Esta noche revoloteas, palomita agonizante, en torno a mi mente simiesca, como aquella primera noche de estancia en esta quinta y de insomnio para mí, aquella noche de libido, de espantos y de nupcias frustradas, noche turbadora, noche estival, del día cuatro de agosto que tomo como punto de partida para la narración de esta etapa demente de mi vida (cuánta torpeza, señores del Jurado, y cuánta sublimación en once días), tú, Lía adorada, en la alcoba de arriba, y yo, argolla en nariz, encadenado a mi pocilga.

Los rayos x de mis deseos proyectados hacia el techo alimentaban el anhelo de mis tendencias viriles. A mis dedos viscosos les hubiera gustado serpear aquella noche hasta tu estancia para tirar, en cinco tiempos consecutivos, de las cinco cintas que custodiaban tu virginidad: de la que ceñía la cintura de tu camisa de dormir; de la que fruncía el canesú de blonda bajo tus pechos; de la de terciopelo albaricoque que recogía tus cabellos en haz sobre tu nuca, que al sentirse liberados y estimulados por una cariñosa sacudida de tu cabeza, se hubieran desparramado sonando campanitas; de las enlazadas en tus hombros satinados, pronunciada pendiente sobre la que, al más leve de los contactos, se hubieran deslizado arrastradas por el liviano peso de tu breve camisola que se vendría abajo en un jadeo.

Esto imaginaba cada vez que mi oído de torpísimo murciélago, aquélla tu primera noche de estancia entre nosotros, detectaba cualquier sonido real o trasoñado, pero siempre para mí delator de posibles desplazamientos de tus plantas desnudas, provocativamente desembarazadas sobre el techo de mi jaula.

Tras cuyo tormento, Narciso debiera haber abandonado su lecho para poner sus garras peludas en el primer alcohol hallado a mano y beber desesperadamente hasta ser arrojado de nuevo al colchón, donde su cuerpo degenerado se derrumbaría, definitivamente abandonado y dormido, tras ligeras experiencias de hervores letíficos e insatisfactorios. Pero no fue así, como verás.

No como poeta que soy, sino como estratega, se me ocurrió urdir un plan de asedio que se tradujo en los insospechados resultados que expongo a continuación. Opté en dos ocasiones consecutivas, durante aquella misma noche, por franquear los profundos abismos que me separaban de ella. Flotó el torpe y osado escualo por los infinitos corredores, precedido de un cortejo de pececillos piloto que, en silencio, tiraban de una soga sujeta a su nariz.

Me veo impelido, por mayor explicitud, a hacer hincapié en la audacia, en la alta dosis de temeridad inyectada en mis testículos, señoras mías, dado que mi padre dormitaba tras la primera puerta del rellano superior de la escalera principal.

Véanlo ustedes mismos.

Primer intento. Mi sangre fría me conduce a salvar la escalinata. Vedme caminando con firme zancada y porte altanero, embutido en una vieja piel de cordero, cuando, de súbito, mi tórax erguido, mi frente altiva y mi mirada retadora toparon con la figura de mi padre, o su fantasma, que arrastrado quizá por pececitos parecidos a los míos rondaba el habitáculo de la niña. No echemos en olvido que la aristocrática hemoglobina de mi padre bien pudiera contener todavía algún leucocito atávico que reclamara su antiguo derecho de poner la pierna en las doncellas del castillo. Sea lo que fuere, el caso es que el viejo navegaba por los mismos aledaños, vistiendo un batín de seda sangre de toro. Su mirada bovina, en cuyo auxilio apenas si acudió un débil mugido, redujo de nuevo el esqueleto de mi lujuria al jergón de mi mazmorra.

Segundo intento. Incontinente, mi virilidad tumefacta, salté al jardín. Ella, al parecer, acostumbraba a dormir con las ventanas entreabiertas. Ay, lector, cuántos anhelos en combustión entraron por ellas las noches subsiguientes, y salieron congelados. Pero no nos entretengamos. ¿Qué camino seguir? Ninguna hiedra había tendido su robusta red por donde el arácnido se encaramase. Ninguna cornisa ofrecía su generoso saledizo al pie concupiscente. Ningún árbol cómplice prestaba su brazo a tan turbio proyecto. Pensé para mí: ¿Qué vías deberá abrir mi lascivia? ¿Escalaré el muro con mis uñas retráctiles? ¿Practicaré un boquete en el techo para deslizarme por un hilo hasta su tálamo? ¿O más bien doblegaré sumiso mi cerviz ante su puerta y regaré mi vergonzosa imploración («las lágrimas pueden, a veces, más que las palabras», se lee en Ovidio) con abundante caudal de llanto?

Decidí remontar a cuatro patas la escalera de servicio. Mis pezuñas apagaban su fragor en el césped de esparto hirsuto. El cultivador con el arado la tierra ha removido y así comienza sus prolíferas labores. Ya no habrá tregua. Mis dedos temblorosos apenas obedecían a mi cerebro exigente cuando mi mano extrajo de mi bolsillo una réplica exacta del llavín original (con tan minuciosos detalles adorno mis trabajos), mientras abrazaba el bulbo helado de la manija. Para este instante mi ser entero, dotado de aquel divino don de la sutilidad, patrimonio de sólo angélicos seres y cuerpos gloriosos, había traspasado ya la fina hoja de la puerta. Y allí, derramada sobre el blando lecho, ella, ella, ella, sin indumento de ningún género (hacía demasiado calor en mi cerebro), los cabellos esparcidos en desorden por la almohada, los ojos blandamente entornados, el cáliz de la boca abierto (los pretiles carnosos en actitud de espera a ser colmados de alimento congruo), la vírgula abultada de su cuello adelgazado en el escorzo, la hoyuela de transición entre su garganta y su pecho, las breves cúpulas de sus senos rematadas, ay, por tímidos pezones de caramelo. Pero no robaré el precioso tiempo del lector, deteniéndome en detalles que no vienen al caso y que no fueron más que un lacerado producto de mi imaginación.

Debo apuntar, sin embargo, que mi ardor frenético se rindió a mi reparo cuando, a modo de conjetura, registré en mi sensible fonógrafo interior la frecuencia de onda del probable alarido que emitiría la doncella al verme, como se enseña en el cinematógrafo. Pero imbuido por mi habitual diligencia (permítaseme al menos una leve insinuación), con agilidad intemporal mi actividad creadora ya había concertado el orden progresivo de invasión, a saber:

Primero, y a modo de pregustación, lamer ávidamente con mi lengua bífida las comisuras de la cutícula extensible que velaba aquellos ojos calientes, aceitosos, estuches vidriados cuya cáscara, al sonar de una trompeta, se quebró, para liberar caballos encarnados, con corazas de hierro, de jacinto y de azufre, que por la boca echaban pompas de fuego…

Pero no hubo lugar a que mi mano introdujera el llavín. Son vanos los sueños de un enfermo. La manija giró sola sobre su eje, la puerta cedió, y ella, en salto de cama, gritó con el frenesí previsto. Al redil, al redil, cabritillos míos, que diría Virgilio. Ya en mi alcoba, froté mi mejilla contra la alfombra para enjugar mis lágrimas.

Ella ahora va a morir (quizá ya lo está), es lo que importa, y a lo que vienen estas sucias cuartillas.

Y nadie, sino a mí, se culpe de su muerte. Descenderá paulatinamente la temperatura de su organismo. La impotencia muscular afectará, en primer lugar, a sus piernas juveniles, y la parálisis invadirá progresivamente su abdomen, su tórax, sus brazos, e iba a decir sus alas, mientras su respiración flaquea, y la débil llama de su cuerpecillo, envuelto en frío lienzo de sudor, se extingue en contorsiones.

Mas intentaré ceñir mi explicación al hecho escueto, y no abusar de tu paciencia, de la que ya puedes hacer gala, amable lector, si has podido soportar hasta aquí mi atropellado estilo. No dispongo de mucho tiempo para exponer con detalle los acontecimientos más sobresalientes que tuvieron lugar en la casa durante estos últimos once días, y que terminan por conducir al panteón familiar a Lía, asesinada por su primo, el joven ornitólogo Narciso, que narra para vosotros este apasionante reportaje de cetrería. El reo ha confesado, que dicen los fiscales.

Son, en este momento, las once de la noche del día quince de agosto de hace muchos años (habrán pasado muchos años para cuando estas páginas lleguen a tus manos, joven lector, y el autor de ellas habrá ya iniciado su eterno reposo junto a Lía), y quiero dar fin a estos garabatos mentales para el amanecer. Pero antes de proceder a rematar cualquiera de estos renglones preliminares en los que Narciso no ha sabido encerrar algo más centelleante que un frustrado conato de captación (tímido embrión de galimatías), desearía dejar sentadas otras hipótesis de mi trabajo: Aparte de hacer pública profesión de loco por las flores, principalmente por aquellas que brotan en las orillas de las aguas (tan reflexivamente entregadas a sí mismas), quiero que sea de previo y de especial pronunciamiento que mis rasgos faciales nada tienen en común con los del delincuente nato, bien se considere el estudio desde el punto de vista de la escuela de criminología clásica o de la antropológica positiva. Podéis examinar las facciones de mi rostro adolescente en los fotograbados borrosos de cualquier semanario deportivo de aquella época. Heme aquí, por ejemplo, a todo color, esbozando una sonrisa de campeón juvenil provincial (especialidad tiro con arco), mientras mi mejilla aguanta un rotundo beso administrado por la cochinilla de una adulta pelirroja, excampeona nacional en la misma especialidad, que también me impone una medalla de latón. Reparad en mi amplia capacidad craneal. Advertid las proporciones de mi rostro en armonía con la dimensión cefálica, en cuyo volumen compacto, si os fuera dado obtener mi calavera, podríais comprobar la radical ausencia de esa fosita occipital que distingue a los criminales. Fijad vuestra atención en mi frente, correctamente abombada, ancha y tersa, en mis orejas blandamente redondeadas, que guardan entre sí la distancia tradicional, y en mi mandíbula fornida sin exageración y sembrada de vello abundante y uniformemente distribuido.

¿Qué más satisfacciones puedo ofrecer? Si hubieras tenido ocasión de charlar un rato conmigo, comprobarías que no practico contracciones faciales, salvo en algunas ocasiones en que proyecto hacia adelante el labio superior, pero esto en sólo circunstancias muy embarazosas, y porque así lo heredé de mi padre. Si tuvieras la curiosidad de acudir al Museo de Grandes Criminales para observar mis trazos caligráficos podrías cerciorarte de que tampoco prolongo el travesaño de la t, que es de violadores, en la opinión de Lombroso.

Y si hubieras tenido la suerte de acercarte a mi cuerpo desnudo, observaras que tampoco gusto estropear mis cueros con tatuajes u otros estigmas indelebles y degradantes.

Antes de seguir historiando (no te impacientes, lector, enseguida venimos a lo nuestro) vaticino que, a lo largo del apresurado curso de este espeluznante relato, mi pluma beberá en fuentes inmortales, cuyos textos se aducirán no por espíritu de presunción, o con ánimo de controversia, sino por la natural implicación de circunstancias, como más adelante podrás colegir. Ensayaré un primer intento de establecer cierto orden desde el principio, ahora que aún estamos al pie de la cuesta, y de disponer por sus pasos contados el decurso de esta mi narración que ya desde ahora presiento irreparablemente caótica.

Suspendí el relato en aquel punto donde, pospuesto todo temor por cumplir con el deseo, fui sorprendido por mi niña en el acto indiferente de introducir una llave en la cerradura de una puerta.

«¡Demonios!» balbucí. «Me confundí de piso».

Explicación ociosa, querido lector. Ella gritó, gritó inexorablemente, gritó con el metal característico de la alimaña, gritó como sólo sabe hacerlo la hembra herida, gritó con el cruel diapasón que dedican al efecto las vírgenes adolescentes, vigorosas y en peligro de que les desmochen la flor.

Me batí en retirada, vadeando los pasillos inundados de mi propia baba, y diciendo entre mí: «No hay ejercicio en lo humano que tanto vigorice y solidifique la voluntad, como buscar las ocasiones de remediar lo irremediable».

Reducido a la soledad de su alojamiento, el vampiro suspiró profundamente, esperando encontrar en la combustión del oxígeno el calor del que le privó el desaliento. Y tras este rito neumático, frustrado como estaba en su deseo, el animal se colgó de las lámparas para estar más cerca de su amada, y allí permaneció, nadie sabe si adormecido o agonizante, hasta el crepúsculo.

No hace muchos días escudriñabas con hocico hosco y ojo mohíno mi negro mirar y mi piquito entreabierto. A ti, niña mía, te diré que eras mi espejo. Y a ti, ceñudo lector (sé que ya te has puesto de su parte), que estás en trance de descubrir mis móviles y someterlos a minuciosa clasificación por coeficientes de corruptibilidad y putrefacción, a ti te diré que no persigues mis errores con el equitativo fin de establecer las razones motrices de mis actos, ni con las miras puestas en reeducar, por medio de sus antídotos, tendencias tan agravadas de amargura, de resentimiento, o de ancestrales destemplanzas exteriores que tanto inclinan a gustos y afanes contrarios. Porque esto último dio a entender Hipócrates cuando dijo que, pues el agua, el fuego, el aire y la tierra, entran en la composición del cuerpo humano en igual peso y medida (que así hacen al alma prudentísima), si uno de ellos vence al otro, queda el alma torpe y desbocada. De donde fácilmente echamos de ver los varios apetitos que ciegan a los hombres en cada punto. Así, aunque en ocasiones el alma quiera velar, si el cerebro se hallare seco, preferirá hartarse de dormir. Y si antojara contenerse en castidad, pero estuviesen cálidos sus testículos, codiciará el refugio de la hembra.

Condenemos al acusado (ya oigo tus gritos), démosle muerte acogiéndonos al régimen de sus propias palabras, pronunciadas en favor de la violencia. Siéntate, apasionado lector, y no te irrites ahora, que ya han atravesado mi corazón saetas de otros monteros.

Pero volvamos a lo que nos interesa.

¿Sospecha el lector en qué lugar pasó el resto de la noche la chiquilla agraviada? Existe, no lejos de esta quinta de recreo y en un altozano dentro de la finca, un lindo cenador que mi madre mandó construir con el noble fin de acaparar, a un mismo tiempo y en un solo punto del espacio, todos los ocios de mis tías, nutrida horda de morbosas filántropas y paleodoncellas taimadas (pletóricas de ese veneno no echado fuera cuando aprieta el climaterio), cuyo aparente motivo de agrupamiento podría parecer había sido su sana preocupación por los semejantes, pero que, en realidad, y para un observador avisado, era su común profesión de la gandulería y, en último término, la patética y colectiva conciencia de saberse doblando la última esquina de la madurez.

¿Qué amenaza profirió la rabiosa niña por la mañana en el transcurso del desayuno inmediato a la famosa escaramuza masculina antecedente y el pretendido ostracismo femenino consiguiente?

(A media voz, con resolución y sin despegar su mirada de los huevos con tocino). «Cada vez que N. suba a mi cuarto por la noche, yo me marcharé a dormir allí arriba so-li-ta» (¿Razones para hacerlo así? Ninguna. Que era como decir todas). Y la sabandija refrenaba la emisión de cada sílaba con reticencia medida y progresiva, a la vez que adornaba con variadas inflexiones de voz (en un sublime intento de dosificar el corrosivo) su invectiva en condicional futuro, para, maliciosamente, culminar con aquel «so-li-ta» ingenuo, colofón y clave, demasiado sugerente, de todo el contenido ponzoñoso.

¿Qué efectos se siguieron de tan femenina inoculación?

Papá y mamá entraron al unísono, saevi inter se conveniunt ursi[1], y Narciso escuchó con aplomo la polifonía. El encanto del breve preludio lírico se deshizo cuando los órganos visuales de mamá puritana, encañonados hacia papá libertino, redujeron al silencio los fonéticos del viejo que, dicho sea sin ánimo de murmuración, tenía motivos más que suficientes para bajar la mirada, para estremecer el labio, para hundir la cabeza, para permanecer callado. Lo que me da pie a traer, a modo de notificación accesoria, un episodio que nos será de gran utilidad a la hora de completar el informe de mis atenuantes. Me refiero a mis antecedentes paternos, posible causa en raíz de mi proclividad al incesto. Pues, al parecer, por imperativos de honra familiar, los entonces recién casados y hoy autores de mis fangosos días, visitaban con asiduidad, siempre vigilantes por mantener el buen nombre de nuestra estirpe, a una muchachita huérfana y solitaria, pariente de mi padre.

En una sucia tarde de invierno llegó a las puntiagudas orejas de mi madre una especie vergonzosa, que corrió en boca del sentir popular, relativa a mi padre. Noticia avalada y gradualmente difundida por el tutor y defensor de la indefensa. Era éste, pájaro picaflor, del que luego se supo oficiaba también como íncubo de la infeliz (por llamarla de alguna manera) que, allá por la época de la recolección, se despachó con una puesta de tres robustas criaturas de incierta procedencia paterna. Y como ninguno de los dos verracos se diera por enterado de su presunta triple paternidad, y como ni jueces ni testigos menearan más la cuestión, y ni se hablara en adelante del turbio asunto, la huérfana, desesperada, arrojó los trillizos a una alcantarilla (por lo que todavía hoy se desconoce el verdadero provocador del fruto trigémino), triple infanticidio del que obtuvieron opíparos beneficios varias agencias informativas, y por el que hasta el día de hoy la mujer disfruta de un alojamiento, a gastos pagados, en ciertas lujosas instalaciones psiquiátricas, con «tres intentos de autoescisión arterial» en la casilla «Otras observaciones» de su historial clínico.

Fue del dominio público que, aquel día desapacible de invierno, la señora (mi madre) había sorprendido al señor (mi padre) con las manos en la masa, según la trivial expresión. Y todos los oídos del barrio se colmaron con el rumor de que, en el momento de la irrupción de la consorte en la estancia, las fuerzas vivas de su peludo marido habían ya ocupado avanzadas posiciones en terrenos de la consanguínea. El resultado fue que mi madre, a partir de aquel momento, no volvió a pisar la casa del estupro, no así mi padre, hasta que vio venírsele encima el jardín de infancia, por lo que abandonó a la embarazada.

Y fuerza es que quien en tal destemplanza copuló entonces con su mujer, engendrara, en aquellos días, tan mal hombre como Narciso, de tan torpe ingenio, malicioso, egoísta, soberbio, desordenado, áspero, desvergonzado, engreído, indevoto y mal acondicionado.

Y ése, creo yo, fue el motivo de aquella mirada cáustica de mi madre que paralizó al punto, para el resto del desayuno, a su marido y padre mío.

Luego, tras el breve silencio, atacaron a un tiempo los fagots de la autora de mis días, en un primer movimiento cantabile de clara factura clásica. El tema principal fue enérgico, conciso y muy brillante, desarrollándose de una forma ligeramente apasionada, con riqueza de arpegios, donde el color estuvo conseguido por un curioso dibujo, a la vez misterioso e irónico, de la cuerda, hasta llegar a su momento fortísimo.

Sólo hablo de la técnica, cuando el principal mérito de la improvisación estribó en su valor didáctico. Pero en este campo las palabras no sirven para nada. Diré solamente que sería preciso tener un alma muy rebelde para permanecer insensible a las maderas y los metales de aquel laborioso parto de virtuosa que en ningún momento dio la impresión de estar haciendo un ejercicio impuesto por la escuela.

Los nutridos aplausos de la selecta concurrencia de faunos y ninfas que abarrotaban el jardín, se fueron apagando conforme mis oídos se alejaban de la bucólica estancia. Como dicen los libros chinos, cuando una mujer te habla, sonríe y no la escuches.

De nuevo remonto el caudaloso curso de estas once últimas jornadas para sumergir mis pensamientos fríos en el remanso estival de aquel día cuatro, dulce y nefasto, de agosto.

Las tres escenas que pacientemente desmonto por piezas a continuación para ti, soñadora muchacha que me lees y que ya has comenzado a enamorarte de mí, se desarrollaron en la playa, en el palacete y en el bosque, respectivamente, por la mañana, al mediodía y al atardecer (primoroso) de aquella misma jornada, hace solamente once días.

No sé si dije que tío A. murió, después de haber sido explorador, albacea, casado y vegetariano, no con mucho éxito en ninguna de las cuatro experiencias. Al fallecer, dejó en las garras de mi familia la administración de sus bienes, entre los que se encontraba Lía, su única hija. Mas todo esto no importa para el caso. Comencemos ya.

Preludio.

Es de mañana y una sombrilla multicolor se interpone entre el sol y mi cuerpo estudiadamente musculado y exhibido en una tumbona junto a un vaso de limonada, cuando:

(Mi madre). ¿Conociste a una primita tuya, la hija de tío A.?

No. (Sosegadamente, afectando total desinterés).

(Mordisqueando la patilla de la gafa)… la hija de tío A. que plantó en el jardín un árbol cuando nació ella, tu primita.

No. (Una pesada hembra en un exiguo dos piezas de peluche amarillo persigue a sus crías, que se precipitan en dirección a las olas con el propósito de tomar en sus manos una de aquellas blancas cintas de espuma).

Claro que recordarás a tío A.

No. (Los dos voluminosos senos de la hembra saltan blandamente en sus recipientes de contención, a contratiempo del cuerpo de su dueña).

¿No oíste hablar del tío A. que murió el año pasado?

No.

Volví a mentir, apreciado lector, puesto que había oído hablar del tío A. en muchas ocasiones. Particularmente, no hace mucho tiempo, durante una tarde entera fui testigo del delicado desuello al que el pobre plantígrado (tío A. era plantígrado de cintura para abajo, y proboscidio de cintura para arriba) fue sometido por el estilete hábilmente manejado que mi madre tiene en la boca. El motivo era la «usufructuación indecente» (ambas palabras del texto original) de ciertos yacimientos carboníferos propiedad de un contrapariente suyo que padecía vértigos y se le encerró también en el manicomio. A aquella misma despellejadura pertenece la historia de una expedición «científica» (dicho con soniquete), en la que tío A. se enroló buscando el Polo Magnético, «pero como entre los hiperbóreos no halló nada que mereciese la pena de ser robado» (¡perra!), se volvió a casa haciéndose el reumático.

(Y por fin). ¿Sabes que tu prima llegará este mediodía para pasar el verano con nosotros?

No (desproveyendo el adverbio de todo matiz expresivo que pudiera delatar, de alguna manera, en mi blindaje, el morboso ramalazo neurálgico que sentí en el labio superior).

Pero vengamos al mediodía, insaciable lector. Me será difícil verter en estériles garabatos tanta espuma de adormidera, tanta sedación, tanta exudación de placenteras y secretas complacencias, tanto ladrido del vientre. Como has visto, es ocioso mi empeño: no sé decirlo. Vengamos de una vez a los pormenores.

Escena primera.

Y aquí comienza la historia de la doncella y el batracio. El demoledor atractivo de la virgen ingrávida envolvió su corazón en dos oleadas progresivas y perfectamente diferenciadas. Proyectemos.

Primer movimiento. El nacimiento de Lía. Tendido sobre la arena, el cuerpo aplastado sobre su vientre blando, la mandíbula relajada, el sapo dormita. De lo alto caen racimos de palabras sobre su oreja. Es mamá que dice:

«Ésta es la primita de la que antes te hablé. (Quiero mirar). Es la hija de tío A. que recordarás de cuando volvió del Amazonas y vino a casa (necesito verla) siendo tú muy niño, y te trajo una de esas cabecitas humanas, reducida por los jíbaros, que abrazabas para dormirte, etc.»

El sapo, sin mover otro músculo, abre un ojo, y conforme despliega su membrana palpebral, aparece la doncella en este orden. (En adelante llamaremos a este instante sublime «la hora cero»),

  1. Pie desnudo de colegiala, en cuyas uñas, a su zona más resguardada, se acogen restos del esmalte color fresa que hace unos días debió recubrirlas totalmente.
  2. Subregión anterior de la garganta del pie, no afectada por tendón, ligamento o afluente arterial que vicie el suave declive. Solamente, eso sí, y a cada lado, una cabecita ósea hemisférica, con su leve depresión adyacente (como pezones reveladores de un eje transversal invisible), de revestimiento muy pálido y fino, al que se han adherido con mayor abundancia algunas partículas de arena.
  3. Piernas largas, de vaina ósea anterior revestida de dermis tersa y perfectamente diáfana, si exceptuamos el rasguño escarlata a media altura y el leve hematoma oscuro debajo de la rodilla izquierda.

    El sapo, inmóvil, simula indiferencia.

  4. Carnosos pero delgados muslos, aparentemente fríos y blandos (¿lo comprobaría al tacto Narciso aquella misma tarde?), de piel tostada, reseca y áspera en su cara externa (blancas huellas lineales de arañazos en desorden), más desvaída y elástica en su cara interna (roncha escarlata en terreno de entrepiernas, producto de la succión de algún insecto refinado). Estos muslos desnudos sufren, muy suave y paulatinamente, el engrasamiento, acabando por refugiar su plenitud adolescente en:
  5. Breve pantaloncito sport (felpa, color muralla china, muy corto y ajustado, realzado con flecos), que contiene y abraza estrechamente el arranque de los miembros locomotores y la porción pelviana con sus anejos, a saber, de abajo arriba y en simple descripción topográfica:

    Por delante (región visible), leve estrangulamiento de los muslos (imperceptible aun observador poco goloso), hoyuelos inguinales cálidos, pubis ya maduro, oh dioses, y vientre acolchado en el que montan guardia unas crestas ilíacas infantiles. Estas bagatelas nos conducirán a graves males. Ya lo veréis, lectoras mías. De aquí provienen tantas lágrimas, de aquí el número de muertes repentinas que a muchos viejos arrebatan sin tiempo para hacer testamento. Pero no nos entretengamos.

  6. Ligera camisa desprovista de cuello y mangas, abotonada a un costado y ceñida al busto, transparente (el pequeño sujetador es rojo encendido), lo bastante corta (termina justamente en la línea de arranque del calzón) como para que una ráfaga perdida de brisa marina, un despreocupado desperezo de colegiala u otro ardid femenino bastara (de suyo un ingenuo braceo de saludo fuera suficiente, o una supinación leve, por ejemplo) para dejar patente a los ojos del reptil (que contrae el carrillo para dejar entrever su expresivo colmillo), la perfección y profundidad insinuante del diminuto embudo de su ombligo oscuro, voraginiforme, de blandos accesos en declive labiado. Tan premeditada me pareció la exigüidad de la prenda.

Permítaseme hacer un alto en esta sublime pero turbadora escalada en la que oficio como guía y padrino, y descansemos dos segundos, más tiempo, lo comprendo, del que vuestra ansiedad es capaz de concederme en tan crucial instante.

El sapo ha conseguido incorporar su pesado cuerpo. Su pupila obscena ya atraviesa los lienzos (débil apasionado) que cubren un pedazo de aquella florida intimidad, ya recorre superficies, reconoce cotas, se desliza por declives y escudriña con agilidad intemporal repliegues secretos. Su palpo intencional toma la temperatura ambiente de aquellas axilas apenas púberes, registra el grado de salinidad de la saliva femenina, comprueba la densidad de cada volumen, las calidades de sus envolturas, las propiedades de las diversas pulpas con su correspondiente índice de tersura y susceptibilidad al tacto. Y su lengua pegajosa acaricia placenteramente el cuello pueril. Hemos recorrido campo inmenso. Tiempo es ya de que soltemos las humeantes narices de los caballos.

Ahora el sapo se yergue y alarga con urbanidad su húmeda pata, estrechando con la palma prensátil la cándida mano de la niña.

Ella, una diminuta roseta natural roja debajo de su ojo gris perla, unos pelillos sueltos y pegados al tegumento de su sien, sonríe con su hociquito carnoso. «Pero caminamos por fuego cubierto sólo por engañosas cenizas». (Horacio).

Sonriente desde hace un ratito, al parecer, o quizás acaba de esbozar esa media sonrisa (nunca lo supe, nunca lo sabré), el caso es que la carne dorada de sus labios se abre como un molusco, y entrega el nácar y el jugo de fresas. Qué maduros se muestran, qué sensitivos son y qué tiernos. ¿Están mojados? Son gajos carnosos de pulpa blanda, abultada, centrípeta, como un declive de abismo, como un cráter de volcán. Aunque soy un mal poeta, compréndeme, lector. Hay momentos de búsquedas y delirios irrefrenables, de paroxismo, si consideras la rara aleación sobre la que está constituido nuestro vientre caprichoso. Mi salvaje deseo, ígneo y doliente, intenta remontar el vuelo, sacude torpe un ala rota (estoy embriagado, me lo estáis notando), no acierta el ave a posar su inquieta zanca, hay un nudo de monstruos (divaga, gusano, divaga). Pero lo diré todo. Deseo terminar cuanto antes con esta mi estrafalaria exposición de insanias. Gusté mentalmente de su mentón depositado en el hoyuelo de mi umbría ingle. A propósito. Si muero algún día, pónganse mis cenizas en el panteón familiar, dentro de la misma urna que contengan las de mi adorada Lía.

Esta noche ella, pequeña cobaya agonizante, no reclina su blando cuerpo sobre el lecho de la estancia de arriba, sino en otro lugar no tan cálido, quizá, para la alborada: en el cenador que construyó mi madre, y que está alejado como a un tiro de piedra. Si fuese de día, desde aquí podría verlo. Mi cuarto, desde el que escribo para ti, lector paciente, es de planta cuadrangular, diez metros por ocho, y recibe la luz por el espejo del ropero, por los resquicios del entarimado y por los ojos de mi ratón. Deseo proceder con mimo al examen de accesorios ambientales, no con ánimo de nutrir mi vanidad, que confieso fácil a la tumescencia (y a mí inclinado a proporcionársela), sino a título de precisa información, con el propósito de prestar el mayor número de indicios al atento observador, que hagan posible un certero veredicto. Comencemos. La pared está empapelada con ornamento foliáceo color aguaprofunda o amorsombrío (como el iris de mi pichona), y presta fondo a mil objetos, algunos de los cuales, más significativos, ordenadamente enumero. Hago notar, sin embargo, que la disposición que establezco es ficticia, porque en la escala de lo real no gozan de ningún orden prefijado.

  1. Ebúrneo colmillo de 1 m 98 cm de longitud, y 35 kg de peso, extraído de un proboscidio africano que gozó de 3 m 55 cm de alzada, y 4900 kg de peso, hace muchos años, antes de que la mira de la carabina de mi madre núbil, en un safari, se interpusiera entre el ojo del animal y el suyo propio (versión materna), o antes de que, en el escaparate de un anticuario, se interpusieran las gafas bifocales de mi madre consorte (versión paterna), sobre cuyo marfil, en resumidas cuentas, hice grabar longitudinalmente la inscripción inest sua gratia parvis, lo cual viene a decir que aun las cosas más pequeñas tienen su gracia particular.
  2. Gigantesco pasquín que ofrece, en monocroma fotografía virada en malva, el mármol «Afrodita de Gnido» (Roma, Museo Vaticano), que, en actitud de tomar una ducha, ha inclinado blandamente la cabeza, no sin antes haber desembarazado de todo impedimento, con la mano del mismo lado, la parte superior de su divinal organismo, no así la inferior, donde la ropa, en equilibrio visiblemente inestable, amenaza inmediato desliz, pero a cuya ruina han acudido presurosos y oportunos, reclamados por la decencia, sus dedos regordetes.
  3. Más abajo, y a menor escala, otra fotografía tamaño postal con bien pigmentada y desnuda rubia, réplica moderna de aquella divinidad griega, en postura menos escultórica pero más viva, más desmitificada, por tratarse de la instantánea del movimiento femenino de una joven más sonriente y más desaprensiva que la diosa mitológica, pero igualmente susceptible de idolatría.
  4. Un largo collar de tres vueltas, cuyo cordel ensarta una colección paleolítica de caninos humanos, vértebras de pescado, conchas, élitros de coleóptero, huesecillos vitrificados, del que penden cascabeles, campanillas, sonajas y trocitos de coral sin pulimentar, que uso para mis ritos del sábado.

Ahora voy a relatar la segunda parte de aquella escena comenzada en la playa, y la súbita aparición de mi padre, con otros pasatiempos. Pero antes de empeñar mi pluma en esta ardua empresa (me siento profundamente abatido, más de lo que crees, y todavía falta casi media hora para la medianoche) permíteme, apresurado lector, te dé a conocer la génesis del nombre que, con mi propio ingenio, construí para mi adorada, como el de tantas otras, sólo que con más pasión esta vez, debo decirlo, con más delicadeza y (tristemente) con mayor acierto, como verás. Serás testigo de ello, lector amigo, si tengo el desahogo de terminar con esto antes de que Dios me corte los dedos, o la Justicia detenga mis puños con el hierro tenaz, con el plomo, la soga, el gas o el alto voltaje, que a todo castigo soy acreedor. Dejadme orinar antes, luego declararé cómo surgió de mi cerebro la idea de imponer a la niña un nombre divino, que le definiera satisfactoriamente, cómo procedí con resolución a ello, la atención que presté al asunto, la sana fruición que experimenté, y la resistencia que opuso ella, con mi desencanto subsiguiente, así como también los primeros galanteos que me vinieron a las manos, de los que ella fue objeto.

Segundo movimiento. (Cinco minutos más tarde). Lía se despoja.

Mis facultades superiores ya se habían liberado de aquella primera envoltura gelatinosa de ensoñación almibarada (noté mi mandíbula colgante y sospeché que se había ido aflojando maquinalmente, como en casos de estupefacción, hasta llegar a conseguir esa traza beatífica de perfecta estupidez) cuando me encontré de súbito en el secular y convencional acto de estrechar con vigor una mano femenina infinitamente relajada, colgante, blanda y abandonada a su suerte (no independiente sino desprendida, no prestada sino definitivamente entregada), y adopté, al instante, la mueca alegre y firme que revelara un más alto grado de autosuficiencia, para llevar a buen éxito mi primer contacto físico con aquel ser espiritual y espumoso. Conminé a mi cerebro para que procediera, a partir de ese momento, con radical expedición (antes de que un vulgar nombre contaminara nuestro espacio circundante) y suma destreza en elección tan delicada por sintética, según explayaré más adelante. Confieso que no resulta tarea fácil este sutil ejercicio, ni de profanos, poco avezados al cultivo de la improvisación onomasticom­itológica, o arte de aplicar un nombre de diosa a una mujer mortal. La diferencia estribaba en atinar con el nombre olímpico que reuniera en sí tres diferenciadas y a la vez coincidentes condiciones: del orden economico­verbal la primera, onomatopéyico la segunda y conceptual­significativo la tercera. Procederé con gusto a la breve amplificación de estos contenidos.

Pues bien. Decreté, en primer lugar, que el nombre de mi amada de ninguna manera debiera rebasar en dos el número de sílabas, dado el uso reiterativo que calculé podría hacer de aquel nombre. Tan desbordado amor le profesé desde aquel primer eslabonazo amoroso, dentro de la nueva interexistencia ineludible que deberíamos, ella y yo, primos hermanos, soportar en común.

En un principio me tentó el monosílabo Li, vestigio chino, con resonancias dinásticas, que yo utilizaría a modo de diminuta manufactura verbal milenaria, exótica y frágil, como su propio cuerpo que desde un principio adiviné terso y dorado (no en vano sus muestras de cabello visible se manifestaban de un amarillo paja sazonado). Pero algo deleznable presentí desde un comienzo en aquel nombre criptográfico cuando, simultáneamente, mi programador interior registraba el hecho de que el litio, cuyo símbolo químico se designa por Li, era un metal pobre, de brillo lechoso, el más baladí de cuantos se conocen (flota en el agua, queridos niños), todo lo cual empequeñecía el concepto. Y ya no soporté que Li coincidiera con cierta expresión matemática de logarítmica integral. Me saltó al cuello la reminiscencia escolar y descalifiqué al punto el monosílabo repugnante. Fue aquél un atisbo feliz, como pude comprobar más tarde, con alivio, en un grueso manual. Pues sorprendí las funciones matemáticas de Li, momificado entre fórmulas estrafalarias de proporciones alarmantes, trasunto de interminables tablas de valores en las que se dan con alegría las integrales de x en su mayor grado de virulencia (déjame que me encarnice aquí, sirva esto como catarsis de mi natural lírico), es decir, para valores reales del argumento entre menos infinito y más infinito. ¡Qué despilfarro!

Me precipité por último sobre mi fichero mental, y en infinitésimas de segundo di con el nombre exacto (acuoso y deslizante), donde (susurrante y frágil) a mi jovencita idolatrada (significativo y divino) pudiera yo (recóndito, recóndito) albergar. Y el nombre era Lía. Lía. Lía. (Mi boca suena en todas las escalas cromáticas). ¿Quién será el lindo rapaz que, bien perfumadas las axilas, te estreche con lúbrico abrazo? ¿En cuyo obsequio soltarás tu rubia cabellera y descubrirás, de par en par, tus gracias embelesadoras?

Mas, ay, mísero aquél y triste sobre quien prenda tu fuego y, sin experiencia, alargue su mano hacia el falaz brillo de tu hermosura.

He llegado a abrigar temores de estar resultando peligroso li-maníaco (séame dado prodigarme en licencias gramaticales). Sin yo pretenderlo, para mis mejores hembras tiré de nombres divinales, afectados del afijo li. Diré algo de todo ello.

Hace dos años púsome el demonio delante de los ojos una niña carnosa y dulzarrona, tostada por dentro y por fuera al albur de la brisa marina de quince primaveras, del sol de quince estíos y de la nieve de quince inviernos. Para ella usurpé el nombre a una musa, Calíope, sobrenatural concubina del incorregible padre de los dioses, con quien hubo un banco de sirenas. Ha llegado, pues, lector querido, el lugar común de los narradores, cual es el describir una mujer hermosa. Déjame antes echar un trago y decirte que el tiempo que gastes en leer esto no lo aprovechas. Carga, pues, al leerlo, con tu falta, como yo, al escribirlo, cargo con mi pesar, mientras oigo el clamor de la conciencia que me canta aquello de Juvenal: «Anda, loco. Cánsate en recorrer lo más intrincado de los Alpes para dar gusto a cuatro crios que al final te premiarán declamándote una poesía».

Mi nueva Calíope, diré, era moza por extremo imaginativa, le vibraba la risa en los ijares y poseía un corazón palpitante en cada centímetro de piel. Era muy buena nadadora, nerviosa de ojos y boca, donde le retozaba la lengua entre los párpados y la pupila en los dientes. De lacias y oscuras guedejas, y el resto del cuerpo atabacado por igual, vivía desnuda y se moría por el sol. Su medio ambiente era el agua salada. En andar fue tarda, en besar y lamer presta, de día soñadora, de noche zalamera, en prometer fue corta, larga en darse y cumplió con todos. No se te hará nuevo saber que gozaba de contornos fusiformes y miembros dotados de una peculiar compacidad (todo precisamente adaptado al medio marino), cuya aparente tiesura, a la que prestaba rigidez su tegumento tersísimo, gozaba de propiedades elásticas, por lo que, especialmente al surgir del mar, la cohesión del agua en gotitas sobre la periferia lustrosa de su organismo imprimía a sus volúmenes un oculto latido acauchutado.

Me parece que te leo el pensamiento, hermano lector, y que me pides diga muy en particular el decurso de mis aventuras en el tiempo que fui amador de Calíope. Por ahora debe bastarte saber, lector ecuánime, que ella se desperezó ante mí sin ganas, por echar atrás la cabeza y exponer a mis ojos su cuerpo elástico, pasándose el envés de una mano por debajo del mentón, y la palma de la otra por la nuca, sin duda para mostrarme inconscientemente sus lugares favoritos que yo hube de acariciar en largas sesiones satiríacas.

Típico cruce de cupletista y marino mercante, Calíope resultó lo que pudiéramos llamar hembra que se abrasaba al tacto (si tengo tiempo y me acuerdo, quizá más adelante transcriba algunas notas de mi clasificación de niñas por razas y humores, según mi tabla de hembras), como deduje a primera vista. Debo confesar que en la escala graduada de mi feminógrafo, Calíope arrojó, desde los primeros tanteos, una proporción del ciento por ciento de capacidad sensitiva.

Veámosla.

Labio inferior pretendidamente colgante, debilidad consciente del párpado superior, raíz nasal descaradamente plegable, lacio abandono en oblicuo de la cabeza, marcada disposición a exhibir dotes patentes al más ciego, inclinaciones todas que aproveché haciéndolas concurrir en un punto (perspicaz trabazón, como verás) fingiéndome inexperto en aquel arte que ella cultivaba con entrega de inventor y dominaba exquisitamente: la natación.

Oigan ahora la voz de Narciso el astuto.

Eres maravillosa, Calíope. Yo apenas si sé flotar un poquito, y eso porque esta agua es más densa que las otras.

Oh, es muy fácil (abría los brazos por primera vez, Lucifer mío).

Pero, Calíope, yo soy muy torpe, palabra de honor.

Yo te enseñaré.

No. No me atrevo (astucia).

No seas tonto. Vamos al agua.

Bien. Si te empeñas. Pero si me pasara algo…

Eres un tontito. Ea, al agua.

Oh, claro, eso, al agua, al agua, al agua.

Comenzó el aplicado discípulo su instrucción de braceo al amparo de aquel tibio y cariñoso salvavidas articulado, cuya mano experta acudía con presura a reforzar la línea de flotación del zozobrante neófito. Y pronto aquellas manipulaciones submarinas, a la sazón de apariencia decorosa y deportiva, daban los resultados previstos. En menos de dos sesiones, ciudadanos que me escucháis, mi sugestiva sirena doméstica, mi redondita anfibia (cuánta sal libé en su boca, con cuánta me alimentó su piel dorada, no sé cómo decirlo, todavía hoy se estremece el pico de mi pluma), se entregó a mí.

No te espantes de saber que ayer, como si dijéramos, la acababa de avizorar sobre su escollo preferido, incógnita, verde, fortuita, con mi catalejo extensible, desde mi barca impecable, y hoy caía vencida de espaldas, furtiva y madura, sobre el fondo de la navícula, cien veces tálamo de letárgicos paroxismos y pozo negro, otras tantas, de torpezas túrbidas e inconfesables, cuya exposición en estas páginas me llevaría muy lejos. Diré, para terminar, que al mes y medio yo me rompía la clavícula haciendo exhibiciones, ante la chiquilla, del doble salto mortal, sobre un rompiente, cesaba la temporada estival, por otra parte, y ella quedaba embarazada, para morir, poco más tarde, de sarcoma mixoblástico.

Antes de seguir con la relación del mobiliario, iniciada más arriba (si algún día tengo tiempo ordenaré estas páginas), y por aportar algunos datos para este estudio comparativo de caracteres hacia el que, al parecer, deriva mi narración, y porque a la persona, de la que ahora deseo tratar, también otorgué un nombre divino afectado por el sufijo Li, lo que nos sirve para entroncar con el capítulo precedente, diré que el verano pasado me volqué sobre una belleza estática, porosa y rezongona, a quien coroné con el nombre de Polixena.

Datos personales. Pelo blando, ojos desteñidos, mamas de esponja, orientadas a los lados, y mácula del tamaño y color de una moneda de cobre antigua, ligeramente jaspeada, en la ingle. Siendo mujer de pocas palabras (como las focas, apenas era capaz de lenguaje), de natural solitario y deshabitado, y más dispuesta a la contemplación que a la acción, Polixena sabía refrenar sus impulsos transitivos, por decirlo de una manera académica. La razón de ello estribaba en que Polixena era fría y húmeda, a diferencia de Calíope que, siendo también húmeda, era cálida. Todos los médicos desprecian la frialdad por inútil, cuando sobreponiéndose al calor, ni al estómago deja cocer los manjares, ni a los testículos hacer simiente eficaz, ni a los músculos menear el cuerpo, ni al cerebro raciocinar. Razón tenía Heráclito cuando repetía aquello de «cerebro seco, preclaro talento». Y si no, notad que ningún bruto existe tan húmedo como el cerdo, ni tampoco de más menguado ingenio. Por ello Píndaro, para tachar de necia a la gente de Beocia, les llamó guarros.

Si bien debo confesar que me traen sin cuidado las cuestiones relativas a lo que llaman «sexo», en el suelo hay esparcidas algunas fotografías. Calíope desnuda, Polixena y yo, y otras varias de amigas mías que, por no ser prolijo, renuncio a detallar, lo cual me da oportunidad para proseguir con los objetos de mi nido, pues creo que antes no terminé de enumerarlos todos y pienso que pudiera seros cosa de interés, por que conozcáis hasta los nimios detalles que a mi vida se refieren.

No os dije que el suelo alfombrado de mi estancia es de césped granate, y que sustenta un rico mobiliario que a renglón seguido detallo:

1. En el centro de la sala.

a. Sofá otomano de damasco esmeralda, sobre piel de oso polar de la que, gracias a mi irreductible testarudez, no se suprimieron las garras ni, en singular pugna con la testarudez de mi madre, tampoco se limaron los aterradores colmillos.

b. Viejo xilófono, cuya capacidad de emitir ruido abarca tres octavas con sus sonidos intermedios.

2. Contra la pared.

a. Platónico lecho individual, de caoba tallada, con apliques de bronce y colcha de becerro.

b. Robusta biblioteca que alberga en sus plúteos, entre otros libros, dos colecciones bilingües, de Clásicos Griegos en piel azul celeste una, y de Clásicos Latinos en verde vejiga la otra, dos enciclopedias ilustradas, varias novelas policíacas, libros de psicología, paleontología, con otros volúmenes de botánica y varios manuales de jardinería, un diccionario de la mitología universal (550 ilustraciones) y tres tomos titulados «Antología del Desnudo en el Arte», (Tokio, 1969), etc.

c. Mueble cúbico (junto a la ventana) de cuatro cuerpos en cuadro, órgano de información y estímulo, arriba, integrado por dos aurículas (receptor de radio y de televisión respectivamente), y dos ventrículos, abajo (bar y tocadiscos).

d. Larga mesa que, en este momento efímero, y de izquierda a derecha, contiene los objetos que enumero a continuación:

Testuz de macho cabrío alpino, en las estrías de cuya cornamenta todavía se aprecian los residuos del lápiz labial de Calíope, carmín pálido del que estuvo embadurnado una noche orgiástica. (Ella y yo solos, hace dos años). Jaula hemisférica con enrejado de alambre, la portezuela siempre abierta, y piso de vidrio recubierto por gruesa capa de serrín. Librito en octavo, de cubiertas blancas encartonadas, con lomo y cantonera en piel negra, «Libro del Apocalipsis, el último de los libros proféticos, con notas y comentarios». Un sobre rosado, vacío y sucio. (No preguntes más, lector, lo sabrás luego). Y finalmente un ratoncillo blanco, metódico e instruido, que nunca se avino a mi grosera desidia ni a mi larvada destemplanza. No sé cómo explicar todo esto. Roedor por herencia, tímido por complexión, meditativo por circunstancias, mi diminuto compañero, Mus Musculus, provisto del latiguillo de sus miradas intolerantes, sus posturas estudiadamente recatadas y su mordaz silencio, flagela las más íntimas fibras de mi dignidad humana. Él sobrelleva con alegría mortificante un severo régimen de lechuga y una absoluta dieta de abstención venérea. Soy persona bien dispuesta, como puedes ver, pues soportando la higiene y compostura del despreciable animal, y su afectado aplomo, aplico a mi persona como correctivo su buen empleo. Diré más. Doy por gran ventura haber topado con él y puéstole delante de mis ojos. Pues de lo contrario pienso que sería yo peor de lo que soy.

Tengo para mí que el orden narratorio en curso no está resultando cronológico, ni siquiera temático. Despeinados se me ofrecen al recuerdo los acontecimientos, y en el ánimo se me atropellan en este instante brumoso. Y temo que ellos (escoltados por las sendas libaciones de champaña con que festejo, desde el prefacio, el remate de cada punto y aparte) vengan a alterar de alguna manera el curso natural del relato. Ah, y un guante (he olvidado decirlo), hay también sobre mi mesa un primaveral guante calado (sólo uno, de la mano izquierda), en perlé crudo, que me dará motivos para demorarme en otro lugar.

Con estas reflexiones, acaba de proyectar mi mente un primer plan de economía. Son más de las dos de la madrugada y este descargo debe estar referido para el amanecer. No sé si lograré someter mi pluma a tal empeño, pues el alcohol, purgante de estancadas emociones, diluye mis pensamientos en esta pastosa diarrea emocional en la que me difundo. Haré un esfuerzo por volver al tema de Lía que, como ves, por todos los medios trato de evitar.

De todas las novillas domé la cerviz. Pero esta última no quiere sufrir la dura carga del yugo que unció a Hermes y Afrodita. ¿Sus débiles fuerzas alcanzarán a resistir el ímpetu del toro cuyo cuerno ardiente inflamó Amor? Mas un feliz asilo nos llama a los dos, cuando otras primaveras rieguen nuestras cenizas con llanto tibio, en la pradera esmaltada, junto a los saucedales donde crecerán otros enamorados que se besen cogidos de las manos, aromado el cabello lustroso, los labios consagrados a los contactos, y los pechos y caderas bañados en fragantes gomas silvestres. Disfrutaré del vino que enlaza, en la sombra de mi mente, tu amistad, pequeña niña, a la mía, vertiendo con mano fantasmal sobre tu nuca esencias verdes, y coronando, tras el banquete de Venus anfitriona, tu sien con el húmedo apio y el floreciente mirto. Enloquezco, y me es dulce enloquecer, Lía mía, cuando sé que ya nunca jamás podrás acudir a mi convite. Y atravesando este ineludible trance de paroxismos (dejadme, dejadme, soy un ave Fénix que vuelve a resurgir de sus propias cenizas), iniciaré la nueva secuencia derramándome por vía de evocación reverencial:

Divinal Lía, mi virginal reclamo, instigadora. ¿Dónde estás ahora, arrogante y testaruda Lía?

«Arrogante y testaruda Lía», sílabas proferidas mentalmente cuarenta minutos más tarde (conscientemente me remonto por el hilo de araña hasta la hora cero) de aquella nuestra primera toma de conocimiento mutuo en la playa. Sílabas harto diferentes de aquellas otras que mi interior cauteloso elaboraba para apaciguar a mi interior voraz, conforme mis sentidos todos, en sublime escalada, tomaban posesión de aquella rica piel, y que venían a decir algo así como «vaya, vaya, conque resulta que aquí tenemos a la pequeña vestal de la familia», o cosa parecida.

Y mi madre, «vamos, no seas tímido y besa a tu primita».

Al momento mi morro retorcido se desenrolló con sumisión, para acatar las órdenes de mi hacedora (la mejilla de Lía estaba madura, con la carnosidad y aspereza de los frutos en baya), mi mano sin soltar todavía la suya.

«Ya está», exclamé con énfasis.

«Ya está qué». Era ella, mi niña, la que hablaba. Qué sonoridad tan apacible en la esquila de su garganta, y qué delicadeza en su reticente bisbiseo.

«Lía, eres maravillosa». Liberé a borbotones burbujitas de jabón que se desbordaron de mi boca.

«Yo no me llamo Lía».

Ay, agarré la serpiente por la cola. «Schsss». Le puse la yema del dedo índice en los labios. «Tú eres Lía, y no se hable más del asunto».

«¿Por qué?»

«¿Que por qué tú eres Lía, o que por qué no se hable del asunto?»

«¿Por qué tengo que ser Lía?» Y levantaba su naricita al cielo, en un respingo de ardilla sorprendida, de ángel rebelde.

«Pues está claro. Yo te pongo ese nombre porque me gusta», concluí alargando mi trompa para exhalar el perfume de sus cabellos.

«Pues a mí no me gusta».

Visiblemente testaruda, amigos míos, lo cual, debo confesarlo todo, no me gustó entonces, aunque luego lo usé para mis horribles fines. Suponiendo que sea ése el término exacto. Siguiendo el consejo de Séneca («Para hacer callar a otro primero debemos guardar silencio nosotros»), no dije más y silbé nerviosamente a un perrillo que acudió puntual a lamer el zapato que lo despacharía de un puntapié.

Y mi madre, «hale, hale, todos al agua» (y como la botonadura de la blusita de mi prima recorría su costado hasta la axila, y sus manitas blandas, con dedos de doncella que aún no habían aprendido a agarrar las cosas, operaban con dificultad allí debajo), «y haz el favor de ayudar a tu prima a desabrocharse ese botón». Mi madre llamaba siempre a esto «sé un poco más galante con las damas, chiquillo».

Sí, mamá.

No pretendo desviarme de mi propósito, pero creo que ha llegado el momento de dar una satisfacción, aunque no sea más que en dos breves notas, acerca del nombre que impuse a mi prima. Bástete saber que la diosa Lía era la divinidad femenina de la luz pura (personificación de la luna) que envía sus brillantes dardos (arco en mano, carcaj terciado al hombro) de acción bienhechora. Prototipo de belleza moral y física, virginal (sus sacerdotes eran eunucos como bueyes), celosísima de su castidad (en todo momento acompañada por una jauría de perros carniceros), cazadora y selvática (siempre prefirió el fresco bosque al austero santuario) y protectora de las muchachitas que todavía no habían abierto su llave de paso (dicho de una forma gráfica), los campesinos le consagraban las praderas y los pastos no hollados por uña de ganado. Lía metamorfoseó en ciervo (y disparó después sobre él, queridos niños) a un osado cazador que furtivamente se dejó caer un buen día, a la hora del baño, por los alrededores de la fuente de Pastemos, nemoroso cuarto de aseo de la diosa.

Segundo movimiento. «Las manos de Lía despojan a Lía de sus prendas exteriores». Dicho más precisamente: «Lía es ayudada por su primo hermano a despojarse de su blusita». De otra manera: «Las vestiduras de Lía son arrancadas por un demente». O más bien: «Una jovencita es desnudada, forzada y finalmente arrojada al fondo del mar por un primo suyo». Ultima hora: «Un hombre vestido de negro arranca a mordiscos las prendas de vestir a una niña, abusa de ella entre las rocas de un acantilado próximo a la playa, y, tras succionarle la sangre, se encierra en un ataúd para no ser molestado en su disgestión».

El caso es que Lía, desembarazada, encasquetaba sus glándulas nacientes y sus partes pudendas en un sucinto «dos piezas» rojo rusiente.

Y, al agua, y no se hable más de ello.

El agua estaba gélida, palabra de honor. Nadamos, sí, nadamos simplemente, al principio, sobre la superficie del piélago inmenso, uno junto al otro como dos unidades heterogéneas, submarino y goleta, pongamos por caso, que deliberadamente se ignoran e inconscientemente se vigilan.

El submarino, de pronto, abandona la superficie en lo que llaman los estrategas «inmersión de reconocimiento». Sumerge su ojo abierto el escualo, y pronto distingue en el líquido borroso la tierna pantorrilla. Es fuerza que si eres desgraciado, comprensivo lector, sabrás compadecerme. Por lo que dice Virgilio, que cuando se es desgraciado se ama a los desgraciados. Describiré, para ti, viejo amigo, los pormenores del resto de aquella alucinante escena.

Mi mano, con la apariencia del inocente festejo infantil, hizo presa en la pantorrilla carnosa que se escurrió con un coletazo de tiburón. Aquel joven cuya fama no es celebrada por su altanería, saber y atrevimiento, es sin duda un excremento de su madre.

«Tonto», fue el primer sonido extramarino que capté a mi vuelta al medio ambiente mamífero. Ahorraré al lector varias páginas de anotaciones sobre psicología femenina, diciendo con un autor sagrado aquello de que «toda malicia es insignificante comparada con la malicia de la mujer».

Por superfluo que ello parezca me veo obligado a afirmar aquí que su rostro estaba mojado y sonriente, sus cabellos pegados a la cara, el iris de sus ojos areolados por la irritación salina (qué secreto escozor, sin duda, en todas sus glándulas, pensé), su boca repleta de agua salada, y todo ello recreado por mí bajo el arabesco de la luz del foco infinito que el caleidoscopio de mis pestañas mojadas desintegraba en mil pedazos coloridos y caprichosamente cambiantes. Fue entonces cuando yo ensayé mi mejor gesto de tritón (lo imaginé, supuestos mis cabellos en cortina sobre las cejas, con el ceño fruncido, los ojos desorbitados, los caninos patentes, rígidas las garras y anquilosadas a ambos lados del tórax), gesto subrayado poruña banda sonora de alaridos de óptimas calidades diatónicas y libreto de solas vocales de predominante en u como ua, aui, ou, etcétera (soy un monstruo ingenioso y atractivo).

Mientras, mi tierna sirena, tras un «qué miedo, mamá» pretendidamente cómico (versión oral de su delicioso aspaviento horripilado), se daba a la fuga chapoteando entre su propio cloqueo y el jadear de las poderosas olas.

El tritón, obrando en consecuencia, siguió su blanca estela, con renovado aparato de rugidos horrorosos. La nereida ganó el litoral y, exhausta, abandonó su cuero rutilante en posición supina sobre una toalla de colorines. Y el monstruo, sin desertar de su ya no disimulada intención se derrumbó a su lado, revolcándose en la arena abrasada y aullando. Y así rebozado, el animal descansó junto a la sirena para admirar con un ojo el movimiento sincopado de la frágil boquita del pececillo, que daba acceso al oxígeno en anhélitos ritmados por el bullente globo de su barriguita de celofán. Ay, amigos míos, cuántas algas perfumadas latían en la úvula de su garganta fresca, y qué maraña de sargazos se contorsionaban en el fondo de mi umbrío vientre.

La cara posterior de aquel cuerpo bronceado y desnudo que yo había poseído, sin poseerlo, desde hacía muchas horas, se patentizó, como el estallido sorpresivo propio del íntimo brote vital y placentero, por la súbita captación de lo maravilloso y lo perfecto aún no conocido pero instintivamente ambicionado, capaz de infinito y de simultáneo dar y recibir, cuando ella, tras una media vuelta, quedó tendida sobre su abdomen. Cantaré la fina envoltura satinada de sus omóplatos, el brillo del surco tobogán todavía húmedo de su espalda, la hondonada de su estrangulamiento lumbar y el brusco ensanchamiento que pronuncia las pendientes (oh, qué redondas nalgas de goma se adivinan y qué turgentes bajo la diminuta y tensa pieza de tela), la dorada pelusa de sus muslos, el mollar promontorio de sus pantorrillas, las plantas de sus pies, tapizadas de arena blanca. Y así, en tan muelle posición, echó ambas manos a su espalda, y con esa ágil manipulación que caracteriza a la mujer postedénica, soltó las trabillas del sujetador, y la espalda manifestó por entero su pulpa blanda. Una locomotora gigantesca irrumpe fragorosamente en mi aposento y lo atraviesa de pared a pared. En la estancia el humo se demora por los rincones, y Lía ya no es para mí más que una desmoronada figura de arena. Mil veces dije a mi corazón: «Adelante, pruébalo. Disfruta del bienestar». Regalé mi cuerpo y me entregué al desvarío hasta ver en qué consistía la felicidad. De cuanto me pedían mis ojos, nada les negué, ni rehusó mi corazón ninguna alegría. Y atrapé vientos, Salomón amigo, que ningún provecho he venido a sacar bajo el sol, sino el hastío y el desaliento.

Murió Calíope (no recuerdo si ya lo traje a colación), y el verano pasado alargué la mano a través de la densa niebla de mi tedio para procurarme a Polixena. Mas, ay, si por ventura hubiera sido ella, aunque fría, de temperamento húmedo (como dijo Aristóteles de las hormigas y las abejas que, en prudencia y saber, pueden competir con los humanos). Y así transcurrieron los días. Que mientras el asiduo colono marcaba el ganado bajo la encina y aguzaba estacas con que clavar la cerca del plantío, o esperanzado arrojaba el grano al surco, o la campesina quebrantaba gozosa la semilla y cargaba el agua en el asnillo a quien azuzaba con dócil mimbre, o pobres frutas liaba en su regazo, yo me entretenía en amar a Polixena bajo la fresca fronda. Pero vamos, muchacho, enfréntate al recuerdo.

Perdonad esta interrupción, amigos, y comprended que otro como yo hubiera abandonado ya tan ardua empresa. No divagaré más y sumergiré en el hielo mi remembranza incandescente. Habíamos abandonado a Lía en su deliberado empeño de exponer su espalda al aire. ¿Cómo interpretarías, lector cabal, esa acción de apariencia aséptica? ¿Nos encontramos ante un caso de simple liberación de la tan femenina opresión torácica? ¿O se trata quizá de un vulgar intento de bronceamiento uniforme? ¿O más bien será un intento de algo más transitivo? Me interrogaré más concisamente. ¿Liberal y gratuita oportunidad otorgada a mi mano ya temblorosa? Si presumo el hecho como propuesta, ¿en qué grado la receptibilidad?, si como invitación larvada, ¿algo más que una oferta optativa?, y si la conceptúo como manifiesta ¿acaso solicitación formal, o coquetería femenina en primer grado?

A cualquier cortejador aficionado, le sería imprescindible establecer una discriminación previa para no errar al primer intento en unas relaciones todavía embrionarias. La súbita aparición de mi padre sacó de dudas a mi mano indecisa que, aunque ya había despegado y ahora sobrevolaba sus objetivos predilectos (talle, costados), sin embargo no se había aventurado aún a hacer escala. Bombeé deliberadamente un regüeldo agrio desde el pozo de mi estómago y dije algo parecido a esto: «Lía, mi padre». Como si dijera: «Lía, se aproxima peligrosamente un bicho que tú todavía no conoces pero que ya te caerá encima», y estremecí involuntariamente mi labio superior, con movimiento epileptiforme (legado paterno).

Me veo impelido a explicar esto último.

Sabed que mi padre ha hecho vibrar convulsivamente su labio superior a lo largo de cincuenta y dos años, en el diálogo o en el silencio, durante la masticación o el sueño, cuando su persona se mantiene como protagonista, cómplice o testigo de una situación engorrosa. Estúpido tic que, en frase de tiíta Flor (tomada de una conversación privada acerca de los bienes raíces de no correspondencia legal a colaterales), «es claro indicio de mezquindad», morbos ambos que yo he heredado de mi progenitor. He creído, amable lector, que resultará de no despreciable utilidad para completar tu estudio, conocer algunas maneras de mi padre que puedan tener algo que ver con las mías. Pero mejor salpicar de ello el cuerpo de mi discurso, con breves esbozos acá y allá, según lo tercie la ocasión, que no gravar tu paciencia con un oneroso capítulo biográfico. Que aunque esto último diera mucha gloria a mi pluma, por piedad filial no lo llevaré a cabo de un solo golpe.

Sigamos adelante.

No esperé a que mi padre, cejas arriba (es su más inquisitorial apostura, ya que su timbre fónico, en un supremo esfuerzo de gravedad, logra un tono que rara vez se sumerge a mayor profundidad que el re bemol), me jeringase sus trascendentales disyuntivas acerca de mi escandaloso comportamiento lúbrico. Por lo que le salí al paso diciendo, «hola papá, ¿no conocías a tu sobrina?», en un fácil intento de conciliación de la diplomacia y el cinismo. Pero tampoco nos detengamos aquí, y sigamos picoteando el granero de recuerdos con criterio de selección fijo.

«Primita. Te reto a ver quién es el guapo que nada antes hasta aquella roca de allá».

Cariñoso diminutivo de arranque, implícita inmunidad sexual por alegación de parentesco próximo, juguetón desafío, inofensiva roca costera, noble competición deportiva. Amañaste la fórmula ideal, inteligencia mía, siempre fiel en tu lugar superior, sabiendo ocultar en tan ingenuo gesto tanta torcida intención. Compruébelo el lector. Nos encontramos ante una frase perfectamente incomprometida, carente de cualquier viso de originalidad que pudiera llamar la atención de la chiquilla. Incluso acerté a dotarla de ese gracejo infantilesco con que los niños saben adornar sus oraciones subordinadas, al imprimirles cierta inestabilidad en la textura sintáctica.

Tuvo mi vulgaridad la favorable estrella de hallar satisfactorio eco en la joven virgen que, al punto abandonó la arena, y tras regalar mis ojos con un par de corvetas de potrillo, saltó al piélago poniendo proa de inmediato hacia el escollo. Yo la dejé hacer, e hice sonar con fruición el cascabel de mi cola. Después me sumergí pesadamente y nadé a buen ritmo (cuánto fragor en mi sala de máquinas) tras el incauto animal, sin dejar en ningún momento de sonreír al peñasco cómplice, lecho duro y cada vez más cercano, del estupro.

Era la estación de la floresta opaca, cuando vestido de frutos, opulento dobla el almendro sus fragantes ramos, y el labrador medicina el racimo verde bañándolo con nitro y negro alpechín para que en el falaz sarmiento cuajen mayores granos y alcancen la grosura deseada, y lo poda porque no degenere, que si la humana industria no hiciera cada año nuevo escrutinio con mano asidua (universal destino), vendría a menos poco a poco hasta dar en nada. Es hora, pues, de poner lazo a la grulla y red al ciervo. Acosa a la liebre orejuda, amigo, y persigue al corzo mientras allá por las alturas todavía en hielos se derrite el arroyo.

No debéis imaginar que tanto me cegó el optimismo como para pensar que aquello era pan comido, como se dice. Conocí, y a la sazón en todas las posturas, a muchas niñas (séame dispensada la inmodestia), y el primer golpe de cerebro, en esto, no me traicionó jamás. Es muy sencillo, al ojo del buen conocedor, discernir aquella condición femenina que se delata en cualquier ademán insignificante: forma de pararse sobre un pie, de dejar caer el labio inferior o mordisquearlo, restregar el mentón contra el propio hombro, etcétera. La lujuria de la mujer, se dice ya de antiguo, se muestra en la mirada de sus ojos, en la caída de sus párpados y en su pestañeo. Cual caminante sediento ella abrirá la boca, y de toda agua que se tope beberá. Ante cualquier clavija de tienda de campaña, impúdica, se sentará, y a toda saeta ella abrirá su aljaba. Mi amplio estudio, basado en múltiples confrontaciones, puede aportar algún dato sobre el particular. Escuetamente. Si atendemos a la (a) anatomía, (b) productividad o (c) calidad retozona de la niña en general, podríamos establecer una clasificación de este tipo.

(a) Niña de lujo, niña de bolsillo, niña de carreras, niña de caza, niña de bellota, niña de lanas, niña pura raza y niña perdiguera.

(b) Niña de cría, niña de consumo, niña de labranza o doméstica, niña de carga, niña lechera, ponedora y de tiro.

(c) Niña pública, niña de parada, niña de paso, niña de rapiña, niña de campaña o silvestre, niña de fogueo, niña de corral y niña rastrera. Por poner algunos ejemplos más comunes.

Y ya escalo la roca en una de cuyas húmedas cavidades blandamente abandona su lomo mi presa. Su carne recibe el sol de frente (el sol casi en su cénit, ella casi supina, yo casi íncubo) sus brazos a ambos lados del torso aspirante-impelente, la cabeza abandonada hacia atrás directamente contra la peña, las piernas inconscientemente entreabiertas, la izquierda levemente flexionada. E hinqué en la roca ambas rodillas ante aquel cuerpo.

Y me detuve en su contemplación, observándolo primero con filtro rojo (sobre conglomerado granítico tinto en sangre seca, su busto en erupción), con filtro azul (pelillos vegetales en su sien mojada, polvo astral en sus brazos, labios pavonados), con filtro amarillo (ojos glaucos, boca espolvoreada de canela). Ni me sonrió, sin duda pensando: «A tu criado no le hartes de pan y no te pedirá queso».

(Digresión). Entiéndase que yo conocía de antiguo el protocolo, y ya se arrancaba mi organismo hacia un nuevo abismo, con la seguridad del actor que ha representado el mismo papel sobre similares escenarios. (No quedaba lejos el caso de Calíope). Solamente faltaba allanar algunas dificultades previas, ciertas formalidades de trámite, como diría un agente de seguros, según se declaran a continuación.

Lía (improvisé).

No quiero que me llames así.

(Mal suena el instrumento de mi pecado). Lía (repetí y mi mano filibustera zarpó resueltamente hacia el botín de su vientre). Lía (iba a repetir de nuevo para acostumbrarla), pero ella saltó al agua como una rana asustada y nadó hacia el continente. Era la segunda vez que mi mano retornaba de vacío. Una de esas embarazosas situaciones en que las zonas de lo fallido disputan el terreno a lo grotesco.

Maldije mi vida estéril. Mas como en lo tocante al esfuerzo personal tengo por bueno lo que el Hitopadeza estima por generosidad cuando dice que «en un regalo, en una boda, en una desgracia, en un acto heroico, en un pariente próximo y en una mujer hermosa, en cualquiera de estos seis casos, por mucho que se gaste, oh rey, no hay despilfarro», salté detrás de aquellas ancas vertiginosas. Mi entendimiento discursivo, así refrescado, procedió al punto a reforzar con razones poderosas los motivos caprichosos que mi natural lascivo aducía con gratuidad por satisfacer cuanto antes su voraz apetito. (Había saltado el resorte que pone en funcionamiento esa viril maquinaria rebelde y ansiosa, caballeros).

(Natural lascivo). Será mía y huiré con ella mañana mismo (Entendimiento Discursivo) dado que si no lo haces pronto piensa que no podrás llevar a cabo tu sueño jamás.

(Natural lascivo). Lamerá mi labio superior antes de veinticuatro horas (Entendimiento Discursivo) porque no debes dejar para mañana lo que hoy puedas hacer.

(N. L.). A la madrugada caerá en mis brazos, (E. D.) teniendo en cuenta que existe una larga tarde por medio para que el hurón pueda sacar el conejo de la madriguera.

(N. L.). Y a la noche, zas, (E. D.) previendo desde ahora que la noche trae lunas que levantan la marea.

Compréndeme, lector impasible, y pondera con qué turbadora inquietud fue arrojado contra aquel rosado peñasco el cascarón de mis deseos juveniles, neófito todavía en decepciones amorosas, y qué agonía frunció los músculos de mi vientre. Se precisa tiempo para maquinar con cautela, me dije. Pero no pude aguardar hasta la tarde para comenzar a tejer mi plan.

Por lo que, abandonada eventualmente la presa inmatura, ocupé el resto de la mañana en proyectar, calcular, tramar, siempre laxo sobre la muelle arena, los ojos cerrados bajo la penumbra de unas gafas oscuras, dirigiendo el curso de los hilos destinados a urdir esta bonita red: Llegará el momento del almuerzo, pensaba para mí, y sin duda mi madre, durante el rito del pomelo («el pomelo como aperitivo adelgazante», entronizado por alguna revista femenina, supongo):

«Hijo, ¿por qué no vas con tu primita a dar un paseo, y así le muestras los alrededores de la finca?» Debo deciros que siempre mi madre se inclinó a que nuestros huéspedes se percataran bien de nuestras inmensas posesiones. Y después añadiría un cariñoso «¿te gustaría, pequeña?», soplando en la oreja de Lía. La pequeña no levantará la nariz del pomelo.

«Esta tarde no puedo» debería salir yo al paso.

Y a continuación, «estoy citado con unas amigas a las que no puedo dejar plantadas».

Ahora Lía levantará la nariz, con lo que quedará probada, una vez más, mi rara habilidad de intrigar a las mujeres.

«Sí, claro que sí» (Lía respondería ahora al «¿te gustaría?» de mi madre).

«Oh, mamá», remacharé yo para pulsar la última palanca que pondrá en marcha aquellas dos femeninas máquinas de contradicción, «hoy no puedo, no insistáis, otro día será».

Por último me veré obligado a acceder, gesto galante, porte altivo, sonrisa condescendiente, a tan redobladas y unísonas insistencias de madre y prima. Y ambos, mi virginal consanguínea y un servidor, este mismo atardecer marcharemos a caballo, alejándonos lo suficiente como para que no se oigan los ficticios aulliditos de rigor de una clásica virgen violada.

Recuerdo tan grueso acervo de detalles con tanto pormenor, porque me vi precisado a repasar mentalmente cada uno de los pasos del ambicioso proyecto que, una hora más tarde, durante el almuerzo, debería llevar a feliz término. Sé muy bien que estancarme en este tipo de minucias puede parecer baladí, pero debéis creerme que no nos alejamos de nuestro objetivo. Ahora lectores, brindad conmigo, desde vuestro futuro, por el buen éxito de mi plan. Pero no siempre es de los ligeros el ganar la competición, ni de los esforzados la victoria en la pelea, como también hay doctos sin pan y almas sutiles sin pies, como escurridizos peces en la red e impetuosas aves en el cepo.

La camarera había comenzado a partir los pomelos cuando mi madre se miró las uñas para dejar caer:

«Querido. Tu primita no conoce todavía nuestra finca».

Lo sabía.

«No puedo, mamá, compréndelo, esta tarde he quedado con unas amigas».

Recosté la cabeza en un rayo de sol.

«Nada, nada. Acaba de llegar tu primita», etcétera.

Sentí cómo una pata de Lía ya tocaba los hilos de mi red.

«Esta tarde estoy citado con unas amigas. Vosotras debéis comprender (ahora pluralizaba deliberadamente para implicar también a Lía) que no puedo dejarlas plantadas así simplemente porque se le ha ocurrido venir a una prima mía».

Aquí seccioné mi discurso, al comprobar que Lía levantaba la cabeza. Y aguardé, durante una larga fracción de segundo, a que se disparara su mecanismo de contradicción, según las instrucciones.

Ignoro si algún lector se ha visto en el trance de endosar un cachivache engorroso a una mujer, llamando a su puerta. Si esto no ha sucedido le advertiré de la importancia del primer silencio, para provocar esas situaciones críticas tan lindamente explicadas en los manuales del perfecto vendedor a domicilio: ese supremo instante de silencio que deberá ser roto por la cliente, haciéndonos una pregunta, como si buscara asegurarse de que lo que acabamos de exponerle no es una broma para algún concurso radiofónico. Se dice de este momento que, quien primero habla, pierde la batalla. Por eso, silencio. La cliente está pensando.

Pero Lía no dijo nada. Simplemente había dado fin a su pomelo. En sus labios advertí que había algo de la terca impasividad de esas divinidades tribales que contemplan sonrientes los sacrificios humanos. Rectifiqué sobre la marcha todo el proyecto.

«Está bien, está bien, ya que os ponéis así, esta tarde saldré con mi prima a dar una vuelta por los alrededores».

«Yo, desde luego (por fin opinaba la muy zorra) no tengo el menor interés en conocer los dichosos alrededores, pero si mi primo se empeña».

Y levantó al cielo las cejas, los ojos entornados, y los hombros, al tiempo que balanceaba la cabeza (¡demasiada liebre para tan poco galgo!), gestos todos que daban a entender el alto grado de condescendencia de quien lleva a cabo la buena acción de transigir con los caprichos de un pobre pariente lunático. Oh, pozo negro de mil astucias y trueques, amasijo de irritante y femenino cinismo (aporreo frenéticamente el teclado de mi reducida escala lexicográfica, aun a riesgo de repetirme). Qué exacta, qué concreta, qué rotunda manera la suya de retorcer situaciones con argucia luciferina. ¿De dónde a mí con tan perspicaces ironías? ¿De qué provocativas profundidades tal inversión de términos? Tonto de mí si llegué a pensar que Lía sería menos diabólica en el manejo de la sutileza que el resto de las mujeres. Estimé que no era manera aquella de tratar a un primer cliente. Mas, ¿qué importaba ya mi humillación?, ¿qué mi estado de incipiente esclavonía?, ¿qué cualquier otra forma de sometimiento previo, si el césped y la noche serían lugar de tributo y hora de pleitesía para la víbora?

Arrastraré, sojuzgaré, arrancaré y sepultaré el cetro de su chanza. (Ya no sé lo que digo). El caso es que aquella benévola condescendencia de la infame no evitó que al fin me sangraran las narices. Por cuyo motivo me vi obligado a abandonar la mesa y subir jadeante hasta mi leonera, la misma desde la que ahora relato estos hechos, donde terminé por dar zapatetas de júbilo y dementes palmadas. En atrevido, en desusado vuelo me arrojaré a los abismos, biforme ser, al oscuro albergue de los trasgos. Ya mis piernas se cubren de áspera piel, ya advierto mi vientre y mi cuello endurecidos, mi pecho de cartón, mis garras yertas, el vello de mis pómulos, el fúnebre clamor entre mis dientes rotos. Y esperé a que el astro rey cumpliera con su obligación de pintar un bonito atardecer estival. Y entonces, ay entonces.

Sí. Yo saldría con Lía en el ocaso, o Lía saldría conmigo, según su brillante retruécano.

Invertí los diez primeros minutos en sosegar mi convulsa mandíbula, tantos como antaño destinaba a inquirir en este mismo lugar y postura (notas que logro situar concisamente en el pentagrama del espacio, no en el del tiempo), la razón última de mis ataques de apatía, cuando la saliva de una de las mariposas de mi red me sabía a almidón y su desflore me reportaba poco más placer que un bostezo. Por aquel entonces me vino al apetito la tentación de dilapidar el resto de mis días entre riscos, sustentando mi inútil armazón con ásperas raíces, cardos y gatuñas, como aconseja R. Bright en su «Diurética Elemental». Quizá debiera haberlo hecho, y ahora mi amada viviría. Pero a nadie extrañará que un triunfador de mis características, al que sólo con extender el dedo le bajaban las palomas, para ese momento ya tuviera cincelada, sobre la dura losa de aquel despecho, la teoría de un deber sagrado. Discúlpenseme de nuevo estas excursiones fuera del relato, y tómense en consideración mis repetidos conatos de poner orden en esta maraña, pues no me resulta fácil calcetar las ideas. Pero dejemos esto y vengamos a la media tarde.

Serían las seis cuando me determiné a pisar las caballerizas, donde suministré algunos terrones de azúcar a mi compinche, un animal blanco y manso, mudo y único testigo de mi triunfo en ciernes.

Seguidamente, ordené ensillar aquel manso amigo, y también aquella otra yegua que, aunque todos dieron en llamar Dolly (como se llaman la mitad de ellas), yo la hubiera llamado «Hurricane», «Dinamyte» o «Thunderbolt» (como se llaman la otra mitad). Ordené también que se sacaran ambos animales de la empalizada, que a mi pobre prima se le proporcionaran los arreos de amazona, y que le anunciasen, de mi parte, que acudiera a aquel lugar al filo de las siete.

Devanaba, cavilando entre mí sin éxito, el cúmulo de azares y reveses, e indagaba las secretas mociones de ellos, mientras una oleada de luz y otra de angustia me barrían la cubierta o me alzaban por los aires. Y me decidí a arrastrarme ante los Hados impertérritos para inquirir los designios de quienes tiraban de mis pantalones con tanto brío hacia el infierno, a impulsos de no sé qué eximios principios, me disparaban hacia una indefectible e insospechada apoteosis. No es momento de perseguir razones, me dije, sino de rogar a esos mismos Hados que la blanda frescura de la opacidad vespertina caiga cuanto antes sobre la carne viva de mi impaciencia.

En estas razones y discursos, y en otros similares (todos ellos igualmente ociosos) me quedé parado y traspuesto en actitud de espera, junto a la cerca, mordisqueando un tallo de amapola somnífera, hasta que al fin, con sobresalto por parte de mi corazón, ella. Eran las siete de la tarde y hacía sol. Y déseme aquí licencia para evocar, aunque no sea más que en forma abocetada, algunos pormenores de esta escena diáfana: Al fondo, telón de foro con horizonte de montaña enguatada, pico inaccesible y colina próxima sobre la que se yergue la perspectiva de la suntuosa mansión de piedra perlina y vertientes de pizarra. Rampas de suave pendiente, alfombradas de césped garabateado por calles sinuosas de guijo tinto. Apliques de macizos integrados por lilas, cinnias y petunias. El sol incide oblicuamente sobre las hileras de tilos, cedros plateados, acacias de bola, estatuas mitológicas y vasos de alabastro. No pasará mucho rato sin que todo ello se torne en eso que, plumas más autorizadas que la mía, llamaron vinoso atardecer. Y, en medio de este lujo, Lía avanzaba hacia el proscenio, hasta un primer término (el fotograma persiste todavía hoy en mi retina ávida), sonriente (oh, Venus propicia, ella sabe sonreír, qué digo, sabe «sonreírme»). Ved su vestido liviano, sin escote, sin mangas, de una sola pieza blanca, corto, con ceñidor al talle (como de vestal ataviada para atizar un fuego sagrado) y, sobre pierna desnuda, bota alta de cuero claro con espuela sonante. Está más delgada, Dios mío, más flexible y alta, con mayor número aún de pequitas en la nariz que su fantasma, tan acariciado desde este mediodía por mis impúdicos palpos. En la mano porta un pequeño bolso de cabritilla, con asidera de larga cadena plateada, y la famosa cinta de terciopelo albaricoque orla y recoge, a modo de diadema jovial, los cabellos de sus sienes. Sus mandíbulas esta vez trabajaban un pedazo de goma de mascar, lo que me dio pie para iniciar los primeros contactos intelectuales.

¿Qué comes? (Yo).

Chicle. ¿Dónde está mi caballo? (Ella).

Ahí. (Yo).

¿El blanco? (Ella).

No. Ese es el mío. El otro. (Yo).

¿Por qué vamos a caballo? (Ella).

Hace muy buena tarde. Y además es más divertido. Pero tú no te has puesto traje de montar. (Yo).

Tú tampoco. (Ella).

Me refiero a los pantalones. (Yo).

Me venían anchos. (Ella).

Si el lector no me conociera, yo tomaría algún empeño en hacer resaltar aquí la matizada sonrisa que me reventó las ventanas de la nariz. Entonces no prescindí del sarcasmo para preguntarme, a ojos cerrados, si aquella criaturilla ya sabía lo que era consagrar la secreta cosa, como la llamaba el Dante, a un trote directo sobre la afilada cresta del arzón.

«Voy a por mis botas», casi tartamudeé. «Mientras tanto vete haciéndote con esa yegua».

Y al momento me aparté de allí y recé mientras me vestía: «Padre nuestro, Urano, rey supremo. Plazca a los númenes comunicar a mi corazón tu firmeza e inflamar el rescoldo de la huérfana para que, recobrada la extinguida juventud, temple mis aceros en su abrasado fuelle».

Hermoso e inmortal, levanté mi frente y multipliqué mi mentón hasta el cielo. Y todos los ángeles rurales, asombrados del gesto altivo, se mordieron los labios murmurando entre sí: «¿Quién sabe si después que de aquí parta tendrá que andar errante, como tantos otros, lejos, ay, de su hogar y de los seres queridos?» Y me ponían asechanzas los espíritus selváticos de la tarde, y los que venían del mar hacia el ocaso, en pos de la luz, cantándome al oído: «¿Por qué quieres, tú, mortal, tantas suertes tentar y tan arduas?» Sin prestarles oídos, levanté los mástiles, ordené a mis guerreros que izasen las velas y ocuparan sus puestos, y finalmente aproé mi mascarón hacia aquella isla de difícil acceso, por estar defendida de riscos, pero cuyas blandas laderas ofrecían al aventurero toda suerte de dulces frutas y sabrosos vinos. Noté que había arribado a los primeros escollos cuando oí el graznido de la niña, que no lograba dominar su yegua.

El sol había ya sucumbido, la inmensa menstruación de la tarde manchaba el paño celeste por poniente, y un caballo blanco portando en su espalda dos crías humanas de distinto sexo atravesaba al paso el valle limpio, en dirección a la umbría espesura de lontananza.

¿Es verdad, Lía, que tu padre plantó un árbol en nuestro jardín cuando tú naciste?

Sí.

Entonces, como supuse, tú eres una dríade.

¿Qué es eso?

Una ninfa de los bosques que nace al mismo tiempo que un árbol. Cuando muere éste, muere también ella. ¿Qué árbol es el tuyo?

¿Yo moriré si alguien lo corta?

Claro. (Su mano se crispó en mi cintura).

Entonces no te lo diré.

Una primera espolada trocó el paso del animal en carrera, y lo arrojó al bosque. Lía, la indómita, se sujetó a mis costillas con toda la fuerza de sus incipientes uñas de tórtola. Mi corazón se hinchó de una manera tan desaforada que la camisa me apretó en las axilas. ¿Qué lengua podría referir los padecimientos que allí pasé? Sentí la estremezón de su mandíbula en mi nuca, la densidad de su breve seno en mi dorso, el calor exaltado de su entrepierna en mis glúteos. «En menos de una hora o sufriremos la muerte u obtendremos la victoria», dije con mi maestro Horacio.

Lía era, al parecer, de carnes compactas, y ello, en principio, no me disgustó porque, al decir de Galeno, los blandos y fofos poseen humores melifluos, como Polixena, que cuando aportaba algún rudimento de idea pasional destemplaba el alma.

Siempre tuve con Marco Aurelio que poco difiere una mujer de otra. Pero delante de mí tenía una zángana con algunas peculiaridades que no pueden llamarse del todo propias, pero que subvienen a ese bagaje particular de lo que los pensadores afirmaron ser un «principio de individuación». Y ya acogidos a la elegancia del florete, podemos entrar a decir que Polixena estaba dotada de un pasmo encantador, aunque algunas veces su atrofiado órgano de entusiasmarse por las cosas me favoreciera con todo el caudal de su estolidez.

Así da derecho a decirlo el suceso de una mañana de bochorno en que, ambos de pie bajo una negra conífera, ella abrió del todo sus ojos de aquel azulina desteñido para dirigir su nariz al firmamento y balbucir que le gustaría que yo fuera un gigante (hablaba sin soltar las manos de una alta rama a la que se asió desde un comienzo y de la que quedó, como fruta inmatura, prácticamente colgada), a lo que respondí que, por mi parte, me gustaría que a ella le crecieran flores entre los dedos de los pies, que las mujeres deben poseer gracias por cualquier parte que se las mire. De suerte que, aunque ofrecieran novedades de otro género, no por eso dejaran de manifestar esta generosidad botánica, gozando en toda ocasión de cierta singularidad personal. Por lo que se debiera asignar una especie distinta para los interdígitos de cada hembra, evitando así inútiles rivalidades. (Polixena abrió la boca, pues no ha nacido todavía mejor artífice que yo en lo de hacer creer lo imaginado). «Por ejemplo, a ti», le dije, «que gozas de piel húmeda y perfumada, a ti se te hubiera dado bien el loto del Nilo. Y sábete, amada mía, que cada mañana brota caprichosamente del interior del cáliz de un loto el dios Horus, que es el sol personificado, con un collar de flores blancas, de cuyas semillas, tostadas y molidas, podríamos beneficiarnos tú y yo a la hora del té, Polixena fértil, porque, al decir de antiguos mitógrafos, existe la creencia de que quienes prueban tales semillas de un mismo plato durante la tarde, obtienen de ellas cierta predisposición al letargo amoroso». Cuando terminaba de soltar vaguedades, me daba a lamer su cuello (mi nerviosa lengua babeaba en busca del pasto y no descansaba hasta mugir en el repliegue más umbrío del sotobosque), y se moría sin decir palabra, sin caer de las nubes, sin por un momento dejar de asir con ambas manos aquella maldita rama.

Pero no debo entretenerme en recuerdos inútiles. Estábamos en que la máxima complacencia del momento estribaba en que Lía, mi amada intacta, soldada a mi cintura, había entrado maquinalmente a participar del juego. La realidad comenzaba a derivar en concreciones no menos deseables que la más mórbida ficción. Aquella niña ya no era la Lía de ayer. Era una ninfa silvestre, ferviente devota de Afrodita y bien dispuesta para seguir minuciosamente el ritual de la desfloración sagrada (oh, lector, no te impacientes, enseguida llegamos); yo ya no era yo, era un príncipe con una cimitarra de plata sobre el vientre (recorreré las Universidades dando conferencias sobre esta experiencia); y aquello que montábamos ambos no era una grupa vulgar, sino el inmenso lomo de un dragón que abría nuevos caminos en la espesura de una selva virgen.

¿Adonde diablos vamos por aquí? (cantó la ninfa).

(Yo). Hummmm.

(Ella). Eso no es ningún lugar, que yo sepa.

(Mordacidad bruta, es su elemento. Yo, condescendiente, conciliador quizá). Bien, podemos apearnos aquí mismo, si te parece.

(Ella). ¿Para qué? (inexorable).

(Yo). No sé, para estirar las piernas un poco, o algo así.

(Ella). Pronto caerá la noche y debemos volver a casa.

(Pronto caerá la noche negra, sí, sobre el cadáver de nuestro pecado, tan negra como la infamia que encubrirá y a la que servirá de espeso velo y turbio receptáculo, pero tú ya estarás entonces narcotizada y abandonada a mis velludos brazos). Esperemos un poco más, Lía. Además saben en casa que hemos salido juntos, que tú estás conmigo.

(Ella, apeándose del dragón). ¿Qué hora es?

Lía (dijo el príncipe y descendió también).

(Se hizo un silencio).

(El príncipe insiste). Lía, mi dríade.

(La ninfa). ¿Qué?

(Frigidez, frigidez, tus ojos escrutan el cielo cárdeno, hay jadeos insignificantes de suave brisa tras la fronda, patalea un cuadrúpedo en un salón tapizado, cambian impresiones el cuclillo y el tordo en el patio de ramaje. Lejos, sin duda, habrá un ciervo apagando su reseco en una hembra).

(El príncipe). Nada malo puede sucederte estando conmigo. Y ahora que nos hallamos dentro del abigarrado templo de la fronda, cuyas únicas puestas son el día y la noche, piensa por un momento qué fastuosos, qué altivos y opulentos sultanes pasaron un instante por aquí y luego se marcharon. (La empujé hasta que dio con los talones en un capitel derribado entre matojos, vestigio de algún antiguo alcázar que en otro tiempo elevó aquí sus cúpulas al cielo, del que hasta los reyes besaron los umbrales, sin ocuparme de espantar a los cuclillos que repetían: «¿Cuándo, cuándo, cuándo?»)

Ella se cruzó de brazos.

(El príncipe). Presiento que la luna asomará sus mofletes de un momento a otro (pensando que en noches semejantes fueron muchas las que dieron un mal paso). Advierte, Lía, cuánta soledad y cuánto gorjeo de intimidad entre las sombras. (Cuidado, ve con tiento, no vayas a espantar al avecilla). El campo es algo estupendo. ¿No te parece? Se respira fenomenalmente. Pero, Lía, ¿me estás escuchando?

(La ninfa). Sí, no seas pesado.

(El príncipe, gimiendo, muriendo, abrasado por un fuego atroz). Ea, pues, sentémonos aquí para contemplar toda esta naturaleza viva y ya a punto de sucumbir.

(Y la ninfa). No me sentaré. La piedra está fría y puedo pescar un constipado.

Ay, eterna vulgaridad. El viento empujó tierra adentro una flota de fantasmas morados y morbosos (no guiados por dioses ni por hombres, liberados, sin duda, de algún embarcadero de otros mundos por la brisa), que vinieron a quedar prendidos y amontonados en las ramas altas. Prestad ahora oídos, un minuto más, lectores míos, a la banda sonora.

(Narciso). Lía.

(Lía). Sí.

(Narciso). Es tan bonito estar aquí, lejos de todo, cerca de tu cuerpo. (Me miró como una oca a la que se le tratara de convencer de las excelencias del foie-gras). Háblame de ti, de lo tuyo.

(Lía). Qué quieres que te diga, todo es muy aburrido.

(Narciso). Oh, no para mí, cuéntame algo, cualquier cosa, algo de tu vida, qué has hecho hasta ahora, tu primer amor. El fuego (dije) puede llegar a extinguirse, pero no puede enfriarse.

«¿Y qué?», respondió ella.

(Oh, no, no, no. Comenzaba a sobrar la logonaquia y ya los clarines sonaban para el cuerpo a cuerpo. Había llegado el difícil momento de colaborar con aquella pasiva estrategia que todas las mujeres desarrollan para dejarse arrebatar por la fuerza lo que sienten vivos deseos de conceder. Vamos allá).

«Desde esta mañana (susurré), com-pren-de-rás (¡acción!) cuántas emociones reprimí (según oí a mi profesor de esgrima, con las mujeres, las palabras deben ser más respetuosas a medida que las acciones lo son menos), cuántos padecimientos morales (he tomado ya entre mis manos temblorosas una de las suyas, a partir de este momento mi mano derecha debía ponerse a la obra pero sólo bajo las órdenes del cerebro), y espirituales». Ahora mi mano derecha (mi mano es una blanda mimosa, no, un horrible crustáceo), se posa accidentalmente en su cadera aparentando no prestar demasiado interés por aquella suave y apetitosa cresta ilíaca. «Morales y espirituales» (abundé en la misma idea, haciendo que mi mano salvase furtivamente la dilatada divisoria que alejaba su cadera de su vientre esponjoso, ¡creo en el milagro, Señor!, hasta llegar a instalarse provisionalmente en él, la palma sobre la delgada película de vestido caldeado). Hallándose una mujer en manos de un varón, él le alzará la camisa, dicen los compendios, y si ella comienza a protestar, la hará callar cubriéndola de besos.

Por un momento he dudado en trasladar más pormenores, pensando si no será labor demasiado inocua referir con carácter de realidad lo acaecido en aquel ocaso empañado e inconcebible, cuyos hechos parecen haber tenido lugar lejos del tiempo y fuera del espacio, ya porque la demasiada proximidad desdibuja lo tramado en hilo gordo, ya porque lo sucedido en un instante infinitesimal, a la vuelta de un sueño mal descabezado se torna insolvente con la deuda que lo vivido contrae con el recuerdo. Aceptada, pues, la conjetura más fácil (la de no haber sido todo ello más que un sueño), puedo volcarme sin reparo a transcribir literalmente cuanto ocurrió allí.

Cuánto conato insatisfecho (hablé) mientras mi mano emprendía lentamente la comprendida escalada hacia el breve busto (cada juego tiene sus reglas), abriéndose paso, en un proyecto de caricia, entre los gargajos celestes. Pero no sucedió la tontería que el lector aguarda. Que cuando la desdicha ha de venir, está de más cualquier diligencia por el bien. Porque, de pronto, cómo lo diré, el frémito ensordecedor de una elefanta herida partió la tiniebla, ofendió a la campiña.

«Me-es-tás-to-can-do-to-do», se oyó.

«Todo no», respondí en una mediocre parodia del diplomático sonriente pero ultrajado, mientras devolvía bonitamente la mano del delito a su lugar de partida. Cuán sin ventura mi madre me parió. Todas mis habilidades fueron pocas para reducirla. Me propinó una bofetada, como enseña la moral tradicional, aunque puedo juraros que entre mi mano y su seno mediaba la inmensa distancia que va de un deseo o una caricia.

Mi espíritu vulpino prefirió acogerse a la idea de que es mejor mendrugo en paz que festín con querella, y encajé de nuevo a la tontuela en mi grupa para volver a casa.

Atributo de lo infernal es, muchas veces, la paciencia. Pero mal mi rabadilla hubiera vuelto a soportar el feroz galope de su henchida, bulliciosa pelvis, si en el bolsillito pectoral de mi camisa, junto al sonante tam-tam del corazón, no hubiera oído saltar (tintineando con alguna moneda, con algún colmillo votivo, con alguna ampolla de veneno), la inocua llave que introduje en la cerradura de su aposento aquella misma noche, la noche del cuatro de agosto, como atrás dije.

Una duda me trajo fatigado el entendimiento el resto de aquella aciaga noche que ya conoces desde mis primeras páginas. ¿Serían estos balbucientes rechazos un fingido ardid, una forma de estímulo atentamente calculado? ¿O más bien un síntoma consolidado de frigidez? ¿O de repulsa? (No quiero ni pensarlo). Paso por imaginar el último coletazo de indiferencia por las caricias que puede latir aún bajo los escapularios de una colegiala recién salida de las negras alas de esas monjas irlandesas que oyen el silbo de la Serpiente en la deportiva sonrisa de un muchacho (¡Santo Dios, qué oído!). Incluso admito una mueca desairada en quien aún no tuvo la fortuna de probar aquel veneno. Pero me resisto a creer que las alas de cuervo, el oído místico, los escapularios y el desdén se trenzaran precisamente para flagelar un mentón juvenil, unos hombros de discóbolo, un porte caballeresco y una seráfica cordura.

Ahora, once días más tarde, esta noche de fiebre y de jadeos, mientras Lía agoniza en el cenador, el asesino se dispone a proyectar de nuevo la escena clave, no para regurgitar otra vez la escabrosidad del acto (concededle un margen de confianza), sino para profesar ese género de fidelidades que la verdad debe a la justicia.

Astuto detective que impresionas ya la sensible emulsión de tu cerebro con mis fotografías de frente y de perfil; fiero guardia que velarías inquieto las pesadillas de mis noches; hosca soltera que, rehecha del achaque menopáusico, en tu decrepitud lees estas páginas a tus sobrinos; industrioso padre de cinco doncellas que presencias en el cinematógrafo estos mis crímenes; regio sultán que relatas durante las cálidas noches de agosto mis amores a tu concubina; prostático ujier que hozas entre líneas buscando un remedio a tu impotencia. Puedes pasar por alto la página siguiente, si te place, porque voy a compendiar, por mayor claridad y para los escolares que hayan llegado tarde a la clase donde el profesor lee en alta voz este práctico vademécum, los principales acontecimientos de aquellas primeras horas, desde el punto en que conocí a Lía (tres horas antes del almuerzo del día cuatro de agosto), hasta el momento en que ella delató mi nocturna incursión (cuatro horas antes del almuerzo del día cinco de agosto) rematando el desayuno con aquella andanada de advertencia que desde hoy será inmortal, si estas inmundas páginas algún día llegan a serlo, y que sonó como sigue:

«Cuantas veces suba mi primo por la noche a mi alcoba (el bosque devolvió el eco de la detonocación) yo me iré a dormir a la casita de allá».

No dijo «cenador» pero se refería a él, donde pasó el resto de aquella primera noche, como creo que ya declaré en páginas olvidadas.

Lía gélida e incorruptible. Ni expuesta al sol meridiano se alteró la aguja de su termógrafo afectivo; ni sumergida en yodo marino se estimuló el funcionamiento de alguna íntima glándula; ni transportada, en medio del crepúsculo sanguinolento, junto a la lujuriante vegetación acusó específicas inclinaciones femeninas mientras la mano favorable la dispensaba sobrados motivos. Y no paré aquí (me aventuré al revuelco) y probé en la nocturnidad, como quizá recuerdas. Y huyó al cenador de la pequeña colina, donde pasó la noche.

A la mañana siguiente floté sobre los restos putrefactos de mi primera borrachera de estos días, la primera de una serie de la que prometo hoy será la última, austero lector. Y no hallando ningún remedio para mi herrumbrosa sala de máquinas (ya mi ansia no navegaba sobre un velero), viendo cara a cara en el espejo del ropero la lívida faz del desaliento, de nuevo me volví a mi lecho de ortigas, para tomar nuevas resoluciones.

Antes hubo un instante transido de oro, de supremo dolor, en que un oblicuo rayo combinó un efecto de azogue, pestañas y celosía, y por el rabo del ojo me pareció ver a mi Alicia asomada al otro lado del espejo (ese límite de lo verdadero, ese vacuo equívoco de lo deseado, que presupone algo tras él), desde el que me devolvió el mohín, como si fuese ella quien realmente veía un espectro.

Y saliéndome de la casa a la hora en que brujas desuellan el sol, rameras descorren cortinas y murciélagos fatigan el aire, comencé la ejecución, en el espacio tridimensional, de lo planteado aquella tarde en el reino mental. Después que hube arrastrado su cuerpo entre mis seis patas hasta debajo de su balcón, comprobé que sobre éste se cernía el ventano del desván. Tomé una gruesa soga y, más por gusto de comprobar el ánimo que alentaba el tesón de la chiquilla, que por verme en la hermosa postura del Ángel Anunciador, la deslicé desde la buharda, de forma que, bien amarrada por un cabo a la fornida pata de un viejo armario, quedara el otro pendiente, presto para el descenso, sobre los dinteles de su ventana, cuyo frontoncillo serviría de escabel a mi pie en esta primera tentativa de una larga serie experimental bien programada, hasta la perpetración del pecado definitivo. Después que hube comprobado que el sistema resistía mis setenta quilos, me retiré de nuevo al ataúd de mi aposento, en espera a que los mochuelos me dieran la señal. Por decirlo en términos corrientes, me estaba metiendo en un buen lío.

De dónde obtuve este tesón, sólo Dios lo sabe, pues mi madre me concibió sin ganas y por capricho del azar una dulce noche de junio. Porque a pesar de los remedios de botica, quedó grávida de mí, y a duras penas permitió que el feto alterase su entonces impecable carrocería femenina, y esto a requerimiento de su marido y padre mío, al que debo la vida, como ves. Fue, pues, mi padre quien defendió el progreso de mi preciosa existencia intrauterina, aduciendo entonces variadas estupideces sobre el orgullo de la estirpe imperecedera, y no sé cuántas otras vaguedades sobre la propia perpetuación en los apellidos.

Y esto mientras la consorte oponía razones poderosas que yo entonces no entendí, como que «la pobre criatura nacerá bajo el signo de Piscis».

Todo lo cual me fue manifestado en el mismo orden en que lo narro, según llegaban a mis infelices oídos las rociadas de mi madre, cuyo cloqueo, en animada discusión con su marido (hace de esto diez años), inundó la intimidad de la alcoba matrimonial y, desgraciadamente para mí, la casa entera.

Si yo supiera que estas páginas van a ser leídas en voz alta, dentro del lecho conyugal y cercano el concúbito, lector o lectora que me escuchas, en secreto te revelaría más cosas. Pero no lo haré, por no perturbar el corazón de los párvulos, pues sé que la lectura de este libro será obligatoria en las escuelas. Aunque si me detengo en tópicos de poco interés, tú, lector, tienes la culpa. Comenzaré diciendo cómo bebí de un trago aquella ponzoña salida de la boca materna («tú lo quisiste, tú tienes la culpa», ella se dirigía a mi padre, refiriéndose a mi nacimiento, que aunque muchacho bien lo comprendí), y sentí todo el tedio de los días, para emplear unos términos en que indignación, cólera, asco y odio, aparezcan expresados en una fórmula ligeramente poética. Busqué cómo olvidar todo aquello, pero no hubo manera, pues siempre mi pensamiento tornaba a lo mismo con redoblada violencia, y di en regoldar aquellas palabras muchas noches. Esto me decidió a que el primer crimen del último vástago de mi ilustre familia, mancillara el vástago, la familia, el apellido de la estirpe y la estirpe misma. Por lo que, para comenzar, pregunté a mi madre cuál era el árbol que tío A. había plantado cuando nació Lía. Pero dejemos esto para más adelante.

Mañana, Lía despertará en el lugar donde dicen que tienen las almas morada inquebrantable, pues nunca la agitan vientos, ni la inundan lluvias, ni la cubren nieves invernales, sino que un purísimo espacio la rodea, sin nubes, circundado de brillante resplandor, donde los dioses inmortales gozan de perdurable dicha. Pobre niña desamparada, débil flor. Tú sabrás, desde allá, bendecir la mano que te arrancó de este lodazal para trasplantarte.

Creo que ya hablamos, lectores, de la muerte no lejana del padre de Lía, tío A., de quien tan repetidas veces murmuró mi madre, desenterrándole las entrañas con su largo pico y enterrándole la fama, por no sé qué naderías administrativas que no se deben tener en cuenta. De la madre de Lía poco sabría decir. Solamente que murió también, víctima de una intoxicación progresiva de barbitúricos. Para entonces aquella dama vivía ya alejada de su marido por motivos que desconozco. Y asegura la lengua de mi madre que, al cabo, dio en el pecado que llaman bestialidad, al compartir su vida con un gigantesco minino que sabía consolarla. Y se dijo que tales tensiones e histerias llegó a sufrir la desdichada en aquellos excesos gatunos, que una noche se vio precisada la malandante a pedir ayuda al servicio médico de urgencia, con gran oprobio para la familia, pues si ignominioso resultaba para nuestra encumbrada estirpe que se airease el inconfesable pecado de la pariente, imagínense los lectores lo engorroso de la situación cuando mi sodomítica tía tuvo que ser conducida a la clínica con el gato puesto.

Pero veo que mi pluma se desvía del vericueto principal en cuanto hallo una sublime figura. A los que me habéis seguido hasta aquí, en el decurso de este relato apartado de la vulgar opinión, os daré a saber qué papel desempeñaron en esta historia inmortal la malicia de las muchachas que a Narciso le dieron ocasión de ejercitar la suya, aparte de la de Lía, que ya conocemos. De muy otra manera se hubiera mostrado conmigo aquella niña carnosa, de oscura tez y ojos delincuentes: Calíope (creo que anteriormente tratamos de ella), la amable y malograda Calíope, que se entregaba al primer novillo desconsolado que encontrara en el pastizal.

De faz serena y placentera como la luna llena, Calíope poseía un cuerpo proporcionado de carnes, boca dulce como el botón de mostaza, piel cálida y tierna, ojos brillantes, bien recortados y rojizos en sus ángulos, como los de esos cervatillos interpretados por Snyders, y a todos daba a probar las pomas maduras de sus senos. Calíope caminaba con la nobleza de la leona, y emitía con su garganta una voz grave, algo sibilante y musical, con el mismo acento que el pavo real. De pronto llamea en un golpe de pasión y no pide siquiera que capotes el automóvil. Se abre en canal, te clava las uñas y no ahoga el gemido que hace venir a los guardias. Entre rejas, mientras papá te gira la fianza, aún relames el regusto de su boca, que tiene un cierto dejo de almendras amargas, como el jugo que, en primavera, mana de las sienes del elefante, a creer al poeta Kalidasa.

Adivino que no escapas, lector, a la tentación de pensar que soy un vulgar maníaco. Mas hagamos a un lado las formalidades y digamos con Job que la juventud, la gallardía, las muchas riquezas, el capricho y la imprudencia, son cosas que separadas predisponen al atrevimiento. ¡Cuánto más las cinco juntas!

Un atardecer, Calíope, en diminuto vestido de chapitas metálicas, llegó a mi alcoba. Y cuando terminó de embadurnar con su lápiz labial la testuz de cabro alpino que reposa sobre mi mesa de trabajo, le invité a terminar la fiesta en el cenador. Y ella danzó para mí en la cama turca donde, esta noche, Lía entrega su alma, contorsionando, hasta la angustia, aquel su cuerpo artísticamente embadurnado con pintura fosforescente en figuras de flores, mariposas, astros, caracolas. Ah, lectoras mías, de vosotras trata el libro de la Provechosa Enseñanza, cuando dice que ni con regalos, ni con halagos, ni con sinceridad, ni con vigilancia, ni con razones, ni con castigos, se logra honestidad en las mujeres. Pero no nos vayamos por las ramas. La serie de corchetes que abrochaban por detrás la veste metálica de mi complaciente danzarina, fueron cediendo, actuados delicada y progresivamente por sus manos, con las pausas e insinuaciones oportunas. Hasta que, en un momento dado, cuando el cimbreo tocaba los lindes de la extenuación, desprendió de su cuerpo la prenda, y la arrojó a mis manos (mis manos frías, las plaquitas calientes), dejando patente aquellas superficies palpitantes que gozaban de iluminación fuera de concurso, con signos zodiacales, estrellas y serpientes, plasmados por nadie sabe qué caprichoso especialista del criptotatuaje. Todo patente y pintado, excepto su sexo, debo decirlo sencillamente, velado pudorosamente por una rosita artificial color salmón, mientras su boca emitía un sonido retumbante, como la caída de gruesas gotas de lluvia, expresado en el rítmico tap, tap, producido por sus labios.

Confesaré, sin avergonzarme, que acabé a mordiscos con la rosita salmón (pues las reglas de los sutras son aplicables tan largo tiempo como mediana sea la pasión, mas una vez puesta la rueda del amor en movimiento, ya no hay sutras ni reglas), no sin antes haber dado esponja a todo aquel pringue multicolor, hasta devolver el bronce natural a la escultura. Estuvo quieta como una perrilla presumida, para venir más tarde, con su avidez acostumbrada, a cobrar mi favor y su trofeo.

Estas travesuras fueron pequeñas y baratas, pues mucha cantidad de hacienda costaron a mis padres otras doncellas que por debilidad forcé. No pido que me declaréis inocente. Escupid sobre mi tumba, patead mi cadáver y marchaos tranquilamente. No va con vosotros lo que diré: que el hombre superior no se separa de su propósito ni por la animadversión de sus ciudadanos, ni por las amenazas de un tirano imperioso. Por eso tendí la soga sobre los balcones de Lía. Y ahora, para que regales tu curiosidad con el morboso goce de poder establecer la cronología exacta de estos acontecimientos (no estoy tan borracho como piensas, viejo lector) te diré que la locura que sigue tuvo lugar la noche siguiente de la primera hégira nocturna de Lía, llamémosle así, oh creyentes. Es la noche que corresponde a la jornada en que la pequeña arpía promulgó, durante su primer desayuno en familia, la frase amenazante (no repito aquí otra vez su enunciado, por ser de todos sobradamente conocido) cuyo cumplimiento exacto la conducirá al panteón familiar, y cuya cáustica insinuación fue título sobrado para que el pudor de mi madre se condujera con tal presteza y funcionalidad que mandara a los eunucos del palacio atornillar «in-me-dia-ta-men-te», en las jambas de acceso a la cámara virginal, un grueso cerrojo de palastro.

Golpetearon los martillos en su puerta toda la mañana, de prisa, como si afuera hubiera peste. Y antes del almuerzo se le rindieron las nuevas llaves, únicas, rutilantes, envidiables.

A media tarde sonaron los cerrojos y la sentí sobre mi techo, como un palpitante tesoro, más vivo cuanto más hermética la caja de caudales. Canturreó, bostezó, hojeó revistas. ¿Qué más? Ah, sí. También le oí rasguear la pluma sobre un duro papel tela (el contenido de sus trazos resolutos lo sabremos a su tiempo), le oí probarse organdíes, cepillarse la melena al sol, frotarse el tobillo contra la pantorrilla, ahuecar los mofletes frente al espejo… torcer primorosamente el hociquito (no me importa repetirme)…

No aguanté más. Rogué a Perímedes y a Euríloco que me taponaran los oídos con cera y me atasen con sogas a la cama, para no precipitarme tras aquel intoxicante deleite. Esos sueños rugosos, mutables, multiplicados por espejos, donde hay ogros y párvulos, boas y gorriones, guadañas voraces y florecitas que hablan, me bailaron por los sesos con machaconería de gran cuerpo de ballet interpretando una fuga.

Sólo al morir la tarde abandoné mi cripta, emergí de mis niveles inferiores de existencia e inicié meticulosamente los atroces preparativos con la negra presencia en la punta de los dedos, con el podrido tumor de justificaciones en la cabeza con que el verdugo, que juguetea con las conjugaciones «degollar» y «ajusticiar», repasa su maletín de útiles para la ejecución.

Y a esto venía lo que dejamos antes. ¿Qué le mueve al muchacho Narciso a allanar, en plena noche, de nuevo, el habitáculo de la virgencilla? ¿Qué ventajas pueden seguirse para el obstinado que lucha ciegamente contra la adversidad? ¿Qué propósitos, qué ocultos empeños impelían, etcétera? Orden, niños, orden. Bien hacéis en preguntar, pues antes de poner el pie en campos ignotos importa investigar el vario influjo del cielo y los vientos dominantes. Aunque me traéis a la memoria muchos males que aquella noche padecí, responderé con detalle.

Mi propósito inmediato-próximo consistía primordialmente en llevar a término ese capricho romántico de irrumpir en la alcoba de una doncella dormida, a través de una ventana entreabierta exclusivamente por fines higiénicos (leído en «Higiene y Vida», manual práctico de los colegios elegantes), lo cual encomia implícitamente Virgilio cuando suspira: «Oh, una y mil veces afortunados rústicos si estimar supieran los bienes de los que gozan».

Mi propósito próximo-remoto perseguía ejercitar en su cuerpo ese apetito que todos conocemos (pero que, al cabo, tan fácilmente hastía, y cansa de lo que se buscó con tanto anhelo y solicitud) en el que no me gusta hacer hincapié.

Pero mi propósito remoto-remoto estribaba en algo más analítico, más inspirado, más incisivo, ¿cómo lo diré? ¡Más genial! (Advierta el lector el esfuerzo que me cuesta adaptar mi lenguaje al público de cualquier edad). Veamos. El monstruo persigue, por cualquier medio, comprobar definitivamente el índice de tenacidad mental de la bestezuela y su disposición para cumplir una amenaza públicamente proferida en el transcurso de un desayuno familiar, pocas horas antes, a saber (lo diré otra vez porque esto es importante), ella se precipitaría al solitario cenador, y pasaría allí el resto de la noche como protesta tácita, en el momento en que el osado hominicaco, amparado por el velo de la noche, o incurriendo en agravante de nocturnidad, para decirlo en términos legales, se atreviera a pisar el aposento virginal.

Ya la luna entre celajes sonríe tras el frondoso arabesco, pingüe está el pomar, denso de fantasmas, y los vinos suavísimos. Dulces los sueños caerán de lo alto en racimos compactos mientras alguien te dice: «Anda, hijo, y toda la agreste juventud vaya contigo». Pero no ensayemos danzas, ni entonemos canciones, que ni el padre de los faunos adivina lo que la luna oculta mudando de semblante.

Como en un poema de Li Po, el aullido del perro guardián estremecía los corpulentos olmos, y una nube de ceniza velaba el rostro femenino del astro (complicado quizá por mano de genio oscuro en este feo asunto) cuando Narciso emplazó el complicado telescopio de su desafío en los macizos de bungavillas, frente a la ventana de la arisca, para comprobar:

1. Cuándo la víctima, despojada de su manto de reina, apagaba la luz y se tendía en el lecho del estupro.

Y 2. Si todavía su espíritu rebelde se mantenía sumiso a las instrucciones de «Higiene y Vida», dejando entreabiertos los batientes de la ventana. El degenerado, acogido a la sosegada impunidad con que se obra en los sueños, ponía una nota de vivido carmín en la noche apagada, metiendo entre las bambalinas encendidos sentimientos en los que un Destino Compasivo (quizás) hubiera dispuesto que los pliegues de un ansioso morro porcino se alimentaran de una tierna oreja, ceremonia previa a la definitiva inmersión en la prenda rosada, cálida, viva y rota, quieta, muy quieta, plácidamente tensada, levemente convulsa y jadeante (según el ritual completo de los tratados), facilitando así el trasiego, vientre a vientre, del dulce veneno.

Comprendo que no debiera seguir adelante en esta narración de recuerdos vulgares, que a nadie interesan. Pero no cierres aquí el libro, lector generoso, pues seré sucinto y lo diré sin rodeos para llegar pronto al final, pues no es mi intención abusar de tu tiempo, ni gravar tu tolerancia con detalles inútiles. Aunque sería dichoso si mis reservadas indicaciones (dignas de ser pregonadas desde una de esas cátedras en que beben los precursores) me valieran el respeto del lector en esta materia. Conozco hombres que alguna vez han jugado con la oreja de su amor, y al no arrancarle de primeras el zureo a la pichona, abandonan aquel incomparable pabelloncito, atribuyéndole carencia de sensibilidad. ¡Lamentable! puesto que la estimulación adecuada de tales cartílagos es uno de los más críticos factores que contribuyen a excitarla, y esos mariposeos propedeúticos no se deben descuidar.

Entretenido en aquellos y semejantes pensamientos, la medianoche volcó alguna tinta sobre mi negra espera, impaciente de ver si se extinguía el cuadrángulo de luz de la alcoba deseada (ella estaría ya desnuda y presta, leyendo cuentos, o repasando su carta; diré su última carta, ya que estamos metidos en concisiones), hasta que por fin la tiniebla se hizo sobre el marco entreabierto en una media sonrisa invitatoria (permitidme, en este momento, alguna pedantería) cuando ya la aguja del depósito de mi estoicismo marcaba el cero. Devoré a paso gimnástico los cuatro pisos, por la escalera de servicio, hasta alcanzar el cielo del caserón. Y pocos minutos más tarde, el atleta, ganado el alero, se cernía suspendido de una gruesa soga, sobre el vano de la estancia. Y allí, ¿embeleñada?, ¿muerta?, ¿fingidamente dormida?, los contornos carnosos de su cuerpo apenas velado por una túnica griega, los delgados muslos al aire y los labios entreabiertos, ella. Sus pómulos, sus hombros, sus rodillas, al resplandor de la luna adquirían la densidad y el ángel de la plata antigua. Joven lascivo que me lees, alma falta de freno. No te cuides ahora en remover en tus entrañas los rijos de este extravío, sino apura conmigo la copa de mi desdicha. Y postrado de rodillas inventé un nuevo dios para adorarlo en aquella hornacina barrosa del triángulo ensortijado que se insinuaba en el centro de la gasa. Y allí mismo, a despecho de Calimaco («las promesas de un enamorado no llegan a los oídos de los Dioses», Epigramas, 27), juré que ella acabaría o transportada en mi ardiente barca o en la del gélido Caronte. Lo que venía a decir, en otras palabras, que si ella cumplía con lo de irse a dormir al cenador, lo haría para siempre en aquel apartado lugar.

Jura, jura, irascible Narciso, por los despojos yertos de tu familia, o por los callados luceros de la húmeda noche, por el firmamento todo o por los demonios sempiternos, que de ti se ríen las Ninfas, y Cupido aguza, socarrón, sus flechas en los duros corazones. Y aunque te metas en pieles de lobo para asustar a las niñas, no harás temblar a una sola de sus madres, porque eres indeciso y cobarde.

Junto al lago estuvo mi boca seca varios siglos sin beber. Porque cuantas veces inclinaba mis labios, otras tantas se disipaba el estero, oh Tántalo amigo, que un genio maligno desecaba. Pero seré breve. Terminé aplicando mis labios temblorosos, miembros del Tribunal, a los suyos dormidos, en un beso de juguete.

Muchachos que me escucháis. No intentéis jamás llevar a cabo empresa parecida. Ella, sin siquiera tomarse la molestia de mirar quién la besaba, gritó, sí, gritó como la noche precedente. Mas aunque hombres y bueyes a porfía, con asiduo afán hendieran los abismos, o ánades malvados y grullas horadaran el vientre de un recién nacido, harían estrago menos fiero. Creo que debo omitir lo que murmuré en aquel momento. Reconozco que un beso en el sueño puede pecar de impertinencia, y un sobresalto siempre es fastidioso. Pero creo no excederme al reputar de desproporcionada (por un beso en el sueño, por un sobresalto fastidioso) la pantomima que vais a presenciar, cuidadosamente provocada por aquella loca, no tan loca, que sabía qué hacer para irritarme, conociendo que mi alma, insensible al menosprecio, no lo es al ruido. Pero como creo que no debo extenderme mucho en esto, te ofreceré simplemente una docena de instantáneas tomadas al azar durante la fiesta.

1. Lía aullando. Muy fotogénica. Puede apreciarse, a simple vista, la notoria pulcritud, regularidad y perfecto estado de todas las piezas de sus arcos dentarios.

2. Un anciano mayordomo, en mangas de camisa, y mi padre, en bata de seda, que empuña una escopeta, ambos enmarcados en el quicio de la puerta que acaban de derribar a culatazos. Detrás, mi madre, despeinada y con los ojos desorbitados. Al fondo, otros fámulos que han acudido a la voz de mi amada. Adviértase cómo una de las domésticas sonríe, visiblemente divertida, sin duda por festejar de alguna manera el improvisado jolgorio.

3. Lía, la boca cerrada, observa de reojo la carga de los arcabuceros, que ya invaden el interior de la caverna, con ojos de chimpancé desconcertado por no saber qué otro animal ha podido exacerbar de aquella manera a la chimpanza.

   Debo dejar dicho que la niña acabó de graznar cuando vio que ya habían acudido a su llamado las fuerzas vivas del castillo. Esto no resultaría sospechoso si, en el próximo cuadro, no tuviéramos ocasión de ver cómo la joven bufa urde y representa a la perfección el conocido número del recatado desvanecimiento femenino por un insoportable agravio, a cuyo ensayo el resto de la tropa respondió satisfactoriamente, como podremos apreciar a continuación.

4. Veámosla desmayada. Pretende expresarse en un lenguaje para el que la Naturaleza no le ha dotado. Antes de derrumbarse en su fingida catalepsia, la taimada ha puesto buen esmero en arreglar su camisa de noche, de forma que sus preciosos muslos, pretendidamente desnudos durante la escena precedente, a los ojos del ávido intruso (por más desesperarle) quedan ahora decorosamente velados.

5. Deudos y siervos, dentro ya del tubo de ensayo, forman parte del preparado corrosivo que, a su tiempo, deberá ser concienzudamente vertido por la dueña de la casa en la oreja del joven degenerado. Reparad en la princesa, sobre el lecho que ocupa el centro de la estancia, espiritualmente sincopizada. Mientras, en su derredor, lacayos y cortesanas la contemplan, con ademán entre espantado y divertido ellas, ellos con ánimo codicioso y ardor impúdico, quier acariciando la repolluda mama de la niña inerte, quier con lascivo proyecto lamiendo las caderas infantiles, quier haciendo presa en el vientre pubescente con ojo inyectado, uno con sonrisa torva, otro con torpe ademán, otro con labio procaz, todos, pronunciados en favor del amor profano, con salaz baba, que quien mide aceite, las manos se unta.

5. Gustó mi padre, como sabes, darme una madre solícita. Hela aquí, en primer plano, atenta y comprensiva, como siempre, cuyos notables actos de virtud, en toda suerte de municipales exhibiciones benéficas y contubernios de caridad pública son por toda la comarca comentados. Mas porque tales hechos no sean agraviados por el tosco rasgo de mi turbia pluma teñida en la sangrientalidad, los remitiré al silencio.

7. Aquí la tenemos, de espaldas y agachada (sus amplios cuartos traseros orientados al espectador), aplicando su frasco de alcalí alcanforado a las narices de la joven primera actriz, que ya ha iniciado el consabido parpadeo de recuperación, aunque todavía tiene los puños apretados.

8. Ahora vemos al tenor cómico, el de la escopeta, transverberando a su propio hijo con la mirada. El viejo, como veis, responde al papel asignado en este sainete: padre airado pero digno ante el muchacho descarriado. Adviértase, a modo de curiosidad clínica, el belfo superior de ambos, proyectado hacia adelante por el resorte neurovibrátil que en situaciones embarazosas afecta a los individuos de la cepa masculina de esta familia.

9. Lía, una capa verde sobre su ropa de dormir, inicia su peregrinaje al cenador, en cumplimiento de un voto solemne. Acerquémonos un poco más. Todavía su boca disuelve el caramelo del triunfo en una media sonrisa supremamente infamante. Aun así, no deploro haberme transformado muchas veces en sol y en agua y en pétalo guardado entre las hojas de su libro predilecto para que me aspirara. Porque, en las tardes plomizas, era yo, diluido en lluvia, la gota fresca que le entraba por el cuello de la camisa, y yo, hecho tacita de desayuno, lo que ella se llevaba a los labios con el café matutino.

10. El aria correría a carga de mi madre. El resto del reparto y los comparsas habían abandonado la escena. No os perdáis este expresivo primer plano de la diva que, los registros de trompetería abiertos, ataca brillantemente desde las primeras modulaciones, punteando el seis por ocho, en pos del do supremo.

11. Detalle de la posición de su boca y su lengua de alta fidelidad.

12. La soprano ha levado anclas y circunnavega en sonoro periplo. Finalmente, sin dejar de sostener el do alcanzado, la virtuosa vuelve grupas y emprende pesadamente el mutis, mientras el discípulo aprende con la mirada recogida. Silenciaré lo que al colono hace avisado cuando los días comienzan a ser breves y el calor menguante, o cuando furiosos bajan los cielos sobre el frágil vástago de la humilde cebada. Ni diré las veces que vi el furioso galopar de un ejército de vientos que, con nuevos turbiones, se avienen a alimentar el horizonte, y desatada la etérea cumbre, cae desplomada en líquida sonante pesadumbre sobre los sembrados cuyas zanjas nítidas, fábrica de paciencia y esperanza humanas, henchidas por las aguas, al punto desaparecen.

¿Qué sucesión de sentimientos y sensaciones fueron provocando aquellos estímulos sensoriales que discurrieron el resto de la noche por los nudos intestinales de Narciso el Caído? Incomprensión, intolerancia, incoordinación, inadaptabilidad, incapacitación.

¿Qué fragmentos de frases quedaron registradas en el dictáfono de los senos frontales del desdichado? Cuídate mucho de. Vas a terminar con nosotros. El arrepentimiento es la aurora de la virtud (Cristina de Suecia). Insano afán de. Vaya con el mocoso este.

¿Qué imágenes evocaron estos acordes heteróclitos en el magnetoscopio de su vejiga biliar? Una astilla clavada entre las uñas, una tarántula en la mano de un niño, etc. En fin; allí se me retiró el saludo y, casi, la herencia. Me encontraba a dos pasos de no ser nadie en aquella casa.

Lector imparcial, Lía va a morir dentro de una hora, o habrá muerto ya. Son las seis y cuarto de la mañana y el ventanal no vaticina los calores de otros días, ni hoy canta la tierna prole de los amables nidos en sus altas mansiones, partícipe de mis dichas. Se presiente madrugada de pálidos espectros, la galerna azota los cristales, lágrimas vivas suda el marfil, y mi ratón pide agua. Dios mío, hablan los brutos. Pues he aquí que confundidas están las nociones de vicio y virtud. Las ciudades, rotos los pactos, entre sí se hieren. El mundo entero es campo de batalla. De manera que, extendiéndose la lucha hasta el interior de los mortales, es teatro de encendida contienda el hombre todo, el cuerpo contra el mismo cuerpo, el alma contra el alma y ambos entre sí. Pues en lo físico combaten los humores y lo destemplan, y en el alma los apetitos contienden con los apetitos, y las pasiones se atropellan mutuamente.

Me sorprendo una y otra vez empujando a mis padres al proscenio. Si en algún momento algo sucio de ellos se me escapa de la pluma, es porque, al pronto, estoy tratando de decir algo sucio de mí mismo. Y pues aún vais a soportar alguna locura de este perdido, haceos al caso de que os halláis delante del feo producto de la ovulación imprevista de cierta hija de una conocida pareja de la pantalla (muchos automóviles, muchos caballos, muchos pañuelos de seda al viento, mucha sonrisa de gratitud a las fundas de porcelana), y del interés de un hombre de alta rama genealógica, que revienta si no echa un brote. Y por una inusitada secreción tubárica (no es raro ver a Naturaleza revelándose contra Botica), las partes conformes, fui echado a la encrucijada de este mundo, desgracia que mi madre achacó a la blandura de mi padre. Quizá me reproche alguna lectora que nos apartamos mucho del estilo de Tibulo si volvemos a decir aquí que quien mal concibe mal pare, pero me ilusiona recalcarlo.

Único pimpollo de tan ilustre consorcio, gocé de la protección de todos, excepto del calor de mis padres y de la compañía de los otros (llamémosles «semejantes») de mi edad. De ahí que, desde mi más tierna infancia, empezara en solitario a embellecer mis primeros ocios con manipulaciones indecorosas, como guerrero que comienza a afilar su herramienta. Mi madre había levantado mi horóscopo prediciendo que yo resultaría, por fuerza, misántropo y asesino, ya que vería la luz bajo el signo zodiacal apodado «de las enemistades». Me precipité sobre un Breviario Astrológico y devoré el artículo Piscis, «en cuya morada menudean los venenos, los asesinatos y las muertes violentas». Mi planeta regente, Saturno, «triste y frío por naturaleza, ejerce influjo predominante en los viejos y anacoréticos». Prometo escribir otro volumen sobre mi suicidio.

No me crió mi madre a sus tetas, como de otros niños se sabe, ni me sustentaron las de otra mujer, sino a polvos y química, quizá por evitar (así lo pienso) que tomara yo excesivo gusto en ellas. Pues aseguran los psicólogos que el niño adquiere, ya desde los primeros meses, aquellos hábitos y prácticas que regirán ulteriormente su conducta. Tampoco le gustó a mi madre prodigarme muchos besos y caricias, quizá porque, como dicen, si se soban demasiado los crios, crecen desmirriados y negligentes. Diré que no hubo, en mi nacimiento, señales celestes o sueños proféticos de que yo había de ser un famoso malhechor, como se cuenta de otros eminentes nacidos. Crecí como niño declarado «muy feliz», en un mundo agobiante de abuhadas nodrizas, blancos hoteles playeros, perros lanudos y cariñosos, pulcros conjuntos de franela-piqué, tafetán-muselina, tarlatana-guipur, brillantes libros de hadas y esbeltas institutrices de diversas nacionalidades (diversas lenguas maternas) todas ellas algo tristes de semblante, pero de muy buena traza, que aunque niño, bien notaba aquello. Mi garganta fue atenazada durante años por toda suerte de cuellecitos almidonados.

No me detendré en subrayar que todas las personas que giraban en torno a mis bucles plateados (mi madre ordenó que me metieran tenacillas en el áspero cabello) se desvivieron por acariciarme, agasajarme y mostrarme su adhesión de alguna manera con sonoros besos, gratuitas caricias y selectos productos de confitería, que mis ayas prohibían a mi estómago por higiene, no así al suyo. En las ocasiones en que no sabía comportarme, todos me objetaban con un simple «te pones muy feo», excepto mi madre que apostillaba, «como un niño de la calle», por lo que desde mis primeros días reputé en poco a mis semejantes de la calle.

Por fin se me impone una desagradable tarea que vengo soslayando desde las primeras páginas: mis tías. Pero no debéis alarmaros. Yo tampoco las soportaré un capítulo.

Por parte de mamá, hija única, no había tías, sólo tío A. Pero papá era el único varón de nueve alumbramientos. Recibí el excedente de cariño de todas ellas, que abrían sus macizas compuertas de ternura nada más verme: dos solteras, una viuda prematura (tiíta Flor), una «pobre coja» y cuatro casadas, dos de ellas estériles y otras dos con un «tristemente insatisfechas» clavado en la espalda por mi madre, que no sabe pisar los excelsos umbrales de la crueldad sin embozarse en integérminos tonos de compasión.

¡Cómo las detesté desde mis pañales!

Tía Lucila (estéril) no tenía nada que decirme, pero no se abstenía de demostrármelo con palabras.

Tía Camelia (insatisfecha), en cambio, nunca se acercaba a festejarme, excepto cuando el chófer de mi madre (un muchacho llamado Westmiller o Weismuller) me paseaba en sus brazos de trapecista bajo los robles; ella volaba entonces a babosearme la comisura de los labios con unos besos mantecosos que no iban exactamente destinados a mí.

Tía Plácida (soltera, cabellos en cascada, diadema principesca, anillo-relicario estilo Borgia) me ponía en la boca unos bombones que yo siempre escupí por temor a que estuviesen envenenados.

Tía Juana de Arco (poliomielitis) me amenazaba con ahorcase cuando yo me negaba a enviarle un besito por el aire, como un bajel microscópico, algodonoso, fletado con un soplo desde las puntas de mis dedos (y renqueaba hasta una silla para colgarse de la lámpara del techo, simulando un suicidio que me arrancaba palmadas de júbilo).

Tía Esmeralda (soltera, un velo por la cara, un colmillo de oro, un mentón picudo), que se derrengaba intentando aplacar mi llanto con su sonrisa, cuando su sonrisa era precisamente lo que suscitaba en mí aquella irreprimible necesidad de gritar.

Tía Paloma (estéril), que para saludar y despedirse atacaba a todo el mundo con una inclemente racha de besos inexorables. ¡Qué escalofrío imperecedero conservo aún en las mejillas!

Pronto quedaron atrás los sonajeros, los imperdibles punzantes, los tiesos fajitos de hule y el mortificante «proceso lógico» del sarampión, sin dejar en mi memoria una huella más durable que la fugaz estremezón que sobrevive en los raíles al paso del tren. Y quizás el breve túnel de la pubertad no me hubiera parecido tan largo, tan humoso, tan ensordecedor, si en mi confortable vagón no se hubieran instalado mis tías a un almuerzo de domingo, a un julepe de lunes, a un tricot de martes, a un paseo de miércoles, a un «teatro leído» de viernes, y a una repostería de sábado (donde se plastecían los ponzoñosos pastelillos del domingo).

¿Y el jueves? Diré que ése podía haber sido un bendito día: el jueves descansaba la farándula, el jueves se respetaba la intimidad de la dueña de la casa… pero el jueves se franqueaban las puertas a un nervioso profesor de piano que trataba de salvar el inmenso abismo que separaba a mi madre de Chopin.

Dos necrologías de la época.

Un viento de meningococos barrió al General de Intendencia Amador Tarín, cuyas hazañas de guerra no desviaron el torrente de la Historia. De esta manera, tiíta Flor (la Generala Flor G. de Tarín, 32 años, medias oscuras, traje de chaqueta) pasó a ser dichosa pensionista, y las inclemencias de diez inviernos aún no han sido para marchitar los laureles de hojalata del pequeño mausoleo (tamaño matrimonial), donde las cenizas del General aguardan a las de la Generala. No se crea que el epitafio reproducido a continuación es un puro capricho de mi pérfido buril, y que sólo corresponde a una verdad simbólica.

A mi fiel Amador,

que en diez años de

matrimonio, duerme

por primera vez fuera

de casa, su esposa Flor.

R. I. P.

También por aquellos días quedó en el camino alguien que desistió de seguir envejeciendo, alguien que nunca se soltó las trenzas de colegiala, y que, a ese no querer representar su edad, contribuía su excesivo optimismo: Tía Juana de Arco (¿la recuerdas atrapando «besitos air mail» con una soga al cuello, en lo alto de una silla?), que se casó con un acróbata-cómico confiando ser amada al margen de su dinero, y se colgó (se colgó de verdad) con la esperanza de que alguien cortara la cuerda.

Mi adolescencia fue menos brillante e igualmente turbadora. Transcurrieron mis estériles horas puberales a la sombra de gruesos volúmenes grecolatinos y compendios de química (ingenio e industria), y otras disciplinas altisonantes, siempre al amparo de ilustres preceptores sifilíticos, dómines pedantes y tutores que atendían con extraño placer a la voz de «pedagogo» y «preceptor».

Fue por aquel entonces, antes quizá, cuando comprobé por primera vez la placentera reacción de algunas partes de mi cuerpo a determinados estímulos de unos fascículos de La Biblia en Imágenes (Lámina VII, las hijas de Lot. Lámina XV, Judit seduce a Holofernes. Lámina XXI, El baño de Susana. Lámina LXII, Salomón y la negra Sulamita).

Es de saber que entré en la pubertad alto de cuerpo, pulcro de maneras, timorato de espíritu y frescos los novísimos (Muerte, Juicio, Infierno o Gloria, aprendidos en este orden). Pero pronto me torné en sucio, deshonesto en el mirar y goloso en el comer. Este trueque, mis padres lo atribuyeron a cierto prematuro desliz que conocerán quienes no deseen dejarme de la mano, y que relataré seguidamente, más por ofrecer datos al sociólogo que holganza al licencioso.

¿Pero nos alejará mucho de nuestro objetivo si antes nos remontamos, de una manera sucinta, por los eslabones de esta cadena que ya me atenaza, para presentar lo que en el Código Penal se llaman «antecedentes»?

Para intentar una reconstrucción exacta de mis primeros gambitos, diré que sobre el damero de entonces estaban el rey Salomón de los grabados, y una sirvienta negra, que no dudé en llamarla Sulamita (véase lámina LXII de la Biblia en Imágenes), y una sirvienta blanca, y una noche negra, y una luna blanca, y un peón aventurado.

El caso es, interesado lector, que la negra Sulamita dormía en un aposento algo apartado, que daba a la cara posterior del edificio, cercano a las cocheras, para estar al tanto de los que por aquella puerta pudieran entrar o salir. El desvelado muchacho (a quien la chica, por otra parte, miraba con muy buenos ojos, pues los guiñaba y sonreía al paso del chiquillo) ardió en curiosidad por muchos meses, sin hallar sosiego ni de día ni de noche. Al principio, poco sagaz y nada discursivo, buscaba el niño ocasiones para ver las tripas al juguete, atisbando por ventanas y cerraduras.

En la alcoba de Sulamita no se prendían las bombillas, pero un sordo bullicio, parecido al que levanta una camada de cachorros disputándose las tetillas, me advertía de su presencia por la noche. Mecido en la elástica malla de susurros, de jadeos y risitas, quedaba el pequeño Narciso dormido a su puerta, enroscado en el felpudo, como esos animalitos tristes imaginados por Andersen. Pero misteriosamente llevado por algunos brazos cuidadosos, a la mañana siguiente despertaba Narciso entre sus cuentos de niño y sus redomas de brujo, para esperar la noche con un ataque de hipo ansioso, y volver a precipitarse a través del dilatado muro de sombras que le separaba de los perritos y las tetillas, y dormirse allí de nuevo y amanecer en su lecho, otra vez transportado por las hadas.

Hasta que una limpia noche de insomnio precoz, en que acudí simplemente a acurrucarme en su esterilla (ya no conciliaba el sueño de otra forma), el ojo de la cerradura me brindó un rayo de luna. A pesar de que lo contemplado allí no puede creerse, me tomaré la molestia de presentar un boceto «coherente» (si hemos de evitar la palabra «verosímil»):

Hay un pálido disco de plata en la ventana y una estremezón de tilos, y una hermosa negra pintándose bigotes y fumándose una pipa cuyos hornos le ubican las pupilas bajo un ala de cuervo, no, de un sombrero irisado (un sombrero de mi padre) que rueda por el piso cuando ella se derrumba en la cama; hay una negra mano (¿la suya propia?, ¿la que le prestan mis deseos?) que le arranca los botones de una casaca galoneada (la casaca de Westmiller o Weismuller) y le amasa la gelatina de los pechos; y hay, al fin, un trepar a los cimacios del cabecero y cabalgarlo entre las piernas calzadas con botas de goma (las botas del jardinero), y un definitivo abrazo con la almohada, sacando de la garganta voces de hombre: «puta, puta»; y voces de mujer: «más, más»; de hombre: «puta maldita»; y de mujer: «así, asííí».

Todo vibró, giró, chirrió por un instante, en el que aún me recuerdo haciendo lo que dice Marcial que hacían los guardias frigios detrás de la puerta, cuando escuchaban los placenteros gemidos de Andrómaca en los brazos de Héctor.

Sulamita duró cinco lunas más (las conté tachando los días inhábiles en un calendario, con la febril congoja del explorador perseguido por antropófagos, que se abre paso en la selva con un machete). Creí llegado mi fin cuando, tras un par de días tormentosos y con una flecha atravesada de mala manera en el vientre, hallé el campamento sin luna, ni hechizos, ni reina negra.

Mas, oh amiguitos. Paso por alto mi conversación con un geniecillo materializado en uno de mis amargos lagrimones, para apresurarme a narraros cómo, al poco tiempo, vino a ocupar el claro del bosque una reina blanca, graciosa y desenvuelta, bastante mayor que yo, para mi edad de entonces (apenas si había yo cumplido los catorce), que aunque algo desaliñada de ademanes traía siempre muy bonita cara, y un cuerpo que la prontitud de mi notable entendimiento lo intuyó delirantemente apetitoso: rincones de chocolate, grutas de mazapán y colinas de merengue rematadas por guindas escarchadas.

¿Por qué se llamaba Eva? Hay nombres camaleónicos, que se te adaptan al alma, desde el bautismo, como unos guantes.

El ir y venir de la nueva camarera con los platos y las fuentes, abría el apetito. Aquella primera noche cené pensando en el ojo de la cerradura, en los grabados bíblicos (Lámina I), en las mil sugeridoras maneras de pronunciar aquel nombre deslizante que ya era de por sí un susurro: Eva-vea­-ave-vae-ev­-ea-e-a-v… Ella puso delante de mí el frutero, con manos sonrosadas, obsequiosas, que me parecieron casi impuras. Pero no pudo decirse que hallé propiamente las tres patas del enigma, hasta que la sonriente emisaria de la Esfinge (alada y mofletuda), no me alargó una de aquellas cautivadoras manzanas.

No hay más que decir que el muchacho, después de cenar, reptó hasta detrás de las cortinas del aposento codiciado, en espera a que apareciese la mujer y se desnudase ante sus ojos, para mirarla en redondo, y, así satisfecho, volverse luego a la cama. Porque quien quiera toparse a su gusto con mujer (¡he aquí la solución al jeroglífico del frutero, las manos, la sonrisa, el nombre y las estampas!) debe hacerse culebra y obrar como tal, pues las mujeres heredaron de Eva su disposición a compartir el rancho con la serpiente.

Bien ajeno estaba el chiquillo a lo que le había de suceder, boquiabierto tras el cortinaje, viendo el rigor y parsimonia que la lagarta ponía en despojarse de sus adornos, desabotonándose, descorriendo cremalleras, destrabando corchetes, desprendiéndose de las cáscaras y caparazones. Entornaba ella los párpados, de vez en vez, que es ésta muy ordinaria treta de mujeres, y relajaba los miembros con anhélitos, con vaivenes de cabeza y contorsiones del tronco y caderas, mostrándose ahora de espaldas, ahora de frente, parándose, cuando solamente le faltaban por soltar las piezas de lencería, y mirando hacia la cortina. ¿Qué razones eran estas para no entender?, ¿qué cabo para no tirar?, ¿qué lazo para no caer?

Ya se veía el tierno e inocente pajarillo despedazado de dos zarpazos. Pero en esta coyuntura la chica le hizo un ademán con la mano, ordenándole que se acercara, a lo que el muchachito, temeroso y obediente, rindió el entendimiento, abandonando el escondite. Me vi por fin, cara a cara con La Lujuria. Más que mirarme me palpó con los ojos y, sin más dilación (vean los lectores qué duro trance para el infeliz), se desnudó y ordenó que yo hiciera lo mismo, y obedecí pensando: no hay servidumbre que no tenga luces para decretar, ni dueño que no abone su tributo a la esclavitud.

Aún recuerdo a Eva macerándome en silencio con su variado repertorio de posturas, volviéndome una y otra vez como a un pescadito en la sartén. Era una de esas Máquinas de Cariño que hay que admirar, pero a la que entonces no otorgué otra admiración que la que me inspiraba el caballo de Atila.

Cuando la evoco en su elasticidad de contorsionista, vibrando como una epiléptica (aún me parece tenerla delante y detrás, arriba y abajo, dentro y fuera), sólo puedo explicar mi llanto de aquella noche (ya su primer empellón me arrancó un gesto de probar vinagre, que ella bebió de mis labios con salaz succión) por la sensación de peligro que a los niños les despiertan las situaciones nuevas.

No es mi intención, comprensivos lectores, hacer catequesis de aquel desvarío. Pero no puedo menos de anotar que allí recibí mi primera lección práctica de zoología y botánica a un tiempo, con su rudo vaivén acoplado a mis temblores, y su cariño a mis turbadas lágrimas (con las que quizá yo quería indicar que se apiadara de mí, pues mi materia de entonces era muy frágil) mientras su boca de ternera buscaba entre mis rodillas (no lo diré con rodeos) la última gotita de mi plausible desahogo.

Luego me despidió, quedando desgreñada y satisfecha. Y yo cautivo. Digo esto, porque, tras mi bautismo de carne, acudieron noche tras noches mis miembros a participar de la venusíaca ceremonia, a la que ella siempre accedía gustosa y oficiaba muda, excepto algún día que alabó mi trabajo diciéndome algo así como que yo le recordaba a mi padre, o al suyo. En resolución, diré, honestos lectores, que al fin tuvo que abandonar la chica nuestra casa porque, al decir de mi madre, «era una muchacha que se daba muy poca maña para las cosas manuales».

Durante aquella etapa de mi adiestramiento para la batalla de la vida, practiqué el tiro con arco y la esgrima (precisión y fuerza de voluntad, muchachos), con profesionales de la especialidad, todos unos presumidos castrados. Más adelante me instruí en los rudimentos del arte de solfear, con una de mis más abnegadas institutrices ninfómanas: Mademoiselle Bruyantorgasme. Pero no nos desviemos de nuestro propósito. Transcurrió, pues, mi adolescencia (y ahora recapitulo) en la penumbra, entre el adiestramiento físico, el psitacismo de las lecciones y alguna que otra nueva ilustración venérea por parte de alguno de mis más celosos tutores. Y como los años iban dándome más vigor, robustez, gusto y entendimiento para desear todo linaje de enredos, me inicié en muchos ardides y mañas extravagantes que inventaba mi ociosidad y que no se cuentan en las vidas de famosos ahorcados.

Y ahora que sabes casi todo de mí, termínenos el cuento. Ved cómo Lía abandona la casa precipitadamente, cómo atraviesa el jardín, cómo aplasta unos macizos de lilas a su paso, cómo la brisa nocturna hincha los lienzos de su ropa de dormir, y con ella la verde envoltura de su abrigo, en la rampa de la plateada ladera. Y cómo yo, remachadas las protuberancias del rostro por el martillo verbal de mi madre, me salí al bosque. Sentado en la yerba, al amparo de sauces amigos, abracé mis rodillas para meditar. Y en la cómoda postura intrauterina, hacia la que tiende irremediablemente el hombre que medita, que llora, que duerme o que defeca, dediqué al asunto Lía el quinto de mis innumerables insomnios.

Allí tomé la resolución de irrumpir de nuevo en su sueño y, una de dos (quedó uncida a mi mente la diabólica disyuntiva que un sátiro turbio se encargó de canturreármela a la oreja durante el resto de aquella mala velada bajo el sauce, «una de dos, una de dos», repetía en mí el geniecillo nauseabundo): o la desdichada accede aunque no sea más que a una simple caricia de mi mano, o deberá precipitarse una y otra vez en el apartado lecho del cenador, donde morirá sofocada por la crispada mano de su propia testarudez.

Inobjetable planteamiento, lógica espeluznante, consecuente decisión. Porque también a veces convino incendiar los estériles campos, y con bulliciosa llama hacer arder el rastrojo seco. Y también la mies se corta, la mies rubia, y en lo recio del sol se trilla en la era el seco grano.

Soy consciente de que, cuando un relato de crímenes ha doblado ya el último recodo de la intriga y se precipita hacia un relampagueante final, un buen fabulador no debe meterse a explicar cómo su meticuloso protagonista prometió no ingerir alimento, como los grandes místicos, hasta no reafirmarse en su decisión, ni a decir que ello era razón, porque el discurrir pide silencio y quietud, y la digestión se hace con gran estruendo y alboroto (por eso Platón loa que el Creador hiciera apartado el estómago del cerebro en tanta distancia), levantando muchos vapores que enturbian las figuras y raciocinios. No. Un buen literato no lo haría. Pero no es el propósito de esta historia divertir, sino aliviar de culpa el alma de un borracho.

La mañana la pasé bajo llave en mi guarida, abriendo en canal mis motivos, bombeando argumentos, mutilando ápendices inútiles, achicando los discursos inundados de ternura. Y mis visceras ensangrentadas, a pedazos pendían ya del techo, cuando alguien que arrastraba los pies (posiblemente el viejo mayordomo), deslizó un mensaje por debajo de la puerta.

Rosado y diminuto, el sobre exhibía trazos de colegiala en su época de desgaire. En la línea superior, en solitario, la preposición «para», y debajo mi nombre, remolcando sus dos ilustres apellidos, en mayúsculas, precedidos del epígrafe «señor» en letra redondilla (me gustaría que lo vieras, lector). Más abajo, un «de parte de» (aquí su horrible apodo de pila, con rabos deliciosamente despatarrados). Y cerca del ángulo inferior derecho, entre las orejeras de un descomunal paréntesis, «entréguese en propia mano», detalle al que no atendió el eunuco. De una uñada rompí los siete sellos, bebí un trago de una substancia verde que me hinchó la joroba, y un regüeldo sepulcral, que era una salva, anunció la fiesta:

«Querido primo». (Oh, me llama querido, la cínica).

Debo hacer notar a mis jueces que el encabezamiento es casi lo único que recuerdo textualmente, ya que no me dio tiempo a repasar el contenido de la cuartilla, puesto que, tras la primera lectura, me apresuré a despedazarla con los dientes, a convertirla en unos fragmentos fugaces que succionó el vórtice del sifón de mi letrina. El sobre (ya muy manchado), lo único que de ella conscientemente conservé conmigo, está aquí, junto al montón de papeles garrapateados.

La epístola estaba redactada en los términos que, poco más o menos, y sin orden riguroso, reconstruyo a continuación:

«Pésame darte nuevas de tan poco gusto para ambos, pero eres muy tonto si crees que existe alguien en el mundo que pueda mancillar la flor de mi pureza ¡¡¡antes me muero!!! y menos un muchacho lascivo, pecador y que, por ser mi primo, ni siquiera puede conducirme con él al altar. Se despide con un beso muy largo, tu prima».

En atención a la escrupulosa veracidad de este nimio pasaje corresponde aquilatar que así como lo de «flor de pureza» es un añadido de mi cosecha, te juro que las expresiones «mancillar», «muchacho lascivo» y «conducirme al altar» permanecen fieles al texto.

Aun a riesgo de sucumbir a cierta retórica fácil, impropia de mi estilo; aun a riesgo de mostrarme manoteando torpemente en las ciénagas de la debilidad; aun a riesgo de liquidar en un momento, ante los ojos de mis lectoras, un bronce de mí mismo, labrado con lento trabajo, cuyo pedestal de barro ya no me sostiene, no ocultaré por más tiempo que quedé entre consternado y ofendido, como ya habréis adivinado. ¿Por qué aquel «muy tonto»? ¿Por qué un «antes me muero» con tres puntos de admiración? ¿Y por qué, sobre todo, un beso precisamente «muy largo»? ¡¡¡Misterios del corazón femenino!!!

Sabe el Cielo que hice lo imposible por encararme al Destino, por desviarlo, por torcerlo, pero es una barra de hierro más fuerte que cualquiera de los músculos de la voluntad. Y tras tirar de la cadena, lloré. Anótenlo así los taquígrafos de la sala.

Atardecía, ay, cuando opté por dar muerte a la huérfana, si reincidía en lo del cenador. «¿Una piedra cae sobre una jarra? ¡Pobre jarra! ¿Una jarra cae sobre una piedra? ¡Pobre jarra!» dice el Talmud. Pero ya es tarde para lamentarse.

Si algo más quieres saber de Lía antes de que la entierre definitivamente, te diré, lector meticuloso, que conservaba en el área lumbar unos lunares, como nuestro abuelo, que decía haber sido, en reencarnaciones anteriores, mariquita de los siete puntos. Del cuerpo de mi prima me gustaba todo: sus pulmones de esponja, sus mucosas blandas, sus agallas transparentes. Era el acertado fruto de tío A.(del que tan poco sabemos, salvo que hurgó en ciertos yacimientos de la familia, pisó el Polo Magnético y murió de una enfermedad muy parecida a la glosopeda) y de una encantadora dama que desapareció sin dejar más noticia de su vida que el engorroso asunto del gato, y su paso por la alcoba del plantígrado. Pero Lía, honestas damas que a vuestras sobrinas desaconsejáis la lectura de este práctico devocionario, al parecer no gozaba de acceso a lo carnal. Dicho de otra manera y para que me entiendan los escolares, Lía, queridos alumnos, era criptógama.

Muchas veces, en los tres días subsiguientes (estudio, aridez y desazón), cayeron sobre mi estanque de bencina los recuerdos incendiados de los insólitos «deleites caliopescos». Mi última voluntad es que esta expresión quede en la Academia. Calíope y yo consumimos, abrazados en el fondo de la barca a la deriva (sólo el ojo de la gaviota captó los pormenores), todas las variaciones de las rutas costeras, abrimos nuevos senderos en la intrincada vegetación montaraz (en varias ocasiones probé su sabrosa sangre en los rasguños de sus piernas, y directamente de su yugular el día que fue mordida por una araña en el cuello y yo tuve que extraer el veneno con mi trompa nerviosa), deslizamos nuestros cuerpos por las hendeduras de las rocas, verificamos los caminos forestales del país y anidamos las altas peñas, su cabeza desprendida del tronco y tirada en mi hombro, una pata, caprichosa, extraviada de mi vientre boscoso. Insaciable degustadora de cualquier savia viril, Calíope sorbía cada tarde (un latido del plumón de su sien, un vaho rosa-púrpura en el horizonte) el jugo de mi boca, con litúrgica devoción. Y tras recibir mi primer sondeo al que se hacía sobradamente acreedora (qué brusco corrimiento de tierra y qué coletazo), entraba en letargo mientras los desconcertados pececitos de mis dedos remontaban alocadamente el turbión de mi impaciencia.

Mi intención, con exponer esto, es que comprendas, lector adulto, mi asfixia sentimental de aquella triple jornada en soledad. Y me temo que, vosotros, los niños, no sigáis bien este difícil curso de acontecimientos. Por lo tanto, para vosotros haré un breve extracto de los sucesos más sobresalientes acontecidos desde el momento en que me dejasteis en la letrina con la mano en la palanca de la bomba de agua.

Tras la catarata del inodoro, en la mitad de la tarde de aquel nefasto ocho de agosto (ciño el recuerdo con tentáculo firme), se desató sobre las frágiles cervices de los habitantes de la mansión maldita un temporal de lluvias y truenos que, al parecer, duraron hasta la madrugada (el crótalo estuvo muy borracho aquella noche para advertirlo), según explicaba la huérfana en el jardín a sus tíos durante el desayuno. «Horribles truenos», «horribles relámpagos», «terrible lluvia», llegaban las aclaraciones de la chiquilla por la ventana entreabierta del sórdido gabinete del doctor Narciso, cuyo cerebro rudimentario, sumergido en los abismos del Tomo VI (Látex tóxico y acción farmacológica) de la Enciclopedia de Botánica Medicamentosa, Stuttgart, 1905, calculaba la más espeluznante maquinación botánica. Y cuando el carro portador de la aurora de doradas trenzas franqueaba los umbrales del noveno día de agosto, Narciso, que no había mudado de propósito, abandonó el cubil por primera vez tras su letargo triduano, para tomar el teléfono y encargar, en un lejano vivero, diez infernales retoños del género Hippomane Mancinella.

Del resto de aquellos tres días nadie supo nada, excepto que el informe animal se paseaba descalzo, semidesnudo y con los cabellos en desorden, al decir de las bellas sirvientas que, cada mañana y cada tarde, acudían con el alimento al inmundo invernáculo, donde eran pellizcadas en los pechos por el reptil, que repetía sin cesar en voz baja «quid me, stulta, dentes captas ledere /omne assuevi ferrum quae corrodere?»[2] tras lo cual ellas se daban precipitadamente a la fuga, afectando corbetas y emitiendo débiles relinchos.

Advirtamos, antes de proseguir, que hubo alguna discrepancia entre mis padres, sobre la manera de cómo se había de llevar a cabo mi educación. Y así, mientras mi madre opinaba, con entonados timbres, que sería para mí de gran provecho que me asentaran la mano los instructores para quitarme la simpleza, porque mejor me familiarizara con las asperezas de la existencia y pudiera valerme por mí en esta corrompida sociedad de brutos animales, mi padre optaba por el buen conteniente, el tono bajo y reposado, y el semblante comprensivo y solemne. Y mientras mi hacedora me imponía purgatorio por lo malo, mi padre pasaba esto por alto y daba premio a cualquiera de mis gracias.

Para que conozcáis la poca didáctica del método, pondré el caso que me sucedió no hace mucho. Pretendía mi madre que durante el decurso estival, no pasara las noches fuera de la finca, sentenciando que mis largas ausencias eran la raíz de mi depravación. De aquí que me advirtiera seriamente que, si desobedecía en aquello, mi bolsa no sólo no percibiría, por el resto de la temporada, más dinero de su mano, sino que sufriría el castigo llamado «pena pecuniaria» por los pedagogos modernos. De otra suerte, mi padre se ofreció a llenarme la cartera, si accedía a dar de lado a una frágil criaturilla, pálida, afilada y pelirroja, con moños de abubilla, que desvirgué aquel verano. Era hija de una antigua amante de papá (una esponjosa soprano de mucho fuelle), en cuyo fruto pelirrojo, al decir de sensatas lenguas, él tuvo alguna parte. Como un dios griego, el viejo no perdía oportunidad de procurarse descendencia.

Una vez vi a la señora. ¡Qué mujer superior! Su alma inestable, empero, apenas se ocultaba bajo unas mechas de pelo azul, unos plastones de colorete, unos inciertos rabos de rimmel y un rojo de labios manejado en su cara por un arrebato de Van Gogh.

Un segundo para situar la ocasión, el marco, la atmósfera. Nada importante. El mortal convencionalismo de los entornos increíbles: un chófer de color que aguarda, una terraza florida de club hípico, una salpicadura de sol en el morro de ese automóvil que corta el viento con una figurita que parece volar aunque el vehículo esté parado.

Sorbía de la misma paja que papá. Aunque no desvió la mirada al apretarme la mano, aunque no tiró del escote al adivinarme los mil ojos, su nerviosa manera de no hacerlo subrayó un perdido estado de inocencia: sus labios eran más un aparato de señales procaces que un accesorio del tubo digestivo.

Consigno estos cuatro detalles vagos, que no son sino pinceladas de bulto, para mejor encuadrar el objeto que nos interesa: junto a ellos (agarrada a otra pajita), toda lazos, toda estímulos, toda sorbos de limonada, estaba su hija, o, si lo prefieres, mi hermana. No se explica cómo de aquella espesa pareja de comanches pudo haber salido Pluma Ligera.

El resto me pareció menos una conquista que la fantasía de una conquista. Ella misma me pidió ambiguamente que la llevara a «donde están los caballos» (se refería a los garañones), y no torné sin haberle hecho partícipe de ese dulce juego en el que (si hemos de creer a los poetas hindúes) el impudor es un adorno, el arañazo un homenaje, el mordisco un solaz y el comedimiento un crimen. La devolví con las mejillas como ascuas y los moños en desorden. Su madre me favoreció con una sonrisa, y despedí a la señora palmeándole la nalga (una manera de explicarle que no estaba equivocada respecto a mí), gesto que ofendió mucho a mi padre.

Accedí a soltar a la abubilla sólo para cobrar el dinero con que pagar las multas que mi madre me imponía por mis eclipses. Apenas cometeré una leve exageración si oso decir que no la eché en falta. La adornaban la discreción, cierto olfato para distinguir mis evanescentes estados de ánimo y una rara lealtad de jenízaro, pero en punto a belleza era palpablemente inferior al arco iris.

Aquel mismo verano rompí con Calíope, cuyo pequeño cráneo cansado (vuelvo a lo mismo, su fantasma me resulta de una objetividad particular en estos días que trato asuntos de ultratumba) buscaba siempre reposo en la sima de mis ingles, y allí se rendía a las oscuras predilecciones del caprichoso Onán.

«Me gustan los ositos como tú», me decía. Yo nunca respondía nada. Me limitaba a hacer emigrar con sencillez una de mis callosas extremidades hacia su vientre y pasear las yemas de mis cien dedos por el despeñadero, con afectada falta de entusiasmo, caricias frías que ella acogía con un runruneo tan reconocido que le valía una más amplia serie de tocamientos surtidos. De todas formas, cultivaba un aire de agotamiento desmadejado, especialmente después que paseábamos a caballo (los dos sobre la misma grupa, como imaginaste), o corríamos hasta las rocas (siempre ella en mi persecución), o copulábamos en mi sarcófago.

Se apartaba con una mano, de las sienes húmedas, la desorganizada melena, y escondía los ojitos debajo de las cejas, para almibarar el entusiasmo, del que yo fui único destinatario y consumidor ferviente, instrumento y receptáculo, sujeto y objeto. Ay, aquella continua necesidad de acariciar, sonreír, languidecer, reposar, desfallecer y resurgir. Después del almuerzo, mi estómago servía siempre de almohadilla para su cabeza seccionada, y se dormía con las manos cautivas en mi juguete. De esta manera transcurrió el verano en que la conocí, la poseí y la perdí para siempre, como dicen las cupletistas.

Y ahora vengamos al día once en que, transcurridas aquellas jornadas de retiro y estudio en solitario que ya conoces, encargué los letales arbustos. Pero antes quise dar una última oportunidad de regeneración a Lía. Por lo que, cuando rayó el alba que da consuelo a los mortales, alegría a la campiña, alborozo a los pájaros y nuevo júbilo a las fieras, salté del lecho, me lamí las zarpas y bajé al jardín, para acercarme al tamarindo que amparaba el desayuno campal del enemigo. Besé la mejilla de mi madre y tomé asiento frente a mi prima, tras haber concedido una venia a mi padre y una sonrisa ladeada a la chiquilla, imprimiendo a mi cabeza un ligero vaivén entre amenazante y cariñoso. Y con esto di por cancelada, de momento, toda comunicación con el medio ambiente. De forma que, ajeno a cualquier otra realidad que se apartara del estático rostro de la bella desayunándose con montañas de jalea de grosella, ingerí lo mío. En el iluminado rostro de la niña bailan sombras abigarradas, y ráfagas de brisa marina hacen tintinear las copas. Cuando por un instante levanté la mirada, aprecié en la porcelana plomiza de sus ojos, que llovían flores.

Consumida su parte de refrigerio, Lía se levantó de la mesa, saludó a todos, y yo salí tras ella silbando, dando cabriolas, caminando a la pata coja. Pero perded cuidado, amigos. Nada importante quedará sin registrar por vuestra computadora.

  1. Sandalias frescas (cintas blancas de lona, dos de las cuales, en zigzag, se aventuran pantorrilla arriba).
  2. Vestido vaporoso (listas verticales en rojo, azul y blanco, botones de cerámica), ligero (dos tirantes sobre los ambarinos hombros), muy corto (muslos de baquelita dorada), pegado al cuerpo por el nordeste (nalga, cadera y costado izquierdo), punto de donde ahora llega la brisa, y henchido, ay, en la otra parte, por la acción de los mismos vientos.

La tomé de un brazo y si, ante el atrayente abismo, no me hubiesen advertido mis ángeles del horrible peligro en el que estaba a punto de precipitarme, la hubiera besado, antes de decirle que leí su carta, que estaba contrito… Pero ella, de un tirón se liberó de mi presa para llamarme puerco (oh, aún trascendía su aliento a grosellas). Después, escupió en el suelo, paseó por los jirones de mi alma su mirada despectiva y me dedicó uno de sus más expresivos respingos. Necio, me dije, que no mudan su sentencia de súbito los dioses.

Pasaron los cuatro el resto de la mañana en la playa: La madre (contemplación), bajo la sombra de los toldos, sumergida en el colorido ficticio de los reportajes gráficos. El padre (deporte) ensayando la carrera (un erguido trote de avestruz) a lo largo del litoral. La sobrina (helioterapía), en posición decúbito-supina, expuesta plácidamente a la acción de los benéficos rayos solares. Y el despreciable renacuajo de la familia (neuro­glandulomaquia) abandonado a la humedad de una profunda gruta natural, durmiendo espasmódicamente, pues un pequeño golpe, dijo Ovidio, es suficiente para romper lo que ya ha sido resquebrajado. Y durante aquellas horas meridianas del once de agosto (esto sucedió hace sólo cuatro efímeras jornadas y ya me parece que han pasado cuatro centurias) deglutí la idea de que jamás podría incluir en mi órbita a la pequeña, ni tampoco incorporarme yo, de alguna manera, a su rígido sistema.

Cuantos criminales me honran con su lectura conocen muy bien ese ciego desahogo de los impulsos (W. von Henting, Der Triebhafte Charakter, cap. IV: Zum Problem der Antriebe und Triebenergetik des Menschen) que nunca termina de fraguarse en total alivio o en total desdicha. A la primera impresión de cautelosa angustia, pronto se agregan otras: la de indiferencia primero, la de desesperación después, la de lo inextricablemente sublime, la de lo irrisoriamente insensato. Una duda es un ratón arrojado al laberinto del cerebro, cuya arquitectura está pensada para confundir. A buen seguro que la intrincada simetría de sus circunvoluciones se halla perversamente subordinada a ese fin. ¿Se me creerá (por mucho que lo repita) que, impulsado por un sincero amor, mi propia determinación de matarla me afectó hasta las lágrimas?

A partir de aquel momento dejé de pensar. Ya no me dolía en ninguna parte. Con recogimiento de cisterciense repasaba cada una de las piezas, mejoraba los ajustes de mi propio hallazgo.

Fueron mis días siguientes como los del ave que, aunque sola, canta dulcísimas canciones al alba, peina sus alas y pule el pico en el nudo de la rama, y por la tarde levanta sus notas de amor al viento. Seguí almorzando con los míos en el jardín, blandiendo como única arma mi locuaz mutismo que todos respetaron respondiéndome en el mismo lenguaje, salvo la bruja de mi prima que cacareó más que nunca, debatiendo la conveniencia de adoptar un sistema métrico dodecimal, juego coloquial que más respondía a mi mutismo cuanto que era la más estéril conversación que podría hallarse, en el que entraron a participar animadamente mi padre y mi madre (tengo la rara habilidad de advertir la imperceptible huella de lo maligno en las comisuras de sus ojos), cuestiones que, en definitiva, poco importaban al viejo, y de las que, por otra parte, las otras dos sabandijas demostraron no tener ni idea, y que maldita gracia hacían mayormente a mi madre, insaciable devoradora de chismes locales y hábil especialista en desolladuras y contumelias. Ya oigo que os silba la lengua, lectoras mías, aunque no fue mi propósito detenerme en esta cuestión de apariencia marginal para comprobarlo.

Y sería la media tarde (ya para entonces se había distendido el sensible cabello de los higrómetros, ya espesas condensaciones habían corrompido el cielo, y a mí me habían crecido un par de enormes alas negras) cuando me remonté a la arista del tejado, con el pico impasible orientado hacia el lugar de donde tenían que venir los instrumentos del crimen: diez macetones cuajados de infernales arbustos Hippomanes, cuyas esencias volatilizadas son capaces de hospitalizar a un gorila que sesteara un rato a su sombra.

Pensé solapar algunos pormenores presintiendo vuestra pregunta: «¿Por qué estarán tan empeñados los literatos en persuadirnos de que alguien mata por amor?» Hacéis muy bien en reputar en poco mi talento para el crimen; hacéis muy bien en no creer una palabra de esta clase de historias donde alguien, embarcado en la insabible empresa de adorar, termina matando; hacéis muy bien, pero los hechos (que no niego infestados de pesadillas, para los que quizá no tenga sino imágenes aproximadas, de los que alguna vez traicioné su simultaneidad, desdoblándolos en descripciones sucesivas, pero sólo por ineptitud de la expresión articulada), los hechos sucedieron literalmente de la nítida forma en que los narro.

Besé a mis diez mudos cómplices al declinar la tarde y, herido el sol por las sombras levantadas del ocaso, ya formaban fila a la puerta del cenador, junto con los otros inofensivos vegetales del jardín. Sólo me restaba, pues, perfilar los pormenores del plan, dos detalles de escasa importancia, pero dignos de saberse:

  1. Fijar los movimientos de la huraña, asegurando la constancia de sus reacciones ante un mismo estímulo. De suerte que, y ahora venimos a la práctica, un simple toque de mis nudillos en la puerta de su alcoba durante las horas de la noche bastara para que la perrilla saltase al cenador, lo que un psicólogo llamaría «imbuición de reflejos condicionados». La experiencia daría comienzo aquella misma noche del duodécimo día de agosto, y no me supondría mayor trabajo (diré que sólo bastaron tres ensayos) pues su orgullosa palabra empeñada suplió al látigo del domador.
  2. Y esperar a que llegara la primera noche destemplada del mes (hoy, hoy, lectores míos), para introducir en el cenador los diez delicados vástagos, muy susceptibles, cuando jóvenes, al viento, al agua y a las variaciones térmicas.

Resguardar de la crudeza unos delicados arbustos. ¿No hubiéramos hecho nosotros lo mismo? ¡Hurtarlos a la garra voraz de los hielos! ¡Este fue realmente el «nefando móvil» que impulsó a mi defendido, en la noche de autos, a ponerlos a cubierto en el caldeado cenador, un recinto de construcción ligera (nogal y vidrio), calafateado por septentrión, con cuatro ventanas abiertas al sur! Su constructor algo sabía de vientos: de las frías rachas continentales y del invernal aquilón. Prueba de ello es que la víctima eligió aquel resguardado, llamémosle «cuasi-invernadero», para refugiarse precisamente allí la primera noche desapacible de un verano que ya declinaba. ¿Puede dudarse de que esas generosas manos (aquí la Defensa señalará al Acusado sorprendido en reproducir una crispación de dedos sobre las sienes, no, así no, no es oportuno arrancarse los cabellos), esas Manos de Niño Asustado, que se desvelaron por aquellos arbolitos, se teñirían en la sangre de su prima-hermana? Quien así lo crea, puede comenzar a despreciarse…

Dejo a mi elocuente defensor el cuidado de confundir a los autores de aquella «inicua sospecha», mientras me precipito a desvelaros lo que os resta por saber: cómo la tarde, en espeso bochorno, se cerró ayer sobre mi vibrante y amargo propósito; cómo la plateada tormenta que venía cociéndose allá, en los desvanes del firmamento, estalló sobre el caserón como una bonita bomba japonesa cuajada de golosinas y confeti; y cómo el híspido ogro volvió a franquear la sagrada cueva, cuyos cerrojos de bronce habían sido desgajados por la irrupción de los hunos, en la noche de La Venganza de Crimilda.

Una vez dentro, cerré la puerta con los omoplatos. Aquello era un horno y olía a violetas. Y en la pantalla de mi recuerdo se encendieron las figuras del pasado: ella y yo en el ardiente instante rural, la tarde de nuestro primer día, a caballo, cerca de la fronda, como dos arbustos gemelos, como dos inseparables macizos de madreselva, que nacieron juntos… Oh, entonces, la creí casi poseída (hoy diría «casi salvada»).

No es mi propósito hacerme gravoso (perdóname, lector, estoy muy borracho), pero antes quiero reponer para ti la vieja secuencia, a cámara lenta, quizá por mi renovado afán de justificarme. ¿Recordáis, amigos? Un ocaso campestre, una ansiedad en acción (manojos de fantasmas pendientes de mis dedos) y una mano que inicia la exploración de los insólitos terrenos vírgenes. La princesa sentenciada (escena retrospectiva que, como ves, esta noche proyecto por segunda vez sobre la imagen de su cadáver), en un principio se limitó a seguir respirando con normalidad. Fue cuando mis equipos de reconocimiento se entretuvieron, por una fracción de tiempo imperceptible, en detectar, en aquella cálida y convulsa cámara, una insospechada sinfonía de ritmos vasculares en aceleración. Mi mano, esa Mano de Niño Asustado, se posó en su vientre melífero, terso, venenoso, palpitante, fecundo, de abeja reina. Toda su arquitectura se estremeció. Detengamos aquí el proyector. Observad que mi mano, honestamente depositada en la zona media de su estómago, se destaca sobre el blanco lienzo de la vestidura nupcial. No viola ley alguna del decoro, no propasa la línea de las fronteras naturales del terreno, no invade zonas de proscripción, no arrebata todavía el tallo, ni tan siquiera roza con las yemas de sus dedos la fruta prohibida. Ninguna clandestinidad, ninguna contorsión que denuncie lascivia o brusquedad. Sencillamente extendida al abrigo del soportal de los senos nubiles. ¿Pensáis que esto pudo afectar a las cenizas de los difuntos? ¿Suponéis que tales bagatelas pueden perturbar la tranquilidad de las tumbas?

En aquellos recuerdos se entretenía mi ánimo, dentro de la cámara oscura, cuando de súbito se hizo la luz en la alcoba (estaba despierta la picara y sin duda me había visto entrar). Simplemente enfundada en un ligero pijama estampado de florecillas rosadas, amarillas y malvas, pegado al cuerpo por el sudor (ya hice observar que reinaba un calor sofocante en aquel habitáculo hermético), me recibió esbozando una mueca de inteligencia. (Ya no daba últimamente el toque de rebato con su poderoso trompetín). Ensayé un paso en dirección a aquellos labios húmedos, por ver si aún podía redimirla de la calamidad a la que estaba avocada en su obstinación. Pero no. Antes los lobos se unirán con los corderos. De un salto se puso en pie y, envolviendo su cuerpecillo húmedo en la capa verde, voló al cenador bajo la lluvia. No me tientes a describirla: una sultana denigrando la infructuosidad del eunuco que la protege, el salto estelar de una bonita garza que al tigre deja con la zarpa en alto, podían ser imágenes cercanas.

Vedla empaparse de tormenta, menospreciar la cólera de un cielo electrizado. Pensé que una neumonía quizá me hubiese ahorrado el trabajo de matarla. Pero ya la suerte estaba echada: diez verdugos se abrían de brazos en el cenador.

Ahora lamento no haberme explayado a mi gusto en el capítulo «Mis institutrices ninfómanas», para que hubieses conocido a una de las más rotundas antípodas de la señorita Témpano. Me estoy refiriendo a Mademoiselle Bruyantorgasme. ¡Todo un curso de solfeo con mis dos ansiosas manos repletas del bronce resonante de sus pechos de valquiria! Una faceta ambiental: El servilismo de sus deseos jamás se alzó contra la audacia de mi conducta. Una nota psicológica: Las mujeres tienen un modo angelical de no darse cuenta de las familiaridades que los hombres se toman con ellas. Un detalle cronológico: Mlle. Bruyantorgasme tampoco duró mucho tiempo en casa. Una efemérides: lo que para mí aquel dejarse abrir la camisa en el jardín, en el rellano de la escalera, en los rincones del salón, era un instante de tierno abandono, para mi madre constituía «un intolerable atentado contra el pudor». Reflexión final: Todas las acciones sublimes que se salieron de lo ordinario, estuvieron sujetas a torcidas interpretaciones.

Sopórtame un poco más, amigo bibliófilo que acompañas mi larga noche de amargura, y escucha en silencio el final del adagio, si todavía no agoté, con mi despanzurrado estilo, tus reservas de tolerancia. Tocamos el final.

¿Has visto alargarse las sombras, y pardas y opacas tentar al búho para que abandone la oquedad del tronco, el desván maldito, una torre clausurada, un vacío nicho de camposanto? Decíamos que acudí noche tras noche a llamar a su puerta, a cuya señal la autómata corría a refugiarse en el cálido cenador. Pero no debo precipitar aquí mi narración. Hubo otro momento en que mis sentimientos se inclinaron en su favor. Era la mañana de ayer (han transcurrido muy pocas horas desde aquel punto de encrucijada), y yo me encontraba con la pelvis hundida en la fresca arena, cuando la sentenciada pisó mi campo visual. Ella acababa de surgir de la espuma (el agua polarizada en gotitas sobre su piel inobjetable, el agua con virtud de purificación y regeneración), como un Nacimiento de Venus.

Primero se tumbó, luego se revolcó. Más tarde se levantó, corrió y se paseó. Unos pocos granitos de toda aquella arena dorada y tórrida del litoral infinito, lustroso, lavado a diario, se habían adherido a la superficie de sus largas piernas, de sus brazos, de su imposible cuerpecito, pero con especial pertinancia (cuán sugerente detalle), en las zonas donde el tegumento se hace más susceptible a los estímulos táctiles. Fue entonces cuando descubrí en mí que Narciso eficaz, calculador, altanero y atrevido, manda, mientras Narciso metódico, pacífico, piadoso y hacendoso, no va más allá de ser un esclavo atónito sometido al brillante dirigente. En vano incité al pronunciamiento y a la rebelión a mis estratos psíquicos inferiores.

Mi naturaleza de Caballo Ganador se resistía a no ver en su despiadado despego sino una ramplona treta de mujeres. No he dicho que Calíope, la más ferviente de mis idólatras (¿será tarde para confesar que abusé de las licencias poéticas hablando de ella?) el primer día sólo me entregó una mano. Es la pura verdad que alguna vez nadamos juntos; es la pura verdad que la desplomé en mi barca en cuatro días; es la pura verdad que la descubrí, como los piratas, con mi catalejo extensible. Y también hubiera sido la pura verdad si, al decir que la hallé entre las rocas, hubiese añadido que no estaba sola ni desnuda.

Si algunos trazos de aquel viejo apunte (que se insinúa bajo estas raspaduras de palimpsesto) queremos recuperar para nuestro escrupuloso expediente de pruebas referidas a lo escrito (y que hoy no es más que una abstrusa mancha de tinta en papel mojado), sólo nos cabe retroceder otra vez, aunque no sea más que por un instante, hasta el risueño día en que, desconectado el motor, me tumbé a dormir en mi lancha a la deriva.

Cuando desperté de mi siesta neptúnea, eran tres las siluetas femeninas que se recortaban en lo alto de la pequeña escarpadura granate, tan perfectamente aserrada sobre el mar que no parecía verdadera. Al mismo rompiente escénico pertenecían las terrazas de blancas barandillas, única parte visible, desde mi punto de observación, del Hospital Infantil Talasoterápico (antiguo balneario remozado por algún proyectista de Disneylandia: una versión realista de La Casita de Chocolate) que atrapaba niños cancerosos, a cuya lánguida especie pertenecían, sin duda, los tres fantasmas.

Y si un diosecillo regordete y bondadoso, uno de esos juguetones silfos del aire, no le hubiera arrebatado de un soplo la pamela, que voló hacia mí en alas de paja, Calíope no hubiese descendido de su olimpo roqueño. No puedo asegurar que no fuese una visión de alucinado, que aquel momento no existió sino en mi siesta. Porque no eran de esta vida sus manos calzadas con unos finos guantes de abuela (¿una última moda impuesta por una vieja película?) tramados a ganchillo. Y no le restituí la pamela hasta no arrancarle el juramento formal de volver a vernos al día siguiente.

Pasé a recogerla en mi soleado automóvil, donde quedó abandonado el guantecito de su mano izquierda cuando mis labios, que empezaron en las yemas, elevaron la temperatura de los besos en la escalada del brazo, hasta demostrar su sabida predilección por las orejas.

El resto perdería el interés explicado al detalle. Alegó la férrea disciplina en la observancia del horario en los hospitales y desapareció dejando entre mis dedos de avaro la remembranza táctil de una pequeña muestra anticipada del gran tesoro prometido.

¿Qué es lo poco que he querido decir con todo este largo discurso?

Que desde el primer momento supe que aquellos retozos de mi Lía correspondían a ese género de provocaciones calculadas que descubrí en mi Calíope, y que (de lo particular a lo general) es treta de mujeres usar de sus gracias con tal economía que siempre les quede una por descubrir.

Creo que tú, lector y amigo mío, ya no soportas más esta exhaustiva enumeración de lamentos, consideraciones y puntillos sin interés, ni yo sabría proporcionarte nuevos datos (arrastro ya mi mano por estas últimas cuartillas), por lo que aquí termino. Sólo me resta decir que, como preví, esta noche sería de tiempo desapacible, por lo que introduje los arbustos en el cenador y me dirigí después a la madriguera de Lía, llamé a su puerta y la pobre huérfana partió camino de su tumba. Quizá lo hayas intuido hace rato, pero déjame decirlo a mí. No encontré, de cuantas conozco, forma más dulce de matarla.

Hoy pienso que un duendecito corcovado e ingenioso, entre sus intemporales matraces y redomas, con caprichosa mano mezcló y agitó los ingredientes: el hastío, la frialdad, el frenesí masculino, la botánica, la flor de la pureza, la obstinación femenina y un cenador apartado.

A tres minutos de aquí yace muerta. El tóxico gaseoso que los Hippomanes desprenden en la noche, no perdona. «Un lamentable accidente» cuyos entresijos se sabrán algún día, si antes no he destruido este sumario confidencial en un arrebato de prudencia.

Voy en busca de un hacha para talar todos los árboles del jardín. Sólo de esta manera tendré la certeza de haber abatido el que tío A. plantó cuando vino al mundo la que ahora lo abandona.