PICNIC ERÓTICO

Por Màxim

Huerta

A mí la semana se me estaba atragantando. La báscula se había vuelto loca y se empeñaba en marcar más de lo que peso. ¡Más! Decidí meterla bajo la cama arrastrándola con el pie y me volví al baño satisfecho de haber escondido a la miserable cortesana de los kilos. A mí me gusta que me mientan. Que me digan que estoy más guapo, que estoy más brillante, que estoy más delgado, que estoy más maduro, que estoy, en definitiva… mejor. La báscula sobraba en este episodio de mi vida.

Desayuné una tostada de pan con aceite de oliva, uno que tengo de Francesc Bargalló de oliva arbequina y que se obtiene de la primera extracción en frío. Así lo pone en la etiqueta. Uno que está buenísimo y que me hace creer que soy el rey de la dieta mediterránea. Tostada con aceite, café solo fuerte y un poco de jamón dulce enrollado como si fuera a fumármelo en alguna zona prohibida por la ley. Cuando me monté en el ascensor el espejo de cuerpo entero que hace compañía en la soledad de los cinco pisos me dijo que debía dar un paso más en mi relación.

Así fue: «Vamos, chico, adelante, vete a París de fin de semana. Improvisa un capítulo que te haga sentir vivo». Quinto piso. «¿Tú crees que debo irme ya de escapada? Apenas nos conocemos de cuatro fines de semana». Cuarto piso. «Por supuesto, si no arriesgas… qué más te da jugar por una vez a películas francesas, haz una locura…». Tercer piso. «Sería bonito. Los dos. Plan romántico. Desayuno en el Café de Flore de Saint-Germain. Café en Hotel Costes. Comida en Le Bourgogne de Place des Vosges y cena a todo trapo en el Georges Pompidou». Segundo piso. «No seas cursi, por el amor de Dios». Primer piso. «¿Cadaqués?». Planta baja, se abre la puerta, me giro hacia el espejo y me susurra su voz: «Ya me dirás».

Me pasé la mañana imaginando el viaje a la Costa Brava. Es un lugar imposible y poco práctico porque no hay manera de llegar si no es con coche. Había que coger un avión hasta Barcelona y allí alquilar un vehículo hasta mi destino. Muchas horas de trayecto que me servirían, pensaba yo, para ir charlando, preguntando cosas, poniendo música, eligiendo temas de conversación y, sobre todo, callando. Cuando callas y compruebas que no estás incómodo es que la cosa va estupendamente bien. Voilà! Cadaqués.

Y, como diría Bibiana Fernández: «Yo no quiero amor propio, quiero amor ajeno». Así que me lancé con el siguiente sms: «Hola, ve haciendo la maleta, nos vamos este fin de semana fuera de Madrid». Le di a enviar y a cancelar al mismo tiempo. Ni un cariño, ni un beso, ni un te apetece, ni un muak. Nada. Era el peor sms que jamás he escrito. El sms menos romántico de la historia de las parejas españolas y animales. Catorce palabras gélidas sin un puto gesto tierno, afectuoso, cálido, apasionado, enamorado, simpático al menos. Era puro fax de recepcionista. Vamos, al leerlo en frío me pareció que enviaba a mi pareja a hacer maniobras en Beirut. Pero estaba enviado.

Bip, bip. Bandeja de entrada. 1 mensaje recibido.

«¡Perfecto! ¡Vámonos!». Una respuesta enérgica, feliz y con sus acentos y sus admiraciones y todo. Algo muy poco habitual últimamente. El amor te descoloca y los nervios te hacen actuar de la manera más atropellada posible. De hecho, si todo te sale muy ordenado es que no estás enamorado del todo. Ésa es mi teoría. El desenfreno del enamoramiento perturba y desconcierta.

Más relajado y sin perder mi atropello habitual con las parejas, volví a mirar la pantalla del móvil y le di a la tecla de responder. «Qué bien. Te quiero».

Ya sé que no está bien poner te quieros por el móvil, ya sé que es mucho mejor decirlo, que hay que ser menos trasnochado y vivir en el siglo XXI. Que los tequieros deben ser para una cena, un beso o un abrazo intenso a la salida del cine. Porque lo malo de poner un «te quiero» en sms es que te quedas mirando y esperando a que se encienda la pantalla del móvil con su bip, bip correspondiente y leas un «yo también». El riesgo es desesperante y la pantalla de mi iPhone no se encendía ni así la conectaran a la central eléctrica de Cofrentes.

En ese momento de silencio uno hace como que no le importa, como que no hace falta que respondan a todo, como que a lo mejor se le ha acabado la batería del móvil, que le falla la cobertura o que está currándose un sms de esos que van a hacer historia. Ni una cosa ni la otra. Aquello se quedó sin iluminar un sms respuesta. Menos mal que al llegar a casa me besó como si fuera a acabarse el mundo, porque si no… estaría de morros hasta la curva ciento diecisiete de Cadaqués.

Nos quedamos en casa de un amigo que tiene una masía preciosa pegada al mar y en la que he pasado más de una Nochevieja perdiendo la cabeza y el bañador; pero cada vez que vuelvo la casa parece distinta y Cadaqués se muestra diferente. Creo que es un lugar con magia en el que la vida va a otra velocidad, más pausada, más serena. La vida da una tregua cada vez que pones un pie en la terraza que hay frente al casino y te pides una cerveza, otra cerveza, una más… y se hace de noche frente a las barcas. Si en este momento de la lectura estáis empezando a escuchar el susurro de las caracolas y a sentir ese fresquito que siempre da en los atardeceres de los pueblos marineros… estamos ya conectados.

El mar de Cadaqués es una pequeña bahía salpicada de barquitos que emociona por su sencillez. No es una playa de tomar el sol y jugar a castillos, es una playa de nadar y quedarse en la orilla de la cala sobre una tela, armado de cosas para picar y vino con esa poca de luz que hace suave el alcohol y esa música que prepara al amor.

Lo sé, parezco Betty Missiego.

La cama la deshicimos en cuanto llegamos a la casa. Luego abrimos la ventana y dejamos que el aire entrara en el salón. A mí me apetecía bajar a la playa para pasear por la zona de los arcos, donde hay un barcito muy chulo en el que puedes tomarte un vino de media tarde. Pero ya que estaba la cama revuelta y las sábanas pedían guerra nos quedamos una hora más, dos, no recuerdo bien, en la cama revolviendo todo eso que se había quedado atascado en mi mensaje de móvil. Qué más da un te quiero en algunos momentos de pasión y fogosidad mediterránea. La batería del móvil estaba cargada. Y yo también.

La cena no la preparé yo. Elegimos bien. Bueno, dejé que eligiera porque cuando sales te gusta que pidan por ti. Yo me encargué del vino, que para eso he nacido en Utiel y tengo las viñas pegadas a la retina.

Cocina mediterránea cien por cien de l’Empordà. Una ensalada de tomate. Una fritura de pescado del día, sabroso como entrante… Y como plato, un rape con unas patatas y una salsa ligera que no recuerdo muy bien de qué era. Y postre para compartir, un trozo de calabaza asada y un poco de flan de higos.

—Os voy a poner un poco de flan de higos que hacemos aquí en casa.

—No, no, no… Estamos llenísimos. Gracias —insistí varias veces. De nada sirvió. El flan de higos estaba en medio de la mesa con dos cucharillas y una pinta deliciosa.

—Os gusta, ¿eh? —dijo la señora con la sonrisa más sincera y agradecida que he visto en la vida.

—Moltissim —dije con mi punto bilingüe.

Para la comida del día siguiente. En un supermercado, camino del faro de Cadaqués, hice una compra completa. No quiero contar la noche porque me he propuesto en este capítulo hablar de comida. Cuando en una casa hay cama y horno se tiene todo lo necesario. No hay más que decir. La opción «gratinar» te hace triunfar siempre por muy poco que te manejes en la cocina.

MENÚ PICNIC PLAYA DE CADAQUÉS

Ensalada

Una ensalada de lechuga, canónigos, quesito blanco, una manzana, una codorniz en escabeche (lo probé en un restaurante en Madrid y me gustó la idea… podría ser una lata de atún, pero no es lo mismo… el atún sabe a martes y la codorniz a domingo), vinagre de Módena, unas nueces y un puñado de uvas pasas.

Fiambrera costumbrista de toda la vida.

El primer plato que pensé hacer es el que hacía cuando me iba de picnic con mis padres; aquella fiambrera costumbrista que mi madre preparaba para irnos al Saler, una playa de Valencia. Mi madre ponía en una sartén un chorrito de aceite de oliva y unos tomates en conserva casera. Los freía poniendo sal y azúcar; sí, azúcar. El tomate frito debe llevar algo de dulce para que sepa realmente bueno. Luego, en otra sartén freía solomillo y longanizas cortaditas a trozos. Lo juntaba todo, tomate y carne, y listo para la fiambrera. Me acordé de ella aquella mañana. Pero acordarse de una madre cuando tienes un picnic romántico no es lo más indicado para una cita de esas primeras. Si la relación funcionaba pensaba hacerle esa fiambrera costumbrista dentro de unos meses. Así que decidí ponerme muy Ferran Adrià y lanzarme con unas habas a la catalana. Os cuento:

Habas a la catalana:

Necesitamos habas tiernas, panceta fresca, un poco de jamón serrano, dos cebollas, dos tomates, una rama de menta, laurel, romero y lo importante: butifarra negra, butifarra blanca, tocino fresco, aceite y sal. Pues bien, en una cazuela a fuego lento con un poco de aceite se doran el tocino y la panceta cortados en tiras. Cuando toman el color ponemos el jamón cortado en dados, la cebolla y las hierbas aromáticas, y seguidamente el tomate sin piel. Se deja sofreír todo poco a poco, y cuando se evapora el agua que suelta el tomate añadimos las habas. Hummmm… poned algo de pimienta en ese momento. A los quince minutos ya podemos añadir los embutidos cortados en rodajas y echar la sal que veamos. Se deja cocer todo a fuego suave unos minutillos…

Alimenta y es el típico plato que puedes estar picando mientras te bebes un vino tinto del Penedès.

Esqueixada:

Soy muy caprichoso y me puse con una esqueixada suave. Tiene poca dificultad y se hace en diez minutos. Necesitamos bacalao, tomates maduros, una cebolla, aceitunas negras, aceite y pimienta negra. A ver, vamos.

El bacalao es mejor que esté desalado, lo desmenuzas con los dedos en tiras. Se coloca en una fuente y se cubre con cebolla cortada en tiras finas. Añades las aceitunas, mejor sin hueso. Se corta el tomate en trozos irregulares y se pone por encima del bacalao. Añades un poco de pimienta y aliñamos con bastante aceite. Ya está. Yo la dejé en la nevera un ratito para llevármela fresca a la playa.

Pan para mojar

Y un buen pan de pagès entero, redondo, para cortar con un cuchillo en la playa y poder ir mojando en la fiambrera sobre la marcha.

Hojaldre de manzana:

Tenía tantas ganas de sorprender que me puse a hacer un hojaldre de manzana. Compré una masa de hojaldre congelada y puse sobre ella una manzana laminada (la otra la puse en la ensalada), un poco de mantequilla por encima y un puñado de azúcar y canela. Y al horno un ratillo…, Vi un bote de mermelada en la despensa de la casa y aproveché para poner una cucharada por encima, cuando estaba fría, claro. Mi madre me enseñó a hacer una mermelada de urgencia con un zumo de naranja, azúcar, una cucharada de maicena y todo en un cazo a calentar. Se espesa el zumo y queda algo brillante. Al enfriarse, queda como de pastelería. Pero bueno, ya que había mermelada en la alacena, lo tuve fácil. Me quedó fantástica pero decidí guardarla para la tarde en casa, seguro que habría un rato en la noche en el que apetecería tomarnos algo dulce, algo más dulce, mucho más dulce…

Dulce. Ésa es la palabra. Los fines de semana de escapada romántica tienen que ser dulces. Es recomendable compartir un postre con dos cucharillas, es recomendable que haya chocolate con leche en la nevera, es bueno que el entorno sea el mejor.

El móvil lo dejé en la mesa de la cocina, junto a los restos de tarta de manzana, sonando lejos de nosotros. Una escapada romántica —sé que suena cursi hasta el infinito— tiene que ser como obligan en los cines, con los celulares apagados o en silencio absoluto. No vale una llamada en medio de un beso, ni vale actualizar el twitter, ni responder al facebook, ni contestar sms de amigos… No. No, no, no.

Quiero recordar que en la playa pusimos una tela de esas que son medio toalla medio pañuelo en la que colocamos dos platos y el vino. Recomiendo meter en la bolsa dos vasos de plástico —no vayamos a tener un accidente— para brindar, no está de más que lo romántico parezca eso, romántico. No hay que tener miedo a semejarse a un amante almidonado de Jane Austen. Si ama uno, tiene que ponerse gomoso sin llegar a ser lechuguino.

Allí jugaba en casa, yo sé a qué hora se pone el sol y en qué zona de la cala sur se evita la brisa inoportuna y nocturna que refresca tanto que te obliga a salir pitando a casa en busca de abrigo. Era el sitio perfecto. De cine. Como si Almodóvar hubiera preparado un entorno para Penélope y Bardem alejado de fotógrafos. Así que, listo como un zorro británico, saqué de la bolsa un velón blanco para encenderlo entre las piedras con la segunda botella de vino tinto y el segundo cargamento de canciones de Alondra Bentley (recomendada para un momento puesta de sol mediterráneo) y su «Still be there»… Empezamos a besarnos los tres. Alondra y nosotros dos.

Imaginad la escena un segundo. Buena comida, vino bueno, vela, el mar, la música, los besos… Nunca es demasiado. Con música se besa mejor porque al separarte para respirar imaginas que todo es una pantalla de cine y que la vida ha puesto música a tu relación. El beso, el atardecer, la vela, la música y… un maravilloso sabor a tarta de manzana en su boca. Y mi boca.

Sigo.

Tal vez debería contaros cómo se come en Es Baluard, un restaurante con vistas a la bahía, o en Casa Anita y olvidarme de cómo acabó aquel fin de semana de tarta de calabaza, flan de higos, esqueixada, habas y vinos tintos. Pero me pide el cuerpo cerrar la historia como empezó.

Yo volví a Madrid. Digo volví en primera persona porque hubo ese «algo» que rompe las relaciones y que uno no sabe qué es. O sí. El coche alquilado era una caja de tensión sin mecha para hacer arder la pólvora de los sentimientos silenciados que almacenaba el vehículo. Yo, mientras, recogía la tarta de manzana en la cocina y volvía a dejarlo todo como si fuera mi casa, y cogí el móvil, había varios sms recibidos. Demasiados para dos días. Seguía conectado al cargador. Me senté en el borde de la cama y le di a «leer».

Mensaje nuevo: «Yo también te sigo queriendo. Beltrán». ¿Beltrán? ¿Quién era Beltrán? ¿Cómo? ¿Te sigo queriendo? ¡Cómo!

¡…!

Me quedé sin aire. Se me quebró la crema catalana como cuando la rompes con una cucharilla. No era mi móvil. Era su móvil. Su-mó-vil. Me quedé anclado a la cama y el frío que no tuve en la noche anterior en la playa empezó a crujirme todo el cuerpo con la fuerza de un invierno viejo. Me sentí aquel niño que bajaba corriendo desde casa de mi abuela hasta mi casa para abrigarme cerca de la estufa y abrir los regalos. No podía parar de llorar. Esta vez no había regalos, había abierto el envoltorio de mi fracaso.

Os preguntaréis qué hice con el mensaje. Nada. Dejé su móvil en la mesilla e hice la cama como si no hubiera pasado nada, cambié las sábanas y metí nuestra ropa (¿nuestra?) en la maleta. Miré al Mediterráneo cómplice. Cerré las ventanas. Y actualicé mi twitter: «No me gusta compartir calabaza asada». Tenía que haberlo sabido, no se puede comer calabazas en un primer viaje de enamorados. A quién se le ocurre.