SOPA DE PESCADO
Por Cristina
Alcázar
Nací y me crie en Elche, viví mi adolescencia en Murcia, y ahora vivo en Madrid. Los siete últimos años los he pasado junto a R. Prácticamente no recuerdo un Madrid sin R.
Es el hombre de mi vida. Le gusta comer. Y a mí me encanta cocinar para los dos. Eso sí, R es de horarios fijos, y cuando se retrasa la comida se pone muy nervioso, como si se sintiera desamparado. Ah, y es alérgico al ajo.
Pues bien, como buena ilicitana, suelo viajar mínimo una vez al mes a mi tierra para ver a mi familia. Normalmente suelo alargar el tiempo de mi estancia en Elche, pero este fin de semana fue distinto, tenía muchas ganas de estar con R, así que le dije: «Cogeré el tren de las doce el domingo para estar en casa a la hora de comer. Si quieres, me puedes esperar, subo algo que tenga mi madre y comemos juntos, ¿te parece?». «Me encanta la idea, yo te espero para comer».
Pasó todo el fin de semana y llegó el domingo, cogí mi tren, cargada de comida: dos tuppers de lentejas (R no puede comer lentejas de mi madre porque llevan ajo), cuatro sepias, gambas peladas congeladas, el caldo de la morralla (caldo procedente de hervir pescados de roca), tomates que saben a tomate y huevos de gallinas felices que viven sueltas por tierras alicantinas… Estaba muy claro lo que iba a hacer de comer: una sopa de pescado, algo que a R le encanta, y a mí también.
El tren llegaba tarde a Madrid. Yo estaba preocupada, porque quería que fuera un día especial. Si el tren hubiera llegado a su hora, la comida estaría en la mesa antes de las cuatro, pero eran las tres y media y yo seguía sentada en el coche 2, asiento 1A del tren Alicante-Madrid.
R me llamó: «¿Dónde estás? ¿Estás cerca?». «Estoy a punto de llegar, pero si no puedes aguantar empieza a hacer algo y ya comeremos la sopa otro día». «Espero y comemos juntos la sopa. Me apetece mucho».
Media hora después yo estaba en casa y me puse como loca a hacer la comida: puse a calentar el caldo del pescado de roca, mientras sofreía las gambas y una sepia bien troceada.
Cuando tuve las gambas y la sepia en su punto, las eché al caldo que ya empezaba a estar caliente, y cuando se puso a hervir eché los fideos: dos puñados, tres minutos.
Mientras se hacía la comida, R puso la mesa y yo hice una ensalada.
La mesa estaba lista, a falta del plato principal. R empezaba a estar intranquilo, pero no decía nada. A las cuatro y media ya estaba todo en la mesa.
R se metió la primera cucharada en la boca y me dijo:
«Sabe raro». «¿Qué dices? ¡No sabe raro! ¡Es la sopa de siempre!». «Lo siento, pero no voy a comerme la sopa… no me gusta».
Solo era una sopa. Nada más. Pero me sentí como si estuviera rechazándome a mí. Había corrido tanto, tenía tantas ganas de que comiéramos juntos… Y ahora esto.
R sacó el jamón, y eso fue lo que comió junto con un poco de ensalada.
Intenté comerme la sopa, pero la verdad es que sabía demasiado a mar. Por las prisas, y por la intención de darle un toque especial, no había echado los ingredientes que dulcifican el sabor. Y además había añadido un chorrito de limón.
Un ligero cambio. Un toque diferente.
Normalmente, cuando hago la sopa de pescado, primero hago un sofrito de cebolla, añado una sepia bien troceada, chirlas y gambas, una pieza de congrio o rape, dependiendo un poco del precio del rape, tomate triturado (que le dará el color a la sopa) y unas hojas de laurel. Espero a que el sofrito esté hecho para poner el agua o el caldo, que ha salido de hervir el pescado de roca. Y cuando ya está todo funcionando en la olla, le pongo unas ramitas de apio y dos zanahorias. Lo dejo hervir una hora y media a fuego lento, y ya tengo mi sopa.
Lo cierto es que el sabor de la sopa ese día era distinto. A mí tampoco me convencía. También dejé de comer y me preparé un vaso de leche. Pero la cosa continúa.
Cuando se acercaba la hora de la cena, yo seguía con la idea de hacer algo diferente, gastronómicamente hablando. Quería que fuera un día especial, necesitaba decirle a través de la comida que estoy muy feliz a su lado. Iba a sorprenderle, iba a hacer algo que nunca había hecho antes. Algo sencillo, pero distinto. El plato estrella de ese día especial sería SEPIA AL HORNO.
Me puse en marcha.
Limpié bien las sepias, las salé, las puse en la bandeja para el horno. Pelé unas patatas y las troceé. Cualquier persona no alérgica al ajo picaría los dientes de ajo y los echaría por encima, yo me salté esa parte. Rocié con aceite y zumo de limón y le añadí perejil bien picado, un poquito de orégano, y un vasito de vino blanco. Cogí la bandeja y la metí al horno a 180 grados para que se hiciera en 35 minutos.
Cuando R llegó a la cocina y vio la bandeja en el horno, me dijo con mucha delicadeza que no le apetecía mucho la sepia al horno, que después de la sopa de pescado prefería cenar sobre seguro. Yo creo que en el fondo le daba miedo que nos ocurriera lo mismo que nos pasó en la comida.
«Pero, cariño, si la sepia te gusta. Ya verás como al horno te gusta más». «Preferiría algo más sencillo, dejemos la sepia para otro día, por favor». Y yo en lo mío: «Confía, que vas a cenar muy bien…». «Pero ¿por qué te empeñas en hacer algo diferente? Si no hace falta, además que a mí me gusta lo que me gusta».
Y esta fue la frase mágica: «A mí me gusta lo que me gusta».
¿Por qué estaba tan obsesionada con hacer algo diferente? R no me había pedido en ningún momento que le sorprendiera ese día con la comida, a R le gustan mis recetas, le gusta como cocino.
De repente pensé que hacer algo especial era precisamente estar los dos juntos y compartir un plato que nos gustara, fuera o no distinto.
Opté por hacer uno de los platos más sencillos del mundo, y al mismo tiempo uno de sus platos preferidos: spaghetti al burro. Con un toque de aceite de oliva y de orégano. Y en eso quedó la cena.
Mi conclusión no sé cuál es. Desde luego, intentar hacer algo diferente está muy bien para romper la rutina, pero en ocasiones la mejor manera de romperla, de sentir que avanzas, es precisamente estar al lado de la persona que quieres día a día, compartiendo la vida, simplemente.
Y compartiendo los platos que nos gustan, claro.
Por cierto, la sepia al horno me salió buenísima, pero los spaghetti me supieron a gloria.