sol estival y cruzó las piernas ágilmente.

«Comience a leer» dije, olvidando por esta vez los consejos del Profeta.

(Ella). Ex Horatii Odae. Ad Calliopem.

(Yo). «A ver. Comience». (Sus felices muslos se ensancharon como cuernos de abundancia, cuando se arrellanó para tomar aliento).

(Ella). Descende de coelo, et dic age mea tibia / regina longum Calliope melos[3].

(Yo). (Ya lo sabes, pequeña Calíope).

Decir que quedé sumergido largo rato en aquellos ojos de champán apenas nos ayudará a guardar cierta proporción con la realidad. Por eso no escamotearé aquí el sentido recto de las palabras. Me enamoré de ella, señores, como ahora lo estoy de Lía, la madura solterona (ante todo la verdad) que oficia como enfermera en este triste hospital benéfico. Desarrollaré todo esto por partes, si los tragos de hoy me lo permiten (quizá ya notaste que estoy un poco borracho). Lo que me da pie a decir que, como ves, tres notas comparto con el joven Narciso:

  1. Ambos gustamos de poner nombres divinos a nuestros amores.
  2. Rendimos un ferviente culto a las destilerías, que nos vuelven parlanchines y fecundan nuestras inclinaciones criptográficas.
  3. Y, finalmente (no sé si lo dije ya), el profesor Narciso también salió de la casa de Piscis.

Y no es menos cierto que también esta Calíope me despreció (no quería decirlo todavía) en mi propia casa, un día primaveral de aquel curso feliz, cuando me pidió (¿me lo pidió realmente?) que, después de clase, le explicara unos versos de Catulo que yo había asignado para la prueba final de curso. Antes de apresarla en mi pocilga (¿la apresé realmente?) me pensé a mí mismo en las largas jornadas escolares cuando, en plena clase, me paraba un instante para botar a las aguas revueltas de la ficción los pálidos barquitos de mis deseos, que se acercaban a su pupitre sin acercarse, como en los sueños (con la sosegada impunidad con que se obra en los sueños), y a mi mente volvían cargados de un anticipo de tactos, de secreciones, de eretismos.

Pero hoy (aquel Hoy neurálgico y saturnal), sumergido en mi poltrona preferida, iba a dar de lado a las sucias quimeras (y a ciertas sugeridoras estampas guardadas en el último cajón), para abarrotar mis manos de un avance de sus caderas de muchacho, de la tensión de sus nalgas infantiles, de la tenacidad de sus tibias con el vello horripilado a causa del recorrido de las yemas de mis dedos, de la fugacidad de la onda de su cintura, del grado de tiesura de su clítoris preadulto. Con algunas de estas ceñidas precisiones biológicas me familiarizó cierto manual titulado Vida Sexual Sana, no mi fugaz experiencia de una tarde con la insulsa Madame Blois.

Déjame echar un trago, y bebe tú también, lector, y ahora dime: ¿Crees que anoche hubiera podido decidirme a matar a aquella Lía en otro lugar que no fuera mi torturada imaginación?

A esclarecerlo viene este legajo de descargos.

Desde mi silla de ruedas evoco las escenas más dulces y tristes, a un tiempo, de mi estéril existencia. Del minutario de los hechos selecciono, entre las imágenes que todavía persisten en mi retina, las más representativas. Vean ustedes dos de mis colecciones.

1. Una mañana invernal. Calíope en su actividad deportiva, vista desde la ventana de mi aula, a través del vapor condensado por las llamas de mi boca.

Estudio A. Recepción estática de la pelota. Calíope de perfil, los pies separados (el derecho delante), las piernas levemente flexionadas por las rodillas (muslos relajados, pantorrillas flojas, ambos talones apenas afirmados en el suelo), listas para iniciar la carrera, los brazos desnudos proyectados al frente, los dedos tensos, el tronco ligeramente inclinado hacia adelante (indeliberadamente me derramo en detalles que poco importa al lector), para entrar en posesión de la pelota que ya viene.

Estudio B. Recepción de la pelota, sobre la marcha. Las piernas han iniciado el despegue (gacela mía) sobre las puntas de los pies (frívola, elástica y mecánica), el cuerpo más adelantado que en la figura anterior (cierta contención, cierta agresividad), las caderas bajas (línea de flotación), centro de gravedad en equilibrio vital entre las corvas (las rodillas apenas dobladas) y las pulcras axilas abiertas (los animales carniceros siempre hemos sentido predilección por las presas en movimiento) en una economía del gesto, de donde dimana todo el encanto de esta instantánea. Observad aquí, muchachos, el vientre ahuecado para una perfecta recepción de la pelota que el regazo arropa amorosamente.

Estudio C. Tiro directo a cesta por alto. El perfil del cuerpo erecto, verticalmente elevado del suelo, el brazo extendido y levantadas por el ímpetu su blusa y su faldita, dejándonos ver, respectivamente, la barriguita tostada y las braguitas encendidas de la chiquilla.

Quizás ahora entiendas en qué pésimo momento Madame Blois, acercándose por detrás, me puso esa tarde las manos en el sitio donde me cayó la hojita, el día que me bañé en la sangre del dragón. A mis cuarenta y tantos años, el dinamómetro de mi virilidad intacta demostraba que yo era casi un muchacho.

Aunque no busco ser saludado por mi siglo como un Gran Sibarita, confesaré con petulancia que, después de una larga sesión haciendo el potro, no volví a acercarme a ella. A tiempo comprendí que una mujer capaz de utilizar las manos en tus intimidades con aquella soltura, no sentiría escrúpulos en robarte la cartera; y que ciertas adiposidades no añaden un valor específico al tacto. Me explicaré. Los pingües volúmenes de la Blois no eran algo más sublime que unas montas de carácter supletorio, ajenas totalmente a su vigencia genital: eran un simple almohadillado.

Cuando la apoyé contra el marco de la ventana (como un anciano papú que mágicamente fecunda a su hija, en la noche de bodas, descargándose en una botarga de paja), Calíope recibía el pelotón contra su pecho, lo botaba con algún cariño, lo movía a uno y otro lado… una mano, que venía entonces a arrebatárselo, le rozaba un hombro, Calíope saltaba, y era su pubis contra una rodilla, un nudo de brazos, dos caderas encontradas, lo que realmente me impulsó a perpetrar en aquel vejigón de manteca lo que rabiaba por hacer con mi cervatilla.

Sé que es costumbre de los cronistas presentar héroes capaces de dar a una dama al menos veinte pruebas de su reciedumbre en una tarde. Aunque mi notoriedad en esto no me hará inmortal, confesaré que aquel mi primer triunfo de cuarentón no dejó de ser, por mi parte, una frívola presuntuosidad. Aún lo llevo en el recuerdo, y casi estoy por decir que todavía me sigue enervando a la hora de la siesta.

2. Una tarde sabática de comienzos del verano, en el jardín del colegio. Ahora todos los campos hierven de insectos que succionan. Fiesta de Fin de Curso. Tablado multicolor entre tamarindos. En primera fila, el claustro de profesores. Detrás, los engalanados reproductores de aquel enjambre de doncellas, juntamente con otros personajes visiblemente atados al ambiente por nudos familiares.

A. Reparto de premios. Medalla «de oro» y banda de honor para Calíope en «Espíritu Deportivo», que la preceptora de esta disciplina ciñe transversalmente al incipiente busto. Yo se la ceñí a la de «Espíritu Grecolatino», una criatura cuellilarga y destartalada como un avestruz.

B. Amplia demostración de ballet clásico, a cargo del Cuadro de Danza del Liceo. Título de la obra, «El Cisne y la Molinera». (Fantasía en tres cuadros). Rodeada de un gaseoso ramillete de pequeñas ninfas regordetas, envuelta en tules y ocupando el centro del tablado frondoso, como eje y principio de la trama, mi Calíope afecta un movimiento de peonza sobre las puntas de sus zapatillas de satén. Sus largas, leves y torneadas pantorrillas se tensan dentro de largas, leves y blancas medias. Maneja con alguna pesadez las crestas ilíacas de sus caderas infantiles (ella no lo sabía quizá, pero ese vientre ya estaba fecundado para entonces, según mis cálculos posteriores), y su graciosa mano blande una argentina batuta rematada en una estrella de latón. Cuando avanzó hacia el proscenio para ofrecernos una pirueta sin ningún mérito, me miró sin conocerme (qué chiquilla) y yo, con esa vagorosidad de movimientos, casi submarina, inhallable en los estados de vigilia, me pellizqué el muslo.

La cosa se desarrolló, poco más o menos, como sigue. Se trataba del Hada Tutelar, o Matutina, o Propicia (no estaba yo entonces a la nomenclatura), que libera de su condición de Cisne (no era fácil) a mi larguirucha lumbrera de grecolatinos, devolviéndola a su primigenia realidad de Príncipe Dorado. La avestruz y, a la sazón, Príncipe Heredero, rescata, a su vez, a la Molinera, joven desdichada sometida al violento carácter de su brutal padrastro (otra obesa discípula), de un hechizo maléfico, al descifrar un enigma propuesto por un gnomo (todo pantomímicamente, figúrense ustedes) personificado por alguien que era una especie de bola de sebo danzante, envuelta en ramas. El Príncipe, al final, deberá sostener una denodada lid contra la bola de sebo, a la que finalmente vencerá, no en combate de cabriolas, por la fidelidad que se debe a Terpsícore, sino de la siguiente manera: El Príncipe efectúa tres vueltas rituales alrededor de una estatuilla horrorosa, titulada «La Virtud pisoteando al Vicio», a cuyo conjuro surgen cinco jóvenes larvas, muy ligeras de ropa, que someterán al rollizo gnomo, no sin antes haber reducido al reino estatuario a otros cinco faunillos bien rebozados en hojarasca, a los que el gnomo había liberado previamente de un arbusto vecino, en un batiburrillo de patadas y cachetes. Ah, cuánto gozo y contento se me representó con aquella tropa ninfea. Veía con la imaginación el abril mismo con anchos y largos caminos, montes, aves, estanques y jardines salpicados de nardos olorosos bajo el apacible resplandor de la luna. ¿Quién creyera entonces que la vida estuviese entretejida de trabajos y miserias? ¿Quién imaginara, en aquel etéreo momento, que mi dicha tenía las horas contadas? Y en torno a la estatuilla horrorosa, me pareció ver también a Eloísa mutilando al canónigo Abelardo; a la pequeña Cenci hundiendo el cuchillo en el vientre de su padre; a la monja Alcoforado estrangulando las palomas mensajeras del incomprendido conde de Chamilly. No en vano se me representaron entonces esos turbadores testimonios: alguna semejanza con aquello iba a tener lo mío.

Viendo a Calíope sonreír y responder a los aplausos con un ademán de sumisión, se me despertaron los espectros de otra tarde, no remota entonces, nociva e indeseable, de la que hablaré después de que a los más curiosos les termine de decir cómo, en el tercer acto, el antiguo Cisne contrae nupcias con la prodigiosa Molinera, la cual, a su vez (según se deducía del extracto argumental impreso en el programa), no era más que una princesa encantada por las maléficas artes del molinero que, en resumen, tampoco era su padrastro, ni tan siquiera un molinero corriente, sino alguien, creí entender, de la perversa familia de los gnomos, conjetura avalada por sus cuernitos de trapo encarnados, que les proclamaban parientes, y por su manera de sucumbir, al cabo de la pelea final, a manos de las larvillas. Todo ello sin que la larguirucha se viera en la enojosa precisión de tener que rematar con la espada tanto al gnomo principal como al molinero, presumible arreglo escénico para evitar la ostensión de una muerte violenta, peculiaridad que la Señorita Directora adoptó, según sus nuevas directrices pedagógicas, inspirada en los Clásicos. En cambio (¡ay!, Señorita Safo) permaneció incólume el apretado beso final que en su prístina versión (sin adaptar para sólo señoritas) correspondería a una pareja heterosexual.

Y arribamos por fin al ígneo centro del relato, donde ha de desentrañarse una satánica historia de amor. Ahora me paro a pensar cómo el protagonista de mi borrachera anterior se preguntaba por qué Lía tenía que morir indefectiblemente. Responderé a ello diciendo que, en la sana literatura, cuando el personaje vuelca su contenido pasional en una mujer que le administra un golpe de desdén, suele existir una tercera persona, de condición importuna y fatigosa, que pugna por arrebatar al primer galán la codiciada fruta. Es un tipejo con bien recortado bigote, engolado y vulgar, deleznable a los ojos del público, que, en dramaturgia, se le apoda «el rival».

Al final, resulta que el gallo por derecho castigará al rival, entre el contento del público, para que, de esta manera, con un sólo tajo quede administrada la justicia, restituido el vacilante honor del protagonista, consolidada su peculiar personalidad de héroe, vengada la insolente afrenta e instaurada definitivamente la mortecina estimación de la doncella, valeroso acto que la dama, en resumidas cuentas, premia depositando un ferviente beso en la boca imperturbable del primate. Pero fue cosa singular que en el «caso Lía», noble lector de folletines, no existía «el rival», sino que la misma muchacha entrañaba, en perfecta unicidad, la doble y dispar función, como dejó insinuado mi cliente, y yo concienzudamente analizo a continuación, si se me presta un minuto más para la vista del caso.

Allá, el muchacho habló de adorar (si lo prefieres: de adorarse), y he aquí la razón que alegaba (en una breve perífrasis del concepto «crimen») para probar lo que no es del todo cierto: MATARLA era la única manera de poseerla para siempre. Debemos ser muy conscientes de que este género de expresiones sólo se aplican a la pasión. Hubo, pues, amor, no empero en el hecho mismo de acabar con la «criatura adorable» (lo que no hubiera sido más que un acto ínfimo de vulgar venganza), sino en el de hacer desaparecer en ella al rival.

El masculino desdén de la muchacha se evidenciaba en su heroica «femineidad» envuelta en la atractiva celofana de su aparente inocencia y en la hermética simpleza de su medio conductor, hablando en términos de electrónica, duplicidad cuyo típico flujo de corrientes inducidas (agoto el símil) expuso mi pluma en su juvenil borrachera de anoche. Lo que es evidente testimonio (procediendo a un primer enunciado del presupuesto) para sospechar que Lía era de personalidad ambigua. Y en ella, el Narciso de ayer mató «al rival».

Tras haber sido otro (más joven, más rico y más feliz) me visteis anoche, lectores, caído más bajo de donde estoy. Por eso en mi descargo de aquello fatigo ahora mi puño en estas páginas, mientras en la bruma de mi mortecino cerebro, sagaz e infausta se desdibuja mi Calíope. Cuántas miradas furtivas llegaron hasta ti desde mi estrado, te rodearon, silbaron en tu derredor, abrazaron tus frágiles muslos de ave, tu piquito blando, tus débiles remos implumes, cuando te recostabas sobre un lado del pupitre, con la cabeza ladeada a lo Botticelli. De pronto, te dabas a chupar con delectación mamífera (labio maduro, inflamado y fresco) el mango de un lapicero, extrayendo de su caña almibarados jugos, y suspirabas ruidosamente, en público desacuerdo emocional (muy poco romántica) con los desgarradores lamentos de Orfeo, al que se le había concedido sacar del infierno a su novia bajo la condición de no volver el rostro para mirarla en aquel trance. Y ya los amantes se elevaban a las regiones del día, cuando el vehemente joven no pudo resistir más tiempo sin echarle un vistazo, y al querer tocarla, ay, su mano palpó sombras. Pero tú, Calíope, nunca supiste cuánto te deseó tu profesor durante aquel curso, en la soledad de su cubil, en la mustia declinación de las tardes invernales, él tiritando bajo su manta eléctrica, y tú, calzados los patines, deslizándote alegre por el hielo. Ahora te desea aún más que en aquellos momentos escolares (cuando mirabas al techo, transportando tus escenas preferidas, una y otra vez, al cielo del aula rosada), y quizás hoy estuvieras aquí conmigo si no te hubiera matado el semental cuya indentidad ocultabas en tu delirante agonía (algún mocetón bronceado, algún bravo entrenador de baloncesto, algún oscuro pedagogo con una gran mata de pelo entre las cejas), mientras el afilado dedo de algunas de tus compañeras no vacilaba en cargarle el muerto en la joroba al triste profesor Narciso.

Por razones obvias, terminada la función (torno a la Fiesta de Fin de Curso), huí del grupo integrado por la Señorita Directora (sentada), el joven profesor de Ciencias Naturales (colgado de la rama de un árbol, junto a ella), la familia Calíope (la chiquilla con los autores de sus días y de los de unos mellizos muy pequeños, de sexo todavía incierto), y otra tribu de macacos con sus crías. Me mantuve tras la fronda de los evónimos, con la taza de té en una mano y un prisma de pastel en la otra, observando sus costumbres, como buen naturalista que soy, suficientemente alejado, por una parte, del grupo zoológico, como para no ser atacado, y suficientemente próximo a él como para no perderme los meneos de mi adorada, «para mí los últimos, quizá», me dije. Comprended que estábamos en la Despedida de Curso, y que aquélla podía ser la postrera oportunidad que se me otorgaba de verla. Pero aguardad un poco más, ofendidas lectoras, antes de que con vuestras garras de ágata arranquéis la losa de mi sepulcro enmohecido, desenterréis mi cráneo y lo echéis al patio del Colegio, para que las niñas jueguen con él a la pelota.

La verdad es que, durante casi todo aquel largo rato, mi chiquilla estuvo semioculta tras un ingente cogote. Su dueño, un boxeador, apenas logró hacerlo girar un par de veces sobre el grueso cilindro de su cuello. Intermitencias que me sirvieron para succionar con los ojos los néctares de mi muñeca, y para comprobar, con harta sorpresa, que aquel pedazo esférico de carne era el hacedor y propietario de la delicada esculturilla sedente de título «Calíope sonríe antes del baño» o «Las mañas de las Arpías» (qué momentos de desorientación para mí), desveladas aún sus partes íntimas por el corto vestidito (oh, siempre al aire sus brillantes muslos de latón), y con la estrella de hada aún entre las manos.

El abultado vientre que sirvió de molde a la sublime creación calíopesca y que, a la sazón, parecía tener programados otros nuevos y ambiciosos logros uterinos (¿más Calíopes?, ¿más mellizos?), pertenecía a una pálida dama de encarnada pamela que dejaba caer de lado su amplia ala de fieltro, como las buenas ponedoras. Cacareó todo el tiempo, con las manos ahuecadas en actitud de sostener un gran huevo imaginario (el alma de su propio vientre), parándose primero sobre una pierna y luego sobre la otra, observándolo todo primero con un ojo y luego con el otro.

El boxeador se levantó, y sirviéndose de sus propios pies no cual de cómodos apéndices de locomoción, sino como de inverosímiles ingenios palmeados, se desplazó hasta un jarrón de limonada. Vi a la niña por un instante más, e inmediatamente me la arrebató de nuevo el hidrópico (ay, todavía hoy se resiente de aquello mi nervio óptico), me la arrebató para siempre.

Abandonada la laguna, vuela la garza en pos de una nube perdida, rápida se desliza la noche hasta el inmundo invernáculo de los mortales, por el suelo giran las pavesas de una carta en llamas y, al amanecer, nudosa mano acaricia el mentón azul del profesor jubilado que, a través de sus lágrimas, ve flotar todavía, en el cenagoso estanque, una tibia pluma.

Anoche quise dar un gran salto en un ámbito ficticio de existencia. Emergí a una suerte de frondoso edén, mejor dicho, de torre marfileña con muros a prueba de aflicciones. No deis por loco a quien, en los mismos umbrales de la muerte, clama por una dicha negada. Yo había observado a las gentes cuando miraban a los muertos. Todos lo hacían de la misma forma (no hay muchos modos de mirar a los muertos), pero ninguno como los ancianos. Tienen una manera especial de estar delante de ellos. Si algún día la longevidad os pone al borde de uno de estos hospitalarios vertederos, sabréis que aquí miramos a los muertos ¿cómo diría yo?, como si la cosa no fuera con nosotros.

A mi vieja enfermera le puse el nombre de Lía, la única divinidad que nadie arrastró al tálamo. ¿Comprendes ahora, lector, el interés onomástico que se despertó en mi inverosímil y poco convincente narración de ayer?

«Buenos días, Lía» le dije el primer día de mi hospitalización.

«Por Dios, profesor. No me llamo así».

«Pues yo pienso llamarla así, señorita».

«¿Cómo adivinó que soy señorita?»

«Ah», respondí levantando la corneja que siempre llevo subida en el hombro.

Lía es una de esas metódicas enfermeras que te despiertan a medianoche para que te tomes el somnífero de prescripción. Si yo fuera un rey que, antes de morir, hubiese de dar a su blasón una divisa inspirada en sus servicios, ésta sería (como el epitafio de la tumba del abnegado Childerico): Ingrata labor apium[4].

Esa misma patológica meticulosidad la tiene siempre agachada ¡mi sierva y señora! en el endiablado empeño de conservar el suelo limpio de esa minúscula semilla de manzana, que un bocado emancipó del corazón, de ese leve pedacito de papel escapado de los forros del más viejo libro, de esa miguita de pan… Atisbarle un día las bragas desde mi camastro, fue para mí un inapreciable descubrimiento. Incluso llegué a pensar que lo hacía a propósito, para enseñarme su inagotable colección: unas iban caladas, otras en tisú, otras con un galano festoncito de bolillos, otras encintadas con algún encaje, otras reforzadas en los fondillos con entrañable felpa, como para mantener el calor y la humedad tropicales de lo que un poeta de la Pléyade podría llamar la orquídea.

Pues nos hemos propuesto que la verdad resplandezca, no silenciaré el hecho de que nunca faltaron pepitas, papelitos y miguitas por el suelo, porque yo las esparcía como el sembrador de cizaña, con la punzante conciencia de que, en mi espina dorsal, se levantaba una cresta de pelo hirsuto.

Pero volvamos a nuestro rebaño, que mi bola todavía no ha llegado al boliche. No había transcurrido una semana desde que Calíope se dejó caer por mi nido para recibir las aclaraciones sobre Catulo (enseguida vendremos a esto con mayor detenimiento), cuando fui convocado a comparecer ante el tribunal de la Señorita Directora. En cuanto a mi disposición de ánimo, diré que siempre fui apocado, y de natural tímido, como mi padre, quizá también como mi madre, no lo sé, porque mi padre nunca la mencionó. Sé lo que estás pensando, lector suspicaz. Pero aunque fuese cierto, no te está bien dudar de su paternidad y decir de mi padre lo que nadie puede comprobar del suyo.

Oigo que me dices: «¿A qué propósito tan larga arenga?» No te extrañes, lector. Pues para el gran salto que voy a dar, me es preciso empezar de muy atrás la carrera para tomar impulso.

El caso era que algunos detalles llegaron hasta mis oídos, aunque por hilos torcidos, acerca de la repugnancia de mi madre porque yo llegara a este mundo, cosa que ella proclamaba a veces por todo el vecindario, según se dijo, doble vileza que, si es cierta, ya goza de verdadero perdón en mi ánimo. Unos decían que, al poco tiempo de nacer yo, murió ella, otros que un sábado salió a comprar tabaco, dejando la criatura en brazos de mi padre (hombre muy tacaño, que la puso a trabajar para que «se pagara sus vicios», como él decía), y no volvió, abandonando para siempre al avaro por doble causa: la primera por lo dicho, y la segunda porque en la esquina la esperaba el estanquero, que no saben las mujeres despedir un hombre hasta no estar agarradas al siguiente, como la hiedra, que jamás se sustenta sin tener parte de dónde asirse.

Hallándose mi padre mozo todavía y con un crío a sus vacíos pechos, para quitarme de encima, metió en casa a la dependienta de la chacinería, que me acomodó en un jergoncillo apartado donde me harté de llorar, pues, aunque infante, bien se me traslucía la novedad que se obraba conmigo. De manera que, como quien dice, se acostaron dos y amanecieron tres. Ella, según quedó impresa en mi cerebro, era una mujer de muy corto cuello, que es señal de poca imaginación. Siempre la vi borrosa, envuelta en una especie de quimono pintado de cacatúas, y un hermanillo mío colgado, por la boca, de su puntiaguda mama, y el culito apoyado, a su vez, en la panza que ya turgía de nuevo en la gestación del siguiente. Y arrojándolos al mundo por pares y por nones, en pocos años llenó de crios las camas, las mesas y los armarios. Entonces comencé a temer las nuevas sorpresas que la mondonguera podía depararme para el futuro y huí: de casa. Acogiéndome a sagrado, como un malhechor, llamé a la puerta de un beaterío.

Para cuando quise volver del austero claustro monástico al pomposo atrio del mundo y conocer así a mi fraternal tropa de hermanastros, pájara y polluelos habían volado del nido, por razones que todavía desconozco, y el gallo agonizaba cubierto de picaduras.

Y ahora que me he mostrado tal como era antes de coronarme con el laurel secular del magisterio, apresurémonos a sumergirnos en la página de los singulares acontecimientos que debían proporcionarme el impulso hacia el incomparable destino para el que, desde un principio, me creí besado en la frente por la venturosa Casualidad, si tan ingenuamente nos cabe denominar aquel género de rigurosas concatenaciones casuales que, ya en el siglo pasado, los científicos llamaron Determinismo. De lo contrario, decidme qué otro epíteto admitía el azar inverosímil de que, precisamente la criatura que más se sustrajo a mi autoridad durante mi historial docente, fuese la única que, en todo aquel tiempo, me besara por mi cumpleaños.

¿Dos palabras sobre aquel momento?

Todo lenguaje es una despiadada red de términos equívocos, cuyo significado presupone una comunidad de sentimientos y preferencias. Por eso dudo hallar una feliz imagen para traducir aquel contacto columbino cuyo estallido de sensaciones rebasó la capacidad aprehensiva de mis sentidos. Ni siquiera sabría decir si fue mi pómulo, abierto en pétalos, el que recibió a la abeja, o el que voló hacia la flor de sus labios.

Apenas dos semanas más y Calíope pondría el pie en mi dormitorio. ¿Pero dónde estábamos?

En el espejo del lavabo he visto con nitidez mi rostro de muchacho. Solamente el pésimo surco de mi frente revelaba el gran arañazo del tiempo. He conducido mi silla de ruedas hasta el grifo, para refrescarme un poco, pues volví a perder el hilo del relato, y debo terminar enseguida, pues amanece, y pronto oiré arrastrar los pies a mi amorosa enfermera, a mi Lía idolatrada, que vendrá a amortajarme en mi batín de color sangre de toro, y a reprenderme meneando su dedito índice como una amenazante porra en miniatura. Y no quiero que vea inclinado sobre estas sucias cuartillas a este paralítico acabado, cheposo y lleno de pulgas.

El estudioso arderá por saber en qué términos se dirigió la Señorita Directora del Liceo al profesor Narciso. Fue un viernes de abril. Diré, para establecer en firme la cronología, que el martes había sucedido lo mío con Calíope o, dicho más exactamente, lo de Calíope conmigo.

¿Por qué juego de fuerzas el profesor Narciso experimentaba aquel irrefrenable sentimiento mezcla de terror y vergüenza cuando dirigía sus pasos, trémulo el labio superior, al despacho de la Señorita Directora? ¿Qué represalia ejemplar cocería ya el seco pecho de la mal nacida que sirviera de público escarmiento a todos los degenerados que leyeran el mío en las gacetillas dominicales? ¿Lograría el tiempo borrar la huella de los corrosivos que la bruja me arrojaría al rostro? ¿Y por cuál de las correas de transmisión (¿desembuchó la niña?, ¿lo intuyó la Blois?) había llegado la «cuestión» al triturador de la Señorita Directora?

Me repugna atraer la atención del lector sobre temas turbios. Pero si la verdad ha de resplandecer, no debo silenciar el hecho de que, aguijoneado por una duda que ya poco importaba, lo primero que hice fue desenterrar de un zarpazo el caso Blois.

No era un rayo de sagacidad lo que a la boba Blois le refulgía en la mirada. No había cuidado. Pero en una circunstancia como la mía (pederastía con agravante de ascendencia), se entenderá mi costumbre de andar con mil ojos, de caminar de puntillas, de contener la respiración, como un faquir en un serpentario. Llevaba viva en la nuca la obsesión de que una palabra equivocada, un imperceptible arrobamiento de las pupilas hubiera bastado para que, a la más sorda de las criaturas, todos mis poros le hubieran voceado mi delito.

Quizá me atreviera a insinuar aquí que una mujer entregada puede ser una parodia de mujer, pero nunca una mujer repulsiva. Si en veinticuatro horas bajé la temperatura de Mis Excitantes Relaciones con Madame Blois, sólo fue para evitar la remota posibilidad de que una de mis chispas incontroladas iluminase su mente incolora. Tarde confieso que debiera haber tomado el consejo de Teócrito cuando dice: Ordeña la vaca que tienes delante. ¿Para qué correr tras la que huye?

Caminé hacia el despacho de la Señorita Directora pisando el terreno de las conjeturas. ¿Una Blois desfallecida de placer pudo advertir que la vista del hombre que se lo proporcionaba se tendía más allá de los vidrios del ventanal? ¿Acaso fue aquél uno de esos leves errores que en el Palacio de Justicia reclaman el atributo de profundos?

Cuando un acusado manotea en las ciénagas de la memoria, cualquier vana conjetura puede parecerle un sólido asidero. Por eso no hallé superfluo reconstruir, aunque no fuera más que en trazos burdos, el resto de mis contactos con la colmilluda Blois: Día siguiente, misma hora, misma voz de pichona, misma radiante satisfacción entre las caderas, Madame vuelve a mi aula desierta y se acerca hasta mis narices agitando dos localidades para el teatro.

No entraba en mis propósitos hablar después de ella, pero no resulta fácil elegir arma sin antes haber medido la disposición de ánimo de quien te recogerá el guante. Me besó en la oreja antes de cantarme:

—Sófocles.

Aún podía escucharse en el eco de su vientre cierta mezcla de jadeo que sobrevive al coito y de cacareo sin poner el huevo. Aguardó la respuesta con el atento aplomo del alquimista convencido de haber dado con el ingrediente exacto para una limpia transmutación.

—Sófocles, cherí, Só-fo-cles… —insistió, creyendo en los mágicos efectos de la fórmula repetida.

Ah, Sófocles. Una deferencia con las predilecciones del profesor de Clásicos. ¿Sófocles? ¡Quizá quería hacerme comprobar mi propia «normalidad», en contraste con la de Edipo!

Comencé mi sarta de negativas por el teatro. Y casi se tambalearon mis propósitos cuando aquella primera ráfaga de descortesía perforó el tanque de sus lágrimas. Aunque comenzó gimiendo más fuerte de lo debido, lo hizo con convicción, entremezclando, con un amargo hipo que le subía del perineo, algunas gruesas palabras de su suelo natal que hubieran asustado a Rabelais.

Arreció sobre mí el chaparrón (del que los goterones primeros no habían sido sino un pálido aviso) cuando desestimé los paños calientes para decirle sin ambages que habíamos terminado. Y ya inclinados por el arma de chispa, abrió contra mí un fuego tormentario, escupido entre los dientes con expresiones que no traduciré (pues temo que hayamos abusado de los términos vulgares) pero que, puedes creerme, más allá de los cuales el idioma francés quedaba agotado.

Y varios días la orgullosa Blois, con los cabellos erizados, anduvo pateando este mismo pasillo por el que hoy el Profesor Narciso es conducido entre encapuchados hasta una cámara de horrores oculta tras unas letras doradas que rezan en cursiva: Dirección y Administración del Colegio. Pase sin llamar. La gruta ofrecía varios pasadizos y otras excrecencias. Señorita Directora. Horas de visita. De 9 a 11 y de 15 a 17.

La gruesa puerta no lo era lo bastante para aislar el corredor de sus alaridos de pitonisa que auguraba catástrofes sobre algunas frágiles espaldas, invocando una disposición del Reglamento de Régimen Interior «de nuestra integérrima Institución», que le otorgaba facultades para adoptar medidas de urgencia en una circunstancia extraordinaria.

Hay almas melódicas como arroyos, como bosquecillos por donde los arroyos discurren. Pues bien. La suya no era de esa índole.

Antes de dar el paso definitivo hacia la trampilla del cadalso, me paré a aflojarme el nudo de la corbata que me asfixiaba.

«¿Molesto?»

«Ah, ¿es usted? Pase, por favor, termino enseguida con el teléfono, lleva un poco caído el nudo de la corbata, profesor, y sírvase tomar asiento».

Envuelta en blanca cutícula, tocada con eléctrica peluca, orientaba hacia el techo sus cuencas vacías desde el otro lado de una descomunal mesa pintada de negro, emitiendo órdenes hacia el más allá con un timbre varonil (cosa singular su voz) que calentaba los cables: «Suministre inmediatamente a esa niña el correctivo congruente, y si vuelve a reincidir en su deficiente comportamiento (ay, primavera, primavera, que mal trago para una virgen), tome las medidas oportunas para que le sean aplicadas las penas máximas que nuestra integérrima Institución previene para este tipo de casos».

«Sí, Señorita Directora», dijeron los hilos.

La momia colgó el auricular, se recostó sobre los satenes de su féretro, esponjó sus vértebras cervicales y apoyó sobre su vientre vacuo los espolones de ave. Tenía unas falanges nerviosas, cuyo excitado rastreo de sensaciones por la propia piel denotaba haber cometido lo que llamamos faltas. Aparté mi sien de su punto de mira y aguanté su frío aliento.

«Voy a serle franca» (sobre la cabeza de la Señorita Directora se ciernen tres fotografías en color, la primera muestra una niña rubia, de perfil, vestida con faldita muy corta, efectuando, con las piernas muy abiertas) «porque desearía terminar cuanto antes con una muy» (una difícil pirueta en el aire, sobre una pista de hielo) «enojosa situación que en torno a usted parece haberse creado». (La Señorita Directora se aclara la garganta y juega con los gargajos en la boca). «Pero antes» (la segunda fotografía ostenta la misma niña en parecida posición, que, raqueta en alto y tenso el muslo, responde) «debo pensar que nuestras niñas, en esta su fase de educación sexual» (a un contrincante imaginario, con una terrible volea) «sufren semejantes e imaginarias provocaciones» (mientras que, en la tercera fotografía, aparece la niña con un arco tensado, en actitud) «no siendo ésta la primera vez que recibo infundadas sospechas, en esta delicada materia, de nuestros más íntegros profesores, como nos consta de usted» (de lanzar la flecha a una diana grande, no muy distante) «querido colega y colaborador de este Centro Pedagógico».

El querido colega y colaborador devuelve la mirada a su insepulta interlocutora, que ha logrado arrancarle de súbito la más servil sonrisa de aceptación y confundido agradecimiento, por las inmerecidas alabanzas que le dispensa el Centro Pedagógico, lo que a su vez provoca que, en reciprocidad, el esqueleto le muestre su impecable dentadura postiza.

«Perdón» (sin abandonar mi sonrisa de confusión), «no capté el asunto en toda su complejidad».

«Permítame dirigirme a usted, señor N., con la misma crudeza (enfatizó) que el delicado asunto requiere (pausa), pero antes desearía… ¿desea usted beber algo, profesor?, ¿una horchata?»

(Servidumbre de abrevadero). «Oh, no, gracias».

«Desearía, decía, hacerle una delicada pregunta».

(¿Se tratará de un tanteo previo?) «Usted dirá, Señorita Directora».

«¿Conoce usted el librito Higiene Sexual para Colegios de Señoritas?»

«Oh, nunca me llevó tan lejos la curiosidad» (mentí).

«Uno de los capítulos de ese útil manual, versa sobre diversos efectos que la, ¿cómo diríamos?» (las puntas de sus dedos buscan la palabra en el aire).

«La actitud» (apunté con irresolución).

«Bien, llamémoslo así. La actitud, como usted dice. La actitud de la persona del profesor maduro, y conste que no hablo por intuito, máxime si es soltero (sube la temperatura de sus expresiones), puede producir, en el universo afectivo de sus alumnas, cuya temprana edad se caracteriza, como usted sabe, por cierta inestabilidad afectiva, lo que origina la conocida perturbación de vivencias, dada la excitabilidad emocional en que la niña se mueve en esa difícil fase subsiguiente a la pubertad, con el despertar de algunos sentimientos, por una parte, y la necesidad de protección, por otra, según se explica detenidamente en el manual. ¿Vislumbra usted a qué puede venir todo esto?»

(Lo he venido vislumbrando desde que oí su graznido, y pido se acepte mi dimisión). «No caigo todavía, perdone, qué puede ser ello, Señorita Directora». (Acorralado, cobarde).

«Voy a serle más explícita, señor mío. Pienso hablarle con la más cruda franqueza».

(Y yo pienso estrangularla en cuanto termine de escuchar lo que está a punto de decirme). «Hábleme sin rodeos, se lo ruego».

«Pues bien. He oído decir, claro que sería preciso que se comprobara más detenidamente, que usted acostumbra a tratar a sus discípulas con una particular frialdad».

(Respira ya, sátiro) «Ah, ¿sí? ¿Eso era?»

«Le veo visiblemente afectado por esta especie de acusación sin importancia. Respeto sus ideas personales, su estricta moral. Pero muéstrese cariñoso con las niñas. De lo contrario podría usted perturbarles su equilibrio sentimental, su seguridad en el padre».

(Bruja miope). «Pierda cuidado de ello».

«No esperaba de usted una reacción menos calurosa. Piense que lo importante son esas criaturillas, que tanto adoramos».

Este colofón cariñoso, él sólo merecía un examen profundo, a la luz de «Higiene Sexual para Colegios de Señoritas», que excedería las dimensiones de este breve informe. Pero sobre él prometo volver más adelante, después de que te cuente un descalabro que a Hércules le hubiera redimido de su culpa.

Ay, labradores, qué felices sois, pues sólo agrestes divinidades conocisteis, al añoso Silvano, a Pan el flautista y a la bonita tribu de ninfas, lejos del fragor de las armas. Pero echemos por el atajo. Era un martes (vuelvo a mi insensatez como el perro vuelve a su vómito) cuando el domador puso el látigo sobre la mesa (qué contenida desesperación en las uñas de las fieras, qué llamarada de odio en cada latido de sus corazones salvajes) y con gesto imperioso levantó el aro encendido para que por él pasaran sus leonas.

«Señoritas», dije. «En breve tendremos un ejercicio escrito puntuable para la nota final. El trabajo versará sobre el Epitalamio de Catulo».

Y a tu privada demanda, Calíope mía (el resto de las fieras habían ya abandonado azogadas la jaula), «profesor, ¿a qué dijo que venía todo esto de O Hymenæ Hymen, Hymen o Hymenæ que se repite aquí tantas veces?», yo respondí: «Ahora, señorita, no tengo tiempo (aquí un respingo de Calíope) para explicárselo a usted».

«¿Entonces cuándo?»

Entre paréntesis, tuve que reprimir un palmoteo de cuadrumano. Mi copa de júbilo, ya llena, rebosó. Me felicité. Calíope aguardó la respuesta restregándose la mejilla contra el hombro, trayendo a la cara uno de sus rizos para ponérselo de bigote, rascándose la rodilla de la pierna derecha con el talón del pie izquierdo. Entretanto, deduje que Calíope era lo que llaman los orientales una «mujer loto»: Senos medianos, cuello translúcido, movimientos vivaces, tegumentos olientes a melaza… Y mi fiel cerebro, a un silbido de su dueño, se precipitó en una vertiginosa persecución del dato exacto, a través de los esquemas del archipoeta Kalyana Malla, algo que no viene en «Higiene Sexual»:

Mujer loto. Forma de someterla: con flores y obsequios pequeños, como conchas cauríes y caramelos de betel. Días de máximo placer: los de luna nueva. Horas: las del atardecer (conviene anotar aquí que la mujer loto no saca ningún partido de la unión nocturna). Asiento de la pasión: Primera quincena del mes, lado izquierdo; segunda, lado derecho. Manejo de la mujer loto. Días pares: cuello, pasad suavemente la mano derecha; orejas: besad, morded y masticad dulcemente; costado: herid levemente con las uñas; ombligo: cachetead con el dorso de los dedos; vientre: oprimid apoyando el brazo, el codo…

En responder tardé menos de lo que supones.

«El martes próximo (diecisiete de abril, luna nueva) pregunte por mí a las seis de la tarde en la Biblioteca Municipal».

Ah, los cerezos silvestres, más allá de las ventanas, me hacían señas de amistad agitando sus ramas floridas, mientras tú dejabas caer el labio inferior y respondías un «de acuerdo, señor profesor», con una sonrisa infernal y un darte media vuelta y un abandonar la estancia cimbreando las caderas con la aguda conciencia de llevarme cabalgando en tus ancas.

No hay amante que no sea muy loco y confiado. ¿Nadie nos había oído? Nadie, lector.

Faltaba casi una semana para el encuentro (¿por qué habré utilizado este término pugilístico, teniendo sustantivos más propios, como «cita», «momento», «entrevista»?) Mi tiempo lo empleé como un astronauta para el que ha sonado la cuenta atrás. El jueves lo invertí en renovar mi ropa interior. El viernes en rastrear, por anticuarios y confiterías, las famosas conchas cauríes («¿Qué dice, señor?») y los caramelos de betel («Discúlpeme, pero jamás oí semejante nombre»). El sábado me encaré a las lámparas ultravioletas (bronceado natural en diez sesiones). El domingo desescombré mi mente aturdida, repasando los oportunos consejos de Ovidio (Arte de amar): cuidado con el aliento, cuidado con las uñas, cuidado con las cerdas que asoman por las ventanas de la nariz. El lunes me empasté dos muelas podridas, puse mis manos en las de una señorita manicura, diligente como una ardilla, y no me acosté sin derretir la grasa superflua en unos baños turcos, donde mis exhaustos músculos quedaron al arbitrio de un concienzudo masajista de color, que algo parecía tener contra el hombre blanco. El martes pené en las aulas, dentro de mi camisa de fuerza, recordé a Calíope nuestro rendibú de aquella tarde y abandoné el liceo silbando, dando patadas a las piedritas, como un colegial, y a los papeles arrebujados que un vientecillo juguetón me disputaba en los pies. La primavera había pintado mi calle de rosa cobre, de verde alga, añil marino, ocre almíbar, malva malvasía y rojo de petirrojo. Quien tarareaba fregando un entresuelo podía ser una sirena, y al guardia de la esquina le habían crecido caramelos en el bigote.

El tictac de mi corazón adelantaba las horas. Subí de tres en tres las escaleras, que eran una amena pendiente guateada, para precipitarme en el teléfono y toser achacosamente en la oreja del bibliotecario y rogarle que, si alguna persona demandaba hoy algo de mí, le comunicara mi pasajera indisposición, que no me impediría recibirla en mi domicilio. Ved mi suave manera de tirar del cebo, de traer la sardina hasta el ascua.

Recapitularé todo el intrincado proceso de motivaciones en dos líneas. Si vosotros, lectores hubierais sido alguna vez colegialas, sabríais qué desvalida se siente una chiquilla ante un ejercicio latino. Vedme exigiendo brutalmente verbos y declinaciones, para hacerlas depender de mi verborrea de hipnotizador. Vedme urgiendo nimiedades de métrica y versificación. Y ved a mi pichona angustiada buscando con inocuos aleteos un alimento que sólo mi curvo pico podía proporcionarle. Por lo demás, en todo lo que ya conoces jamás hubo un cabo suelto. Es el momento de decir que el hecho de que Calíope se hubiese interesado por una estrofa de Catulo en vísperas de luna nueva era una «coincidencia» no demasiado sencilla como para echarla a la parte de las venturosas casualidades que a uno le abren su gloria las puertas de la Predestinación. Nada, pues, debe prohibirte suponer que no fue poca mi habilidad para hacer converger en un solo punto del tiempo y del espacio (todo un largo curso proyectando mi mira telescópica hacia el centro de su corazoncillo distraído) todas aquellas infantiles indigencias. Es el mismo instinto previsor que a la larva del ciervo volante le lleva a construirse un nido tan grande como sus futuros cuernos.

Quizá ya has adivinado, lector, que aquella misma tarde Calíope se precipitaba por mi tobogán.

Tampoco quisiera pasar por alto el detalle que tuve de arrancar previamente de las paredes de mi habitáculo (mi radiotelémetro, una hora antes, recibía ya señales de la proximidad de la presa) varias fotografías de niñas: una en pantaloncitos cortos que apenas lograban contener las partes sólidas de su cuerpo en formación, otra vestida de flores, otra besando a su abuelo. Trivialidades de alcoba de solterón. Si no entro aquí a pormenorizar mi colección preferida (recortes de un semanario que, desde hace años, viene repudiando «ese tipo de representaciones coreográficas más propias de una fiesta de bacantes en el anfiteatro de Lesbos que de una entrega de premios en el paraninfo de un Liceo Femenino») de doncellitas con alas de celofán, de pollitas tocadas de verdor, de talluditas envueltas en velos descoloridos, es para no fatigaros la mente con detalles marginales.

También tuve la precaución de reducir a un cuarto trastero a mi adorado ratón blanco, en gracia a mi huéspeda de excepción, para que ningún objeto de la sucia morada del Cíclope inquietase a Galatea. Y me perfumé las axilas y la boca, y apagué la bullente lava de mi estómago clorhídrico con tres tabletas de yeso.

Ahora ya podía tumbarme tranquilo a esperar, no sin que una de mis patas mantuviese contacto con el hilo que me unía a mi espesa red.

Para esa ancianita medio ciega que, mientras su sobrina le lee estos capítulos, ha tenido que levantarse por atender a los buñuelos que se le quemaban en la sartén, o para ese productor cinematográfico de mucha gafa y fular firmado, que le gustan bien claros los argumentos de aquellos guiones de «asunto turbio» que se le ofrecen como una oportunidad de hacerse rico de un golpe, para ellos diré que tres días después de los sucesos de la tarde que nos ocupa, me llamaría la Señorita Directora (hazte cargo ahora de mi sobresalto) para decirme lo que ya conoces sobre la Higiene Sexual, y dos meses después, allá por junio, tendría lugar el beso final del Cisne y la Molinera, que coronaría el curso.

Aunque mi alma tiemble al recuerdo y retroceda con dolor, una vez fijada en sipnosis la cronología, no ahorraré lujos, lector insaciable, para narrarte mi desliz. ¿O acaso no va a atreverse mi mano derecha a escribir lo que ella misma ha osado hacer?

No es incumbencia de esta historia referir la primera parte de aquella escena en que Calíope me habló de su colección de tarjetas postales (tenemos las mismas devociones), introducción marginal e insulsa que yo, en un principio, achaqué al nerviosismo de la chiquilla, y que atajé, improvisando una introducción sobre el tipo de estrofa utilizada por Catulo para el Epithalamium que al bate le mereció la corona poética. Para lo que, a través de las galerías de mi cloaca, la traje a mi alcoba, con el pretexto de consultar el término «gliconio» en un Diccionario de la Antigüedad Clásica que yo mismo industriosamente había depositado allí. Vedla a ella hundir el pie en los pantanos cenagosos, y vedme a mí, familiarizado con mis lianas, elegir los ámbitos que parecían brindarme un terreno más propicio para la prosecución de mis designios.

«De modo que usted, señorita» (yo con el grueso tomo entre las manos y ella sentada en el borde de mi yacija, con los muslos fuera de su vestidito blanco y las piernas abiertas, indolentemente mecidas en el aire, «pues es raro que en la mujer confluyan hermosura y decencia», como dijo Juvenal), «de modo que usted, en resumidas cuentas (cuánta brillantez en el tono del erudito Narciso), desea entrar en conocimiento del tipo de estrofas del Epitalamio».

Me senté a su lado (su lado izquierdo, amigo Kalyana Malla), y derribé con mis torpes tibias de flamenco una mesita de té al levantarme para obsequiarle con unas golosinas convencionales (a falta de los verdaderos caramelos de betel) que rodaron por los rincones y que perseguí a cuatro patas, conteniendo detrás de mi apretada sonrisa un par de montaraces expresiones que, de haber sido masculladas, quizás hubiesen mitigado el insufrible dolor de mis canillas laceradas.

Volví junto a sus muslos cojeando, y tuvo que sentir la temperatura de mi aliento cuando me incliné para darme friegas.

Que probó los dulces, no me atrevería a asegurarlo, pues, como los místicos que, en un suspiro, pueden estar siglos fuera de este mundo, yo me hallaba en otro sitio. Tampoco citaré las expansiones de mi mente enferma en torno a su rodilla (que olía a huerto y a cama, y que llegué a rozar con mis labios membranosos) pues resultaría muy fácil atribuirlas a la sugestión. Prefiero mantenerme en el terreno sólido de los hechos comprobados.

Me volví a poner en pie (¿dónde demonios había ido a parar el libro?), a gatear de nuevo (lo hallé debajo del catre) y a sentarme otra vez junto a ella (ah, mis ojos bizcos, esbirros y centinelas que se cruzan para otear, alternativamente, toda la redondez del horizonte), manejando el tomo sin dar importancia a aquella portada que ostentaba un grabado de Apolo desnudo. Se lo entregué con el cuidado con que se coloca la espoleta en la bomba. Ella lo recibió desprendiéndose de su primaveral guante de ganchillo, que todavía hoy está sobre mi mesa.

Sólo porque sé que el lector joven y el sociólogo serio no han abandonado aún esta lectura (¡a ellos no les parece trasnochada y poco rigurosa!) dejaré apuntado que, en aquel entonces, ningunas manos de mujer eran aceptables si no eran capaces de soportar los guantes de entretiempo. Tampoco creo que será meterme en demasiadas profundidades justificar aquí la extrañeza del juvenil Narciso, mi veleidoso suplantador de la noche pasada, al hallar junto a sus desleídos garabatos este guante rancio pero muy concreto (harto anacrónico para las manos de una muchacha de hoy), que anoche se deslizó mágicamente de mi verdadero pasado a su hipotético presente.

Se me olvidó decir antes que, cinco meses después, Calíope preñada, compró en una mañana otoñal una lavativa, y se practicó, al atardecer, una irrigación cáustica en la placenta. Ay, ahora veo que debo decirlo todo: cómo su madre, la clueca de la fiesta que conocéis, atisbando el bulto, buscó al garañón. Y ahora, esto último me lleva a desvelar detalles que no quería que apareciesen sino insinuados. Sin pararme a hozar aquí apuntaré muy brevemente que esta señora era hija de mi madrastra. Pero dejemos ahora esto. El caso es que su marido, el boxeador, se mostró defensor de la chiquilla en este desagradable asunto genital. (No encuentro palabras más apropiadas). Otras lenguas versadas en crímenes pésimos, hablaron también de la intervención del paquidermo en el preñado de su hija. La verdad es que, a los pocos días de la muerte de Calíope, los cónyuges pedían de común acuerdo el divorcio. Todo esto venía a lo del aborto provocado por la desdichada, que tuvo lugar en el cuarto de aseo, una noche que sus padres salieron a la ópera y que los mellizos dormían. En resumidas cuentas, el aborto provocó un desprendimiento de tromboplastina que, al pasar al torrente sanguíneo, como sabéis, diluye el fibrinógeno de la sangre, con lo que se originó una hemorragia incoercible que trasladó a la chiquilla, en pocos minutos, de la bañera al sarcófago.

«Pues bien. La palabra gliconio parece ser (qué concreta conciencia, en mi bajo vientre, de la cercanía de Calíope) que viene del nombre del inventor de este metro integrado por tres pies. Espondeo: larga, larga; yambo: breve, larga; y coreo: larga, breve (al subrayar esta especie de morse, con el dedo en la página, introduje deliberadamente, siempre he sido muy consciente en mi trabajo, el codo en su tierna ingle que ella no retiró); y dáctilo: larga, breve, breve, como expliqué ya la semana pasada, señorita Calíope».

«No me llamo así (aquí una sonrisa), señor profesor».

(Qué sabrosas venas, para un licántropo, las que en el cuello le inflamó el enojo.)

«Oh, ya lo sé. Es un nombre que se me ha ocurrido ponerle a usted».

Al corresponder a su sonrisa, sobre la quilla de mi nariz se deslizó levemente el grueso armazón de mis anteojos que devolví («¿a mí?», dijo ella. «Sí, a ti», aquí comencé a tutearla) a su lugar de origen con toda la jovialidad de mi dedo meñique, mientras en mi garganta se liaba ese nudo que los calaveras, que los pocos apasionados, que los profanos en sentimientos profundos consideran una simple metáfora.

«¿Por qué?»

La gorriona no pierde un sólo movimiento del flaco ofidio. «Fue una, llamémosla in-tui-ción» (tres inflexiones de voz para «intuición»).

El techo había ascendido notablemente, y la cama que nos sostenía volaba como las alfombras de las leyendas asiáticas. Calíope levantó la mano para devolver a su sitio una pluma que el viento removió de su cola, y detrás de las cortinas se oyó un burbujear como de besos de peces.

«Porque (proseguí) me produjo interna hilaridad (los lóbulos de sus orejas tenían un color profundamente dorado) el énfasis que imprimiste a las primeras palabras que oí de tu boca el primer día de curso. ¿Recuerdas? (Imitando su voz). Ex Horatii Odae. Ad Calliopem. Descende de caelo, et dic, regina Calliope longum mellos».

Ahora que soy viejo puedo llamarme sucio y depravado, pero aquellos días en que mi entusiasmo me impedía verlo, creyéndome un ser privilegiado, me sorprendió la brusca reacción de su entrecejo.

Segunda fase.

La consulta previa en el Diccionario de la Antigüedad Clásica había terminado. Cambio de libro. En mis dedos de prestidigitador (¡hop!) apareció el viejo texto, nuestra familiar Selecta Latina, que abrí en la página precisa y deposité calculadamente en la incisura de sus entrepiernas.

Por la boca abierta de la ventana velada con encajes de macilentos visillos, la media tarde, robles y violines, volcaba su carga de lilas sobre el regazo ahuecado de Calíope. Me acerqué a ella un poco más, con el profundo amor que siente la lluvia por las estatuas. Debía inmolarlo todo en aras de aquella oportunidad. Más, ay, dichoso aquel que apenas nace muere, semejándose a la flor.

Hallé un buen pretexto en la miopía para inclinarme (para volcarme) sobre la menuda letra (sobre el cuerpo caliente de mi adorada), para asir el libro por el lomo (para deslizar mi mano entre sus muslos) y alzarlo hasta mis lentes.

Doblado en el vacío, como esos débiles jazmines de secano que nacen en las paredes de los despeñaderos, inicié mi grotesco viaje a través del escabroso universo del buen Catulo.

«Y ahora comencemos», dije con tal énfasis que una chispa de saliva voló a su muslo. Qué contrariedad. Las yemas de mis dedos temblaron ante la posibilidad de tener que enjugarlo. Quizá se sentía manchada de saliva. Pero ¿qué me hacía suponer que ella la había visto, si no hizo ademán de limpiarse, si ni siquiera levantó la cabeza del libro? Después de todo: ¿No hay noticias? ¡Buena noticia! De lo contrario… tampoco es grave una molécula de espumita en una pierna. Y si no ha reparado en ello (recurramos a la lógica), yo no iba a descubrirlo. Humeaba mi alambique cuando decidí dejarlo correr y entrar en materia.

«Collis o Heliconii cultor, qui rapis teneram ad virum virginem, que quiere decir (y ahora, Calíope, atiéndeme bien), oh tú, morador del monte Helicón (monte donde habitaba, amigos que me leéis, el viejo Urano con su harén de larvitas aladas), que conduces a la tierna virgen hasta el varón». Oh, el arte de fingir interés de mi actriz Calíope. Había acercado más su tierna cabecita a la del gorila. «Pero cuidado», me advirtió al oído Juvenal. «La cama en que descansa una mujer núbil está llena de riñas y disputas».

Supliqué a Dios que no se me secara el brazo todavía. Dios vaciló un momento en otorgarme esa gracia (en prestarse a colaborar en mi sucia falta), tiempo suficiente para dejar caer con naturalidad el dorso de mi mano, bajo el peso del libro, sobre la rusiente horcajadura de su pelvis.

Cuando llega este diáfano momento frente a una mujer del género loto, los autores orientales aconsejan asirla dulcemente por los cabellos y trenzarle un amoroso moño en la nuca, pasándole los brazos por detrás del cuello, o hacerle ver una pareja de figuritas humanas recortadas en la silueta de la hoja de un árbol o en un pliegue del tejido, o referirle el bello sueño que se ha tenido respecto a otras mujeres, porque, como dice Ghotakamukha, «por apasionadamente que un hombre ame a una doncella, no llegará nunca a poseerla sin un gran dispendio de palabras». Pero abundando en las maneras occidentales pensé que quizá debiera abalanzarme sin más preámbulos, llenándole la boca de trapos y despedazándola como a un pajarito.

Al percibir mi pausa, separó su cabecita de la mía, lo suficiente para mirar de cerca mi nariz porosa, o mis labios resecos, o mis antenas bamboleantes, aunque sin retraer el duro pubis sometido a la morbosa presión de mis nudillos. Pero la serpiente, temible a quien la toca, reñida con la luz yace oculta.

¡Cuánto me hiciste sufrir, víbora mía! Jamás dirigiste una de las atenciones de tus ojos de miel a tu viejo profesor cuando él, toda vez que le fue posible, te enfocaba con sus gruesas lentes para preguntarte una fruslería sobre el mutilado Terencio de aquella edición expurgada de Selecta Latina. Tú, entonces, alzabas tus párpados y me adjudicabas una de aquellas miradas incoloras, tras lo cual abrías maquinalmente tu boquita para hacer volar tu repertorio de palabras insípidas que mal respondían al tema escolar propuesto. Y Narciso, el bizarro profesor de Grecolatinos, abandonaba el aula, al final de la mañana, como si saliera de dirigir una gran batalla con muchas tropas. Yo creo que entonces comenzó a crecerme la joroba. Y cuando por la tarde el derrengado cuerpo del profesor retornaba solo a su cámara secreta, tras una larga secesión en su pupitre de la Biblioteca Municipal, se derretía sobre su lecho con la inane fatiga del escarabajo que ha estado todo el día empujando su ardua pelotita de estiércol. Y cuando el profesor volvía de nuevo hasta ti por la mañana, con su hígado abrasado por un trago de aguardiente, leía, en las comisuras de los ojillos de todas tus compañeras, que lo sabían todo (todas lo supieron menos la Señorita Directora), sabían que yo estaba angustiosamente enamorado de ti. ¿Lo supiste tú alguna vez? ¿Supiste que yo era un barco que se hundió hacía varios milenios en el lago de tu indiferencia? ¿Imaginabas algo de esto durante el transcurso del tedio escolar, mientras yo abrazaba, agazapado detrás de mis ojos miopes, magnetizados y trucados (que como bizco que soy, siempre se duda hacia qué parte miro), tu cuerpecillo blando, el más leve desde que Dios creó el mundo, y tú me observabas indiferente (yo un fósil y tú una libélula) con tu mirada resinosa y tu lengua demorada en la madera de un lapicero por el que hubiese dado una fortuna?

Cristalino, encantador, alegre, bárbaro de mí, repliqué, «sigamos», con mi cuello a un par de centímetros de su colmillo.

«Ac domum dominam voca / coniugis cupidam novi, trae a tu casa a la muchacha deseosa del macho, ut tenax hederá huc et huc / arborem implicat errans, deslizándote como la hiedra tenaz que por todas partes paulatinamente envuelve al árbol». Estudiaba en las fibras de su iris atigrado el impacto de cada tenue provocación. «¿Sigues mis explicaciones, Calíope?»

«Hum». (Sí).

«O Hymenaee Hymen / Hymen o Hymenaee», continué «es el estribillo que, coros de muchachos y doncellas con guirnaldas en la cabeza y antorchas en las manos, cantaban en los himnos nupciales, mientras la novia, en la alcoba conyugal, zonula soluunt sinus, se soltaba la cinta que cenia su talle».

Tardé siglos en expresarme con mi lengua de gelatina. El oxígeno se me enturbiaba en la garganta. Las toscas manos de un marino ensayaban nudos en mis tripas, y un tendedero o una angulosa antena en el pardo contraluz de la ventana atravesada de soñolientas sombras, me hicieron columbrar un cadalso en la azotea de enfrente. Mi reino por un trago. Y desplacé mi descomunal fardo a cuestas para arañar el mueble de las bebidas abandonando las tibiezas de ingle y el moño amoroso por un loable agasajo de ginebra, largo y profundo como el mismo esófago que lo solicitó y saludó con los regüeldos de ordenanza.

Asomé mi nariz de cinabrio para preguntar a la mocosuela si quería flores, conchas, espejillos o cuentecitas de cristal. Y el istmo de sus fauces, sus pómulos almibarados, su naricita de cervatillo dijeron que no, y sus labios se entreabrieron para agregar: «Muchas gracias, profesor».

«Profesor, profesor. No es preciso que me llames profesor. Aquí no estamos en, digo, en el colegio», dije a trompicones, con intermitencias joviales, con imperceptibles mutilaciones en las últimas sílabas, reduplicando otras, intercalando distensiones de mandíbula, que revistieron de trivialidad mis doloridas quejas de beodo.

Y después de varios traspiés dilatados y repetidos por el ciclo de alguna pesadilla, me encontré de nuevo junto a la tortolica, con mi cuello, mi brazo, y mis dedos nudosos en la misma postura de la que partieron, como si toda la secuencia de la botella hubiese tenido lugar al margen del decurso real del tiempo. Salvo que no éramos dos seres concretos, dos cuerpos sólidos, sino dos vibraciones armónicas de un titilante scherzo de sonata, en lo demás nada en absoluto había cambiado. Bueno, creo que estaba sentado encima de los caramelos.

«Empecemos a ser amigos», creo que dije.

Aquel sorbo firme, que cayó en mi estómago como la primera linterna que entró en Altamira, había encerado los caminos debajo de mi lengua. Ahora, más que nunca, estaba expuesto a un patinazo en el lustre de mi propia brillantez.

Pero dejémosme sonriendo y volvamos atrás, en busca de algo que ya se me quedaba en el tintero. De aquellos hermanastros que os hablé, supe que la menor desposó al campeón provincial de los grandes pesos. Y de la primera cubrición, y a esto venía lo de antes, resultó una niña que, por ambos apellidos (y yo supe todo esto desde el primer día de clase) comprendí se trataba de mi chiquilla.

Y puesto que nuestra investigación parece haberse abierto ya de par en par, no omitiré que su propio marido y cuñado bastardo mío, señores inquisidores, me confesó más tarde (a raíz de la muerte de la niña visité en la cárcel al megaterio para descubrirle mi identidad), que mi hermanastra, la madre de Calíope (como sabéis, si pudisteis seguir los tortuosos vericuetos de esta historia tan mal narrada), fue estrangulada en la cama de otro hombre, con lo que de los cuernos del viudo se colgaron las sospechas de conyugicidio. No era mi deseo consignar todo esto en mi relato, por deferencia con mi familia y por parecerme inconveniente el caso para los menores de edad, pues sé que este atrevido libro de cuentos pasará de mano en mano por debajo de los pupitres. Ni os diría tampoco, si no fuera porque no deseo dejar sin explicación nada de lo que quedó insinuado, que se ofreció la dirección del integérrimo Colegio al integérrimo profesor Narciso, cuando las niñas contaron a sus padres que la Señorita Directora las despedía con unos integérrimos lametazos en las orejas. ¿Quién lo propuso en la Junta de Profesores? Madame Blois, la gorgona de los cabellos serpentinos, que me tenía jurado odio eterno. Siempre he dicho que debemos ser cuidadosos en la elección de nuestros enemigos. ¿Y quién elevó la moción a solicitud formal? Nada menos que el Consejo de Padres del Alumnado. Una perfecta conspiración de cítaras y arcángeles, un brindis sentimental en la corte de los venenos.

El indigno profesor N., cuyos méritos ni remotamente alcanzaban el tenor de su reputación de pedagogo, declinó aquella substanciosa oferta con lágrimas (de rabia) en las pupilas. ¿Aceptarla hubiera sido comportarse como aconseja la prudencia? Respóndeme tú, lector o lectora, que también César y Solón tuvieron necesidad de maestro que les industriase.

No me siento con fuerzas suficientes para dar cima dignamente a este informe, por lo que precipitaré el final, empeñando mi último esfuerzo en visualizar con pocas líneas el resto de mi pecado, aunque temo que, en tan largo tiempo, haya entrado demasiada luz en mi cámara oscura. Aun así, no abandonaremos el relato por una puerta lateral. Volvamos pues a mi aposento y a mi sonrisa, una sonrisa juvenil, desmesurada, la penúltima de aquel ocaso primaveral. Pensé desfallecer, pero no lo hice, porque (ved cómo apuro la sinceridad hasta en los detalles tontos), nunca me había sentido tan vivo como en ese instante. Quizás el optimismo me perdió, pues el ansia desmedida es como trama de telar, que si un hilo se quiebra, todo se deshace.

Allí estaba yo (o la idílica maqueta de mí mismo: aquí un escorzo de alambre, allá un pestañeo de celofán), mi brazo en la cuajada de su pecho izquierdo, sorbiendo los zumos de cada latido, mi codo en su abdomen tibio, mi antebrazo sobre su muslo relajado, mi mano derecha oculta bajo la Selecta Latina, los dedos cerca de su venusiana dureza (¿o era mi mano izquierda la que servía de apoyo al codo, y los nudillos de esa mano los que horadaban su bajo vientre?), y un rudimento de pata, la nerviosa pata del paranoico, agitándose de placer. En esto me entretuve tres breves segundos, cuyas sensaciones no pudiera describir en tres gruesos tomos.

Allá se me alargó la vida, se me quitaron las canas, y la ropa interior me apretó en las perneras. Ya nada importaba sino «aquello».

Un último detalle. Claudite ostia, virgines, ludimus iam satis, concluiría Catulo. «Cerrad la puerta, muchachos, se acabó la fiesta». Y cerré el libro con un golpe seco. Las pupilas de la tierna oyente se posaron en las del maniático.

«¿Eso es todo?» preguntó la incauta o la torcida.

«¿Lo entendiste?» le respondí, colocando la palma de una de mis manos (no logro recordar cuál de las cuatro) en el canesú del vestido.

Se ha dicho (Virgilio) que la fortuna siempre estuvo de parte de los audaces. ¡Nada más falso! ¡Ay, cuántas veces los necios se han precipitado por donde hasta los demonios temerían poner el pie!

Los pimpollos de su tórax (he aquí un apunte rápido) se estremecieron tras un doble latido. Si algún día visitáis el mausoleo del diabólico doctor Narciso, no temáis acercar a su momia vuestras hijas. Tarde comprendí que la gata había sabido muy bien concederme toda clase de treguas, para que el ratón le sirviera de recreo antes de ser sacrificado en el definitivo festín.

No sé cómo describir lo que sucedió después.

Ya veo que me compadeces, lector, pues siento tu mano amiga en mi hombro cansado.

«Eh, chiflado. ¿Qué se propone?», apretó las quijadas poniéndose en pie.

No gocé del tiempo necesario para inventar una mentira (la apropiada respuesta hubiese quedado muy por debajo de mi decoro) en lo que tardó en llegar a la puerta. Hizo girar con resolución la manija, de la que no obtuvo más que un chasquido de huesos. Tiró dos o tres veces. La llave estaba en mi bolsillo (no recuerdo si lo dije antes). Zapateó sin éxito la espesa hoja y se volvió hacia mí.

«¡Déme ahora mismo esa llave, cretino!» gritó, y, golpeándose a cada sílaba con las manos las caderas, dirigió sus palabras a la lámpara que pendía del techo para decir que se cayera muerta allí mismo si lo que «aquel guarro» pretendía no era aprovecharse de ella. A mis trémulas disculpas respondió (para despedirse) con uno de esos horribles epítetos difícilmente imaginables fuera de la boca de un cochero.

Ay, lector. Ama poco. Creo que a lo largo de este fútil relato no he destacado lo suficiente aquello para lo único que tal vez fue realmente proyectado: para dejar dicho que, en amor, el dominio recae por derecho en aquel que ama menos.

Dichosos, pensé, los que tuvieron la suerte de morir en Troya. Le arrojé la llave por el aire, que ella agarró de un zarpazo, el mismo que arrasó el encantador universo levantado en mil y una noches de delirio, de las que ya sólo emergía mi espantosa lucidez.

Cuando se marchó comprobé que la habitación se había vuelto de dimensiones muy reducidas, y al ir a la cocina a por el cianuro para abrazarme estrechamente con la hermana muerte, bajé la cabeza para no chocar con el dintel, que había descendido notablemente, pero éste se dobló al mismo tiempo y recibí un fuerte golpe en el cerebro. En el otro mundo reinaba una luz verdosa, y la rugosidad de las paredes transpiraba ciertos tufos de azufre.